CAPÍTULO 9

Hacía ya un par de semanas que Fanny Clark había abandonado la ciudad y su querida amiga Charlotte empezaba a sentirse desolada en extremo ante su ausencia. La partida de su eterna confidente, cuyo carácter impetuoso y despreocupado ejercía un contrapunto indispensable a su acuciante falta de resolución, y la añoranza experimentada ante tal privación empezaban a minar su endeble moral. No podía evitar sentirse sola aunque estuviera rodeada de gente –sin duda la peor y más detestable forma de experimentar la soledad–, sin nadie que escuchara y prestara atención a sus múltiples preocupaciones o les restara importancia mediante chanzas frívolas y descaradas.

La señora Morton, además, parecía haber aprovechado la partida de la señorita Clark para acentuar el hostigamiento. Durante largas horas del día la agobiaba ante la falta de resultados satisfactorios en la relación con el señor Byrne y le recriminaba que, si el muchacho no se decidía a cortejarla, era sin duda a causa de la falta de incentivos que ella le proporcionaba. ¡Y la pobre Charlotte ya no sabía en verdad qué hacer! Ya no tenía claro si el señor Byrne la miraba con ojos afectuosos, como había pensado desde el principio y como Fanny le había insinuado en tantas ocasiones, o si tan solo trataba de entretener por pura cortesía a la hija de unos amigos de la familia.

Cierta mañana llegó a la destartalada rectoría una carta de Charlotte que rezaba así:


Me llena de alegría saber que Cassandra se ha restablecido casi por completo del mal que la aquejaba. Por ello te ruego que reconsideres la posibilidad de regresar a Londres junto a mí. Desde que tú te has ido me siento desfallecer, Fanny querida, y ya no dispongo de ánimo ni espíritu suficientes como para soportar las imperiosas estimulaciones de mamá. ¡No deja de atosigarme a todas horas para que propicie un avance decisivo en la relación con el señor Byrne! ¿Y qué podría hacer yo?

Hace dos noches me sentía indispuesta, mareada y al borde de la náusea mientras hacíamos sobremesa en el saloncito azul. Quizás la compota de ciruelas le había sentado mal a mi estómago o puede que se tratara tan solo de un exceso de calor; como bien sabes, aquella estancia en particular es pequeña y mal ventilada, por lo que, en cuanto se enciende un fuego y varias personas permanecen en la sala, el ambiente se vuelve irrespirable. Me limité a permanecer sentada en mi butaca y proporcionarme aire con un abanico, sin compartir mi malestar con ninguno de los presentes. ¡Mamá casi me arranca la cabeza horas después al ser informada del asunto, porque me recriminó no haber aprovechado semejante ocasión para desfallecer y perder la consciencia en brazos del señor Byrne!

Días después, la respuesta llegó a la ciudad en un sobre que albergaba el habitual perfume a lavanda de la rectoría y de su particular moradora.


Te felicito por no haber sucumbido a la tentación, mi muy querida Charlotte, porque desvanecerte en brazos del señor Byrne no podría reportarte otra cosa más que una tremenda vergüenza posterior. No temas, tu madre no será capaz de arrancarte la cabeza. Tus pájaros disecados, amén del enmarañado ramaje que los rodea, dificultan bastante la maniobra.

Mamá cuenta los días en alta voz; parece que tiene en mente una fecha determinada para llevar a cabo sus planes y la demora en la consecución de los mismos la saca de quicio. Desde hace un par de días se le puso en la mente atormentarme con la letanía de que el señor Byrne ya no me visita con tanta frecuencia como antes y que eso se debe a que ha traspasado sus afectos a otro lugar.

Mi muy querida Charlotte, no hagas caso de la eterna cantinela de tu madre que resulta tan intolerable como la mía. Estoy segura de que las visitas del señor Byrne no han disminuido en frecuencia, sino que, por el contrario, se han incrementado en forma notable. Y si tienes dudas, o las tiene la señora Morton, haz un pequeño nudo en el hilo restante de tu bordado cada vez que Edmund Byrne acude a visitarte y comprobarás en pocos días las numerosas lazadas que has tenido que hacer.


Por supuesto, el señor Byrne acudía cada tarde con la mayor puntualidad a ofrecer su compañía a la señorita Morton, prolongaba la visita hasta horas avanzadas y aceptaba de inmediato cuantas invitaciones a cenar quisiera ofrecerle la complacida señora Morton. Además, cada vez que surgía un nuevo evento en la ciudad o se estrenaba alguna obra en la Ópera, el siempre amable y solícito señor Byrne se presentaba con Charlotte del brazo –de ninguna otra–, y ejercía a la perfección su papel de adorado y admirado cicerone.

La velada de aquella noche era otro ejemplo de la deferencia de Edmund Byrne hacia la señorita Morton. Un destacado par del reino acababa de llegar a la ciudad y, para ofrecerle un recibimiento digno de su condición y de sus populosas arcas, se había organizado un baile entre lo más selecto de la sociedad.

El señor Byrne, letrado de un amigo del amigo de otro amigo de tan magno caballero, solicitó para tal ocasión la compañía de la señorita Morton; invitación que ella se apresuró a aceptar con sumo regocijo. ¡Y allí estaban ambos conversando en forma animada, bailando una y otra vez y compartiendo empalagosas sonrisas bajo la atenta supervisión de la señora Morton!

En un momento de la noche, mientras tomaban un refrigerio junto a los ventanales para descansar del fatigoso baile, se les unió el señor Hawthorne, tan egregio y solemne como en él cabía esperarse. Lucía un impecable redingote negro abotonado a la perfección sobre un rico chaleco brocado en terciopelo, conjunto que le aportaba un aire sobrio, elegante y distinguido, y un lazo con un nudo tan elaborado como contundente que obligaba a las puntas almidonadas de la camisa a alzarse incansables hasta rozar el viril y marcado contorno de su mandíbula. Todas las miradas femeninas permanecían pendientes de su persona. Él, según una arraigada costumbre, se las ingeniaba para ignorar con descaro todas y cada una de ellas.

Aquella noche, Hawthorne se mostraba intranquilo para sorpresa de quienes lo rodeaban. Con el sempiterno ceño fruncido, no hacía más que alargar el cuello con malogrado disimulo por encima de toda la colorida barahúnda mientras paseaba la mirada entre todos los presentes para, a continuación, abandonarla sobre un punto invisible perdido en la lejanía. No se molestaba en prestar la menor atención a las novedades que Byrne le refería con gracia, ni se molestaba en disimular su desinterés, ni agradecía la solicitud con que los lacayos se paraban frente a él para tentarlo con el goloso contenido de sus bandejas, sino que de continuo dirigía la mirada hacia las dos puertaventanas de la estancia que comunicaban con una amplia terracita exterior, sin hallar el extraño objeto de tan minucioso escrutinio en ninguna parte. Tal contrariedad lo hacía sentirse, quizás por primera vez en la vida, por completo frustrado y lo exteriorizaba a través de la continua tensión y distensión de sus manos, refugiadas de modo estratégico a su espalda bajo los faldares de la chaqueta.

—¿Buscas a alguien, Hawthorne? —Byrne lo distrajo de la nueva inspección ocular que se disponía a llevar a cabo por el salón.

—¡No, por supuesto que no! ¡Qué bobada! —Pero la respuesta fue ofrecida con demasiada rapidez y brusquedad como para resultar auténtica.

Edmund Byrne esbozó una media sonrisa exasperante, mientras Charlotte bajaba la vista e intentaba ocultar la suya detrás de su mano enguantada. Hawthorne apretó los labios. ¿Se burlaban de él? ¿Aquellos dos necios se burlaban de él? En respuesta alzó su prominente barbilla al infinito y apretó los labios.

—La señorita Clark ha sido requerida con sumo apremio por sus parientes hace unos días —apuntó Byrne. Hawthorne clavó sus pupilas de obsidiana en el joven letrado. ¿Por qué el necio de Byrne le proporcionaba semejante información? ¿Qué podría importarle cualquier asunto referente a esa molesta criatura?—. Su hermana llevaba varios días enferma y su presencia resultaba imprescindible para los suyos.

La mandíbula de Hawthorne se tensó. “¡No me importa, no me importa, al diablo con todos ellos!”

—¿Es grave? ¿Está su hermana a salvo? —Pretendió mostrarse indiferente, pero sus ojos mostraban un evidente clima de preocupación.

—Por fortuna está fuera de peligro, señor Hawthorne —intervino Charlotte, con una timidez que le volvía apenas audible la voz—. Fanny y yo mantenemos correspondencia casi a diario y las noticias que llegan de Sheepfold resultan muy satisfactorias.

Hawthorne esbozó la sombra de lo que pretendía ser una sonrisa, pero, como se trataba de un gesto que no estaba acostumbrado a practicar a menudo, el intento se frustró en un extraño rictus. Charlotte no pudo menos que sentirse muy sorprendida ante ese breve espasmo emocional. Era la primera vez que veía sonreír al sombrío señor Hawthorne. Pese a lo disparatado de la ocurrencia, había llegado a suponer que aquel hombre tan serio y taciturno era incapaz de mostrar emoción alguna, salvo desagrado y censura.

Hawthorne cuadró los hombros antes de continuar. Elevó la barbilla, entornó los ojos con displicencia y retomó su habitual pose hierática, sin duda la pose en la que más cómodo y seguro se sentía.

—Entonces es muy probable que su amiga se una a usted muy pronto. No se mortifique, señorita Morton, pronto contaremos de nuevo entre nosotros con la mordacidad de la señorita Clark.

Fue Byrne el que habló en lugar de Charlotte.

—¡Permíteme ponerlo en duda, Hawthorne! —El aludido alzó una ceja—. Tanto la señorita Morton como yo mismo estamos convencidos de que Fanny Clark no tiene la menor intención de regresar a Londres.

Oliver Hawthorne lanzó una mirada gélida sobre las danzarinas cabezas del salón. Su mandíbula se tensó tanto que palpitaron los músculos de la mejilla. Un rictus de extrema repugnancia, casi de náusea, le asomó a los labios y le contrajo el rostro en una máscara desconocida. Inclinó la cabeza hacia atrás e inhaló en profundidad antes de tomar una decisión. Solo atinó a farfullar una torpe excusa ininteligible para después alejarse tras una rauda reverencia dirigida a la señorita Morton.

Cruzó la sala con inusitada premura, a grandes zancadas, con la mirada interrogante de multitud de curiosos prendida a su espalda. Necesitaba abandonar de inmediato aquel recinto abarrotado y sofocante. Necesitaba un minuto de intimidad. ¡Necesitaba salir de allí o de lo contrario no sería capaz de responder de sus actos!

Salió a la terracita y dejó que la fresca brisa nocturna del mes de abril abofeteara un rostro contraído y por completo transfigurado. Apoyó ambas manos sobre la balaustrada después de aflojarse el lazo con ansiedad, como si se tratara de una soga que algún verdugo le hubiera ceñido alrededor del pescuezo en lugar de un delicado lazo de seda.

Jadeante, exhaló con nerviosismo repetidas veces para vaciar de aire los pulmones. ¡No necesitaba tanto aire dentro del cuerpo!

De repente se sentía como un pez arrojado fuera del agua y no pudo menos que compadecerse de los pobres peces. A juzgar por su propio estado, no sabía qué podría resultar más terrible: si morir por falta de aire o por un exceso del mismo.

Desde los jardines inferiores emergía una cálida vaharada de fragancia floral, un aroma denso y calmante que, con toda posibilidad, procedía de las madreselvas y galanes de noche que trepaban por las tapias de la mansión. Durante un momento se permitió aspirar el denso aroma antes de cerrar los ojos y fruncir los labios con severidad.

¿Qué diablos le estaba sucediendo? ¿Por qué su cuerpo actuaba de repente sin control, de forma independiente, y lo obligaba a comportarse como un cretino sin el menor dominio de sus actos? ¿Por qué sentía un repentino estallido de rabia interior que luchaba por salir? Maldita sea, ¿qué le importaba a él Fanny Clark? ¿Qué diablos podía importarle aquella impertinente deslenguada?

Los sonidos procedentes del interior del salón de baile llegaban mitigados a sus oídos. Allí dentro había decenas de parejas entretenidas en aquel mismo instante, y él sintió envidia de todos y cada uno de ellos, aun a sabiendas de que jamás podría comportarse o sentirse como uno más del grupo.

Cerró las manos sobre la balaustrada con la misma furia con que dos mordazas caerían sobre cualquier material inquebrantable e, inclinado hacia delante, descolgó la cabeza entre los brazos en tensión; resopló para buscar una cierta liberación.

Una sarcástica sonrisa le adornó el rostro. Una sonrisa que alcanzó en forma gradual la categoría de carcajada demencial. No podía ser en serio. ¡Si ni siquiera soportaba su presencia! ¡Si tan solo era una vulgar pueblerina sin la menor sofisticación! ¡Absurda criatura! ¡Fanny Clark no era más que una muchacha ridícula, esperpéntica y más obtusa que un ángulo de madera!

¿Cómo era posible que un caballero íntegro como él se viera afectado por semejante trivialidad? ¿Qué estaba pasando con su buen criterio y su sentido común? ¿Qué estaba pasando con su juicio y su raciocinio?

“¡Maldita sea, Oliver, que el diablo te lleve si esto tiene pies o cabeza!”

Había acusado la ausencia de la joven desde que hizo acto de presencia en el estúpido baile al que había acudido con el único incentivo de volver a verla. Casi sin ser consciente de sus actos, se había sorprendido de sí mismo al ver que la buscaba ansioso entre el gentío, torturado al pensar que la encontraría bailando con algún estúpido al que con gusto rompería la crisma por el mero hecho de haberse atrevido a bailar con ella. ¿Aquellos pensamientos en verdad le pertenecían? Abrió los ojos, inyectados en sangre, para intentar relajarlos en la vasta cobertura estrellada que se perfilaba en las alturas. ¡Pero ni siquiera allí podría encontrar un segundo de paz para su alma! Dibujada con claridad entre decenas de estrellas titilantes, la carita menuda y delicada de Fanny Clark le sonreía traviesa, con una intensa chispa de burla asomada a sus ojos verdes y la altivez de una naricilla respingona y voluntariosa.

—No puede ser en serio, no puedo tolerar que lo sea —farfulló entre dientes. Descargó un terrible puñetazo sobre la balaustrada de piedra. A sus nudillos asomó de inmediato la viveza escarlata de la piel recién desgarrada. El rostro de aquella necia reía ahora con más amplitud, sin el menor recato. Ni siquiera se cubría la boca con una mano, sino que reía a carcajada abierta y con descaro delante de él.

—Es usted un idiota, señor Hawthorne —canturreó aquella insólita criatura.

¡Inaceptable! ¡Por completo inaceptable! Frunció el ceño. Sin duda alguna, aquella noche acababa de traspasar el umbral de la locura.

Cuando decide el corazón
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