CAPÍTULO 12
—Me siento un poco disconforme con la actitud de nuestro invitado, señor Clark, por mucho dinero que posea en ultramar. —La señora Clark parecía muy poco predispuesta al sueño. Recostada sobre varios almohadones que la mantenían en una posición semisentada, observaba a su esposo que le había dado la espalda y permanecía tumbado sobre un costado con los ojos cerrados y toda apariencia de querer ignorar la charla de su esposa—. ¿Me está escuchando, señor Clark?
—Ajá. —Ni el más leve movimiento surgió del prominente bulto bajo las mantas.
—Resulta demasiado audaz, demasiado imprudente. ¿Puede creer que le disgusta el estilo de vida de la capital? ¿Qué caballero con dos dedos de frente preferiría Sheepfold a Londres?
—Sin ir más lejos, el mismo caballero al que usted no le permite ahora dormir, señora Clark.
—¡Oh, señor Clark, pretende usted burlarse de mí! ¡Todos los jóvenes disfrutan con los pasatiempos de la ciudad! —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Creo que no resulta una compañía favorable para nuestras hijas, por encontrarse una de ellas en edad casadera y por ser la pequeña todavía una chiquilla influenciable. ¿A usted le agradaría que ambas tomaran como ejemplo un carácter tan voluntarioso? ¡Resulta por completo reprobable, señor, piense en el futuro de sus pobres hijas!
El señor Clark giró en el lecho a desgano y fijó en el techo una mirada soñolienta. Antes de hablar paladeó las palabras con lentitud.
—¿En verdad cree, señora Clark, que nuestras hijas corren un peligro tan grande en presencia de ese caballero como para que veamos peligrar su integridad moral? Porque de ser así le aseguro que lo expulsaré de esta casa de inmediato y no me importará si el caballero se encuentra en camisa de dormir, en calzones o como su madre lo trajo al mundo.
—¡Oh, señor Clark, es usted tan irritante a veces!
—Buenas noches, señora Clark. El centinela moral de esta casa necesita dormir. Dedíquese a dormir usted también y proporcione descanso a esa cabecita disparatada. Sus hijas están a salvo por completo.
Con un firme soplido apagó la frágil llama de la vela que palpitaba sobre la mesita de noche y dejó la habitación, y a la señora de la casa, sumidas en una aplastante oscuridad.
* * *
Quince días llevaba ya el ocurrente estadounidense hospedado con los Clark sin haber dado indicio alguno de desear prescindir de la compañía de la familia. Tampoco los Clark parecían encontrarse a disgusto con el visitante, cuya presencia llenaba las oscuras estancias de la vieja rectoría de luz, vitalidad y comentarios chisporroteantes. Solo la escrupulosa señora Clark se mostraba indignada ante un comportamiento tan informal que casi llegaba incluso a rozar, bajo su arcaico punto de vista, el libertinaje y el mal gusto.
Cierto era que, en ocasiones, Fanny no sabía cómo encajar los comentarios del caballero, puesto que su ánimo resultaba de continuo tan festivo y bufonesco que cada vez era más difícil descubrir cuándo hablaba de veras y cuándo de broma. Además, Jarrod Rygaard manifestaba una facilidad abrumadora para intimar con todo el mundo, y quizás desconocía que tomarse ciertas licencias con una joven soltera atentaba contra la etiqueta y el buen gusto. No podía negarlo, en ocasiones Jarrod Rygaard la hacía sentirse en verdad incómoda ante la ligereza de sus ademanes o por el indeseable grado de intimidad que pretendía propiciar en todo momento entre los dos. Por su vida que ella era una joven de mente abierta y de carácter tan sociable y amistoso que a su alrededor todo el mundo disponía de una oportunidad de acercamiento con solo sentirse predispuesto a ello. Pero el caso era que Jarrod Rygaard no esperaba a que nadie le brindara la debida oportunidad de acercarse, sino que él solo se aproximaba a su objetivo sin esperar siquiera a ser invitado.
Cierta mañana, Ian y su amigo salieron a montar nada más despuntar las primeras luces del alba. Ian Clark, dotado del orgullo patriótico que suele habitar en las almas sencillas, albergaba la secreta esperanza de que su amigo descubriera por sí mismo los rincones más hermosos de Sheepfold y les concediera su aprobación. Además, la primavera se mostraba tan generosa que los días de tibio sol animaban a aprovechar las escasas horas de luz para salir a disfrutar del aire libre y de las hermosas vistas que la campiña ofrecía al caminante a esa altura de la estación. Sheepfold era sin duda un pequeño paraíso rebosante de paz e infinidad de sonidos campestres, dotado de una explosiva mezcla de verdor húmedo y tímidos rayos de sol que se abrían paso en un cielo poblado de nubes violáceas y palpables.
Habían transcurrido varias horas desde que los caballeros abandonaron la rectoría. Cassandra se encontraba abstraída jugando con un caballito de madera en miniatura, el señor Clark permanecía con sabiduría encerrado en la biblioteca enfrascado en algún viejo libro de salmos y la señora Clark había decidido ocupar su mañana recostada en el diván de la sala. Holgazaneaba mientras se abanicaba con absoluta indolencia, con un platito de pastelitos de cebada que picoteaba de cuando en cuando apoyado sobre su estómago.
Fanny, motivada por el saludable deseo de no permanecer ociosa hasta la hora del almuerzo, decidió salir a dar un largo paseo por el campo. Le gustaba mucho caminar y había adoptado la costumbre de combinar sus aficiones favoritas del mejor modo posible: elegía como compañero de paseo un buen libro, con el que hacía constantes altos en el camino para recostarse sobre una densa alfombra verde y disfrutar mejor de la lectura. Así era capaz de perderse durante horas y horas sumida en sus habituales ensoñaciones, entregada a un estado de ánimo que a menudo le reportaba graves enfrentamientos con la señora Clark. La naturaleza se había convertido en su refugio más deseable y no había sendero escondido ni manantial que brotara entre las áridas rocas del que no tuviera conocimiento. Asimismo, los bulliciosos rebaños que pintaban de blanco la campiña se habían habituado ya a su persona y se acercaban a olisquear sus manos de nieve en cuanto reconocían la saltarina silueta que caminaba junto al vallado.
Con los hombros ceñidos con una ligera capelina blanca y un bonete a juego, caminaba por un estrecho sendero en el que la tierra había dejado paso a un verdor incipiente, cuando un leve chasquido a su espalda la sobresaltó y la obligó a cerrar de inmediato el libro entre cuyas páginas permanecía ensimismada.
—Señorita Clark, ¿la he asustado? —El causante de tan momentáneo sobresalto se acercaba a ella sombrero en mano. Todavía conservaba las botas de montar y un ligero rubor en las mejillas fruto del reciente ejercicio. La saludó con una grácil reverencia que ella se apresuró a corresponder.
—No se preocupe, señor Rygaard, creí que se trataría de un zorro oculto entre los arbustos.
—¿Un zorro? ¡Qué audaz! ¡Estaría usted muerta de miedo! —exclamó y adornó las palabras con una amplia sonrisa.
—No, yo no. —Lo miró un segundo con el ceño fruncido—. ¡Oh, ya veo, se burla usted de mí!
—¡No, por Dios, jamás osaría reírme de usted! —La miró y esbozó una sonrisa almibarada—. Preferiría siempre hacerlo en su compañía.
Fanny inclinó la cabeza y se sintió halagada. De hecho, Jarrod Rygaard parecía pretender halagarla en forma constante y con sus almibarados métodos lo estaba consiguiendo a la perfección. Ella estaba por demás convencida de que el señor Rygaard sabía hacerse agradable porque decía a cada uno ni más ni menos que lo que esperaba oír.
—Veo que está usted dando un paseo —dijo de pronto—. ¿Me permitiría acompañarla?
—Claro, caminemos.
Principiaron a andar con paso distraído. De cuando en cuando, Rygaard alzaba la vista para contemplar fascinado las frondosas copas de los árboles cuyos troncos se vestían de musgo y sonreía ante el diluido arco iris que el sol dibujaba a través de las hojas. Fanny se percató del silencioso examen.
—Lamento no poder ofrecerle algo más emocionante. Sheepfold es un pueblo muy pequeño, casi una aldea.
Rygaard la miró sorprendido.
—¿Bromea? ¡Esto es en verdad espectacular! —Se inclinó para arrancar, con cuidado de no pincharse, la ramita de una zarza cargada con generosidad de zarzamoras y ofrecérsela a su acompañante—. No puedo imaginar nada más hermoso.
Fanny saboreó encantada el delicioso dulzor de la zarzamora madura.
—¿Ni siquiera las adoquinadas calles londinenses?
—Después de haber descubierto aquí el paraíso, esa es mi antítesis de la belleza, señorita Clark, puedo asegurárselo. ¿Quién cambiaría el barro y el campo por la frialdad y la dureza del asfalto?
Ambos sonrieron al mismo tiempo. Fanny inclinó la cabeza y continuó la marcha mientras contaba con la mente los dientes de león que encontraba a su paso. El señor Rygaard solo la miraba a ella.
—¿Piensa quedarse mucho tiempo en Sheepfold, señor Rygaard?
El caballero tuvo que compaginar su sempiterna sonrisa con un ligero fruncimiento de ceño. Detuvo su paseo y obligó a la joven a actuar del mismo modo.
—Desconocía que le importunara tanto mi presencia como para desear mi marcha tan pronto, señorita Clark.
—¡Oh, no me malinterprete! —Fanny se expresaba con ligereza mientras caminaba por el sendero con la misma soltura con que lo haría una hamadríade—. Encuentro su compañía de lo más interesante, en especial porque considero que es usted como un cofre misterioso que encierra grandes secretos en el interior. —Fanny jugueteó con la última zarzamora antes de introducírsela en la boca y paladearla complacida. Sintió con deleite el estallido dulzón que le inundó el paladar.
—¿Grandes secretos? ¿Qué le hace pensar que oculto algún secreto?
Se vio obligada a silenciarse cuando Rygaard acercó una mano a su rostro y le perfiló con el pulgar el sonrosado contorno del labio inferior. Permaneció muy quieta, con la respiración contenida, y lo miró en silencio sin atreverse siquiera a parpadear.
—Se había manchado usted con la última zarzamora —aclaró con una sonrisa.
Fanny esbozó una mueca nerviosa antes de obligarse a retomar la marcha.
—Es usted muy amable —balbuceó con torpeza.
Rygaard recogió las manos con displicencia a su espalda.
—Me agrada que mi compañía le resulte interesante, señorita Clark, aunque crea usted que no soy un caballero siniestro dotado de un alma oscura. — Sonrió con picardía—. Le aseguro que siempre he procurado comportarme de un modo en extremo transparente como para adelantarme a las murmuraciones sobre mi persona. —Tocó con un dedo la punta de la naricilla de Fanny—. Siento decepcionarla, señorita Clark, pero no escondo ningún secreto.
—¿No los esconde? —En el tono de Fanny se percibía todavía un delator timbre nervioso.
Fijó en ella su mirada más penetrante y audaz.
—No, no los escondo —habló en un registro bajo y sombrío.
—Entonces no le importará que vuelva a preguntarle por sus anteriores visitas a Inglaterra.
Rygaard suspiró.
—Le aseguro que no podría referirle nada interesante de mis anteriores visitas a su adorable país.
Fanny esbozó una amplia sonrisa. Parecía una niña pequeña a la que hubieran ofrecido una apetecible bolsa de dulces.
—¿Está usted seguro? ¿Quizás en el pasado ha seducido a alguna jovencita de buena familia y ahora no desea reconocerlo? ¿Es posible que algún pariente ofendido lo busque a usted para intentar desagraviarse?
Estaba claro que Fanny tan solo pretendía bromear y divertirse a su costa, pero Rygaard no parecía compartir el interés de la joven a la hora de conceder un tono jocoso y juguetón a sus palabras. Se limitó a mirarla con los ojos entrecerrados, mientras se tiraba de los puños y los extremos del chaleco. Su sonrisa nerviosa resultaba una ineficaz máscara para la turbadora incomodidad que sentía.
—Me temo que, en su caso, su imaginación resulta más peligrosa y audaz que en la mayoría de las damas. No se esfuerce, señorita Clark, no conseguirá sonsacarme nada que despierte su interés tan dado a la exageración.
—¿De veras cree que no encontraré nada si sigo indagando?
—Se lo aseguro.
—Yo diría que, por estar tan ocupado en demostrar que no ha sucedido nada interesante en sus anteriores visitas, da la impresión de que sí que ha sucedido algo.
—¿Por qué no se olvida ya de este juego? —Su pregunta, más que una inofensiva invitación, parecía contener una amenaza implícita—. O acabaré pensando que sus palabras contienen un cierto olorcillo a impertinencia, señorita Clark.
Fanny estudió con atención durante varios segundos el rostro contraído del caballero. No le cabía la menor duda de que, bajo su reluciente fachada, Jarrod Rygaard ocultaba algo que no deseaba compartir con el resto del mundo. Bastaba con arañar un poco la superficie para que los demonios del interior asomaran con ferocidad y lanzaran violentos zarpazos al aire.
—Disculpe si lo he molestado, señor Rygaard.
Él la miró en silencio durante un buen rato, en un intento quizás por descubrir cuánto había de verdadero y cuánto de broma en la disculpa de la joven.
—Olvidémoslo —condescendió—. Soy un recién llegado, ¡y estadounidense, para más señas! Es natural que sienta usted curiosidad. De hecho, creo que debería mostrarme halagado ante la acuciante curiosidad que parezco despertar en usted.
—Ahora soy yo la que siente decepcionarlo —sentenció con una sonrisa—, pero soy curiosa por naturaleza, señor. Disfruto estudiando el comportamiento de todos los que me rodean y sacando a la luz sus fantasmas ocultos. Es uno de mis pasatiempos favoritos, me temo. —Se rodeó el talle con los brazos antes de continuar—. No despierta usted en mí más curiosidad de la que podría sentir ante cualquier recién llegado.
—¡Oh, ha golpeado usted mi vanidad con salvajismo! —se quejó en un teatral tono de indignación—.¡Por un momento me llegué a considerar su favorito! Será mejor que haga como que no he escuchado su desaire, señorita Clark, si deseo mantener mi estima intacta.
—Dudo mucho de que su estima haya sufrido algún tipo de afrenta. —El caballero abrió y cerró la boca sin alcanzar a articular palabra—. Es usted demasiado presuntuoso como para que los escarnios de una jovencita hagan mella en su ánimo.
—¡Y usted demasiado imprudente y audaz, me temo! —sentenció asombrado ante la mordacidad de la joven.
—Con sinceridad, espero que no todos compartan su opinión, señor, o de lo contrario me convertiré en la comidilla de todo tipo de sociedades. —Fanny esbozó una nueva y generosa sonrisa—. Nadie busca la compañía de una joven imprudente, ¿verdad?
—¡Pero solo podrían despreciar su compañía si no viniera precedida de tan adorables ojos verdes! Aunque es usted perversa –y puede creerme que en verdad lo es–, la belleza de su figura la exime de cualquier clase de desprecio o marginación. Créame, solo un cretino osaría contradecirme.
Fanny esbozó una sonrisa cáustica al recordar a cierto caballero que la había tratado como a una criatura salvaje y marginal perdida en medio de un sofisticado salón de baile londinense.
Alertado por la negra sombra que se cernió sobre los ojos verdes que tanto veneraba, Rygaard se apresuró a añadir:
—¿De modo que existe un cretino así? Dígame ahora mismo el nombre de semejante estúpido y le prometo que mañana mismo me batiré en duelo con él. —Aunque se expresó con absoluta resolución, el chisporroteante tono jocoso en sus palabras resultaba más que evidente.
Fanny se preguntó si habría algo de cierto en semejante afirmación o si tan solo se trataba de otra de las tantas bromas a las que el estadounidense los había acostumbrado. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que con Jarrod Rygaard resultaba muy difícil hacer distinciones entre la formalidad y la sorna.
Caminaron un buen rato en silencio. A lo lejos se distinguía ya la oscura silueta de la vieja rectoría, sentada a horcajadas sobre el vigorizante lomo de una pradera infinita. Rygaard se inclinó para arrancar la rama baja de un arbusto y jugó a golpear con ella los hierbajos que sobresalían a ambos lados del camino como si de una improvisada fusta se tratara.
—¿Me creería si le digo que estoy pensando con toda seriedad en instalarme en los alrededores de Sheepfold?
Fanny alzó las cejas hasta el mismo nacimiento de su áureo cabello.
—Se ha sorprendido usted. ¿Tan descabellado le resulta?
—¡Oh, no, desde luego! Muy al contrario, me alegra que otros encuentren fascinante aquello que yo más adoro y admiro con entusiasmo —logró decir—. Personalmente, soy una enamorada de estas tierras. —Miró complacida en derredor—. Creo que no podría concebir mi vida lejos del campo.
—Quizás nunca se vea obligada a abandonar el condado —comentó con intención. Pero Fanny estaba dispuesta a hacer oídos sordos a sus evidentes indirectas.
—En mi caso, sería complicado aventurarse a afirmar algo así, señor. Al fin y al cabo soy una mujer, dependo por completo de la voluntad de mi padre y, el día de mañana, de la de un posible esposo. ¿Quién sabe dónde estará mi hogar?
—El hogar está donde está nuestro corazón, señorita Clark. —En las palabras de Rygaard existía un poderoso intento de intimidad—. Pero por lo visto usted parece resignada a un futuro que le disgusta.
Fanny sonrió con levedad y jugó con las cintas de su sombrero.
—¿Y no es la resignación una cualidad impuesta a nuestro género?
Rygaard se detuvo, la sujetó con firmeza por un codo y la obligó a encararlo.
—Yo juraría que jamás podría ser aplicable a alguien como usted.
Sus miradas se encontraron un instante y Fanny se sintió incapacitada para decir cuál de los sentimientos que la embargaban resultaba dominante. Por un lado, se sentía turbada y halagada de haber sido durante los últimos quince días el objeto de las atenciones del caballero, pero, por otro, no podía negar que se encontraba lejos, muy lejos, de desear ser el objeto de tales atenciones.
Tragó saliva mientras parpadeaba con nerviosismo y se liberó con suavidad de un asedio que empezaba a incomodarla. Durante más de diez minutos caminaron en silencio; tan solo el roce de su falda contra las hierbas del camino rompía la quietud de la jornada. Y, como el silencio acostumbra a resultar un amplio estímulo para los ánimos de las almas más pertinaces y optimistas, el señor Rygaard retomó la conversación así:
—La verdad es que me gustaría adquirir una pequeña propiedad cerca del pueblo. ¡Resulta tan idílica la idea de una bonita casa en el campo, en compañía de una bella mujer y un par de criaturas que corretean por el patio! Y le aseguro, señorita Clark, que no desistiré hasta hacerla realidad.
Fanny se ruborizó con levedad y bajó la vista, no en una muestra de vana coquetería, sino un tanto incomodada por el cariz que había tomado una conversación que en un principio se presumía inofensiva. Había esperado con ansiedad la visita del señor Rygaard y, sin embargo, a esa altura le incomodaba en extremo el tono de intimidad que el caballero pretendía inferir a todos y cada uno de sus encuentros. Resulta muy agradable el ofrecimiento de dulces de chocolate, cuando el estómago empieza a ronronear, complacen, es una bendición gozar de semejantes atenciones. Pero llega un punto en que, si el ofrecimiento se vuelve repetitivo y pertinaz, tanto dulce acabará por llevar al empacho, por provocar arcadas y una segura indigestión.
Suspiró con holgura. Un punto debía quedar claro de una vez por todas, aunque sus maneras al expresarlo resultaran tan decididas como descorteses (y estaba claro que, con un caballero tan pertinaz y osado como Rygaard, el único modo de actuar posible rozaba la descortesía): por el momento no albergaba idea alguna de matrimonio.