CAPÍTULO 20
El sol extendía largos brazos áureos sobre la vasta campiña del condado de Sheepfold. Apenas corría una ligera brisa capaz de peinar con languidez la lacia melena verde del terreno y agitar cada largo mechón espigado al son sinuoso de su aliento. El aire resultaba a esa hora de la tarde plomizo y agobiante; incluso las cigarras pretendían mostrar su descontento al lanzar al aire su estrepitoso y lastimero cántico.
La quietud de la tarde resultaba aplastante, al igual que la sensación de calor húmedo que hacía que cualquier rastro de vida animal resultara inhallable a simple vista.
Edmund Byrne y Oliver Hawthorne intentaban burlar la acusada ardentía mientras bordeaban el cauce de un bullicioso riachuelo. Los acompañaba Evie, la sagaz perra pointer albina del señor Morton.
Se habían provisto de escopetas ligeras, procedentes del armero personal del coronel, que, en ese momento, cargaban de forma relajada sobre el hombro mientras avanzaban con andar distraído y soportaban con estoicismo el abrasador calor de la tarde.
A la orilla del agua corriente se respiraba una refrescante brisa que hacía el paseo más llevadero. Airecillo revitalizante que, entremezclado con el revoloteo colorido de libélulas azuladas que se afanaban por mostrar su belleza volando a ras del agua y el intermitente chapoteo de la corriente, proporcionaba un efecto relajante en los caminantes.
Evie caminaba con aire cansino a la par de los caballeros y la lengua le colgaba inerte en un lateral de la boca.
En un pequeño claro, los sorprendieron unas jubilosas voces femeninas que cantaban alguna tonada en alabanza a la primavera y a la belleza de las flores. Las voces procedían de un corrillo de doncellas que danzaban en gran alboroto, mientras otra señorita permanecía inmóvil en el centro del desigual círculo y ejercía de maestra de ceremonias. Todas llevaban el pelo suelto, coronaban sus cabezas con diademas de flores silvestres, vestían trajes livianos y lucían sin embarazo los pies descalzos.
—Son jóvenes del pueblo —aclaró Byrne que observaba divertido la escena así como la cara de circunstancias de su amigo—. Llevan varias semanas ensayando bailes y canciones para la fiesta de mayo. Incluso tengo entendido que elaboran una especie de ofrenda floral a base de plantas, helechos y alambres.
—Resultan en verdad curiosas estas costumbres paganas. Aunque las conozca jamás dejarán de sorprenderme —murmuró Hawthorne mientras observaba a las muchachas con una ceja enarcada—. Me pregunto qué pensarían de ellas en la ciudad si las vieran bailar descalzas.
—Con seguridad, pensarían que se están divirtiendo mucho.
—Acabarán con los pies como tizones.
—Es probable que sufran menos percances que nuestras damas capitalinas que, pese a la elegancia de sus zapatos, rara es la ocasión en la que no acaban con los pies lastimados a causa de la incómoda disposición de sus lazadas y tacones.
—Insólito, en verdad insólito —remató Hawthorne. Se ajustó la escopeta al hombro y reanudó el camino. Ambos continuaron en silencio en compañía del leal can que, de vez en cuando, husmeaba el aire y se estremecía ante el poderoso reclamo de algún olor asilvestrado.
Edmund silbaba en muy baja voz una extraña cancioncilla, mientras consentía en acariciar con la yema de los dedos las hierbas altas que bordeaban el camino. Oliver reprimió una sonrisa burlona; estaba claro que su querido amigo había caído sin remedio bajo la peligrosa puntería del querubín alado. Aprovechó tal certeza para reírse un rato.
—¿Y qué hay de tu relación con Charlotte Morton? —preguntó.
Edmund no pareció incomodarse por la pregunta. Interrumpió la tonada y se humedeció los labios muy dispuesto a abordar el tema.
—Yo diría que permanece estancada en un punto que parece no tener retorno. La verdad es que la señora Morton me frena en exceso.
Oliver soltó un bufido de incredulidad.
—¿Te frena, dices? ¡Yo diría más bien que te alienta sin el menor disimulo! —Edmund sonrió divertido ante la ocurrencia de su amigo—. La señora desea que desposes a su hija a la menor brevedad posible, y me atrevería a aventurar que si Charlotte no se mostrara dispuesta, ella misma se ofrecería voluntaria para que no te marcharas con las manos vacías.
—¡No puedo creer que te burles con tanto descaro de la señora Morton!
—¡Ni yo que persistas en tu cortejo aun con semejante lastre que amenaza de continuo la cordura de cualquiera! Es una charlatana insoportable, Byrne, de veras que te admiro y te compadezco a la vez. —Ensombreció el tono de sorna para componer su sempiterna expresión severa—. Sabes que la escrupulosa sociedad londinense no mostraría la menor piedad y que una suegra como ella empañaría tu reputación.
—Pero el coronel Morton es un caballero sin tacha alguna. —Edmund pretendía reforzar sus palabras para sonar convincente.
—Estoy de acuerdo. Y la señorita Morton es una joven muy bien educada con un carácter templado en consonancia con su belleza plácida. Aun a pesar de sus horribles vestidos. —Oliver Hawthorne resopló divertido y aliviado porque no se tratara de su cáliz particular—. ¡Pero esa señora! Nunca había conocido a nadie tan desquiciante, a excepción, claro está, de nuestra querida señora Clark, el pie perfecto para el más imperfecto de los taburetes. — Meneó la cabeza con reprobación—. Deberían formar pareja de bridge, estoy seguro de que se atreverían a desplumar al mismísimo primer ministro.
Oliver Hawthorne chasqueó la lengua. Cualquiera de aquellas dos cacatúas resultaría una mancha imborrable e insufrible en el buen nombre de cualquier familia. No podía ni imaginar a su madre, la gran señora de Hawthom, relacionándose con cualquiera de las dos e incluso era capaz de percibir, como si la tuviera delante, esa mueca de repugnancia tan característica en el sombrío y antipático rostro de la gran dama que sin duda aparecería en presencia de las desquiciantes señoras.
Una perdiz los sorprendió al levantar vuelo justo delante de ellos en forma tan repentina que Edmund le disparó, pero erró el tiro.
—¡Diablos, soy un cazador odioso! —Relajó de nuevo la escopeta sobre el hombro y prosiguió la marcha al lado de su amigo. Retomó la conversación cabizbajo—. De todos modos, tengo que confesar que me he acostumbrado en exceso a la señorita Morton y que sentiría mucho tener que prescindir de su compañía.
—¿En serio? —El gesto escéptico del rostro de Hawthorne rezumaba sarcasmo—. ¡Jamás lo hubiera pensado a juzgar por tu melosa solicitud!
Acto seguido se arrepintió de esas palabras porque también él se había encariñado con su piedra particular.
—Haré oídos sordos a tu ironía puesto que estoy seguro de que, a pesar de tus burlas y reticencias, Charlotte goza de tu buena opinión.
—¿Qué puedo decir? —Hawthorne alzó los hombros con comicidad—. No soy más que un amigo leal que te apoyará en aquello que decidas llevar a cabo.
—Entonces —Edmund esbozó una sonrisa semejante a la ingenua y generosa sonrisa de un niño al obtener el consentimiento de sus mayores—, ¿cuento con tu bendición para pedir la mano de Charlotte?
Hawthorne rio a carcajadas, divertido.
—¿Acaso la necesitas?
—No, pero me gustaría contar con ella.
—Entonces la tienes, siempre que tú seas feliz, y yo, consciente de ello.
Edmund se arrojó a sus brazos. Parecía liberado de un terrible peso que lo hubiera entumecido durante semanas. Oliver Hawthorne, por su parte, permaneció rígido y envarado durante el tiempo que duró el abrazo y se limitó a descargar leves palmaditas en la espalda de su amigo. No estaba acostumbrado a recibir muestras de afecto, ni en público, ni en privado; de hecho, jamás las había recibido por parte de nadie más que de aquel joven muchacho que ese momento parecía dispuesto a quebrarle el espinazo; el inesperado y afectuoso contacto lo había tomado por completo desprevenido.
—De todos modos, recuerda que estaré encantado de prestarte apoyo económico si necesitas enviar en algún momento dado a tu suegra a algún lugar remoto. He oído que en África han descubierto paisajes de lo más insólitos. Y si no, siempre nos quedan las Indias Orientales.
Ambos sonrieron con amplitud, mientras Evie se alzaba sobre las patas traseras en busca de atención.
—Conforme. Ahora te toca a ti. —Oliver enarcó una ceja—. ¿Qué me dices de la señorita Clark?
Hawthorne se tensó y la mandíbula le empezó a palpitar en forma visible.
—¿Qué sucede con ella? —Su voz sonaba más arisca de lo que el caballero hubiera deseado.
—¡Oh, vamos Oliver! ¿Por qué resistirte? —Hawthorne bufó mientras inclinaba la cabeza y la volvía a un lado—. Se trata de una joven hermosa, en posesión de un carácter resuelto y una personalidad firme y voluntariosa.
—Y una lengua mordaz, Byrne, no lo olvides. Me temo que, si se mordiera a sí misma, no tardaría ni medio minuto en morir envenenada. Fanny Clark es una criatura intrépida.
—¿Por qué habría de serlo menos? ¿Por qué callar y dar la razón en un asunto determinado cuando no se está del todo conforme con él? Me parece bien que muestre sus opiniones, que discuta, que se enfade cuando algo no es de su agrado. —Byrne sonrió—. Creo que resulta gracioso y entretenido en una mujer.
—Hablas así porque no es a ti a quien rebaten de continuo.
—En los últimos días tampoco a ti, por lo que he podido observar. —Edmund sonrió con malicia e imitó la voz de la señorita Clark—: “No podría culparlo, señor Hawthorne, porque es bien sabido que existen compañías más inspiradoras”. —Se burló—. Con sinceridad, amigo, no creo que alguien como tú elegiría como señora de Hawthom a una jovencita sumisa y remilgada que bajara la vista cada vez que tú aparecieras en una habitación. Siempre supuse que preferirías a alguien con un carácter firme e indoblegable, una mujer capaz de soportar con estoicismo la presión que exige tu posición, que corone las escalinatas de tu mansión con la majestuosidad de una reina y que, al mismo tiempo, sea capaz de encender ascuas en tus ojos cada vez que la mires.
Hawthorne esbozó una sonrisa ladeada. Intentaba imaginar a Fanny Clark como señora de la casa en la mesa de cualquiera de los comedores de Hawtom, rodeada por la clase de personas que ella se jactaba en público de detestar. Vestiría un traje bordado con lujo y luciría las suntuosas joyas de la familia Hawthorne que no harían más que intensificar su apabullante belleza natural. Entrarían del brazo ya por siempre en todos aquellos odiosos eventos a los que se vieran obligados a asistir. Todos los caballeros lo mirarían envidiosos y recorrerían la figura de su esposa con ojos lujuriosos. Ninguna otra dama podría igualar jamás su belleza y ningún otro hombre de ningún lugar del mundo experimentaría una dicha semejante a la suya al contemplar a su esposa. Permanecerían ambos con la mirada y las manos entrelazadas en un vínculo eterno e inquebrantable. Su esposa… ¡su esposa! La criatura más perfecta del mundo precisamente a causa de sus múltiples imperfecciones, una ninfa entre mortales, una flor entre cardos… Hasta que alguien mencionara sus orígenes humildes y rústicos, además del carácter bochornoso e indeseable de su madre. Hasta que la propia madre de Hawthorne, la gran Dragona y señora de Hawthom, irrumpiera en la estancia y rompiera en mil pedazos el bello reflejo de tal ensoñación.
—¿Crees que existe una mujer así, capaz de comportarse como toda una dama en los salones y como un volcán en la intimidad de la alcoba?
—¡Por supuesto que sí! La señorita Clark podría con facilidad compararse con un volcán, un tornado o cualquier fuerza de la naturaleza que se te venga a la memoria. Estoy del todo convencido de que tu medio limón —añadió en alusión al carácter de continuo agrio de su amigo— es Fanny Clark. ¡Por el amor de Dios, Hawthorne, si la miras embelesado!
Se dio cuenta entonces de que resultaba tan obvio que solo disponía de dos opciones posibles: o aprendía a moderar sus emociones íntimas ante Fanny Clark o, de lo contrario, debía retirarse de inmediato con toda la dignidad que le fuera posible antes de quedar en evidencia ante propios y extraños. Huir, debía huir. ¡Cielos, aquella era la segunda vez que se lo planteaba y todavía no había sido capaz de solicitar su carruaje, o una silla de posta cualquiera, para largarse de aquel maldito lugar!
—Oliver, te lo digo en serio —insistió Edmund, consciente quizás de la turbulenta vorágine de sentimientos que imperaban en el ánimo de su amigo—. Deja en paz tus estúpidos prejuicios y atrévete a amarla.
Hawthorne se disponía a replicar cuando un dueto de cantarinas voces femeninas los sorprendió de pronto del otro lado del río. Edmund se agazapó en el acto y se ocultó entre los helechos al tiempo que alzaba la cabeza entre la vegetación para buscar el origen de las voces.
—Byrne, por el amor de Dios, seguro que no es más que otro grupito de aldeanas, ¿por qué diablos te ocultas? —protestó con fastidio el caballero, pero su amigo le tiró de la chaqueta y lo obligó a acuclillarse al tiempo que exigía silencio.
Oliver, suspirando y resoplando, siguió con hastío la dirección que había tomado la curiosa mirada de su amigo y se tensó de inmediato. En la orilla opuesta, dos jóvenes charlaban y se reían despreocupadas, ajenas a semejante espionaje. Una de ellas lucía un exótico vestido color azafrán y descansaba sentada en la orilla mientras apoyaba la espalda en el tronco de un árbol cercano. La falda derramada alrededor formaba un gracioso círculo y le proporcionaba el aspecto místico de una muñeca de porcelana a la espera de ser puesta en movimiento. Mantenía la cabeza ladeada con placidez mientras escuchaba a su amiga, medio adormecida por el calorcito del sol y el alegre canturreo de la corriente.
La segunda joven lucía el cabello suelto por completo. Permanecía de pie y con los pies descalzos acariciaba el palpitante lecho del río. Oliver observó cómo el hermoso cabello de oro le llegaba hasta por debajo de la cintura; resultaba tan perfecto y lacio como si hubiese sido tejido por los mismísimos ángeles.
La joven remangaba hasta las rodillas la falda del sencillo vestido color oliva, de forma que permitía la indecorosa visión de sus pantorrillas desnudas mientras sostenía en la mano libre unas medias blancas y un par de sencillos zapatos de paseo. Además, se sujetaba a un bastón sobre el que apoyaba el ligero peso de su cuerpo.
Hawthorne contempló cómo Byrne sonreía complacido con expresión fascinada, y algo en su interior activó un inesperado y ancestral instinto de posesión; eso mismo lo hizo enervarse y arder atrapado en su propio cuerpo. Agarró a su amigo del brazo con brusquedad; lo obligó a levantarse.
—¡Debemos continuar, Edmund, no es correcto!
—¡Pero se trata de Charlotte y de la señorita Clark! ¿Has visto alguna vez acuarela tan perfecta? —protestó su amigo—. ¡Acabamos de hablar de ellas hace un momento, nos hemos sincerado el uno con el otro! Quizás esta sea una buena ocasión para llevar a cabo todo lo que hablamos.
—El que hayamos hecho mención a ciertos temas de carácter personal no nos exime de comportarnos como exige nuestra condición de caballeros, Edmund. Regresemos a casa de los Morton ahora mismo, el coronel echará de menos sus armas y su hermosa perra.
—¡Válgame Dios! —exclamó Byrne, enfurruñado—. ¿Qué puede significar esto? ¡Ni siquiera quieres contemplarla en ese estado! ¡Es más grave de lo que pensaba!
Si no hubiera habido tanta irritación en su interior, su comportamiento habría resultado menos urgente y podría haber pasado por cohibido hasta la desesperación. Pero la brusquedad con que sujetó del codo a su amigo, tiró de él para arrancarlo de allí y llevarlo casi a rastras hasta otro destino no dejaba lugar a absurdos planteos sobre si tal proceder era fruto de la timidez, del recato o de la prudencia. No, estaba claro que en la actitud de Hawthorne existía algo más. Algo que él obviaba, que incluso parecía torturarlo y disponerlo para luchar contra ello con una elevada resistencia, pero que por fuerza cada vez resultaba más evidente y cada vez doblegaba más sus barreras.
* * *
—¿Y bailarás con el señor Hawthorne?
Fanny chapoteaba divertida con los pequeños pies de alabastro en la bulliciosa corriente de agua casi helada.
—¡Vamos, Charlotte, me temo que algo así resulta más que improbable! —Fanny sonrió ante el divertido mohín de su amiga—. No puedo bailar por culpa de mi tobillo, cuya lesión ha sido de lo más inoportuna. Y, aunque mi tobillo permaneciera sano, ya lo has oído decir que detesta ese tipo de eventos. No sé si se debe a su carácter sombrío y taciturno o a que el caballero posee dos pies izquierdos que desea ocultar al resto del mundo. —Charlotte sacudió la cabeza sin dejar de sonreír—. Lo más probable es que ni siquiera asista.
—¿En verdad lo crees? Dudo mucho de que opte por pasar el día completamente solo y encerrado en una habitación del hostal.
—Me temo que será eso precisamente lo que se dispondrá a hacer.
—Lo dudo. —Se mordió el labio inferior—. ¡Oh, vamos, Fanny! ¿No te has dado cuenta de lo mucho que le gustas?
Fanny se envaró, permaneció quieta y erguida en mitad del curso del río, con los brazos laxos a los costados y las delgadas pantorrillas sacudidas por el agua.
—¿De verdad piensas eso? —resopló con incredulidad—. ¡Eres una boba, Charlotte Morton, si piensas así!
—Sí, ¡cielos!, sí lo creo. ¿No has notado la devoción con la que te mira siempre o el modo en que se le tensa la mandíbula cuando tú estás presente?
—Quizá debido al arisco carácter del caballero en cuestión, confundes una posible inclinación con los síntomas indiscutibles de un molesto dolor de estómago.
Las manos de Charlotte revolotearon sobre su regazo y se refugiaron en la oquedad de la falda como dos palomitas heridas en un océano azafranado.
—No hay peor ciego que el que no quiere ver, Fanny; en tu caso, me temo que no alcanzarás a abrir los ojos hasta que te des de bruces con la realidad.
—Me temo que aquí la única ciega eres tú, Charlotte querida. El señor Hawthorne está tan interesado en mí como podría estarlo en cualquiera de las jóvenes amazonas ovejeras de Sheepfold.
Charlotte inclinó la cabeza y empezó a reír, primero para sí misma, después de un modo obvio y bullicioso.
—¿Se puede saber de qué te ríes? —preguntó Fanny, molesta, y golpeó el agua con el bastón.
Charlotte todavía se permitió sonreír una vez más antes de responder.
—De lo mucho que te cuesta atreverte a amarlo cuando es más que obvio que a ti también te gusta.
—¿Atreverme a amarlo? —Fanny enrojeció como una cereza madura—. ¿Te has vuelto loca? ¡No albergo la menor intención de amarlo o de sentir ni la más leve inclinación hacia Oliver Hawthorne! —Golpeó los guijarros del río con el bastón y consiguió mojar a su amiga—. ¡Entérate bien! ¡Oliver Hawthorne no tiene cabida en mi vida!