CAPÍTULO 23

Aquella misma tarde la señora Morton acudió con puntualidad a casa de los Miller para jugar la partida de bridge que celebraban cada semana desde hacía años. A la señora Morton, esas reuniones matriarcales la complacían sobremanera puesto que le proporcionaban una ocasión excelente para aprender y deleitarse con los chismes acaecidos en el condado entre reunión y reunión, así como la maravillosa oportunidad de beber varias tacitas de té y tantos emparedados de pepino como su ánimo no exento de gula lo exigiese. Porque la señora Miller podía ser una vieja solterona carente por completo de gusto, tanto en la decoración de su residencia como en lo que a su propio atuendo se refería, pero su cocinera era conocida por preparar los mejores emparedados de pepino de la región, y la señora Miller jamás había escatimado la apetitosa presencia de esos aperitivos en la mesa cuando recibía visitas.

En aquella ocasión, la habitual reunión vecinal le venía como anillo al dedo a la señora Morton, porque ella misma disponía de una felicísima noticia que deseaba compartir con el conocido corrillo de comadres del condado de Sheepfold, e incluso de toda Inglaterra, si de ella dependiera la divulgación.

La señora Miller, quizás con ánimo de amenizar de los últimos días, fue la primera en abordar el tema candente de la jornada:

—Tengo entendido, mi querida señora Morton, que debemos felicitarla ante la proximidad de un evento de lo más agradable.

La aludida sonrió con amplitud sin desfruncir los labios, gesto que otorgó a su rostro la apariencia de una rana feliz de chapotear en su charco.

—¡Oh sí, oh sí! Esta misma mañana el señor Morton ha recibido la petición de mano de nuestra querida Charlotte. —Lanzó una mirada intencionada a la señora Clark que enarcó una ceja sorprendida—. ¡Estamos tan complacidos!

—¡Qué maravillosa noticia! —exclamó una tercera jugadora—. La buena de Charlotte… ¿Y quién es el afortunado? ¿Debemos suponer que se trata de ese joven caballero que se hospeda con ustedes esta temporada?

—¡El mismo! —Miró de nuevo a la perpleja señora Clark mientras barajaba los naipes con las artríticas manos enguantadas en mitones de lana—. El señor Byrne es un caballero de lo más correcto y formal, fíjese que sus padres poseen una adorable residencia en el centro de Londres que algún día el caballero heredará. —Compuso una expresión soñadora, como si el fallecimiento de los padres del joven para la consecución de tal herencia supusiera una inofensiva esperanza—. Y además, posee una calesa propia tirada por cuatro caballos.

Todas las damas asintieron complacidas. Todas excepto la señora Clark, cuya cólera fraguaba y fermentaba en su interior en forma peligrosa. El señor Byrne, ¿era posible? Ese joven encantador que tanto entendía de cortinajes y al que la lagartija de Charlotte había echado por fin el guante.

—¿No es cierto, señora Clark? —La pregunta de la señora Miller, acompañada de las miradas inquisitivas de todas las jugadoras, la apartó en forma súbita de sus cavilaciones. Se aclaró con ruido la garganta y enrojeció un tanto al ser sorprendida en un renuncio.

—Discúlpeme, señora Miller, ¿me decía usted?

La anfitriona sonrió con fingida complacencia.

—Decía que se trata de un acontecimiento encantador. Hacía ya varios años que no se celebraba ningún matrimonio en Sheepfold, y es muy probable que no dispongamos de otro en mucho tiempo.

—Sí, lo es, en extremo encantador. —Miró a la señora Morton que se regodeaba sin ningún disimulo en su felicidad—. Me alegro mucho por Charlotte, ya le correspondía a la pobrecita. Porque ¿cuántos años tiene ya? ¿Treinta? ¿Treinta y dos?

La señora Morton frunció los labios con tanta fuerza que se replegaron en una fina y severa línea blanquecina.

—¡Tiene veinticinco, señora mía! —bramó colérica.

—¡Ah, nunca lo hubiera dicho! Aparenta ser mucho más mayor.

La tensión se podía cortar con cuchillo. Las eternas adversarias se observaban de hito en hito, ajenas a todo lo que las rodeaba. Solo estaban ellas dos y su incansable rivalidad. Las damas restantes contemplaban la escena complacidas de ser meras espectadoras en la refriega verbal. La señora Clark y la señora Morton eran ya gallinas viejas y, como tales, podían saltar la una sobre la otra en cualquier instante y dejar todo salpicado de plumas.

—De todos modos —continuó azuzando la señora Clark—, Charlotte está muy desmejorada, debería lavarse la cara con agua de rosas y aplicarse loción de uva roja para colorear las mejillas, puesto que su semblante parece tan macilento como el rostro de una anciana con un pie en la tumba. Me preocupa con sinceridad. ¿Come bien la señorita Charlotte? Tal vez debería decirle a Jane que se acerque a su casa con una cestita de nuestros maravillosos huevos de ganso o quizá media pierna de cerdo. ¿Le gustaría la carne de cerdo, señora Morton?

—¡Charlotte come en forma estupenda, señora Clark! ¡Y nuestros huevos no tienen nada que envidiarle a los suyos! —Respiró en profundidad y se sintió ofendida al máximo—. Por todos es sabido que las jóvenes que están siendo cortejadas sufren a menudo estados de nerviosismo y falta de apetito. Aunque me hago cargo de que usted es por cierto desconocedora de tales detalles, puesto que ninguno de sus hijos ha podido vivirlo hasta el momento.

A la señora Clark se le desorbitaron los ojos y abandonó con brusquedad las cartas sobre la mesa. Antes de que pudiera abrir la boca, la señora Morton lanzó un nuevo contraataque:

—Aunque, por supuesto, para disfrutar de un cortejo, su Fanny debería mostrarse más prudente a la hora de manifestar sus impresiones. Con semejante desenvoltura, ningún caballero mencionable se fijará nunca en ella. Esos grandes hombres no desean a su lado a una mujer que los avergüence de continuo con salidas de tono y respuestas inapropiadas. Mucho menos que repliquen, que intervengan en las conversaciones sin ser invitadas, en lugar de permanecer calladitas en el papel de perfecta señorita casadera. Debo amonestarla con firmeza en este aspecto, señora Clark, dado que, durante nuestra estancia en Londres, su querida hija no se privó de dar palmas y reír en forma abierta durante los diferentes bailes a los que tuvimos el honor de asistir. He de admitir que me sentí avergonzada muchísimo en numerosas ocasiones puesto que ni siquiera se molestó en cubrirse las manos en medio de una sociedad tan refinada. Ser de condición humilde resulta aterrador, pero dar muestras tan evidentes de ello… ¡Ay, el Cielo nos libre de semejante falta!

La señora Clark respiraba con dificultad. Deseaba arrojar el contenido de la tacita de té sobre el rostro rojizo y sonriente que se sentaba enfrente. No se podía negar que la señora Morton era la dama más pudiente de Sheepfold, con su nutrido guardarropa y sus más de cinco sirvientes, pero lo que resultaba imperdonable era que se envaneciera en público de ello y que lo utilizara en forma constante como arma arrojadiza.

—Aunque nada de esto debe mortificarla, señora Clark, si su hija no aspira a otra cosa más que a desposarse con cualquiera de los granjeros del condado. Para pastorear ovejas y lavar trapos en el río no es necesario ningún tipo de distinción.

—¡Esto es insufrible!

La señora Clark se levantó tan rabiosa que provocó que la silla cayera con violencia tras de sí. La señora Morton permaneció sentada, coronada de una calma encomiable. Su veneno había surtido efecto y ahora solo quedaba esperar que el viejo animal herido se retirara a lamer las heridas en silencio y soledad.

Cuando decide el corazón
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