CAPÍTULO 14
La señora Morton no podía dar crédito a lo que acababa de oír. ¿Regresar a Sheepfold? ¿En ese momento? ¿Después de todo lo que se había hecho?
No cabía la menor duda de que su hija había enloquecido. Quizá se tratara de una virulenta fiebre extranjera capaz de hacer perder la razón a quienes la padecían o quizá sucediera que la insensata de Charlotte había abusado del licor de cereza en los últimos tiempos.
Por el amor de Dios, ¿solo ella era capaz de percibir lo nefasta que resultaba semejante ocurrencia? ¿Es que la única mente racional entre los miembros de su familia era la suya? ¡Sería desandar lo andado! ¡Solo a la boba de Charlotte se le podría haber ocurrido semejante impropiedad! ¡Regresar al hastío del campo tras esas fructíferas semanas en la ciudad en las que había logrado un cierto acercamiento con el señor Byrne que, si bien no era noble, era un partido aceptable debido a la distinguida posición que se había procurado entre la elitista sociedad londinense! Además, claro estaba, del aliciente que ofrecía la confortable residencia de los Byrne muy bien situada de Londres que en algún momento el joven heredaría. ¿Y Charlotte pretendía recluirse por propia voluntad en un lugar tan tedioso y aborrecible como Sheepfold? ¡Intolerable!
Para sorpresa de la señora Morton, Charlotte se mostraba más enérgica que nunca. Ella, cuya debilidad de carácter la había llevado siempre a dejarse conducir con los ojos cerrados por su madre, se erguía en ese momento como una legendaria heroína que lideraba a un pueblo y defendía con energía su postura frente a sus progenitores.
El señor Byrne permanecía de pie, en silencio, apoyado sin gracia contra la repisa de la chimenea, mientras Charlotte exponía con énfasis su estudiada argumentación. Se había servido de un ardid muy astuto al solicitarle que la acompañara durante ese incómodo trago, porque la presencia del joven le proporcionaba un mudo aunque valioso apoyo.
Confiaba la joven en que la imprevisible señora Morton, al ser informada de sus propósitos, dominaría su disgusto y su irritación ante la presencia del caballero habida cuenta de las grandes esperanzas que tenía puestas en él.
Tal como había imaginado Charlotte, la señora Morton permanecía quieta y rígida en su sillón, con los labios fruncidos y la mirada cosida de forma invariable al señor Byrne. Pretendía encontrar algún leve indicio de disgusto en el rostro del caballero ante el anuncio de la partida que tanto suplicaba Charlotte, pero el muchacho no podía mostrarse más tranquilo ni más cómodo en su posición de espectador neutral.
La señora no lograba entender semejante máscara de indiferencia. ¿Es que acaso no le corría sangre por las venas? ¿Es que a aquel joven no le importaba nada que su Charlotte se alejara de Londres para recluirse a millas y millas de distancia en una aldea dejada de la mano de Dios? Allí, de pie, como un bobo, aquella rubia esfinge de indiferencia contemplaba la escena sin variar en lo más mínimo la lánguida expresión del rostro. ¡Impensable!
El señor Morton escuchaba con atención la oratoria de su única hija que, sentada frente a él, lo tomaba de la mano con cariño mientras exponía sus argumentos. El anciano coronel la escuchaba con una sonrisa ligera en los labios; al fin y al cabo, también él deseaba regresar a su amado condado natal, donde podía disfrutar de tranquilos paseos a caballo o cazar faisanes en su vasta propiedad, entretenimientos que se habían convertido ya en añoradas aficiones.
—Padre, será muy grato regresar a casa, usted sabe que en Sheepfold tenemos buenos amigos que nos esperan. —La señora Morton dejó escapar un bufido—. Además, resultaría muy agradable encontrarnos en el campo para la fiesta de mayo, ¿no cree? Siempre hemos disfrutado de fiestas como esa, padre. No creo que usted quiera perdérsela.
“¡Buena jugada, Charlotte!”, se dijo para sus adentros. Al coronel le encantaban las fiestas, el bullicio, la música, las risas despreocupadas de los chiquillos, los bocados de hígado que la señora Bates solía preparar para ese tipo de reuniones. Resultaría muy fácil convencerlo si empleaba semejantes argumentos.
La señora Morton, al verse derrotada sin remedio, decidió dar vuelta la inteligente baza de su hija a su favor.
—¡Oh, la fiesta de mayo, cierto, muy cierto! —Todas las miradas se volvieron hacia ella, en especial la de Charlotte, que la observaba con el ceño fruncido y un inevitable halo de desconfianza reflejado en las pupilas—. ¿Cómo pudo pasárseme por alto una fecha tan significativa para nosotros? —A continuación se dirigió al señor Byrne con su sonrisa más aduladora—. Los residentes del campo esperamos durante meses la celebración de una fiesta tan conocida y encantadora.
Charlotte boqueó como un pez arrojado fuera del agua. No era capaz de dar crédito a las hipócritas palabras de su madre. ¿Fiesta encantadora? ¡Jamás había visto a la señora Morton asistir a ninguna de las fiestas de mayo que se habían celebrado en Sheepfold desde que tenía uso de razón! De hecho, la señora Morton solía calificar tales reuniones de salvajes, incívicas y un atentado brutal al buen gusto y la moderación. ¿Qué pretendía ahora con ese descarado cambio de actitud?
—Desde los cotillones de Navidad no disponemos de otra celebración que esperemos con mayor fervor —continuó la señora, que se expresaba con un tono desvergonzado y adulador—. Ustedes, señor Byrne, desconocen este tipo de pasatiempos, puesto que en la ciudad no es posible celebrarlos como es menester. Por eso, mi querido señor Byrne, ¿no querría usted obsequiarnos con su preciada compañía en un evento tan encantador?
—¡Mamá! —cortó Charlotte, encarnada por completo.
Su madre la agasajó con una mirada retadora. ¿Acaso aquella niña boba creía que iba a salirse con la suya? ¡Jamás! ¡Por su vida que no iba a permitirlo!
—Charlotte, querida, ¿no querrás arrebatarle a nuestro querido señor Byrne la posibilidad de disfrutar por primera vez de un acontecimiento tan pintoresco?
—Mamá —Charlotte se mostraba más que azorada ante una deferencia tan obvia —, el señor Byrne es un hombre muy ocupado que…
—¡Lo recibiremos como nuestro más querido y especial invitado! —insistió la señora Morton—. Y podrá comprobar en persona cómo la gente del campo disfruta de los pequeños acontecimientos con el mismo entusiasmo que mostrarían si se encontraran en el mismísimo St. James.
Edmund Byrne, que había enderezado su posición en el mismo instante en que escuchó su nombre en boca de tan inquietante dama, no pudo menos que sonrojarse al comprobar que todas las miradas permanecían pendientes de su persona. Balbuceó algo sin que las palabras llegaran a resultar perceptibles, sonrió en un gesto que resultaba de lo más bobo, y murmuró en forma atropellada:
—¡Será un honor para mí acompañarlos en tan bella ocasión!
Charlotte mostró su agrado con una sonrisa tímida, mientras la señora Morton asentía complacida ante lo que consideraba una jugada magistral por su parte. El coronel se levantó del asiento con un derroche de vitalidad asombroso, se llevó las manos al abultado estómago y sentenció con voz solemne:
—Bien, partiremos todos en un par de días hacia Sheepfold.
* * *
Aquella misma noche, Oliver Hawthorne descansaba repantigado con comodidad en un elegante sillón estilo Windsor, parapetado tras el desorden de cuartillas y útiles de escribanía que permanecían desperdigados sobre la superficie de la mesa.
Vestía de modo informal, eximido por completo en la intimidad de su despacho de la rigurosa etiqueta que exigía su condición. Un exquisito chaleco brocado completamente desabrochado, camisa de lino remangada a la altura del codo y un cuello que se anunciaba ancho y fuerte en ausencia de lazo conformaban la estampa más atractiva que un hombre de proporciones físicas tan perfectas podría ofrecer.
Desde un ángulo oscuro de la estancia, Byrne lo observaba mientras agitaba en su mano con suavidad una ventruda copa de brandy. El letrado permanecía sentado con las piernas cruzadas a la altura de la rodilla y la mirada firme e inamovible en la relajada pose de su amigo.
—Deberías descansar y comer algo, Hawthorne, llevas horas enterrado tras esa barahúnda de papeles. Cuentas con un administrador al que pagas con mucha generosidad y con un amigo versado en leyes que se ocupan de realizar ese trabajo. —Dio un largo trago a su copa—. No es necesario que tú mismo pases tanto tiempo aquí encerrado.
—Sabes que me gusta revisar en persona las cuentas de mis propiedades. Es algo que el antiguo señor Hawthorne me inculcó desde niño. —El caballero deslizó sus largos dedos entre los gruesos mechones negros de su cabello y los peinó con indiferencia—. Me gusta estar al corriente de todo lo que acontece dentro de mis muros. Un hombre debe ser consciente de la procedencia de su dinero y a donde va a parar cuando abandona sus arcas.
—Y es algo admirable por tu parte. La mayoría de los grandes hombres que conozco no tienen idea ni siquiera de las dimensiones de sus propiedades. Pero tú, viejo amigo, no tienes necesidad de quemarte las pestañas a la luz de una palmatoria. Deberías relajarte más y delegar en aquellos que te servimos, porque lo hacemos con sumo gusto, por cierto.
Oliver Hawthorne mostró una sonrisa ladeada no demasiado convincente.
—Me he cruzado con Taylor a mi llegada al parque —dijo de pronto Byrne—. ¿Puedo preguntar qué hacía aquí? Tengo entendido que no es la primera vez que te visita en las últimas semanas.
—Así es, te han informado bien.
Semejante certeza no podía albergar nada bueno. Taylor era uno de los hombres de confianza de Hawthorne, una especie de espía, matón o sicario sin el menor ápice de moral o distinción, una rata sin escrúpulos que aquel caballero amigo había rescatado de las cloacas londinenses para ofrecerle una nueva oportunidad dentro de sus magnos muros. Nadie sabía con exactitud qué misión llevaba a cabo Taylor dentro de Hawthom Park, pero a juzgar por el aspecto negruzco, los ojos amarillos y la sucia sonrisa mellada del sujeto bien se podría haber deducido que se trataba de un asesino a sueldo, un bandolero sin escrúpulos ni moral o un tragahombres pendenciero con el que nadie desearía cruzarse en un callejón durante una noche oscura.
—Taylor trabaja para mí.
—¿Qué clase de trabajo podría realizar una rata como él? —Acto seguido se arrepintió de realizar semejante pregunta puesto que, en su profesión, era mejor permanecer en la más completa ignorancia de las actividades fuera de la ley.
—Taylor se encarga de proporcionarme información sobre cierta presencia no grata que pretendo mantener lejos a toda costa —aclaró y fijó sus penetrantes orbes de obsidiana en las pupilas vibrantes de Byrne.
—¿Presencia no grata? No entiendo.
Pero Oliver Hawthorne no parecía albergar el menor interés en despejar las dudas de su buen amigo. No al menos en ese momento.
—Olvídalo, no es nada de lo que debas preocuparte, ni que debas entender. —Byrne sonrió con escepticismo puesto que se sintió relegado a un plano muy, muy lejano. Estaba claro que su amigo no estaba dispuesto a soltar prenda—. Hablemos de otra cosa.
—¿De qué deseas hablar?
—Gozamos de un tiempo admirable, Byrne —terció Hawthorne y cambió por completo de tema—. Organicemos una pequeña cacería en el parque de Hawthom. Resultará una agradable distracción y un beneficioso pasatiempo, puesto que te garantizo las alforjas repletas de perdices.
—¡Oh! —Byrne compuso una mueca de disgusto—. ¡Resulta imperativo que rechace tu ofrecimiento, amigo mío, muy a mi pesar! Mañana mismo parto en compañía de los Morton hacia Sheepfold.
Hawthorne alzó una ceja y lo observó en silencio, contrariado. Se alegraba de que a su poco perspicaz interlocutor le resultara del todo imposible percibir el violento brinco que le había dado el corazón al escuchar el nombre de aquel condado perdido en medio de la nada.
—¿Qué demonios? ¿Qué tienes que hacer tú en ese lugar olvidado de la mano de Dios?
—Por lo visto están a punto de celebrar la festividad de mayo, según me ha explicado con gentileza la señora Morton. —Esbozó una sonrisa absurda mientras se encogía de hombros a modo de justificación—. Soy su invitado —aclaró—. No he podido negarme —admitió.
—Vaya, la vieja arpía quiere asegurarse de no perderte de vista ni un solo segundo. ¡Punto a su favor! Pretenden convertirte en una presa segura, Byrne; ten cuidado.
—Creo que no me importaría caer presa de la señorita Morton.
Ambos sonrieron. Hawthorne enlazó sus grandes manos sobre el acicalado brocado de su chaleco mientras observaba a su amigo con los mismos ojos y el mismo juicio con el que un hermano mayor miraría a su joven e imprudente hermano pequeño. Edmund Byrne tenía veinticinco años, y él hacía cinco que había entrado en la treintena. Por fuerza se sentía responsable de él.
—¿Y cómo es que tu querida señorita Morton ha decidido cambiar las luces de la ciudad por la quietud del campo?
—Ha sido algo por completo improvisado, Hawthorne. La señorita Morton recibió correspondencia hace unos días de su amiga, la señorita Clark. —Por segunda vez el corazón de Hawthorne se encabritó en una aislada sístole mortal—. Allí le informaba de su nueva amistad con cierto caballero recién llegado al condado. Asunto que a la señorita Morton provoca alguna reticencia.
“¿Un caballero? ¿Y quién diablos podría ser ese estúpido caballero?”
—¿Y la señorita Morton se encuentra en la necesidad moral de ejercer de institutriz? —se burló y adornó sus palabras con un tono de voz un tanto más alto y una tan exagerada como cáustica carcajada. En su mirada refulgía un brillo extraño, casi siniestro, que el ingenuo Byrne fue incapaz de apreciar, pero que había obrado en la expresión de Hawthorne un giro radical.
—Digamos que está preocupada por la seguridad de su amiga. El caballero, por lo visto, es un forastero del que poco o nada se sabe.
—¡Pobre incauto! —De repente parecía malhumorado, brusco, y hablaba con los puños tan apretados que la piel se veía blanquecina en algunos puntos a causa de la falta de riego sanguíneo—. ¿Quién es ese infeliz que se atreve a desafiar a la mortífera medusa en su propio hogar? ¡Por el amor de Dios, que alguien lo prevenga de la locura que está a punto de cometer!
Byrne hizo oídos sordos a aquella impropiedad.
—La señorita Morton me ha encargado investigar los antecedentes de dicho caballero, pero, por desgracia, no he podido descubrir nada al respecto.
—¿Nada? ¿Se trata de un fantasma entonces?
—Nada —repitió avergonzado—. Ni bueno, ni malo. Es como si el caballero en cuestión hubiera surgido de la nada. —Miró a su amigo con nervioso divertimento—. Quizá debería encargar a Taylor que indague sobre él. Parece que es un trabajo que sabe hacer bien.
Pero la mirada de Oliver Hawthorne reflejaba que era una idea pésima. Taylor estaba demasiado ocupado vigilando los pasos de… Inhaló con ruido. Demasiado ocupado como para perder el tiempo espiando a un estúpido pretendiente de Fanny Clark.
—¿No tienes ni siquiera el nombre de ese infeliz?
—Sí; sabemos que es un estadounidense que llegó a Inglaterra el invierno pasado. Un tal Jarrod Rygaard.
Hawthorne se levantó con tanta brusquedad del asiento que, llevado por el impulso, el sillón salió desplazado durante un breve trecho hasta impactar con violencia contra la pared. Apoyó ambas manos sobre el tablero de la enorme mesa de escritorio y reposó en ellas todo el peso del cuerpo. Si no fuera porque sabía a ciencia cierta que había sido tallada en roble macizo, Byrne habría asegurado que el mueble corría serio peligro de resquebrajarse bajo la feroz presión de aquellas prensas temibles. Hawthorne respiraba de un modo febril, casi jadeante, mientras permanecía encorvado y con la mirada fija en los desperdigados papeles del escritorio.
Byrne se asustó tanto ante el comportamiento impropio de su amigo que dejó caer la copa de brandy, con el consiguiente contenido amarillo, sobre la rica alfombra de nudo español.
—¿Jarrod Rygaard? —Hawthorne hablaba sin mirar a su interlocutor. Byrne pudo apreciar esta vez la rigidez de su mandíbula y el brillo homicida de sus ojos—. ¿Jarrod Rygaard, dices?
—Sí, así es. ¿Lo conoces acaso? Si posees alguna información destacable que quieras compartir conmigo, resultaría muy de agradecer. Charlotte…
—¿Cómo es posible? ¡Maldita sea, Taylor, incompetente del demonio! —bramó furioso y barrió de un manotazo el contenido de la mesa. Byrne, al ver en peligro su propia integridad, se levantó del asiento sin dar la espalda a su colérico amigo—. ¡Esto no debería estar sucediendo! ¡No puede suceder de nuevo!
—¿De qué diablos estás hablando? ¿Qué es lo que no debería suceder de nuevo?
Pero Hawthorne continuaba ensimismado en su propio universo, en lucha contra sus demonios que, a juzgar por el sudor que le perlaba la frente y la tensión que le tensaba el cuello, debían de ser muchos y muy poderosos.
—¿Acaso no pago a mi gente para que haga bien su trabajo? —rugió y arrojó el tintero de hueso contra la pared—. ¿Acaso no debería haber sido informado? ¡Maldito Taylor, maldito inútil!
—No entiendo nada de lo que dices.
—¡Diablos, esto no puede estar pasando otra vez!
—Hawthorne, yo… ¡Maldita sea!
Byrne se desplazó con lentitud, con la espalda pegada a la pared; se sintió a salvo en el preciso instante en que su mano rozó el picaporte de porcelana de la puerta. Hawthorne clavó su mirada en el rostro asustado y sonrosado de su amigo; vertió sobre él las virulentas llamaradas de sus pupilas de obsidiana. Ante semejante cambio de humor en un caballero siempre tan serio como comedido, Byrne solo atinó a abandonar la estancia con tanta prisa como sus tambaleantes rodillas le permitieron. Una vez en el corredor pudo aún percibir el estruendo de varios muebles que eran estrellados con violencia contra el suelo: se alegró de haberse puesto a salvo. Lo suyo no había sido cobardía, sino precaución.