CAPÍTULO 24

Jarrod Rygaard se encontraba en el diminuto ves-tíbulo de la vieja rectoría ante una reducida comitiva que se había reunido en forma expresa para despedirlo en el día de su partida.

Permanecía de espaldas a la puerta principal, con las maletas y los distintos bagajes abandonados a los pies, con un aspecto que transmitía un profundo sentimiento de derrota y frustración. Nadie se hubiera atrevido a aventurar si parecía más cansado que decepcionado o más herido que furioso. Sin duda lo abatía tener que abandonar la rectoría en esos momentos, no por un sincero y cálido afecto hacia los Clark, sino porque el hecho de retirarse de ese modo tan apresurado evidenciaba una vergonzante actitud de derrota.

Había descubierto de forma sorpresiva, en ese lugar remoto y perdido de la mano de Dios, algo que le permitiría manipular al orgulloso y prepotente Oliver Hawthorne. Casi sin esperarlo había descubierto su talón de Aquiles, el punto flaco de aquel gran hombre que se jactaba ante el mundo de ser un intocable. Por ello no podía creer que el infortunio lo obligara a separarse de esa pieza clave cuando tenía oportunidad de jugar con ella y utilizarla para su propio beneficio.

—Ha sido un placer acompañarlos durante estas semanas. —Esbozó una amplia sonrisa que ninguno de los presentes se dignó a responder. Su comportamiento durante la fiesta de mayo, de dominio público gracias a la rápida divulgación de los vecinos, los había avergonzado a todos—. Estoy en deuda eterna con ustedes por su generosidad y su hospitalidad para con un completo extraño.

La señora Clark ni siquiera se dignó a mirarlo. En esos instantes, en los que su humor se encontraba en el peor momento imaginable, cualquier asunto le resultaba irritante al extremo. ¡Mucho más el hecho de que un estadounidense los hubiera humillado en forma pública con su comportamiento durante una fiesta campestre!

—Esperamos que la impresión que se lleva de nuestro condado haya sido buena —se limitó a decir el señor Clark.

—Sin duda mucho mejor que la que ustedes tienen de mí en este momento.

Fanny frunció el ceño. No podía existir mayor verdad en las palabras de Rygaard. Con sinceridad deseaba que aquel hombre, al que antaño habría podido considerar un amigo, recogiera sus pertenencias y desapareciera para siempre de sus vidas.

—Le deseamos un buen viaje de vuelta, señor —exclamó la señora Clark abandonando todo preámbulo y tiró de su esposo hacia la oscuridad del pasillo.

—Iré a comprobar si el carruaje está listo —comentó Ian, sin duda el más decepcionado con aquella amistad, y abandonó el vestíbulo para salir al patio seguido por la pequeña Cassandra que se unió a su hermano entre saltitos.

Fanny y Rygaard se quedaron solos entre las luces y sombras del reducido hall. La joven continuó firme en su posición, con las manos cruzadas frente al talle y la mirada inclinada. El caballero giraba el ala del sombrero entre las manos e intercambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro.

—Bien, señorita Clark, hasta aquí ha llegado mi visita a su querido Sheepfold —dijo con una sonrisa ladeada—. Ha sido una temporada encantadora que jamás olvidaré, se lo aseguro.

—Yo tampoco —aseguró, aunque por diversos motivos—. Espero que haya disfrutado de la maravillosa estampa que ofrece nuestro condado en primavera.

Fanny mantenía un temple y una compostura admirables. No consideró necesario levantar la mirada en ningún momento. En su memoria prevalecía la promesa realizada al señor Hawthorne, así como las humillantes palabras vertidas por Jarrod Rygaard hacia su persona cuando la acusó de interesada cazafortunas.

—Mucho. —El tono del hombre sonó entonces más ansioso que sincero—. ¿Me permitirá escribirle?

Esta vez Fanny sí levantó la vista para fijarla en aquel individuo que sonreía de modo ladino frente a ella.

—No lo considero apropiado, señor Rygaard, dadas las circunstancias. Además, me temo que no tendría nada que contarle.

Rygaard compuso la misma expresión que un niño caprichoso al que hubieran arrebatado un juguete. No porque el juguete le importara en absoluto, sino porque le molestaba el hecho de que le arrebataran la posibilidad de jugar.

—¿No podremos ni siquiera ser amigos?

—Nadie disfruta si hace daño a un amigo, señor Rygaard, y me permito recordarle que usted me ha ofendido de todos los modos posibles.

—¿La he ofendido, dice? ¿Acaso existe ofensa en el hecho de mostrarme celoso ante la presencia de un rival?

Fanny contuvo una risa ahogada. “¡Buen intento, caballero!”

—¡No se puede sentir celos de algo que no nos pertenece, señor!

—¡No intente confundirme, señorita Clark, ni se oculte, como es habitual en usted, detrás de la elocuencia! Usted ha sido desde el primer momento muy consciente de los sentimientos que, con su comportamiento, con la intimidad que me ofrecía en cada gesto, provocaba en mí. ¡No es usted tan inocente en esta contienda como pretende! —Su mirada adquirió un brillo perverso—. No, señorita; mi comportamiento obedecía sin duda alguna al estímulo que recibí de usted.

—¿Estímulo? ¿Que yo lo estimulé al respecto? —Al oír estas palabras Fanny se sintió sofocada y acalorada—. ¡Permítame corregirlo, señor Rygaard, e informarle que está usted muy equivocado al suponer tal cosa! Jamás podría usted haber sido para mí más conocido o amigo que cualquier otro, y jamás lo he alentado para que mostrara una confianza innecesaria hacia mí como ha hecho en todo momento. Tal comportamiento, señor, obedece sin duda alguna a su propia naturaleza. —Alzó la barbilla, irritada—. En absoluto, se corresponde con las insinuaciones que usted dice haber visto en mi proceder y que yo, ¡le aseguro!, jamás le ofrecí. De hecho, debo decirle que si hubiera usted continuado con la misma conducta, me habría visto en la necesidad de amonestarlo con toda severidad.

Él estaba demasiado desesperado como para rendirse ante el fiero ataque de la jovencita.

—Señorita Clark, Fanny… —susurró y acercó su rostro al rostro de la joven, en busca de esa cercanía que ella acababa de reprocharle.

—¡Absténgase de la licencia de susurrarme, señor, o de llamarme por mi nombre de pila!

—Señorita Clark… —insistió. Ella pudo percibir que el aliento del hombre mecía apenas los mechones sueltos de su cabello y un claro sentimiento de repulsa la invadió—. No le estoy pidiendo ninguna muestra de afecto, puesto que soy consciente de que su odioso sentido del decoro la obliga a ocultarlas, tan solo le pido la posibilidad de acercarme a usted, de vender esas barreras.

La respiración jadeante y a todas luces ansiosa de Rygaard empujó a Fanny hasta el borde mismo de la náusea. Reprimió un grito ahogado y dio un paso hacia atrás, con lo cual permaneció acorralada contra la puerta que daba al interior de la morada y la silueta invasora del estadounidense. No se sentía capaz de apartar la mirada de aquel hombre que la observaba entre divertido y torturado; estaba atrapada e hipnotizada como el ratoncito al que la serpiente arrincona sin posibilidad de escape.

—¡Y yo le pido que no se acerque más!

Con las manos ocultas a la espalda Fanny buscó a tientas el picaporte, ansiosa por huir del vestíbulo y de las garras licenciosas de aquel desvergonzado. Encontrar el frío de la porcelana en la cuenca de su mano la calmó por un momento y le insufló valor.

—Señor Rygaard, no creo que tengamos nada más que decirnos. —Los labios trémulos, secos y entreabiertos evidenciaban la angustia que le devoraba las entrañas—. Le agradecería que no se comprometiera usted más y se retirara en paz.

Pero el hombre acercó una mano al rostro de Fanny, atrapó uno de aquellos desparejados mechones dorados entre los dedos para llevárselo a la nariz y aspirar el delicado aroma con teatral deleite.

—No estoy seguro de que sea eso lo que en verdad desea, Fanny, usted me ha provocado con descaro durante todo este tiempo.

—¡Eso no es cierto, yo jamás…!

Pero se vio interrumpida por una nueva osadía del estadounidense que reposó la otra mano con sumo descaro sobre la cintura de la joven y cerró los dedos en torno al fino talle de diecinueve pulgadas. Se inclinó sobre ella e intentó separar los delgados muslos con ayuda de la rodilla y besarle los labios, pero un movimiento rápido de Fanny obligó a que el hombre viera frustrados tales propósitos, y el beso que había pretendido ser lascivo y salvaje quedó reducido al fugaz e insatisfactorio roce de sus labios contra la mejilla de la joven.

—¡No se atreva a tocarme, no se atreva !

Fanny hizo acopio de una osadía y una fuerza física que Rygaard jamás le hubiera atribuido: le propinó un pisotón tan fuerte como inesperado que obligó al estadounidense a soltar un aullido de dolor mientras escondía el pie herido detrás de la otra pierna.

Antes de que él pudiera decir nada capaz de persuadirla, sin darle siquiera la más mínima opción de disculparse por un proceder tan descortés, la joven desapareció y se perdió en la intimidad que proporcionaban las entrañas del hogar en el mismo instante en que Ian asomaba al vestíbulo para comunicar al invitado que el carruaje estaba listo para la partida.

Durante la huida, el rostro de Fanny, por completo lívido de espanto, se vistió de un sinfín de lágrimas desordenadas. Su ánimo jamás había estado tan perturbado y le hizo falta un esfuerzo enorme para no desmayarse durante el trayecto hasta su alcoba. Allí, una vez a salvo en su sanctasanctórum, agradeció al Cielo el alivio que le producía poder reflexionar sobre lo acontecido en silencio e intimidad.

Cuando decide el corazón
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