CAPÍTULO 27

El coche familiar de los Byrne se detuvo frente a la verja del soberbio parque de Hawthom en cuyo entrada destacaban las siluetas de dos gigantescos cipreses que se alzaban hacia el infinito con toda majestuosidad, oscuros y solemnes como dos regios cancerberos.

Fanny tomó aire e intentó infundir ánimos a su decaído espíritu que, en ese momento, se encontraba más laxo que un calcetín usado. Aceptó el apoyo que Edmund Byrne le ofreció para descender los minúsculos escalerines antes de pisar tierra firme. Sus compañeros de viaje ya habían abandonado el vehículo con desquiciante celeridad, mientras ella permanecía fascinada por el sorpresivo verdor que los había engullido de repente.

Edmund y Charlotte habían recibido la invitación para cenar en Hawthom hacía tan solo dos días; invitación que, por extensión, la incluía a ella y, aunque en un principio había pensado escudarse tras una fingida jaqueca, un oportuno resfriado o incluso una contagiosa infección de garganta para no asistir, al encontrarse a la entrada del magnífico parque se alegró por no haber rehusado.

Una vasta vereda de grava se extendía hasta el infinito. Formaba un hermoso paseo en cuyos márgenes destacaba la presencia de infinidad de robles centenarios que escoltaban a los paseantes en una formación que recordaba las escrupulosas líneas de la milicia. A lo lejos se podía distinguir una inmensa construcción de piedra en tonos grisáceos coronada de elegantes torreones, caprichosas almenas e infinidad de chimeneas volcadas a la tarea de vomitar humo.

—¡Bienvenidas a Hawthom! —anunció Edmund henchido de orgullo—. Sin duda, uno de los jardines más bellos de Inglaterra.

Fanny miró a Charlotte embriagada por una insoportable sensación de angustia. Sujetó a su amiga por el codo y, en un ahogo, murmuró:

—Repíteme por qué tenemos que estar aquí.

Charlotte esbozó una amplia sonrisa ante el repentino pánico escénico que consumía a su amiga. En idéntico tono de confidencia respondió:

—Porque el señor Hawthorne ha sido muy amable invitándonos. —Fanny resopló—. Y porque, en el fondo, sabes a la perfección que te agradaría curiosear en su magnífica residencia.

La señorita Clark puso los ojos en blanco y suspiró con largueza al reanudar el colorido paseo que los llevaba directo a la mansión. Por un momento, mientras paseaba bajo la augusta sombra de los robles, la joven, tan presta a las fabulaciones y al ensimismamiento bucólico, sintió como si estuviera caminando por los párrafos de una de las novelas románticas que tanto le agradaban.

Como sus compañeros parecían también ensimismados en una burbuja romántica creada en exclusiva por y para ellos dos, Fanny deseó concederles, y concederse a sí misma, un instante de intimidad. Se acuclilló, rebuscó bajo la falda los desgastados botines y, antes de que los enamorados se dieran cuenta, se las ingenió para desatar los lazos que los sujetaban.

—Me temo que se me ha desatado una bota —se quejó. Charlotte y Edmund giraron un tanto hacia ella—. No hay por qué retrasarse —los instó a que continuaran—. Iré en un minuto.

Así lo hicieron entre risas y arrumacos inocentes.

Se dejó llevar por un súbito y curioso impulso; abandonó la senda de grava. Cruzó el umbral formado por la legión arbolada; se adentró en un amplio jardín lateral donde crecían enormes matas de verónicas en flor y gazanias recortadas con cuidado para ofrecer un minucioso aspecto ovoide. Un poquito más lejos los macizos de jacintos y dafnes enviaban oleadas de melosa fragancia a la atmósfera.

Fuentes de gráciles chorros decoraban los márgenes del camino. En los sobrios surtidores de piedra, elegantes niños alados se mantenían suspendidos en etérea pose mientras sus rollizos cuerpecitos reflejaban la luz tenue del atardecer.

Resultaba imposible no cerrar los ojos y evadirse del todo de las calamidades imperantes en el mundo dentro de aquel maravilloso refugio. Era evidente que la mano del hombre había tenido mucho que ver en aquella hermosa creación, pero ¡con cuánto acierto había obrado el ser humano en aquel jardín!

Fanny se inclinó sobre la amarilla uniformidad de las gazanias, arrancó una de las espigas y se la llevó a la nariz mientras cerraba los ojos para disfrutar mejor de la aromática esencia. ¡Deliciosa fragancia que conseguía transportarla a los fértiles e infinitos campos de su querido condado! ¡Qué calma se respiraba en aquel apartado rincón, perturbado tan solo por el cántico grácil de los pajarillos! ¡Con qué belleza descendía la luz del atardecer sobre los macizos en flor y destilaba con un beso áureo el colorido más bello!

—¿Se deleita con la visión de Hawthom Park?

Una entonación grave y cadenciosa a su espalda la sobresaltó y le hizo dar un respingo. El color invadió sus mejillas cuando, nada más volverse, se encontró con los ojos color de brea de Oliver Hawthorne que se inclinaba hacia ella en una elegante reverencia.

—Oh. —Fanny devolvió la cortesía azorada en extremo e intentó que su voz coordinara con sus pensamientos—. ¿A quién podría no gustarle? —Bajó la voz y se sintió tonta de repente—. Es un lugar perfecto en todo sentido.

Oliver Hawthorne agradeció el cumplido con una sonrisa amplia. Sin duda era la sonrisa más amplia y relajada que Fanny lo había visto esbozar jamás.

—¿Sus padres gozan de buena salud, señorita Clark?

La joven abría y cerraba la boca sin emitir sonido alguno, ruborizada de un modo delicioso y con aspecto de haber sido sorprendida en una pueril fechoría. La arruguita del entrecejo le confería un aspecto de hermosa confusión.

—Oh, sí, señor Hawthorne, se encontraban a la perfección cuando abandoné Sheepfold.

Hawthorne permanecía cabizbajo, confundido, intranquilo. La presencia inesperada de la señorita Clark lo había turbado de un modo especial y toda la calma que había reservado para la velada de esa noche se había desvanecido de golpe como agua entre los dedos.

—Dice que sus padres se encuentran bien de salud, pero ¿y su hermano? —insistió—. ¿Y qué me dice de la pequeña señorita Clark?

“¡Por Dios, señor Hawthorne! ¿Es que va a limitarse a seguir las normas de cortesía conmigo? ¿Conmigo?”

—Todos gozan de una salud excelente. Gracias, señor Hawthorne.

—Oh, bien. —Él carraspeó incómodo. Las manos humedecidas evidenciaban el creciente nerviosismo que lo embargaba. Por primera vez en la vida, el eterno caballero antisocial y taciturno se lamentaba de no saber cómo iniciar una sencilla conversación cuando en realidad había tantas cosas que deseaba decirle a la señorita Clark.

Por fortuna para él, fue Fanny la que, con voz temblorosa, perforó el incómodo ostracismo que se cernía en torno a Hawthorne.

—Debo disculparme por haber quedado rezagada, señor. La belleza de sus jardines me atrajo de modo irreprimible. No tengo excusa, me temo, ante mi censurable curiosidad.

—No se disculpe, señorita Clark, no lo haga —se apresuró a decir el caballero con innegable fervor—. Me agrada que investigue. De hecho, es libre de hacerlo siempre que quiera.

Fanny inclinó la cabeza y la volvió a un lado, en extremo azorada. “¿Siempre que quiera?” Las palabras del señor Hawthorne encerraban la increíble y deseable fuerza de una promesa. ¿Cómo podría ella pasearse por los jardines de Hawthom con absoluta libertad cuando residía a más de noventa millas de distancia de aquel lugar?

—Nuestros amigos me llevan gran ventaja y en estos momentos estarán a punto de alcanzar la residencia, señor.

“¡No debiste salirte del camino, boba, más que boba! Sin duda pensará que no has cambiado nada y que sigues siendo la chiquilla atolondrada e intrépida que conoció en Londres.” Y se mordió el labio inferior encantada de infligirse daño a modo de penitencia.

—No se preocupe, señorita Clark, yo mismo seré su guía en este jardín. Precisamente en este instante me dirigía al edificio principal para darles la bienvenida. Me alegra poder dársela a usted antes que a nadie más. —Ofreció una sonrisa maravillosa que dejaba entrever una dentadura blanca y perfecta—. Bienvenida a Hawthom Park, entonces. —Alargó un brazo fornido, embutido a la perfección en la elegante manga de terciopelo de un estiloso redingote negro. Fanny, presa aún de una tímida indecisión, reposó su mano sobre aquella férrea extremidad decidida a recorrer al lado del apuesto caballero los jardines de Hawthom Park. Quizás, al fin y al cabo, se tratara de su última oportunidad de visitar tan suntuoso lugar—. Veo que no necesita usted usar más un bastón y es un asunto que me alegra mucho.

“¡Cielo Santo, oh, Cielo Santo, debo de estar soñando!”

Cuando decide el corazón
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