CAPÍTULO 11
—¡Oh, señor Clark, un estadounidense en esta casa! ¿Qué dirá el vecindario? No podemos rebajarnos ante nuestros vecinos aceptando la presencia de gente tan carente de clase y distinción. ¡Resulta tan vergonzoso, señor Clark!
El señor Clark rellenaba la pipa con una calma exasperante, mientras Fanny e Ian lo miraban con gran expectación y el alma en un puño. La señora Clark permanecía sentada en una alargada banqueta tapizada y dirigía una cansina perorata al señor de la casa, quien demostraba no tener la menor intención de prestar oídos a la charla de su esposa. Cassandra, sentada en el suelo frente a un generoso fuego, peinaba los rizos negros de su muñeca favorita.
—¿De modo que ese caballero goza de tu consideración? —El señor Clark habló a Ian con cierta cadencia, pipa en ristre—. ¿Se trata de un caballero respetable?
—Lo es, padre —añadió Ian.
—Es todo cuanto necesito saber.
—¿Cómo va a ser respetable, señor Clark? —interrumpió su esposa, escandalizada—. ¡Esos estadounidenses tan solo pretenden invadirnos e imponer el salvajismo de sus costumbres! ¡Usureros, ladrones, maleantes! ¡Estoy segura de que, si le abrimos las puertas de nuestra casa, lo lamentaremos para siempre!
—En ese caso —intervino Fanny, que una vez concedido el consentimiento de su padre había conseguido relajarse y a duras penas era capaz de contener la carcajada—, me alegro muchísimo de que no poseamos ni un chelín. ¡Resultaría tan agotador tener que levantarnos cada mañana antes del alba para recontar nuestra fortuna!
La señora Clark, de color amapola, entrecerró los ojos y dirigió a su hija una mirada fulminante.
—Padre —expuso Ian con vehemencia—, Jarrod Rygaard es el propietario de una de las fábricas manufactureras de algodón más importantes de los Estados Unidos. —Dirigió a su madre una mirada reprobatoria—. Dudo mucho de que bajo nuestro humilde techo pudiera encontrar nada capaz de tentarlo. Más bien, y dadas las circunstancias, debería ser él quien cerrara con llave la puerta de su habitación por temor a ser desvalijado.
La señora Clark alzó una ceja ante las últimas palabras de su hijo.
—Tus amigos y los de cualquiera de mis hijos serán siempre bienvenidos a mi humilde morada —sentenció por fin el señor Clark para regocijo de sus hijos mayores. Fanny aplaudió entusiasmada—. Escribe de inmediato al señor Rygaard para que venga a Sheepfold en cuanto lo estime oportuno. —Acto seguido se levantó renqueando y abandonó la estancia escoltado por su hijo que se deshacía en gratitudes hacia su progenitor.
La señora Clark abandonó muy digna su banqueta para acercarse a Fanny con el sigilo que mostraría cualquier depredador al acecho de una presa. En el enjuto semblante se le había dibujado una sonrisa amplia y exagerada, más falsa que un penique de madera. Fanny la vio acercarse por el rabillo del ojo; al instante se puso tensa. Estaba claro que algo tramaba, y lo que fuera no iba a resultar bueno para nadie.
—¿Has oído, hija? —hablaba con fingido desinterés y se entretenía en reorganizar los despeinados mechones del recogido de Fanny—. Esto cambia mucho las cosas. ¿Cómo podía yo hacerme a la idea de que un estadounidense se encontrara tan bien situado?
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de la joven y le produjo un estremecimiento. “¡Oh no, otra vez con la misma perorata!”
—El ingrato de tu hermano olvidó informarnos si se trata de un caballero soltero. De ser así, espero que sepas aprovechar la oportunidad que dejaste escapar en Londres. —Palmoteó con desafecto la espalda de su hija a modo de ineludible advertencia antes de retirarse tras la estela de los caballeros y dejar a Fanny sumida en un imponente halo de indignación y desasosiego. ¿Acaso su madre pretendía arruinar también una de las escasas oportunidades de entretenimiento que se presentaban en Sheepfold?
* * *
Llegó la mañana del día esperado. El fiel amigo que era Ian Clark se dirigió al pueblo a la hora en que se estimaba la llegada del primer coche de posta.
El ánimo de Fanny se había elevado hasta la felicidad y, durante los días previos a la llegada del huésped, había mostrado un aire diferente, más liviano quizás, más condescendiente. Durante días no le importó que las camelias acabaran de tirar sus florecidos capullos, porque se consolaba al pensar en que las decenas de yemas que congestionaban las ramas resultaban de lo más prometedoras. Tampoco parecía tan importante en ese instante que su vida careciera de cualquier tipo de emoción novelesca, que los gansos ensuciaran el patio con sus excrementos o que el odioso reloj sobre la chimenea pareciera detener a posta su trayectoria. ¡Nada importaba ya, porque una nueva visita estaba a punto de entrar en la casa e insuflaría un necesario soplo de aire fresco a sus aletargadas existencias!
Toda la familia se había dispuesto frente a las puertas de la decadente rectoría en perfecta hilada para ofrecer un digno recibimiento al misterioso, y esperado, invitado.
El señor Clark echaba mano a cada instante del reloj de bolsillo y consultaba impaciente la hora mientras la señora Clark no dejaba de recolocarse la cofia sobre su desmañada sesera e intentaba someter los indomables bucles de Cassandra. La pequeña se revolvía entre protestas e intentaba liberarse del acoso de su madre, mientras Fanny se sorprendía ante la decepción que experimentaba cada vez que escrutaba el camino y no acertaba a descubrir a nadie.
El faetón familiar dobló el recodo con inesperada velocidad, como si una hueste de ángeles negros prestara alas a sus ruedas, y sumió al grupo en una incómoda nube de polvo que hizo toser a las señoritas. A través del bullicioso piafar de los caballos y de la densa polvareda levantada a causa de una conducción tan temeraria, se abrió paso la alborotadora carcajada de un desconocido.
—¡Increíble, Clark, increíble! ¿Viste con qué cara nos miraron aquellas comadres al salir del pueblo? —exclamó una exaltada voz masculina—. ¡Me encanta la libertad que se respira en el campo!
No fue hasta varios segundos más tarde, cuando la oleada de polvo y tierra se hubo disipado, que pudieron apreciar dos siluetas masculinas de pie sobre el pescante. Uno de ellos era un sonriente Ian Clark; el otro, un desconocido que, brazos en jarras, parecía deleitarse al observar la humilde y estropeada fachada de la rectoría vestida en plenitud con el bucólico atavío de una voraz hiedra trepadora. Cuando descendió del carruaje detrás de Ian, Fanny solo acertó a fijarse en la vivacidad de sus ojos, en extremo juntos, mientras se quitaba el sombrero y lo sujetaba a su espalda. El estadounidense, del que tanto se había hablado y al que con tanto entusiasmo había esperado, se encontraba por fin ante ella. La muchacha pensó que todo lo bueno que Ian había dicho acerca de él estaba más que justificado.
—¡Permítame felicitarlo por la magnífica suspensión de su vehículo, señor Clark! —exclamó el caballero en tono jovial.
Agradecido, el anciano inclinó un tanto la cabeza. El estadounidense era un hombre bien entrado en la treintena, de buena estatura y espigado como una cañavera. Tenía buena presencia, su modo de presentarse resultaba impecable y en su rostro destacaba la vivacidad y la energía de un ánimo desenfadado y alejado de la rigurosa etiqueta inglesa. Vestía una elegante chaqueta de terciopelo en tonos burdeos y un estiloso lazo que contrastaba en forma notoria con la austeridad de sus anfitriones.
—Rygaard, permítame presentarle a mis padres. —Ian parecía muy complacido—. El señor y la señora Clark. —Ambos ofrecieron sendas reverencias al recién llegado—. Mis hermanas, la señorita Clark —Fanny se inclinó y acaparó de inmediato la atención del fascinado caballero— y la pequeña Cassandra.
—Vaya, Clark, veo que aquí en Sheepfold florecen las rosas más bellas de toda Inglaterra —aduló Rygaard sin apartar la mirada de los ojos verdes de Fanny. Ella bajó la vista y no hizo nada por disimular una sonrisa agradecida. De inmediato supo que aquel caballero le caía bien, no por haberla lisonjeado, sino por la facilidad de sus maneras, su carácter abierto y su predisposición a hablar.
—Sea bienvenido a nuestra humilde residencia, señor Rygaard. Confío en que no le resulte muy incómodo nuestro sencillo estilo de vida. —El señor Clark se hizo a un lado e invitó al recién llegado a acompañarlo al interior de la casa.
—¿Incómoda? Estoy convencido de que pocas cosas podrían resultarme más atractivas en estos momentos que lo que encuentro ante mis ojos. —Fijó una mirada intencionada en Fanny antes de traspasar el umbral.
Ella se mordió divertida el labio inferior, sujetó a Cassandra de la mano y se dispuso a imitar los pasos de la pintoresca comitiva.
—Es guapo —murmuró de pronto Cassandra entre risas y se ocultó tras los pliegues de la falda de su hermana mayor.
—¡Cassie! Puede oírte.
—¡Que me oiga! —La pequeña se sujetó a los lazos del vestido de su hermana y dio saltitos detrás de ella—. Después de escuchar a mamá creí que los estadounidenses serían hombres horribles.
—Te aseguro que este no parece horrible en absoluto —dijo complacida. No, no podía tratarse de un hombre horrible en modo alguno. Estaba claro que venía muy dispuesto a conocerlos a todos y a darse a conocer. Más que nunca Fanny deseó conocerlo.
* * *
Una amplia mesa en la que reinaba un cierto desorden, ya que a las sobras de la merienda había que sumarle un pequeño costurero y varios útiles de dibujo, presidía la salita de té. Al fondo de la estancia una sencilla chimenea encastrada en la pared principal albergaba en las entrañas un generoso y chisporroteante fuego enjaulado tras la ligera estructura de un salvachispas negro.
Jarrod Rygaard parecía mirar la pequeña estancia con agrado. Sentado al lado de Ian en un cómodo diván, sonreía complacido ante los emparedados de pepino que la señora Clark le ofrecía por segunda vez.
—Ian nos comentó que no lleva usted mucho tiempo en nuestro país, señor Rygaard. —Mientras le ofrecía aquel ligero tentempié, la señora aprovechó para sonsacarle información al invitado.
—Y no les ha mentido, señora Clark. Llegué a estas bellas tierras el invierno pasado. A esta altura, me veo en la obligación de transmitirles mi fascinación por los deliciosos paisajes que he encontrado a mi paso.
La señora Clark pareció complacida con la respuesta. Aquel caballero de aduladora sonrisa parecía halagar a la perfección la atildada vanidad de la dama.
—¿Es la primera vez que visita usted esta parte de Inglaterra? —se interesó Fanny mientras daba un breve sorbito a la taza de té.
La perpetua sonrisa de Rygaard se esfumó en forma paulatina y dio paso a una sobriedad que en ningún momento hubieran atribuido a tan festivo personaje. Una sombra fugaz oscureció la mirada del caballero cuando le ofreció una respuesta tan tajante como insatisfactoria:
—No, no es la primera vez.
A Fanny le hubiera gustado seguir indagando, pero la señora Clark parecía muy persuadida de que nadie se adelantara a su escrutinio.
—Con seguridad habrá tenido usted oportunidad de visitar la ciudad, señor Rygaard. Hace tan solo unas semanas habría usted coincidido allí con Fanny.
El estadounidense desvió un instante la mirada del rostro de la joven para agasajar a su anfitriona con una nueva, y esta vez forzada, sucesión de sonrisas.
—Nada me hubiera complacido más que encontrarme con la señorita Clark en un ambiente tan interesante. —Los ojos del caballero se encontraron de nuevo con los de Fanny para recrearse en ellos durante un eterno minuto—. Puedo garantizarle que habría acabado usted con los pies doloridos de tanto que la hubiera invitado a bailar.
Ella sonrió con amplitud.
—¿Habría sido usted tan ingrato?
—¡Por mi vida que sí, con tal de monopolizar su atención y compañía durante toda la noche!
Fanny no podría haberse sentido más satisfecha con la respuesta, ni su ánimo más complacido.
—¿Le ha gustado Londres, señor Rygaard? —preguntó de pronto Cassandra e iluminó la estancia con una sonrisa. Permanecía sentada en el suelo, frente a la lumbre, mientras jugaba con un pequeño teatrillo de guiñol.
—Me ha gustado bastante, pequeña. Es una ciudad muy interesante.
—Porque Fanny dice que es un lugar horrible.
Poco faltó para que la mayor de las hermanas espurreara el té por toda la estancia.
—¡Cassandra! —reprendió la señora Clark y la fulminó con la mirada. Fanny se vio obligada a volver la cabeza a un lado para ocultar una sonrisa. La dama arrastró las siguientes palabras entre dientes—: ¿Cómo se te ocurre?
—Bueno… —Rygaard achicó los ojos y ensombreció el tono en forma cómica para dirigirse a la niña—. No es el mejor lugar del mundo, sin duda. No podría compararse de ningún modo con Sheepfold. —Cassandra sonrió divertida; Fanny no pudo menos que dirigir al caballero una mirada de agradecimiento—. He podido asistir a un par de bailes, así como al teatro y, dada mi experiencia, no me queda más remedio que censurar con firmeza el carácter frívolo y superficial de sus pobladores —dijo mientras miraba divertido a Fanny, que no era capaz de contener la risa por más tiempo—, así como la odiosa costumbre de sus casinos de desplumar a los extranjeros.
El señor Clark e Ian sonrieron con amplitud, mientras la señora Clark lo miraba de hito en hito porque empezaba a desconfiar de un caballero incapaz de apreciar las delicias y maravillas capitalinas.
—¿Ha podido hacer usted alguna otra amistad en Inglaterra, señor Rygaard, durante esta o en su anterior visita? —preguntó Fanny.
Él la miró unos instantes antes de responder. Parecía estar buscando la palabra exacta, como si precisara estudiar las respuestas.
—No he tenido oportunidad, señorita Clark —respondió con sequedad—. Me temo que no todos son tan amables como ustedes con los extranjeros.
Fanny permaneció un buen rato en silencio y lo miró como quien estudia el funcionamiento de algún novedoso mecanismo a sabiendas de que puede fallar en el momento menos pensado. Una chispa de intuición le asomó en las pupilas y azuzó su curiosidad. De repente vio con claridad que Jarrod Rygaard ocultaba algo y que su ánimo de continuo jocoso se ensombrecía al mencionar cualquier asunto relacionado con sus anteriores visitas a Inglaterra.
—Puede estar seguro de ello —dijo con solemnidad la señora Clark, ajena a cualquier indicio de sospecha que su hija pudiera albergar—. No encontrará usted gente más amable y comprensiva en toda Inglaterra que nuestra familia, señor Rygaard. Nunca hemos sido prejuiciosos ni desconfiados con los extranjeros, a los que damos la bienvenida con los brazos abiertos y el corazón reblandecido.