CAPÍTULO 25

Las noticias sobre el comportamiento impropio y licencioso de Jarrod Rygaard llegaron a oídos de Oliver Hawthorne por medio de una carta que le envió su amigo Edmund Byrne con absoluta urgencia y una importante carga de preocupación en el mismo instante en que Charlotte le refirió tan grave asunto. Fanny Clark permanecía ignorante de la premura con la que habían volado semejantes noticias desde Sheepfold a Londres, porque había referido a su amiga los pormenores del proceder de Rygaard en confidencia y confiaba en que su querida Charlotte sería capaz de guardar el secreto. Así lo habría hecho la joven de no haberse tratado de aquel insólito estadounidense, cuya intimidad con Fanny la había obligado a mantenerse alerta tiempo atrás.

Oliver Hawthorne solicitó a su buen amigo que regresara de inmediato a la ciudad y acudiera a visitarlo a Hawthom a la menor brevedad posible. Estaba decido a zanjar aquel asunto de una maldita vez; dadas las circunstancias y gracias al conocimiento previo que disponía del estadounidense, el único modo viable de alcanzar sus propósitos era actuar con energía. Había gente con la que se podía razonar, gente con la que unas cuantas palabras a modo de advertencia resultaban suficientes, pero también había gente como Jarrod Rygaard, incapaz de aprender sin sangre derramada las lecciones que da la vida.

Charlotte, en razón del compromiso con el señor Byrne y por encontrarse en completa vacación de ánimo y más feliz que un gato tumbado al sol, decidió acompañar a su prometido en el viaje a la ciudad y aludió a la urgente necesidad de encargar que el ajuar y el vestido de novia fueran confeccionados por una de las prestigiosas modistas capitalinas. Ninguna madre con un mínimo de sensatez, y en este caso tampoco la señora Morton, habría negado semejante capricho a una hija con un pie en el altar, ni se habría mostrado de modo absurdo prejuiciosa e intransigente, por lo que el deseo de Charlotte de acompañar a Edmund a Londres fue satisfecho de inmediato.

De más está decir que Edmund Byrne se había reservado la opción de compartir con su prometida la verdadera intencionalidad de aquel viaje tan repentino como imperativo.

* * *

Oliver Hawthorne permanecía de pie de espaldas a su amigo. La colosal silueta oscura se recortaba frente a los ventanales, vestidos de sobrios y gruesos cortinajes en tonos grana, dotada de la misma majestuosidad con que se recortaría un magnífico tótem pagano sobre la línea del horizonte en una isla remota.

Mantenía las manos recogidas a la espalda, ocultas bajo los amplios faldares del redingote, y la mirada perdida en algún punto invisible en la lejanía de sus dominios que se extendían hasta más allá de donde alcanzaba la pupila mortal.

Su rostro reflejaba el fruncimiento propio de las almas torturadas y conservaba todavía sobre una ceja la única grieta capaz de amenazar derrumbe en tan magnífica construcción. Dicha marca era uno de los pocos símbolos de debilidad humana que aquel hombre había mostrado jamás en público y evidenciaba que existía algún punto débil en aquel imbatible Goliat. Una debilidad manifiesta llamada Fanny Clark.

—Mi intención es clara, Edmund —habló sin desviar la mirada de la maravillosa acuarela que se dibujaba tras los cristales—. Sé por Taylor que Rygaard todavía se encuentra en Inglaterra, por lo que estoy decidido a desafiar a duelo a ese cobarde. —Edmund Byrne abrió la boca como un pez arrojado fuera del agua, pero de su garganta no salió otra cosa más que un balbuceo mudo—. Y tú serás mi padrino.

—Estás loco, Hawthorne. —Byrne se mesó el cabello con impaciencia, como si deseara arrancarse los bucles a puñados, y bufó como un animal acorralado. Sin embargo, en su turbación existía una pincelada de ánimo, porque semejante decisión por parte del caballero evidenciaba que, a aquel bobo orgulloso, la señorita Clark le importaba. Y mucho—. ¿Te das cuenta de que puedes salir malparado? ¿Te das cuenta de que podría herirte o, peor aún, acabar con tu vida?

La posición esquiva de Hawthorne evitó que Byrne contemplara la sonrisa sarcástica que le asomó a los labios.

—Gracias por tu confianza, mi buen Edmund.

—¡Oh, Dios, sabes a la perfección a qué me refiero! ¡Maldita sea, tú mismo pudiste comprobar las malas artes que usa ese cobarde! ¡Te atacó por la espalda sin el menor escrúpulo!

Hawthorne se dio media vuelta para mirar con fijeza a su interlocutor. Su pose continuaba siendo igual de imponente que hasta medio segundo antes.

—¿Crees que no me habría podido librar de él sin la intervención de los aldeanos? ¡Maldita sea, Byrne, lo habría reducido allí mismo, si la señorita Clark no me lo hubiera impedido! —Ensombreció el tono y le confirió un registro bajo y sombrío, al tiempo que se llevaba el puño cerrado con crueldad a la boca y hacía ademán de morderlo—. Debí haber acabado con él hace años, cuando tuve ocasión.

Edmund lo miró con el rostro convertido en una perfecta máscara de desconocimiento. Cruzó los brazos con firmeza sobre el pecho antes de decidirse a hablar:

—¿Cuándo tendrás a bien ponerme al día de esos turbios y misteriosos asuntos que te atañen a ti y a Jarrod Rygaard?

Hawthorne lo miró con largura y en silencio. Sí, sin duda era el momento de sacudirse la bandada de cuervos que graznaban agoreros sobre su cabeza desde hacía años y que provocaban con tan negra presencia que su existencia se viera de continuo enturbiada por molestos y sombríos graznidos rebosantes de amenazas implícitas.

—Es justo. —Se paseó meditabundo por la estancia—. Toma asiento, querido amigo, puesto que la narración que voy a referirte se remonta a muchos años atrás.

»Apenas finalicé mis estudios universitarios, fui reclamado con urgencia por mi madre. Mi padre acababa de fallecer, y Hawthom necesitaba la mano regia de un heredero que se ocupara de sacar adelante la propiedad. Mi padre, Harold Hawthorne, era un hombre sin tacha, dadivoso y honorable como cualquiera de los legendarios caballeros que en su día se sentaron alrededor de la mesa redonda. Siempre lo he estimado en forma muy especial y su muerte no hizo más que convertirlo en uno de los pilares más importantes en los que en el futuro basaría mi vida adulta. —Hubo una breve pausa en la que un halo de melancolía cruzó el rostro del compungido narrador—. No fue fácil tomar las riendas de Hawthom y de las demás propiedades. Yo era apenas un muchacho ajeno por completo a la magnitud de lo que se me venía encima y por mucho que intentara seguir el perfecto ejemplo de mi progenitor, su sombra era demasiado alargada y pesaba como una losa sobre mi inexperiencia.

»Por fortuna, conté desde un principio con la ayuda inestimable de mi antiguo administrador, el señor Morris. Sin él Hawthom no sería lo que es hoy, ni yo el caballero que tienes ante tus ojos. Sin embargo, su apoyo y sus generosos consejos estuvieron a mi disposición durante menos tiempo del que me habría gustado. El pobre hombre falleció un año después a causa de la tisis. Antes de fallecer, me hizo prometer que me ocuparía de su pobre hija huérfana, una muchachita de apenas dieciséis años que a la muerte de su padre quedaba por completo desamparada y sin ningún pariente que pudiera ocuparse de ella. —Hawthorne esbozó una sonrisa ladeada y se cubrió los ojos con la mano en un gesto que evidenciaba un gran cansancio emocional—. Se ve que no lo hice demasiado bien, dadas las circunstancias. —Sonrió sarcástico porque sintió que cada ligera sonrisa le infería una nueva dentellada en el ánimo—. Si hubiera sido más cuidadoso, si no hubiera estado tan ocupado en mi intento de mantener en alto el listón dejado por mi padre —suspiró con profundidad y descargó los pulmones como si en vez de albergar oxígeno estuvieran repletos de humo gris—, me habría dado cuenta de que algo no iba bien. Nada bien.

»No me preguntes cómo ni en qué modo, pero la muchacha fue seducida por un desconocido que no dudó en emplear experiencia y veteranía con una criatura ingenua e inocente que nada sabía del mundo ni de la vida. No creo que sea necesario entrar en detalles; basta decirte que ese mal nacido dejó a la muchacha encinta y se desentendió de ella casi en el mismo instante en que concibió a su hijo.

Byrne tragó saliva.

—Hablamos de Rygaard, ¿cierto?

Hawthorne no contestó. Su silencio era la mejor respuesta que podría ofrecerle a su espantado amigo.

—Desconocía que ese hombre fuera en realidad tan impresentable como me lo muestras.

—La muchacha, que había mordido hasta el fondo el cautivador anzuelo de ese cretino y se había creído sin dudar todas las patrañas románticas, al verse abandonada por el que consideraba el gran amor de su vida, no encontró otro modo de actuar más sensato que arrojarse al abismo desde un puente.

—Hawthorne, es un relato horripilante. —Edmund paseaba horrorizado la mirada por la estancia sin detenerse en un punto concreto.

—Pero verídico, por desgracia —continuó—. Por supuesto hube de retarlo a duelo —Byrne asintió con nerviosismo, todavía estupefacto—. Resultaba imperativo ante la deshonra acaecida a mi protegida. Sin duda, mi fallo fue haber sido demasiado misericordioso con él y no haberlo mandado a su país dentro de una caja de pino —rumió entre dientes, arrastrando las palabras—. Debí haber acabado con él cuando lo tuve a mis pies, con la punta de mi espada rozando su pescuezo.

—¡Qué desgracia, pobre muchacha! ¡Y pobre criatura! —Edmund se dejó caer con pesadez en una butaca orejera situada a escasa distancia tras de sí.— Pero no debes angustiarte, amigo mío, haremos todo lo posible por desterrar a ese personaje lejos de toda sociedad respetable. No tendrá ocasión de hacerle daño a la señorita Clark o a cualquier otra señorita inocente.

—No lo entiendes, Byrne. —Hawthorne achicó los ojos hasta reducirlos a una fina y severa línea transversal—. Ni siquiera voy a dejarle respirar el mismo aire que respira la señorita Clark. ¿Te imaginas qué habría sucedido si Fanny Clark hubiera sido tan ingenua como aquella insensata? —Oprimió los puños con violencia al pensarlo y estranguló con ellos en forma imaginaria la garganta de su rival—. ¡Dios sabe que esta vez no voy a consentirlo! —Inhaló con profundidad y paseó por la estancia una mirada desquiciada, feroz, sanguinaria. Viejos demonios del pasado volvían para torturarlo—. ¿Te das cuenta de que está ocurriendo lo mismo de antaño? ¡He dejado a la señorita Clark a merced de ese mal nacido por atender mis obligaciones en Hawthom! Maldita sea, ¿es que nunca voy a aprender? —Resopló con amargura—. No voy a consentirlo, Edmund, no puedo arriesgarme a que regrese al condado e inicie un contraataque. Me da igual todo, no pienso permitir que ponga en peligro a Fanny Clark.

Edmund resopló y relajó los hombros durante la plácida exhalación. En un gesto templado reposó las manos sobre el pecho y unió los dedos hasta formar una pirámide perfecta.

—Al menos, en ese aspecto, creo que puedo aliviar tus tribulaciones, amigo, y asegurarte que la señorita Clark se encuentra a salvo de cualquier contraataque —murmuró—. Porque no se encuentra en Sheepfold en estos momentos. —Hawthorne giró la cabeza hacia su amigo con una energía sorprendente, como la angustiada alevilla que descubre luz en mitad de la oscuridad y siente un deseo imperioso de correr hacia ella—. Está aquí en Londres, con Charlotte y conmigo.

Hawthorne agrandó los ojos en un gesto que representaba a la perfección una enorme sorpresa. Inhaló en forma profunda mientras esbozaba una sonrisa incómoda a juzgar por la temblorosa elevación de las comisuras.

—¿Y qué hace ella en Londres? —siseó confuso. Las profundas líneas que le surcaban la frente eran una muestra más de terrible confrontación interna—. No lo entiendo, ella detesta este lugar, creí que jamás volvería.

—Lo hizo por obedecer la petición de Charlotte, amigo mío. Entre ellas existe un fuerte vínculo afectivo del cual supongo que eres muy consciente.

—Lo sé —balbuceó—. Tan solo no esperaba que estuviera aquí. —Oprimió los puños a los costados y en el acto se sintió cohibido ante el significado real de sus palabras. “Tan cerca y a la vez tan lejos.”

Edmund se levantó del asiento para palmotear con afecto el hombro de su amigo.

—No puedes planificarlo todo, Hawthorne, a veces la vida nos sorprende del modo más inesperado sin que podamos hacer nada al respecto. —Hawthorne lo miró ceñudo—. Hace unos meses, jamás habría aventurado que el amor de mi vida se presentaría en mi propia casa durante una noche cualquiera de primavera. —Abrió los brazos en cruz—. ¡Y aquí me tienes, a punto de abandonar la soltería para embarcarme en el viaje del matrimonio! Tal vez, tú mismo deberías subir a bordo de ese navío que se presenta con felicidad ante tu puerta y al que te empeñas en ignorar.

Oliver Hawthorne no dijo nada, tan solo cuadró los hombros y reposó la mirada en la bucólica lejanía que se perfilaba tras los ventanales. La posibilidad que Edmund Byrne le presentaba provocó que los músculos de las mandíbulas se le tensaran y que un remolino le torturara las entrañas. ¿Podría ser todo tan simple, tal y como su amigo planteaba?

—Sería un modo sencillo de evitarte preocupaciones a causa de personajes indeseados como ese estadounidense. Y a la vez la mejor forma de proteger a la señorita Clark —remachó Byrne como quien coloca una apetecible guinda en un pastel.

Ante la nueva mención de Rygaard, desplazado durante los últimos minutos por el deseable recuerdo de Fanny Clark, Hawthorne se situó con urgencia detrás de la mesa escritorio, tomó con diligencia papel y pluma y comenzó a garabatear unas líneas imperiosas.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —inquirió Byrne.

Hawthorne no levantó la vista de la tarea cuando respondió lo siguiente:

—Escribir una tarjeta a Rygaard para citarlo al alba, a orillas del Támesis. Debemos zanjar este maldito asunto cuanto antes.

Cuando decide el corazón
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