CAPÍTULO 1

Del interior de la vieja y destartalada rectoría afloraban los ecos de la chirriante voz de la señora Clark que, por algún motivo, semejaba exaltada o disgustada o, con probabilidad, ambas cosas a la vez.

Fanny suspiró paciente y dibujó en el semblante una sonrisa cargada de condescendencia antes de traspasar el umbral y seguir la estela que su anciana madre acostumbraba dejar tras de sí como señal inequívoca de su presencia.

Se desató con destreza la lazada del bonete con una sola mano y se lo colgó a un costado. A continuación pasó a formar parte de aquella escena cotidiana con todo el aplomo y la distancia que la actitud de su madre permitía.

El señor Clark permanecía sentado como de costumbre en el viejo y despeluchado sillón orejero; rellenaba la pipa con tranquilidad y hacía caso omiso al monólogo de su esposa. Ella, de pie frente a la chimenea, aporreaba con un hierro los leños apilados tras el salvachispas con la misma frialdad e idéntico frenesí que emplearía para degollar pollos en el matadero. Con la cara completamente roja a causa de la excitación, la impetuosa señora pretendía desviar la atención de su esposo hacia un tema que a él parecía no importarle en absoluto. Y semejante abandono por parte del caballero no podía menos que irritarla sobremanera.

Al percatarse de la llegada de Fanny, el anciano alzó los cansados ojos por encima de las diminutas gafas de alambre que descansaban en la punta de la nariz para fijar la mirada en la joven y obsequiarle una silenciosa sonrisa de conmiseración. O quizás se tratara de una sonrisa mansa y sumisa que pretendía informarle de las negras sombras que su madre había arrojado sobre la sala durante toda la tarde y del talante que él mismo había tenido que mostrar para soportarla y evitar ordenar a un sirviente coserle la boca.

Su hermano mayor, Ian, permanecía sentado junto a los ventanales refugiado tras el amparo que le proporcionaba un grueso tomo de John Donne. Una opción de lo más acertada, a juzgar por el grado de excitación de la señora de la casa. Sin embargo, se percató de la llegada de su hermana; y su ceja derecha, arqueada a modo de silenciosa bienvenida, pretendió disuadirla de permanecer en la estancia durante mucho más de medio minuto.

—¡Oh, Fanny, Fanny querida! —La señora Clark desistió de la lucha contra los leños y, ante la acusada indiferencia de los varones Clark, se concentró en llamar la atención de su hija. De hecho, en esos momentos, la aparición de la muchacha en la pequeña salita de té resultaba para ella una coincidencia de lo más afortunada—. ¿A que no te imaginas de qué maravillosa noticia acabo de enterarme?

Fanny ni siquiera se molestó en mirarla cuando se aovilló a los pies del padre. Conocía de sobra las excentricidades de la señora Clark como para preocuparse siquiera en prestarles atención. Desde muy temprana edad, además, había optado por imitar a su progenitor y a su hermano mayor y mostrar hacia los exagerados arranques de entusiasmo de la señora la más absoluta y aplastante indiferencia. Esa había sido desde siempre la técnica de supervivencia más eficaz e indispensable para evitar perder del todo la sesera.

—¿Cómo podría estar al tanto, madre? Acabo de volver de dar un paseo por el campo.

La señora Clark frunció el ceño, como si de pronto la muchacha acabara de ponerla al día de un pecado inconfesable que la excitación del momento había obligado a pasar por alto.

—¡Ah, sí, tú y tus insufribles paseos! Si te centraras en sacar más provecho de ti misma, otro gallo nos cantaría. —Puso los brazos en jarras y meneó la cabeza con reprobación casi al mismo tiempo que Fanny dejaba escapar un suspiro—. ¿De qué nos sirve tu belleza si la malgastas en deambular por esos polvorientos caminos o corretear entre las ovejas como una vulgar campesina?

Fanny puso los ojos en blanco.

—¡Pero ese no es ahora el tema que nos atañe! No ahora —dijo la señora Clark que parecía en verdad eufórica—, porque acabo de regresar de Morton Park y ¿a que no adivinas de qué me he enterado? ¡Oh, por supuesto, no podrías adivinarlo ni en mil años!

Fanny alzó la vista sin mostrar el menor atisbo de emoción para encararse con la nerviosa silueta de la señora Clark, quien, erguida frente a ella, se frotaba las manos de pura satisfacción. El rostro enjuto y las apretadas ranuras en que se habían convertido los ojos de la mujer reflejaban la presencia de una perversa diversión oculta.

—No tengo ni la menor idea.

La señora Clark cruzó los brazos sobre el pecho con tanta violencia que parecía imposible que fuera capaz de desceñirlos de esa pose jamás.

—Por el amor de Dios, Fanny, te ruego que digas algo, cualquier cosa, o de lo contrario esta ridícula conversación amenaza con prolongarse hasta la eternidad —dijo Ian mientras asomaba la nariz por encima del libro, tan hastiado como su padre, o más, de aquel parloteo.

Fanny suspiró.

—¿Ha comprado el coronel un nuevo landó?

La señora Clark sí fue capaz de desceñir el apretado nudo que había obrado con los brazos para dejarlos caer laxos a ambos lados del cuerpo. Al mismo tiempo que exhalaba un sonoro suspiro, meneó la cabeza de un lado a otro para enfatizar lo ridícula ¡y pobre! que le semejaba la conclusión a la que había llegado la muchacha.

—¿Un nuevo landó? ¡Qué tontería! ¡El viejo Morton piensa llevar a Charlotte a la ciudad para el inicio de la temporada! —anunció a modo de gloriosa novedad—. Por lo visto han alquilado una casita en pleno centro de Londres. Tengo entendido que piensan llevarse gran parte de la servidumbre y hasta su precioso cupé nuevo. ¿No es maravilloso, querida?

Fanny alzó una ceja.

—¿Lo es, madre?

—¡Por supuesto que lo es! —La señora Clark parecía muy ofendida por que la joven pusiera en duda semejante asunto.

Fanny tuvo que esforzarse por contener la risa cuando su hermano, sentado frente a ella bajo los ventanales, asintió repetidas veces en un claro tono de burla mientras alzaba las cejas y apretaba los labios en una mueca cómica.

—Y lo mejor de todo es que Charlotte, a la que no le sirve de nada ser la hija del caballero más rico del condado porque es más fea que un ganso desplumado y su aspecto caballuno deja mucho que desear… —Bajó la voz hasta conferirle un perverso tono de confidencia—: por cierto, me temo que cada año que pasa sus tobillos se vuelven más gruesos… —Fanny resopló y oprimió entre los dedos el diminuto puente de la nariz. La señora Clark continuó exaltada—: Entonces, ¡la boba de Charlotte Morton me ha solicitado permiso para que la acompañes durante su estancia en la ciudad! ¿No es una gran noticia?

Un inesperado fustazo despabiló de golpe el hasta el momento aletargado corazón de Fanny. Aturullada, paseó la mirada por la estancia sin detenerla en ningún punto concreto. De pronto se sintió más desorientada que un pez fuera del estanque.

¿Que Charlotte había hecho qué? ¡Ah, no, no, no, a la muy malvada de Charlotte no se le habría ocurrido tenderle semejante emboscada! ¿O sí?

Sus dedos revolotearon alrededor del cuello y juguetearon con la fina cadena de hilo de oro que dormía sobre su despejado escote. Bajo la calidez de la piel, el corazón zumbaba con frenesí.

—Esos odiosos Morton y sus insufribles aires de grandeza. —La señora Clark se expresaba con un rictus de desprecio, casi de náusea, dibujado en el enjuto rostro, como si se refiriera a una boñiga del camino en lugar de a una conocida familia del condado.

—Madre, no puedo permitirte que hables así de los Morton. Sabes que Charlotte es mi mejor amiga.

—Siempre pretendiendo destacar por encima del vecindario. —La señora Clark había comenzado a desenrollar el carrete dialéctico y toda la familia era consciente de que, hasta que no consiguiera desahogarse por completo, no iba a darse por vencida—. Siempre llevándose las mejores telas, los gansos más gordos del mercado, el pescado más fresco… ¿Quiénes se creen que son para comportarse como si acabaran de llegar de St. James?

Fanny se dispuso a hablar de nuevo en favor de su amiga y de su ultrajada familia, pero optó por silenciarse ante el gesto de Ian, quien, pertrechado en el asiento, se limitó a mover la cabeza en forma negativa.

—Pero esta vez, ¡por mi vida que nos ha venido muy bien tal despilfarro y arrogancia! Puesto que tú —avanzó con decisión hacia Fanny y se inclinó hasta invadir con exaltación el preciado espacio de la joven— vas a acompañarlos a la capital y te beneficiarás de la visita. ¿No es la mejor noticia que hayas oído jamás? —Fanny se dispuso a contestar, pero la impetuosidad de la señora Clark la obligó a limitarse a abrir y cerrar la boca sin llegar a articular palabra—. Te codearás con todas las personalidades con las que ellos traten y, espero, resulten suficiente. —“¿Suficiente para qué?”, se preguntó Fanny—. Y te lucirás en todos los salones de baile a los que ellos sean invitados. ¡Oh, sí, sin duda es una noticia encantadora! ¡Al lado de esa rana de Charlotte, destacarás!

—¡Mamá, no! ¡No puedes hablar en serio! —Fanny frunció el ceño, indignada, y miró a su hermano, quien se escudó tras el preciado tomo con rapidez para ocultarse como un asqueroso cobarde.

—¡No hay nada más de que hablar, querida! —sentenció tajante—. O quizás sí, porque todavía tenemos que echar un vistazo a tu guardarropa y descartar los vestidos menos aceptables, que me temo serán la mayoría. —Se inclinó sobre ella obsequiándole una mirada fulminante—. ¿Te das cuenta de que, probablemente, no conseguiremos rescatar más que un baúl con todos tus vestidos? ¡Santo Dios! ¡Un baúl, uno tan solo! ¡No puedes imaginar lo humillante que resulta! —Se llevó la mano al pecho para aplacar un amago de vahído. Pero lejos se encontraba de desmayarse, de tan eufórica y vital que se sentía en esos momentos—. Todavía albergo una mínima esperanza de que el vestido que usaste en el cotillón de los Carpenter la Navidad pasada te sirva para empezar la temporada con dignidad. Sin duda, el encaje del escote y el terciopelo del corpiño resultará aceptable.

—¡Mamá, no! —repitió Fanny con un ahogo—. ¿Acaso vas a obligarme a viajar con los Morton?

—Yo diría que incluso te ha reservado el asiento junto a la ventanilla —murmuró Ian entre risas, mientras porfiaba por mantenerse apostado detrás del libro.

Fanny hizo caso omiso al divertimento que la situación provocaba en su hermano. ¡Despiadado Ian, qué poca consideración con su pobre hermana! ¡Cuanto más furiosa se sentía ella, mayor diversión parecía experimentar él!

—Estoy segura de que, si me disculpo en forma adecuada con los Morton y con Charlotte, no tomarán como un desaire mi negativa.

—¿Disculparte? ¡No digas bobadas, niña! ¿Qué mejor oportunidad podría presentarse para conocer la ciudad y acarrear tan poco gasto para tu familia? —Alzó la barbilla, volvió la cabeza a un lado e ignoró a la muchacha por completo—. ¡Irás, por supuesto que irás! Y espero que sepas sacar provecho de tu belleza y que a tu vuelta… ¿Quién sabe? —La señora Clark esbozó una maliciosa sonrisa mientras se ajustaba la cofia con ridícula coquetería—. Puede que algún joven caballero te acompañe para solicitar tu mano. Oh, señor Clark, ¿no sería maravilloso?

Fanny volvió ansiosa la cabeza para mirar a su padre con el ceño fruncido y la respiración entrecortada. No, él era razonable. No la obligaría a la vergüenza de tener que exponerse como mercancía de feria. Y, aunque hasta el momento había permanecido en silencio apostado a su espalda, confiaba con los ojos cerrados en el buen criterio del hombre.

—Papá… —La voz le salió apenas en un susurro y en tono de súplica. Acentuó la arruguita del entrecejo, se dirigió a él y agitó la cabeza en forma negativa. Confiaba en que él respondería del mismo modo.

El hombre inclinó la cabeza para mirarla mientras le dedicaba una sonrisa afable. La enorme palma de su mano se ahuecó para dar cobijo a la mejilla pálida y aterciopelada de la niña. Cuando alzó la mirada hacia su esposa, el gesto sufrió un giro radical.

—Señora Clark, le agradecería un momento de intimidad con mi querida hija mayor, si a usted le parece bien —sentenció.

La dama sonrió complacida y dio por sentado que una vez más se había salido con la suya. Durante toda la vida había practicado con éxito el arte del chantaje emocional y, hasta el momento, parecía darle resultado. De un modo u otro, en la vieja rectoría siempre se imponía la caprichosa voluntad de la señora. Y ella era muy consciente de semejante poder.

El rostro de la mujer se dilató en una amplia y exagerada sonrisa, gesto para el que su cara no había sido preparada y que confirió a su semblante un aspecto por demás esperpéntico y siniestro. Los ojos se le achicaron hasta transformarse en dos finísimas ranuras transversales; los labios, partidos ampliamente en dos a causa del patético rictus, reflejaban lo hipócrita que podía resultar una sonrisa cuando el alma no está acostumbrada a sonreír.

En tono zalamero, tomó al joven Clark del brazo y lo obligó a levantarse.

—Ian, querido, vayamos al patio para ver qué hace tu hermana Cassandra. —Hizo un gesto a su esposo—. Señor Clark, estaremos en el patio trasero.

Ambos abandonaron la sala, pero antes Ian dirigió una mirada de solidaridad a su hermana y de esperanzada camaradería a su padre. Por supuesto, él también confiaba en el buen juicio de su progenitor.

Cuando se hubieron quedado solos, Fanny se arrodilló de cara a su padre y apoyó las manos y la barbilla en sus huesudas rodillas.

—Padre —principió a expresarse con ardor, sin apenas detenerse a respirar—, sabes que detesto toda esta frivolidad de la que nuestra madre hace gala, ¿verdad? —El anciano asintió—. No ansío salir de Sheepfold para rodearme de una sociedad que detesto y mucho menos exhibirme en esos salones repletos de arrogantes pavos reales.

El caballero la contempló embelesado durante una fracción de segundo con ojos acuosos y cansados. Con la palma de la mano le acunó la carita y por un momento se sintió flaquear ante la súplica implícita en los enormes ojos verdes. ¿Cómo negar algo a su niñita del alma?

Desde la más tierna infancia, Fanny se había comportado de un modo inusual para lo que cabía esperar en una señorita. Había disgustado a la señora Clark con su actitud desenfadada y llenado de orgullo y satisfacción a su padre por el mismo motivo. Acostumbrada a corretear por la propiedad, la señorita Clark lucía las rodillas descarnadas y llenas de sangre y las punteras de sus botines siempre deslucidas de tanto trepar a los árboles y patear piedras. Jamás ningún peinado había conseguido lucir intacto en aquella imprudente cabecita durante más de media hora, ni en sus bolsillos se habría podido encontrar otra cosa más que ranas, grillos o lagartijas. A ninguna otra criatura se le habría ocurrido calzar las cuatro patas del gato con cáscaras de nuez, travesura que provocó gran regocijo en su padre y en su hermano mayor, así como un síncope en su madre; ni ninguna otra habría escondido un lechón en la alcoba durante algo más de una semana para intentar librarlo de convertirse en la cena de toda la familia en un día de fiesta.

Fanny siempre había recorrido la pequeña heredad en compañía de su padre. Cuando alzaba su mirada en busca de los ojos paternos, el hombre le acariciaba el lacio cabello dorado y se regocijaba al contemplar aquella naricilla respingona y altiva y aquella boca mellada en la que nunca faltaba una sonrisa. Fanny era su tesoro, su pedacito de Edén en la Tierra.

—Hija mía, sabes que por nada del mundo desearía separarme de ti. —Fanny le besó con dulzura las angulosas rodillas—. Pero también sé que eres una muchacha inteligente y, por lo tanto, consciente de que tu madre no descansará, ni tendremos un minuto de paz en esta casa, hasta que consiga verte danzar en los salones capitalinos.

—Papá, no… —siseó.

—No puede ser tan malo, hija mía. Un par de semanas en Londres con los Morton no puede resultar una tortura tan insufrible. Al fin y al cabo, Charlotte es tu gran amiga; su compañía debería ser un gran aliciente para ti. —Fanny inclinó la cabeza y la volvió a un lado. Su expresión combinaba disgusto y enojo y componía una mueca desangelada.

—¡Pero yo no deseo ir! Charlotte puede ser feliz en Londres sin mí. —Chasqueó la lengua. Una chispa de intuición le cruzó entonces por la mente—. Padre, eres consciente de que no deseo casarme, ¿verdad? —murmuró y enrojeció hasta el nacimiento de sus dorados cabellos.

—Cuando una joven rechaza el matrimonio ha de ser bendecida con un carácter firme e independiente, además de con una inteligencia notable. —Reposó con afecto la mano sobre la cabeza de su hija—. No te preocupes, Fanny, no será necesario que te cases si ese no es tu deseo. Por el momento, creo que tu madre se dará por satisfecha si sabe que pululas de un lado al otro en la capital. —Sonrió ante el gesto de alivio que asomó en el semblante de la joven.

—Lugares por los que no deseo circular, padre. No tengo nada que hacer en Londres. —Se expresó con un desesperado susurro—. No me obligues a obedecer a mamá.

El señor Clark sonrió con dulzura y la miró por encima de las gafitas de alambre.

—No seas boba y aprovecha una ocasión que quizá jamás se vuelva a presentar. Intenta obtener beneficio de este viaje en lugar de verlo como una indeseada penitencia. Acude a los teatros, a la ópera… Sabes que Londres dispone de las mejores bibliotecas del país.

Semejante argumento pareció mitigar un poco la tajante negativa inicial de la joven. Deslizó la mano sobre los ojos e intentó con ese gesto borrar todo el cansancio y la desazón acumulados. Exhaló lenta y profundamente, y se sintió desinflar como una bolsa de aire a la que hubieran perforado por mil sitios distintos.

Puede que su padre tuviera razón: no se trataría de algo permanente, con un poco de suerte tan solo un par de semanas. Un mes como mucho. Siempre podría inventar alguna excusa para huir del mundanal ruido y regresar a casa en cuanto Charlotte entablara nuevas relaciones y se sintiera capaz de prescindir de ella. ¡Porque Charlotte tendría que obligarse a prescindir de su compañía! ¡Oh, malvada Charlotte, Charlotte traidora! Iba a hablar con ella muy seriamente y amonestarla por su traición. ¿Cómo se le había ocurrido tenderle semejante emboscada? Tendría que obrar maravillas para conseguir ser perdonada.

—Ve, querida —dijo su padre y puso punto final a la conversación—. Disfruta de tu estancia en la ciudad y, cuando estés del todo hastiada, regresa junto a mí, que contaré las horas hasta tu vuelta.

—Estaré de regreso antes de que empieces a echarme de menos.

Fanny se enderezó para abrazarlo y permitir que él la besara en la frente desde su posición repantigada. La suerte estaba echada.

Y de esta forma tan improvisada quedó convenida la partida de los Morton en compañía de la joven Fanny Clark hacia tierras londinenses, con la consiguiente euforia de la señora Clark y la evidente resignación de la señorita Clark, que observó con suma tristeza a través de la ventanilla del carruaje de sus vecinos cómo se desdibujaba su hogar en la lejanía.

Cuando decide el corazón
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