CAPÍTULO 17
Aquella mañana, los Clark se habían reunido alrededor de la mesa para disfrutar de un desayuno frío a base de jamón, huevos, té y leche fresca. La estancia permanecía sombría y melancólica a causa de la escasa luz natural que la intensa lluvia dejaba entrar a través de los cristales; luz agrisada, sucia, sin vida, que se imponía al blanco sucio del papel pintado que vestía las paredes. Un fuego recién encendido calentaba a duras penas el pequeño comedor, a pesar de que los leños, demasiado verdes para generar calor, estallaban con violencia entre terribles alaridos.
La señora Clark había amanecido de un humor horrible, como era habitual en ella cuando el tiempo se mostraba lluvioso y hostil, y apenas levantó la mirada del plato durante el transcurso del desayuno salvo para despotricar acerca de lo fría que resultaba esa casa y de la humedad constante de las paredes, ¡terrible para sus huesos! Cuando el humor de la dama se encontraba por el suelo sentía que el universo entero confabulaba en su contra y no era capaz de encontrar ni un solo punto, ¡ni uno solo!, que se mostrara a su gusto. Cada dos por tres aprovechaba para ajustar con exageración el chal alrededor de los hombros, en un intento por dejar patente el malestar que le invadía el cuerpo y el deseo de que alguno de los presentes se dignase a consolarla o al menos a interesarse por la razón de los males que la aquejaban.
El señor Clark, habituado a los humores de su esposa, comió con tranquilidad e hizo caso omiso a los necios comentarios de la mujer, mientras sus hijos intercambiaban miradas de resignación y mal disimuladas sonrisas.
Fanny se percató enseguida de la ausencia del señor Rygaard, cuya silla permanecía vacía a un costado de la mesa, y se sintió culpable ante la escasa atención que le había brindado al caballero durante el último tiempo. La señora Clark se había afanado lo indecible por inventar ocupaciones imposibles que los mantuvieran a ambos a una debida distancia. Ardid que no dejaba de resultar una soberana tontería puesto que Fanny no tenía ningún interés real en el caballero, pero que, a la vista de la ausencia del señor Rygaard, parecía haber funcionado a la perfección.
Después de un desayuno en el que apenas había probado bocado la joven se retiró a la soledad de su alcoba, escoltada por un discreto bastón, para sentarse de medio lado en la mesa de la ventana y observar el exterior a través de unos cristales por completo ciegos de vaho.
Unos días atrás, tras haber llegado a casa con el pie dolorido y los labios inflamados a causa de la vergonzosa caída en el camino, había dicho a la familia que había perdido el equilibrio al tratar de subir a un árbol para devolver una cría indefensa a su nido. Explicación que le había reportado una cruda amonestación por parte de su madre y un guiño cómplice por parte de su padre. Sea como fuere, estaba claro que le quedaba por delante una convalecencia demasiado larga e incómoda para lo que su espíritu incansable e inquieto sería capaz de soportar, amén de la necesidad de apoyarse en un bastón para desplazarse de un lado a otro.
Acarició con la yema de los dedos la superficie gélida del cristal y siguió el huidizo curso de una gota de lluvia. Una abrumadora e inesperada melancolía le ahogaba el espíritu.
Paseó la mirada por el jardín, que en ese momento parecía una acuarela diluida, para reposarla sobre la enorme mata de lavanda que doblegaba sus derrotadas espigas sometidas a la intensa lluvia que formaba una cortina traslúcida entre la rectoría y el resto del mundo.
A lo lejos se alzaba el destartalado vallado que circundaba la propiedad, ajeno al paso del tiempo o quizá por completo resignado a él; más allá el serpenteante y, en esos momentos, intransitable camino donde el otro día el señor Hawthorne se había despedido de ella con una amabilidad encomiable que antes jamás le hubiera atribuido a su persona. Mucho había insistido el caballero en la necesidad de llevarla en brazos hasta la misma puerta de la rectoría a causa de la invalidez de la dama y el precario estado de su tobillo dolorido. Solo ante el aplomo y la firmeza con que Fanny se había negado a ello en forma rotunda había desistido el hombre en el empeño.
Escudriñó impaciente a través del húmedo telón con la esperanza de distinguir de nuevo entre la neblina la silueta formidable y oscura de Oliver Hawthorne. Sin embargo, el camino permanecía solitario, sombrío y gris mientras las gruesas gotas de lluvia rebotaban contra el suelo embarrado y formaban grandes charcos en los que los gansos retozarían gozosos al día siguiente. Frunció el ceño.
“¿Por qué habría de estar ahí, estúpida, estúpida Fanny? ¿Qué sentido podría tener que permanezca bajo la lluvia ante tu ventana? ¿Acaso esperar verte a ti a través de la densa cortina acuosa? ¡Ilusa, boba! ¿Crees que alguien como él no tendría nada mejor que hacer?”
Un agudo lamento procedente de los tablones que conformaban el viejo suelo de madera la distrajo de sus cavilaciones. Al volver la cabeza, pudo comprobar cómo la puerta de la habitación se entreabría con suma lentitud. Un rostro redondo, pecoso y coronado de abundantes tirabuzones dorados llenó el vano a la espera de ser invitado a traspasarlo.
Fanny recibió el rostro querido con una sonrisa; la pequeña, por toda respuesta, cruzó la estancia como una exhalación para abrazarse a su hermana y reposar la cabeza en el pecho de la muchacha.
—¿Aburrida?
Fanny besó los suaves bucles mientras permanecía con la mirada perdida en el infinito.
—Odio la lluvia; no se puede salir al jardín y mamá no hace más que quejarse por todo. Papá e Ian se han atrincherado en la biblioteca, así que yo he huido antes de que me encuentre y me convierta en blanco de su ira. Ser la pequeña me hace muy vulnerable, Fanny, casi nunca puedo escapar.
—¡Si eres toda una experta en el arte del camuflaje, mi pequeño camaleoncito! ¿Te crees que no advierto las veces que te escondes bajo el mantel?
La niña jugueteaba con los volantes de la falda mientras contemplaba distraída el rastro fugaz de la lluvia en el cristal. Inclinó la cabeza hacia atrás y apoyó la coronilla en el pecho de su hermana para mirarla con atención.
—¿Qué te pasa, Fanny?
La aludida esbozó una amplia, demasiado amplia, sonrisa, sorprendida ante la perspicacia de la pequeña.
—¿Por qué crees que me pasa algo?
—Porque pareces muy triste.
Era evidente que Cassandra era una niña muy avispada y despierta para su edad. En esos momentos, mucho más de lo que su hermana hubiera deseado.
—No estoy triste, pequeña, solo pienso…
—¿Y en qué piensas?
Fanny inhaló con profundidad y permaneció en silencio. ¿Cómo explicar a la pequeña el enorme cambio que, en pocos días, se había obrado dentro de ella? ¿Cómo fingir que nada había sucedido en realidad, que todo seguía como siempre, en el lugar de siempre, y que las nobles atenciones de Oliver Hawthorne habían pasado inadvertidas a su corazón?
—¿Aún te duele el tobillo? —insistió la niña.
—Sí, pequeña. —Una sombra de melancolía le cruzó la mirada al recordar el instante en que había acontecido aquel molesto accidente y cómo le había ocultado a la familia el auxilio que el señor Hawthorne le había proporcionado. Los ojos se le empañaron a causa de las lágrimas que se arremolinaban prestas a resbalar. Aquel accidente marcaría para siempre un antes y un después en su vida.
—No llores, Fanny. —La niña se puso de puntillas para borrar con su pulgar la húmeda estela que asomaba a las pestañas de su hermana—. Enseguida se te pasará, como mi resfriado.
Fanny besó la dorada coronilla de la niña y sonrió ante su ingenuidad.
—¿Sabes, Cassie? —La niña la miró interrogante—. Ruego al cielo que nunca pierdas tu inocencia. —Suspiró—. Todos deberíamos seguir siendo niños durante mucho más tiempo, querida, y juzgar a los demás bajo la dulce perspectiva de la inocencia. Los adultos a menudo erramos al emitir desafortunados juicios de valor acerca del carácter de otras personas.
—No te entiendo, Fanny —se quejó la niña.
—El orgullo, las ideas preconcebidas, las equivocadas primeras impresiones…
La niña frunció el ceño porque seguía sin comprender.
—¿Has visto las zarzamoras del camino?
—Mm, sí; las maduras están muy buenas recubiertas de azúcar.
—Pero no me refiero a esas, Cassie. —La niña compuso una expresión contrariada—. Me refiero a las rojas, a las amargas. Sabes que nadie se decanta por ellas debido a su sabor ácido y desagradable. Porque, como bien sabes, a primera vista resultan muy poco deseables. Todo el mundo las deja de lado y dedica su atención a las negras, las más dulces.
—Es verdad, las rojas son muy amargas. —Arrugó la nariz para mostrar desagrado.
—Pero imagina que, un día, sin saber por qué, te decides a probar una de las rojas. Tienes miedo porque sospechas que no te gustará, que es una locura, que te provocará náuseas… Pero decides probarla de todas formas y descubres que estabas equivocada, no resultan tan desagradables y un estallido de sabor inunda tu paladar al morderla. ¿Qué pensarías entonces?
Cassandra se llevó un dedo a la boca y la miró pensativa.
—Que he desperdiciado mucho tiempo al dejar de lado las zarzamoras rojas sin saber que eran las que más me gustaban de toda la zarza.
Fanny sonrió. Su hermana pequeña, aquella criatura rebosante de nobleza e ingenuidad, era sin duda mil veces más sabia que ella misma.
“¡Qué necia has sido, Fanny Clark, qué necia! No pudiste estar más equivocada ni el señor Hawthorne podría haberte juzgado en forma más acertada. Has estado tan ciega desde un principio… Lo has ofendido de mil formas distintas y has mostrado un carácter caprichoso y altivo. Has sido necia y orgullosa y has actuado como la más obtusa y boba del mundo. Has ofrecido una versión de ti misma indisciplinada y poco deseable.” Esbozó una sonrisa cáustica alimentada por el intenso picor que se fraguaba tras sus párpados. “Intentas compararte con él y te das cuenta de que no era tan arrogante y déspota como creías, sino que en realidad eras tú quien resultabas censurable. Te comparas con él y te das cuenta de cómo deberías haber sido tú. De cómo deberías haber actuado tú.”
Oprimió los párpados para detener la vasta profusión acuosa que amenazaba con desbordarse, aunque no tenía demasiado sentido. Cuanto más apretaba los párpados, más deseos parecían sentir las lágrimas de huir de la prisión y salir al exterior.
Aunque no fuera capaz de admitirlo nunca ante nadie más que ella misma, Fanny experimentó la certeza de sentir hacia Oliver Hawthorne una inclinación tierna y devota. Y semejante certeza resultaba tan inesperada como novedosa en el alma de Fanny.
“¿Qué sería de nosotras, caprichoso género femenino, si no pudiéramos cambiar de opinión tantas veces como vueltas da una veleta en el tejado? Aunque en mi caso, cambiar de opinión ya no servirá de mucho.”
* * *
Oliver Hawthorne permanecía sentado en actitud reflexiva a los pies de la estrecha cama del hostal en el que se alojaba. Hacía un par de días que no salía de ese cuarto, salvo para procurarse comida. Había encargado a su joven sirviente que exigiera la mejor habitación disponible y no dudaba de que aquella lo fuera en vista de la sencillez esperada en un humilde hostal rural; sin embargo, podía asegurar sin temor a equivocarse que no había pasado una de sus mejores noches, ni era aquella la mejor habitación en la que había pernoctado jamás.
Se reconocía un tanto exigente con las almohadas: estaba acostumbrado a los blandos y mullidos almohadones de Hawthom; cualquier otro cojín que no dispusiera de semejantes características lo apartaba sin remedio de un descanso aceptable. Por supuesto que no había esperado en aquel lugar remoto y perdido de la mano de Dios un relleno a base de plumón de oca o un exterior confeccionado en terciopelo español o seda, pero lo cierto era que se había visto obligado a prescindir por completo de los almohadones durante gran parte de la noche para dormir con la cabeza apoyada directamente sobre el colchón. ¿Y qué decir de él? Por demás estrecho y más duro, si cabe, que si hubiera sido tallado sobre la piedra. Torció el gesto. A esa altura, empezaba a barajar con seriedad la posibilidad de que bajo la arrugada sábana se escondiera un rudo planchón de piedra.
Además, cada leve movimiento ejecutado en sueños lo había obligado a calcular con la mente las dimensiones de aquel ridículo rectángulo para no acabar desplomado de bruces sobre el suelo. Por todo eso, lo que se presuponía que deberían haber sido unas horas de sueño reparador no había alcanzado otra categoría más que la de incómoda e interminable duermevela.
Por otro lado, la presencia onírica de Fanny Clark había sido el colofón ideal para culminar una de las noches más irritantes de su vida. Ni siquiera con la inestimable ayuda de una botella de brandy, que ahora yacía sobre la alfombra en un rincón y desangraba las últimas gotas de alcohol, había podido apartar de la mente la imagen que la joven había ofrecido al surgir de la espesura como la más bella Diana cazadora.
Más tarde, la indefensión, la vulnerabilidad inesperada, las lágrimas delatoras y los labios hinchados, trémulos, de la joven por vez primera la habían mostrado ante sus ojos como una criatura frágil y desvalida, en posesión de una calidez y una femineidad ocultas que tantas veces había intentado percibir en su carácter sin éxito. Por cierto que lo había sorprendido encontrar semejantes cualidades en la señorita Clark cuando se había hecho a la idea de que la joven era la criatura más indisciplinada, vehemente, imprudente y resuelta que había conocido jamás.
Había empezado a sentir de pronto tan tierna solicitud, tanta sensibilidad hacia ella que no pudo menos que desear marcharse de inmediato de aquel pueblo. Lo deseaba en esos momentos con todas las fuerzas. Porque aquella criatura, para él tan extrañamente perfecta a pesar de sus múltiples defectos, estaba a punto de hacerle perder la razón y doblegar sus sentidos. Eso era algo que él, hombre recto como el que más, en posesión de un carácter insobornable, no podía consentir.
“¡Cuidado, Oliver, estás a punto de flaquear! Y si lo haces, estás perdido. ¿No pretenderás ponerte en evidencia en una sociedad tan limitada como esta?”
Echó un rápido vistazo al resto de las prendas que necesitaba para acabar de vestirse y que reposaban en forma descuidada sobre una silla.
El gran hombre, tantas veces imbatido en el campo de batalla de la vida, que había lidiado en numerosas contiendas y que hasta el momento había logrado mantenerse invicto, impasible, ajeno a las arteras caídas de ojos que surgían a su paso, a los teatrales suspiros, a los exagerados desvanecimientos, que no se había dejado engatusar por los eróticos mensajes que las damas le habían enviado a través del seductor y enigmático lenguaje del abanico, ese hombre era el mismo que ahora no dejaba de mesarse el cabello con tanto frenesí que se lo podría haber arrancado a mechones, tal era su confrontación interna.
“No puede ser en serio, Oliver; debes luchar contra sentimientos tan absurdos y fuera de lugar. No puedes permitirte el lujo de tropezar.”
Pero tropezar no era lo peor de aquel asunto, sino la certeza de haberse encariñado con la piedra.
Se levantó a desgano, alzó la barbilla para anudar el lazo sin necesidad de mirarse al espejo. Huiría, sí, al día siguiente sin falta ordenaría que su carruaje estuviera dispuesto para partir de forma inmediata hacia Hawthom. No iba a quedarse ni un día más en aquel pueblo, ni arriesgarse a afrontar una situación para la que no estaba preparado. Tampoco iba a rebajarse a admitir unos sentimientos que a todas luces resultaban desacertados. ¿La señorita Clark? ¡Por el amor de Dios, semejante disparate! ¡No tenía necesidad de tolerar en su interior semejante confrontación de emociones, ni se sentía con la presencia de ánimo suficiente como para poner en orden de una vez por todas sus sentimientos! Unos sentimientos no alimentados por la razón o la cordura, sino fruto de un impulso imperdonable e inviable del corazón.
Huiría. Pero antes debía enfrentarse a un último reto. Edmund habría sido informado a esa altura de la estancia de su amigo en aquel lugar. Todo el mundo sabe que en los pueblos no existe ningún tipo de secreto; menos en una comunidad tan simplona y rudimentaria como era aquella. Se ajustó el elegante sombrero de copa ornado con una fina cinta de raso negro y estiró los puños y los extremos del chaleco.
Había llegado el momento de presentar sus respetos a los Morton. Sin duda, su buen amigo Byrne recibiría con gran sorpresa su visita en aquel insignificante rincón del mapa británico.