CAPÍTULO 6

Tumbada boca arriba en la cama, con los ojos clavados en el alto techo de la alcoba y el alma por demás contrita, Fanny repasaba en forma mental cada minuto de aquella interminable noche. Con el cabello en papillotes se había acostado para pensar y dar rienda suelta a su aflicción.

La luz parpadeante de la vela que se consumía en la mesita de noche dibujaba en el papel de la pared y sobre las pesadas cortinas caprichosas formas que avivaban con su baile circense el ya de por sí excitable magín de la muchacha. No tenía sueño y, sin embargo, en esa ocasión no estuvo tentada de ir a hurtadillas hasta la habitación de Charlotte para comentar entre risas lo que ambas habían sentido entre la multitud. Ella sabía de sobra lo que su amiga del alma estaba sintiendo; por nada del mundo quería estorbar sus románticas ensoñaciones para hablarle de un hombre tan despreciable como Oliver Hawthorne. Podría haber apostado la vida a que Charlotte se encontraba tan insomne como ella, aunque por fortuna a causa de motivos mucho más felices. Sí, Charlotte estaba enamorada del señor Byrne. Era evidente. Y tal asunto complacía a Fanny, si bien era consciente de que, si todo seguía adelante, perdería a su amiga en muy pocos meses. Era lo justo. Si ella hubiera percibido en algún momento que el interés de Charlotte por el señor Byrne obedecía tan solo al apremio de su madre por casarla, la habría reprendido con mucha severidad. Pero era obvio que no. Ese rubor que la acompañaba desde que Edmund Byrne irrumpía en una estancia y que no desaparecía de su rostro mientras el caballero estuviera presente la delataba. Si el señor Byrne mantenía su interés por ella, y todo indicaba que así lo haría, Charlotte pasaría a ser la señora Byrne en un corto espacio de tiempo. Eso debería alegrar a Fanny. ¡Y lo hacía! Pero, con egoísmo, lamentaba que un pedacito de su vida fuera a quedar prendido para siempre del vestido de novia de su amiga mientras que ella debería regresar a una tediosa y solitaria existencia.

De un violento manotazo, arrojó a un lado las sábanas, sujetó la vela casi extinta y echó a andar descalza por la habitación, las puntas de los pies apenas apoyadas para evitar los crujidos del suelo de madera. Se sentó frente al tocador y situó la vela de modo que un bello rostro le devolviera la mirada desde el otro lado del espejo. Aquel rostro tenía forma de corazón y poseía una audaz barbillita que le proporcionaba un aire elocuente y resuelto. La criatura del espejo ladeó un tanto la cabeza para observar sus facciones, no en un acto de frívola vanidad, sino, en realidad, en crítico examen. ¿Qué había de impropio en ella? Sabía que no era ninguna adorable beldad, que su presencia, su andar o su pose jamás serían tenidos en cuenta en ninguna reunión social, pero ¿por qué el severo señor Hawthorne hacía escarnio de ella con tan poca sutileza? ¿Por qué la fustigaba en forma constante con su intransigencia? ¿Por qué parecía despreciarla como si se tratara de una sucia y rastrera alimaña?

Una gruesa lágrima osciló durante breves segundos en las doradas pestañas de la joven para surcar en soledad la nívea redondez de la mejilla y morir sobre el tablero del tocador. Casi de inmediato, una inesperada hueste acuosa se parapetó en la cuenca sonrosada de sus ojos y un temblor imprevisto le sacudió la barbilla. ¡Cretino, necio, estúpido, engreído!

Posicionó los labios en forma de círculo perfecto y con un firme soplido apagó la llamita. Tanto la alcoba como su alma entera se sumieron en una impenetrable oscuridad.

* * *

A la mañana siguiente, los Morton, en compañía de Fanny, se reunieron para desayunar alrededor de una generosa mesa bien servida. El momento transcurrió sin ninguna novedad, a excepción de los comentarios a un tiempo insidiosos y aduladores de la señora Morton, que no hacía más que rememorar una y otra vez lo acontecido durante la pasada noche: la amabilidad de los anfitriones, la adorable cantidad de caballeros solteros que permanecían en Londres a esa altura del año y lo feas y antipáticas que resultaban las demás jóvenes solteras que resultaban un total cero a la izquierda en comparación con su maravillosa y adorable Charlotte.

—¿Has visto, mi querida Charlotte, qué paliducha es la señorita Campbell? Solo le falta la mortaja para parecer un cadáver andante. ¿Y qué me dices de la señorita Simpson? ¡Jamás había visto una criatura tan vanidosa como ella! ¡Ataviada con aquel vestido de seda verde parecía un auténtico repollo! ¿Y has visto a la joven Rushwood? ¿Cómo puede lucir esa piel tan bronceada y comportarse como si tal cosa? ¡Parecía más una vulgar campesina que la heredera de una notable familia londinense!

La señorita Morton miraba a su amiga en una silenciosa súplica de paciencia y comprensión. Fanny le devolvía la sonrisa sin ninguna reserva y expresaba con la mirada que jamás se sentiría indignada si Charlotte era la beneficiaria de tan entusiastas comentarios.

Tras el desayuno, el coronel Morton se dispuso a realizar las visitas de rigor a sus antiguos amigos de la ciudad. Dejó a las tres féminas entretenidas con sus respectivos quehaceres: la señora Morton, tumbada cuan larga era en un diván, hojeaba una revista con la última moda de París; Charlotte intentaba concentrarse en el bordado de una pantalla de chimenea que había empezado varios días antes y que interrumpía de continuo ante la sucesión de suspiros y miradas lánguidas que lanzaba al aire; y Fanny releía enfrascada una novela del señor Matthew G. Lewis sentada en un elegante sillón de estilo reina Ana.

—Te felicito por los maravillosos logros que has obrado con el señor Byrne, querida Charlotte. —Ambas jóvenes apartaron la mirada al mismo tiempo de sus respectivos pasatiempos para dirigirla hacia la artífice de semejante comentario. Charlotte, por supuesto, color amapola, a juego con el chirriante vestido escarlata que llevaba.

—No sé a qué logros te refieres, mamá —logró balbucear mientras deslizaba la aguja con concienzuda concentración sobre el dibujo bordado. Fanny perdió interés en la charla y decidió hundir de nuevo el rostro entre las líneas del libro.

—Si bien es cierto que me hubiera agradado más que el receptor de tu interés hubiera sido el señor Hawthorne, ¡sin duda! —Fanny alzó el rostro con prontitud, con una ceja el alto, y sin dar crédito a lo que oía miró a la señora Morton con una fijación que rayaba la descortesía—. El señor Hawthorne es mil veces más rico que Byrne. ¡Figúrate que recibe más de doce mil libras, querida!

Las jóvenes se miraron entre sí. No se habría podido decir cuál de las dos parecía más azorada en esos momentos, si bien Fanny era la que menos crédito podía dar a toda aquella absurda palabrería, tal era la indignación que la carcomía por dentro. ¿Cómo podía ser tan superficial y vana la señora Morton frente a los sentimientos reales de Charlotte?

—Byrne goza de muy buena posición entre la clase alta, puesto que muchos prohombres han recurrido a sus servicios jurídicos. De ahí que se codee con semejantes personalidades como es el caso del señor Hawthorne. ¡Ay, si al menos poseyera la quinta parte de lo que posee su amigo!

Fanny miró a Charlotte y pudo percibir una inmensa tristeza reflejada en sus pupilas. No, no iba a consentir que la señora Morton perforara con su lengua viperina la perfecta burbuja de felicidad que Charlotte había erigido en torno a sí. Una burbuja en la que solo había sitio para Edmund Byrne.

—Creo, señora Morton —empezó a hablar en forma sosegada, recalcando sus palabras; la señora Morton recibió su interrupción con desagrado y asombro—, que en un caballero resultan más deseables el buen talante y el buen corazón, muy por encima de sus riquezas.

—¿Y qué sabrás tú? —La señora Morton se incorporó del diván en forma tan atropellada que las capas de tela de la falda se enredaron y a duras penas pudo mantener el equilibrio. Parecía por entero dispuesta a escupir a la insensata de Fanny Clark todo el veneno acumulado.

—¡Mamá! —la frenó Charlotte, de pronto blanca como la tiza.

—¡Calla, Charlotte! ¡Debo decirle a esta deslenguada cuatro verdades que nadie se molesta en decirle! —Fijó los pequeños ojos de alimaña en aquella criatura impertinente que la miraba con altivez—. ¿Qué puede resultar más deseable que el estar bien situado, vivir con comodidades y sin preocupaciones, insensata? El buen carácter es lo de menos en un matrimonio, ¿o acaso crees que el buen humor es lo que nos da de comer? El dinero es necesario, todo lo demás es opcional.

—¿Y acaso no podemos esperar un poco de afecto?

—¿Afecto? —Resopló como un cerdo camino del degolladero—. ¡Te irá muy mal como no cambies tu idea de encarar el futuro! ¡Afecto! ¡Acabarás casada con un pobre granjero o con un miserable clérigo, como tu padre, viviendo en compañía de un rebaño de niños ingobernables, en una casona fría y gris que se te caerá de vieja!

Charlotte se obligó a tragar saliva, horrorizada.

—Mamá, estás siendo injusta y cruel.

La señora Morton fulminó a su hija con la mirada.

—¡Calla, Charlotte, y ponte derecha, por el amor de Dios! —Charlotte se enderezó de inmediato—. ¡Tú y tus absurdas ideas de la vida y del matrimonio! —Respiró hondo e intentó relajarse mientras se alisaba con nerviosismo la arrugada tela de la falda—. Menos mal que la vida pone a cada uno en su sitio y, gracias a Dios, cuando Charlotte haga un buen matrimonio no tendremos que sufrir tu presencia nunca más. Una señora respetable jamás se relacionaría con la esposa de alguien de condición inferior.

Y, como si tales ofensivos vaticinios fueran fruto de una realidad inminente más que de sus propios deseos, le ofreció la espalda a Fanny con absoluta descortesía para continuar la conversación con su hija, dispuesta a ignorarla desde ese mismo instante y por toda la eternidad.

—Si todo discurre según lo previsto, es probable que pronto se decida a pedir tu mano al señor Morton, querida. Se ve que está loco por ti. ¡Toda la noche bailó contigo! ¿No resulta maravilloso? —Compuso una expresión soñadora lindante con la estupidez.

Fanny suspiró hastiada y trató de relajar de nuevo la mirada entre las hojas de la novela.

—Aunque, claro —Fanny resopló por lo bajo ante la nueva acometida de la señora Morton. ¿Es que no iba a callarse jamás?—, la suerte estaba por entero de tu parte porque todas las damas solteras que ahora mismo pisan Londres languidecen por el señor Hawthorne y por nadie más. —La nueva mención obligó a Fanny a levantar la mirada y prestar atención a la palabrería de la inquietante señora—. Y no me extraña, no me extraña nada. ¡Se tratan de doce mil libras al año, nada menos! —Bajó la voz para adoptar un tono de confidencia—. Durante el baile, la señora Collins, que es una vieja alcahueta insufrible —Fanny torció el gesto para contener una sonrisa irónica—, me aseguró que posee numerosas propiedades a lo largo y ancho de Inglaterra, a cual más suculenta. Aunque donde suele pasar gran parte del año es en Hawthom Park, una preciosa mansión a tan solo veinte millas del centro de Londres.

Fanny se ruborizó con levedad y abandonó el libro sobre las rodillas. Le resultaba imposible concentrarse en la lectura.

—Reconozco que me habría encantado verte como la gran señora de Hawthom, querida —prosiguió—, pero también es cierto que ese caballero resulta demasiado inquietante. ¿No es cierto que parece estar siempre de mal humor? —Fanny esbozó una breve sonrisa. Sin que sirviera de precedente, tenía que dar la razón a la señora Morton—. ¿Y puedes creer que no bailó ni una sola pieza en toda la noche? ¡Con la de señoritas que permanecían sentadas a la espera de pareja!

—Creo que resulta más provechoso permanecer sentada en un rincón que bailar con el señor Hawthorne —murmuró Fanny, incapaz de frenarse.

—¡Fanny Clark, qué irritante resultas! —estalló la señora Morton, que por lo visto tampoco podía contenerse, y dándose por vencida ocupó una vez más su alargada posición en el diván—. ¡Apostaría a que tú misma eras una de las que languidecían por bailar una simple polca con el señor Hawthorne!

Iba a responderle por completo indignada cuando el anciano mayordomo apareció en el umbral con un apretado sobre.

—Una carta para la señorita Clark —anunció.

—¿Para mí?

—¿Para ella? —La señora Morton casi se cae de bruces al tratar de incorporarse.

Fanny se levantó y tomó la carta con cierto recelo, como si se tratara de ascuas recién extraídas de un brasero. Leyó el remite.

—Es de Sheepfold.

La señora Morton se permitió entonces respirar. Una carta procedente del remoto condado de Sheepfold no podía suponer ningún peligro para la consolidación de sus propósitos. Aunque, en verdad, la insignificante persona de Fanny Clark jamás podría suponer un verdadero peligro para los propósitos de nadie.

Fanny se sentó en el borde del asiento sin percatarse de la curiosidad con que sus acompañantes la observaban. Una, sinceramente preocupada, la otra con el simple afán de curiosear.

Tras finalizar la lectura arrugó la misiva entre los dedos y tragó saliva. Con los ojos brillantes y el rostro teñido de una palidez marmórea anunció en un hilillo de voz:

—Debo regresar de inmediato a Sheepfold. —Inhaló una profunda bocanada de aire—. Cassandra ha caído víctima de unas fiebres estacionales y lleva varios días inconsciente. Debo partir en este mismo instante.

Cuando decide el corazón
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