CAPÍTULO 16

Oliver Hawthorne se sintió de repente el más estúpido de los hombres. Allí estaba, uno de los prohombres más poderosos del reino, con las punteras de sus zapatos nuevos salpicadas de barro y el bajo del pantalón por completo echado a perder.

Había sido un gran acierto, dadas las circunstancias, prescindir de Maverick, su fiel ayuda de cámara, puesto que el buen sirviente se habría horrorizado ante la pobre visión que su señor ofrecía en esos momentos, tan desaliñado y con un atuendo del todo inapropiado para la ocasión.

“Los Derby son dignos de cualquier salón inglés, señor, pero para nada apropiados en una jornada campo a través”, diría el buen hombre y miraría con desaprobación los pegotes de tierra y barro que profanaban tan rico cuero.

Sí, era evidente que habría sido mejor calzarse las botas de montar o al menos un calzado más apropiado para un entorno tan hostil. Así razonó cuando sus pies se hundieron por enésima vez en una profunda rodera del camino.

Además, para infortunio personal, hacía un calor endemoniado, pegajoso, almizclado, a causa de la humedad que pesaba en el aire y que atraía de un modo inquietante a un gran número de mosquitos y tábanos. De hecho, la atmósfera de aquel maldito lugar parecía llena de alimañas.

Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro en un gesto informal. Al fin y al cabo, se encontraba en medio de la nada; deambulaba como un simple campesino, pero vestido ridículamente como un gran señor. ¡Nunca la elegancia había resultado tan inapropiada como en esos momentos!

—¡Diablos! —blasfemó malhumorado. Una zarza invasora acababa de arañar la fina tela de su camisa y le había causado un alargado rasguño sangrante. Gruesas gotas de sudor le bañaban la nuca, se deslizaban en vertiginoso descenso por la espalda, y recorrían el profundo canal de su columna en improvisada carrera.

—¿Qué estás haciendo aquí, Oliver? —gruñó mientras aplastaba un molesto tábano contra la rigidez de su nuca.

Tuvo que admitir que había sido una pésima idea viajar a Sheepfold sin haber avisado a nadie. Mejor dicho: había sido una pésima idea viajar a Sheepfold. Punto. ¿Qué diablos hacía allí? Lo ignoraba. Pero cuando Edmund Byrne le había informado de su intención de pasar un tiempo en el campo como invitado especial de los Morton, el corazón le había dado un vuelco. Y ya no hubo paz para su persona ni sazón para su mente.

Sentía, sabía, que debía presentarse en aquel lugar remoto y asegurarse en persona de que Fanny Clark no corría serio peligro de ser deshonrada en forma pública. Solo así permanecería tranquilo.

¡Ese maldito Rygaard!

Pero ¿por qué razón necesitaba velar por aquella insólita criatura? ¿Por qué su seguridad resultaba imperativa para él? Al fin y al cabo, Fanny Clark no era más que una criatura insolente, insufrible y deslenguada; en absoluto a la altura de su condición. No quería ni pensar en lo que discurriría por la mente de la señora de Hawthom Park si lo viera aparecer con esa irrespetuosa criatura colgada del brazo. Sin duda la echaría de sus dominios a escobazos y entre grandes alaridos.

“ ¡Que alguien aparte de mi vista a esa descarada!”, gritaría fuera de sí. “¡No pienso tolerar un segundo más a una criatura que se expresa con semejante resolución, pese a carecer de dignidad alguna en su apellido!”

Hawthorne torció los labios en una perversa sonrisa ladeada.

Por otro lado, la simple visión de la joven, con su naricilla insolente y su arrogante barbilla alzada hacia lo imposible enfrentada a la gran Dragona le proporcionaba una cierta satisfacción. Estaba seguro de que la intrépida Fanny Clark no se amilanaría lo más mínimo ante la vetusta matriarca. Es más, aun sería capaz de plantarle cara hasta hacer tambalear la intocable peana sobre la que se alzaba la regia señora de Hawthom Park.

Una fugaz sonrisa le asomó en el rostro y adornó tan disparatada ocurrencia. ¡Qué orgulloso se sentiría de que una criatura en apariencia tan frágil demostrara semejante valentía ante la reina de hielo!

Había llegado al condado esa misma mañana en su landó acompañado tan solo por el cochero y uno de sus más jóvenes lacayos. No quería despertar expectación entre los pueblerinos con su presencia; esperaba que ni el escudo familiar tallado con lujo en las portezuelas, ni la discreta elegancia del vehículo, llamaran la atención de la tosca gente del campo. No quería soportar halagos ni adulaciones; estaba harto de tanta estúpida zalamería.

Había enviado al joven sirviente al único hostal del pueblo para que acomodara sus pertenencias en la mejor habitación disponible. Él, mientras tanto, había abandonado el carruaje en el primer cruce de caminos para continuar el recorrido a pie. Deseaba descubrir esa belleza arrebatadora que la señorita Clark elogiaba en forma constante en sus conversaciones. Aunque, por el momento, tan solo había atinado a encontrar un poderoso predominio de tonos verdes y marrones dondequiera que mirara. Y un insufrible número de mosquitos por todas partes.

Un cadencioso canturreo femenino le hizo olvidar por un momento su malhumor. No sabía de donde procedía o si acaso eran los propios árboles los que emitían tan deliciosa melodía, porque la voz parecía provenir justo de la espesura. Cerró los ojos y continuó escuchando. Mezclada con la inquietante pulsación que los grillos regalaban al paisaje, la voz cadenciosa, casi celestial, entonaba una cancioncilla popular escocesa con perfecta entonación. A juzgar por el escenario en el que se encontraba bien podría suponerse que se trataba de una ninfa de los bosques o de una dríade escondida entre la floresta. Sonrió para sus adentros ante tan pueriles maquinaciones.

Un murmullo del follaje al ser retirado desvió su atención hacia un lateral del camino. Y entonces la vio.

Fanny Clark surgió de entre la espesura ataviada con un vestido ligero en tono rosa palo cuya falda sujetaba mediante un delicado broche a la altura de sus inapreciables caderas. Llevaba el cabello algo desarreglado y varios mechones escapados de las horquillas le caían en marco informal a ambos lados del rostro, que permanecía pintado con el adorable rubor que proporciona el ejercicio reciente en un día de agradable temperatura. Sus adorables ojos mostraban un brillo tan intenso como el del espeso follaje que ejercía de vívida acuarela.

Habían transcurrido varios meses desde la última vez que los ojos de ambos se habían encontrado en un escenario muy distinto. A pesar de ello, la imagen de la joven seguía tan vívida en la cabeza del caballero que le parecía haber sido ayer mismo cuando ambos habían coincidido en un elegante salón capitalino. Para gran alivio de su persona e infinito deleite de su alma pudo comprobar que aquella criatura díscola y descarada seguía en posesión de un adorable rostro ornado con una barbilla insolente y labios llenos, sonrosados y entreabiertos en esta ocasión ante la sorpresa que acababan de sufrir. En las manos llevaba un ramillete de mimosas recién cortadas.

Oliver Hawthorne se recompuso de la sorpresa con rapidez y comprobó cómo la joven pasaba también en escasos segundos de la impresión más azorada al más brutal desconcierto. La señorita Clark desvió la mirada. Por un momento, hizo ademán de ignorarlo y proseguir su camino, pero al fin su sentido común la obligó a realizar, no sin cierto fastidio, la consabida reverencia antes de expresarse con voz entrecortada.

—Señor Hawthorne, qué inesperada sorpresa encontrarlo a usted aquí. —Por desgracia en su tono no existía el más leve indicio de amabilidad o sorpresa. Más bien parecía un pupilo poco aplicado recitando con pereza la lista de los monarcas ingleses.

—He venido… quisiera… hum… ¿Su familia se encuentra bien de salud, señorita Clark?

Fanny lo miró completamente contrariada.

—Oh, sí, muy bien, gracias.

Conocía demasiado bien las normas básicas de educación según las cuales, si un caballero no disponía de tema de conversación con que dirigirse a una dama, se limitaría a interesarse por la salud de los padres, por pura cortesía, o a intercambiar opiniones acerca del tiempo. Parecían encontrarse sin duda en una de aquellas incómodas situaciones que no llevaban a ninguna parte.

—Parece que gozamos de un clima bastante apacible —comentó en tono ligero Hawthorne con una enigmática sonrisa.

“¡Oh, estupendo, señor Hawthorne, parece estar usted dispuesto a cumplir todos los parámetros de las normas de urbanidad, muy a mi pesar!”

Fanny puso los ojos en blanco y decidió que lo mejor sería poner fin a tan incómoda situación mediante cualquier excusa que le permitiera librarse de aquel engreído cuanto antes.

—Ha sido un placer poder saludarlo, señor Hawthorne. —Hizo una ágil reverencia para ocultar los rubores que eran consecuencia de tan torpe embuste—. Lamento no poder entretenerme más, debo regresar a casa de inmediato. Que tenga usted un buen…

—¡La acompaño, señorita, si me lo permite! —interrumpió el caballero en forma atropellada, cuando la señorita Clark se disponía a dejarlo atrás.

Fanny lo miró y se sintió por demás contrariada. ¿Aquella esfinge de indiferencia se ofrecía a caminar con ella?

—¿A mi casa?

—¡Hasta donde usted considere oportuno! —persistió el caballero con extraña urgencia. Ante el ceño fruncido de Fanny, argumentó—: Por favor, insisto en que me permita acompañarla.

Fanny lo miró con desconfianza. ¿Qué diablos pretendía?

—Está bien, caminemos entonces. —Miró de soslayo el bajo del pantalón del caballero, así como los enlodados zapatos de cuero, y se encontró con serias dificultades para contener la risa—. Siempre y cuando sea usted capaz de seguirme.

—No me subestime, señorita Clark —cortó el caballero al percibir la satírica mirada con la que aquella criatura mordaz había descubierto sus flaquezas—. Le advierto que soy un deportista consumado.

—Y yo le advierto que este no es uno de sus elegantes campos de cricket, señor, sino la naturaleza en todo su esplendor.

Caminaron varios minutos envueltos en un incómodo silencio, perturbado tan solo por los manotazos ocasionales que el caballero propinaba a los voladores que se posaban sobre su humedecida nuca y por las acalladas risas de la joven en respuesta a semejante gesto.

—Señor Hawthorne, ¿no cree usted que deberíamos conversar de algo, de cualquier cosa, por más intrascendente que parezca el tema? Eso ayudaría a que nuestro paseo resultara más agradable.

—Personalmente debo confesar que me agrada el silencio, señorita Clark, y tengo por norma no romperlo si mis palabras no son capaces de mejorarlo.

Fanny sonrió, aunque la sonrisa no reflejaba su verdadera presencia de ánimo. “¡No sea usted idiota! Lo decía por pura cortesía, me importa bien poco lo que usted tenga que decir.”

—Se rige usted por demasiadas normas, me temo. —Ahogó sin disimulo otra risita mordaz ante la imagen que ofrecía el caballero, quien caminaba a su lado con toda la penosa dignidad que le permitían la enlodada vestimenta, el cabello revuelto, la faz perlada de sudor y el intrépido ataque de los mosquitos.

Ofendido, Oliver Hawthorne se detuvo en seco; al hacerlo su estatura menguó en forma notoria. Para su desgracia, acababa de clavarse hasta las rodillas en una profunda rodera del camino que a simple vista había imaginado más superficial. Resopló frustrado ante las circunstancias y, sobre todo, ante la actitud de la joven, que inclinó la cabeza y la volvió a un lado para ocultar con fingido disimulo su divertimento.

—Sí, me gustan las normas —voceó malhumorado, mientras luchaba por sacar los pies del profundo cenagal—. Me gusta que las cosas discurran siempre según lo previsto. Desprecio en forma profunda todo desorden de carácter. El suyo, señorita Clark —Fanny se tornó seria de pronto al sentirse aludida—, resulta en extremo desordenado.

Tras apenas medio segundo de reflexión, Fanny recuperó la sonrisa, esa vez sin el menor asomo de recato. Sus manos revolotearon a su espalda para ocultarse bajo la considerable lazada del vestido, mientras se inclinaba hacia el caballero e iniciaba un provocador e inquietante baile trazando círculos alrededor del señor Hawthorne, quien continuaba en vano la lucha por conservar la dignidad.

—Si tan desordenada le resulto, tal vez debería marcharme y dejarlo aquí solo en medio del bosque —amenazó con insolencia, barbilla en alto.

Hawthorne cesó de hacer aspavientos y la fulminó con la mirada. Si sus pupilas hubieran sido dotadas en aquellos momentos con el don de algún poder sobrehumano, con seguridad habría elegido el de fulminarla.

—¡No se atrevería!

—¡Oh, sí, por supuesto que sí! —Sin dejar de sonreír continuaba dibujando amplios círculos en torno a Hawthorne, que la observaba del todo ceñudo desde la trampa de cieno. Sin embargo, tal sonrisa era una ineficaz máscara para su enfado real—. Estoy segura de que alguien acabaría encontrándolo a usted antes de que la noche cierre sobre su cabeza. O puede que no. Se dice que en esta parte de Inglaterra abundan los grupos de salteadores que se dedican a robar a los carruajes de paso. Estoy segura de que encontrarían un valioso botín en su vestimenta, señor Hawthorne, por más enlodada que aparezca ahora.

Hawthorne oprimió los puños a los costados hasta que los nudillos se tornaron lívidos.

—No será usted tan mezquina como para dejarme a merced de los ladrones, ¿verdad?

—¿Qué se puede esperar de una vulgar amazona acostumbrada a montar asnos y ovejas?

Él intentó vencer su rabia y propinó un puntapié al suelo, temeridad que a punto estuvo de provocarle una indecorosa caída de bruces debido a que ambos pies permanecían atrapados en aquella trampa de barro.

—¡Desconocía que fuera usted tan rencorosa, por el amor de Dios!

Fanny se detuvo, con los brazos cruzados con firmeza sobre el pecho. Intentó componer una mueca severa, pero era tal la diversión que sentía que apenas podía contener la carcajada.

—Y además en posesión de un carácter muy desordenado, no lo olvide.

—¡Déjese de palabrería y ayúdeme a salir de aquí! —bramó el caballero que ya empezaba a perder los estribos—. ¡Se lo exijo!

—¿Me lo exige? —Fanny negó con la cabeza en un provocador gesto burlón—. Me parece, señor Hawthorne, que no está usted en condiciones de exigir gran cosa.

Dicho eso dio media vuelta y reanudó el camino entre gráciles saltitos, con las manos a la espalda y una amplia y complacida sonrisa dibujada en el rostro.

—¡Señorita Clark, vuelva aquí de inmediato! —El tono airado de Hawthorne contrastaba con los grotescos chapoteos de su lucha por abandonar aquel infierno de lodo y tierra—. ¡Vuelva aquí de una maldita vez!

Pero Fanny no iba a volver. Abandonar a aquel engreído en el bosque era su particular y efectivo modo de venganza. El mejor castigo para obligar a aquel bobo a someterse a una imperiosa cura de humildad. En este momento, se encontraban en su terreno, lejos de los elegantes salones londinenses y sin toda aquella ridícula claque de cotorras y pavos reales que coreaban a su estúpido héroe. ¡Por su vida que aquel bobo iba a pagar sus antiguos desplantes uno por uno!

Sin embargo, no había caminado más de diez minutos en soledad cuando percibió a su espalda una respiración jadeante y el desagradable sonido ocasionado por el calzado encharcado al caminar.

—Veo que ha conseguido salir usted solo del atolladero. Lo felicito —comentó sin aflojar el paso ni volver la vista atrás. Su voz denotaba un claro tono de burla.

—¡Es usted maquiavélica! —bramó Hawthorne y consiguió situarse por fin a la misma altura que la joven. Aparecía sudoroso, ahogado y manchado de barro de los pies a la cabeza—. ¿Iba a dejarme allí solo a merced de los salteadores?

—Y de los lobos… —apostilló sin dejar de reír.

—¿Pero también hay lobos en este maldito lugar?

Fanny se mordió el labio inferior y se sintió en extremo ofendida. Sin ninguna duda, aquel ogro no le inspiraba la menor lástima. ¡Si de ella dependiera, podía pudrirse en el infierno desde ese preciso instante y hasta el fin de sus días! ¡Y que diez mil demonios ociosos pincharan sus nobles posaderas con tridentes bien afilados!

—¡No sea ridículo! —espetó—. ¡Hace mucho tiempo que no hay lobos en Inglaterra!

Un denso silencio cerró a continuación sobre ellos y se perpetuó a lo largo de un buen tramo. Todavía faltaban unas cuantas millas para que la vieja rectoría asomara entre las ramas más bajas de los robles circunvecinos y aquel idiota continuaba en su porfía de acompañarla pese a sus evidentes dificultades. ¿Por qué? ¿Con qué propósito? Apenas conseguía mantenerse a su altura, avanzaba con los brazos alzados en un penoso intento por mantener el equilibrio, trastabillaba cada dos por tres para salvar los socavones de cieno que invadían el camino y evidenciaba su presencia a través del grotesco sonido que emitían sus zapatos por completo enlodados. ¡Si pudieran verlo en Londres tal como se encontraba en ese momento! ¡Qué poco quedaba de aquel egregio e intocable caballero!

—El señor Byrne se encuentra también entre nosotros —comenzó a hablar con cierta indiferencia, mientras con el agitado vaivén de los brazos marcaba el compás de sus enérgicos pasos—, ha venido para la festividad de mayo. Aunque supongo que usted jamás habrá oído hablar de esta tradición pagana.

—Se equivoca —comentó para su sorpresa. Fanny enarcó una ceja—. Soy conocedor de esa y de muchas otras tradiciones existentes en nuestro folclore popular.

El asombro de Fanny era tan grande como su desconcierto.

—Permítame informarle que está usted muy errado con respecto a ciertas tradiciones rurales, puesto que no tenemos la costumbre de montar ovejas, señor.

Hawthorne resopló mientras se pasaba las manos por los ojos y se oprimía los párpados bajo la concienzuda tortura de los dedos. Por el semblante denotaba un cansancio que iba más allá del mero agobio físico.

—¡No siga usted con eso, por el amor de Dios! —Su tono denotaba un claro fastidio—. ¡Es usted más rencorosa de lo que imaginaba! —Fanny alzó la barbilla en un gesto de inservible orgullo. Hawthorne suspiró y suavizó un grado la voz hasta el punto de haber olvidado su reciente agotamiento—. Estábamos hablando de la fiesta de mayo, ¿verdad?

—Está bien, hablemos de la fiesta si tanto lo desea. —Puso los ojos en blanco y trató de componer un tono de cortesía. Su sonrisa resultaba tan falsa y su rictus tan forzado que semejaba haber sido esbozada sobre cartón piedra—. Dígame, ¿ha venido usted con intención de disfrutar de nuestra fiesta?

Hawthorne esbozó una sarcástica sonrisa ladeada.

—¡Desde luego que no! Me considero una persona lo bastante cabal y prudente, señorita Clark, como para evitar cualquier acto en el que confluyan grandes cantidades de gente alborotando y comportándose de un modo tan… improvisado.

“¡Por cierto es una absoluta pérdida de tiempo tratar de ser amable con este hombre! ¡Resulta tan insoportable!”

—¡Por supuesto, no esperaba menos! —Oliver Hawthorne se sintió de nuevo molesto porque era muy consciente de la burla implícita en cada palabra y en cada gesto de aquella impropia criatura—. ¡Qué difícil resulta usted, señor Hawthorne! Su talante de continuo avinagrado acaba agotando a cualquiera. —La joven se expresaba con resolución. Demasiada resolución—. Puesto que le desagradan este tipo de acontecimientos es una suerte que no cuente usted con grandes amigos en este lugar como para que lleguen a echarlo de menos durante una fiesta tan… improvisada.

Le ofreció una provocadora reverencia; se alejó otra vez de él con la barbilla en alto, al tiempo que movía los brazos con vehemencia de adelante hacia atrás. Apretó el paso mientras le dirigía una mirada burlona por encima del hombro.

Había conseguido sacarle varios pasos de ventaja cuando, de forma inesperada, empezó a trastabillar hasta caer por completo de bruces en medio del camino. Tan violenta fue la caída que Fanny permaneció unos segundos tumbada boca abajo cuan larga era, apoyada a duras penas sobre las manos extendidas, mientras escupía de forma grotesca los restos de tierra que, a causa de tal infortunio, se había visto obligada a paladear. Reprimió una mueca de frustración replegando los labios hacia el interior de la boca. En sus pestañas, prontas a resbalar, oscilaban decenas de lágrimas fruto de la humillación y de un intenso dolor procedente de su tobillo derecho.

Solícito, Hawthorne la alcanzó en apenas dos amplias zancadas y sin mediar palabra se inclinó sobre ella.

—¿Me permite?

—¡No! —Su negativa coincidió con el estertor de un sonoro sollozo. Un centenar de lágrimas descendieron en silencio por la nívea redondez de sus mejillas. Volvió la cabeza a un lado para intentar ocultar la humillación que sentía—. ¡Márchese de aquí y déjeme en paz!

—Señorita Clark, no sea testaruda.

—¡Márchese! —Una inquietante sucesión de sollozos la obligó a boquear para recuperar un prudente ritmo respiratorio—. Se lo ruego.

—No voy a hacerle caso, señorita Clark. Soy un caballero y como tal mi condición me exige que la auxilie.

—¡Yo no necesito su auxilio! ¿Es que no lo entiende? —exclamó con voz quebrada.

Pero Hawthorne se mantuvo en sus trece. Retiró un poco la falda para dejar a la vista el fino tobillo de la joven, oculto bajo una opaca media blanca, y palpar el hueso con delicadeza. Fanny no hizo nada para impedirle realizar tal examen puesto que se encontraba demasiado ocupada intentando secar el flujo incesante de lágrimas.

—Me temo que se trata de una torcedura, señorita Clark. No se preocupe, no hay ningún hueso roto, aunque creo que, si su intención era bailar hasta hacer rendida en su querida fiesta de mayo, deberá desistir de sus propósitos. —Buscó con la mirada el causante de tan molesto incidente y lo encontró a escasa distancia detrás de ellos en forma de raíz superficial. La joven, durante su huida, había enganchado su botina en el tocón, que había provocado la caída de bruces y de un modo muy poco decoroso. De no ser por el arraigado sentido de la caballerosidad que le habían inculcado desde niño, Hawthorne se habría reído de buena gana de aquella insensata que se había desmoronado en mitad del camino con la aparatosidad de un cesto roto.

La señorita Clark intentó levantarse sin mucho éxito hasta que el caballero le ofreció un brazo. La mueca de dolor en el rostro de la joven era más que evidente.

—Utilice el apoyo que le ofrezco, por favor.

—¡No lo necesito! —exclamó orgullosa e intentó pisar con el pie herido hasta que una nueva acometida de dolor la obligó a desistir—. ¡Ay!

—Debo admitir que es usted la criatura más terca que he conocido jamás.

Fanny farfulló algo ininteligible hasta que acabó rindiéndose. Se sentó con la espalda erguida y el pie sano recogido bajo el cuerpo.

—Acepte mi brazo, señorita Clark. —En el tono de Hawthorne se vislumbraba que empezaba a perder la paciencia—. De lo contrario, permaneceremos aquí toda la tarde; usted peleando como una tonta contra su caprichoso orgullo, y yo aquí de pie mirándola como otro tonto.

Durante un eterno segundo la joven permaneció inmóvil, con la mirada fija en el suelo, con la dignidad oculta bajo la gruesa capa de lodo que cubría todo el frente de su vestido y su otrora insolente barbilla. Con las pupilas vidriadas y los labios hinchados y temblorosos a causa del llanto y del fuerte golpe recibido, se observó a sí misma y se sintió por completo avergonzada. Sucia, inválida y humillada ante aquel arrogante snob. ¡Qué triunvirato de infortunios!

En ese momento, ante la pobre visión de la joven, Oliver Hawthorne experimentó un poderoso e inesperado sentimiento de misericordia hacia aquella criatura, sabedor como era de que, para un carácter tan orgulloso y vehemente, debía de resultar insoportable afrontar semejante indignidad. Fanny Clark ya no se parecía a la muchachita insolente que había conocido en Londres, a la que de buena gana habría sentado sobre las rodillas para propinarle una buena tunda. Ahora era tan solo una joven herida en su orgullo y tan vulnerable como un pajarillo con un ala rota.

Debía de estar loco del todo, pero sentía que no podía hacer otra cosa. Suspiró con holgura y, sin mediar palabra, se inclinó de nuevo sobre el camino, apresó entre sus manos un enorme y chorreante puñado de lodo y lo estampó de forma sorpresiva en la fina pechera de su camisa. Sí, estaba loco de remate.

A continuación, y para reafirmar su actuación, alzó los brazos en cruz para mostrarse en forma total ante la señorita Clark.

—Ahora ya estamos en igualdad de condiciones —comentó con una sonrisa mientras gruesos chorretones escurrían sobre su chaleco brocado—. Nadie podría decir a cuál de los dos ha atropellado primero el carruaje.

Fanny no pudo evitar esbozar una sonrisa sincera al verlo por completo embarrado, mientras las lágrimas bailaban aún en sus pestañas de oro. Tras un ligero titubeo aceptó por fin el brazo de Hawthorne, al principio presa de una incómoda timidez, para a continuación asirse con firmeza a aquella extremidad rígida y torneada a la perfección.

—Vamos, señorita Clark, me ofrezco a actuar de bastón hasta que lleguemos a su casa.

Intentaron reanudar la caminata, pero para la joven no resultaba fácil avanzar a causa del dolorido estado de su tobillo y la infinita opresión que aniquilaba su presencia de ánimo. Pese a todo, el caballero supo amoldarse a sus necesidades y se detenía cada dos pasos para que la joven descansara el tobillo y no se agotara.

Pero Fanny seguía sin poder avanzar. El pie, que pasado un momento aparecía en verdad hinchado, le provocaba tanta molestia que ni siquiera podía apoyar la puntera. Hawthorne exhaló de forma ruidosa.

—De este modo no avanzamos nada, señorita Clark. Me temo que se hará de noche mucho antes de que lleguemos a su casa.

Fanny reaccionó a sus palabras intentando liberarse, pero Hawthorne se lo impidió y la sujetó con fuerza.

—¡Entonces márchese y déjeme aquí! ¡Yo no he solicitado su ayuda!

Oliver Hawthorne meneó la cabeza con resignación y exhaló de nuevo.

—¿Me permite usted?

Fanny no acababa de comprender.

—¿Cómo dice?

Hawthorne exhaló con brusquedad.

—¡Claro que me permite, no le queda más remedio que hacerlo!

Acto seguido, ante el asombro de la joven, el señor Hawthorne la alzó en brazos con la misma facilidad que si alzara una ligera pluma. Y, aunque Fanny se moría de ganas de increparlo por haberse tomado semejante licencia –muy necesaria, por otro lado–, tuvo que reconocer que encontró un gran descanso en el gesto del caballero y que en aquella posición ni su malogrado tobillo, ni sus pulsos magullados sufrían daño alguno. Sin duda debía reconocer que los brazos del señor Hawthorne resultaban ser el mejor y más cómodo asiento que había conocido jamás.

Con el propósito de mantener intacta su magullada dignidad, inclinó la cabeza para constatar su enfado y su negación ante semejante auxilio que en ningún momento había sido solicitado; al mismo tiempo, Fanny se las ingenió para observarlo a hurtadillas por el rabillo del ojo. Casi se asustó al descubrir que lo que vio le gustó. Más de lo que habría esperado.

Durante el trayecto hasta la rectoría no solo tuvo tiempo de convencerse de que el señor Hawthorne estaba siendo agradable con ella y que se había comportado de un modo cien mil veces más honorable que el modo en que había actuado ella misma hacía tan solo unos minutos al negarle su ayuda y burlarse de él cuando había quedado atrapado en la rodera del camino, sino que además se sorprendió al descubrir un cambio inesperado en su particular percepción sobre el señor Hawthorne. Porque, por más extraño que resultara, en tan solo unos pocos minutos el caballero había demostrado ser mejor persona que ella misma, en vez del monstruo despiadado que, desde un principio, había supuesto que era. ¡Qué lección acababa de recibir!

Cuando decide el corazón
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