CAPÍTULO 22

Edmund Byrne había amanecido esa mañana con los ánimos por completo renovados. Los acontecimientos de las últimas semanas sumados a la esclarecedora conversación mantenida con su amigo le habían abierto los ojos en forma definitiva. Sí, estaba claro que era un momento idóneo para introducir en su vida esos bellos cambios tan deseados y soñados durante los últimos tiempos. No deseaba terminar como su amigo Hawthorne: torturado por la incertidumbre y alejado sin sentido de la razón de su existencia, negándola a cada instante como un Pedro terco y orgulloso.

Edmund se aseó en la alcoba con inusitada calma y escogió un atuendo informal. Se decantó por una chaqueta en tonos terrosos a juego con el chaleco de piqué, cerrado con distinción por una fila de botoncitos de nácar. Un pantalón beige con las perneras introducidas por dentro de la caña de la bota conformaba el colofón ideal para un aspecto tan elegante como informal.

Antes de bajar al comedor, se paseó con nerviosismo por la estancia, las sudorosas manos retorcidas con crueldad, mientras intentaba conservar la calma. Había meditado cientos de veces durante largas noches de insomnio el discurso apropiado para tal ocasión y cientos de veces había hilado también en la mente el boceto que más apropiado le parecía a tal efecto. Sin embargo, llegado el momento en que era inminente el deseado acontecimiento, las palabras que con tanto cariño había hilvanado en su magín le parecían demasiado frías y carentes de candor. La querida Charlotte se merecía algo perfecto y especial, algo que lo hiciera digno de merecerla, y no una sucesión de palabras pronunciadas a borbotones a través de un ánimo torpe e inexperto.

Bajó las escaleras con meditada lentitud, con una mano atrasada en el seguimiento de la baranda que descendía con los escalones. Mientras avanzaba de modo distraído mantenía un extraño diálogo con un interlocutor imaginario y adornaba cada frase con un sutil besamanos o una afectada inclinación de cabeza.

Del comedor llegó la abrumadora voz de la señora Morton que lo obligó a detener el descenso y pausar la inquietante conversación interior. Hizo acopio de todas sus fuerzas y de la mayor voluntad disponible. Irrumpió en el comedor y con su aparición provocó que se silenciara el bullicioso monólogo de la señora Morton. Tres rostros expectantes se centraron en él.

—Siéntese, Byrne, y acompáñenos —animó el coronel—. Esta mañana el jamón tiene un aspecto delicioso.

Abrió la boca un par de veces, aunque ni una sola palabra salió por ella. Dudó por unos instantes si era posible que su reciente estado de nerviosismo lo hubiera podido dejar mudo, lo cual resultaría terrible a la hora de llevar a cabo sus planes.

—Señora Morton, coronel… —Las palabras le salieron por la boca en forma atropellada—. Me preguntaba si sería posible solicitar una entrevista privada con la señorita Morton a lo largo de la mañana.

Charlotte imitó en rubores al señor Byrne al tiempo que el tenedor se le caía de la mano y golpeaba con ruido la porcelana.

La señora Morton se levantó de la silla con tal brusquedad que estampó en forma literal el respaldo de la misma contra la pared mientras permanecía con la boca abierta de modo exagerado y las pupilas inmóviles, cosidas con fijeza al muchacho. Parecía una estatua de sal a causa de su ausencia de parpadeo.

—¡Oh, por supuesto, mi querido señor Byrne! El señor Morton y yo tenemos que ir ahora mismo a… ¡la cocina, sí, eso mismo! —Tomó a su esposo del brazo y lo obligó a levantarse—. Tómese el tiempo que necesite. —Tras esa obvia observación, acompañada de una pícara sonrisa, desapareció por el umbral mientras arrastraba a su esposo, quien se resistía a renunciar a un último y sabroso bocado de jamón frío.

Charlotte Morton permanecía cabizbaja, azorada, con la vista inamovible en el plato y las manos entrelazadas bajo el mantel. Edmund la observó con detenimiento. Aparecía bella sin igual, dotada de ese sempiterno rubor que adornaba un rostro níveo y redondeado. Llevaba el cabello recogido en un moño bajo con un sinfín de pequeños tirabuzones que le enmarcaban el rostro y le conferían una apariencia casi seráfica. ¡Cuántas veces había ansiado Edmund tomar esos rizos entre sus dedos y besarlos uno a uno, con suavidad, y aspirar su deliciosa fragancia! ¡Cuántas veces había intentado vencer la timidez para solicitarle uno de esos mechones y guardarlo con celo en su reloj de bolsillo!

Por fin la tenía frente a él, tan tímida y azorada como siempre, sin duda a la espera de algo que resultaba ya obvio. ¿Estaría dispuesta a aceptarlo? La encantadora y suave Charlotte…

—Señorita Morton, ¿le agradaría acompañarme en un paseo por el jardín?

—Por supuesto, señor Byrne.

Abandonaron la mansión y caminaron en forma pausada. Charlotte procuraba dominar el opresor estado de nervios que la torturaba; Edmund daba vueltas una y otra vez a las palabras que le martilleaban la cabeza en busca de formar una bella propuesta romántica. En torno a ellos, los pajarillos gorjeaban alegres en vuelos elegantes y vistosos y colaboraban sin proponérselo para propiciar una escena de lo más sugerente.

Cuando llevaban un buen tramo de paseo silencioso, Edmund divisó en un lateral del camino y en medio de un florido tapiz silvestre de margaritas un viejo tronco derribado que ofrecía un agradable y pintoresco asiento. Con un gesto de la mano lo señaló e indicó a Charlotte que lo acompañara hasta allí.

“Es ahora o nunca, tremendo cobarde, o das el paso o te marchas para siempre con el rabo entre las piernas, como un maldito perro apaleado.”

Suspiró en forma ruidosa y, tras aclararse la garganta, comenzó a balbucear con voz trémula:

—Mi querida señorita Morton, hace tiempo que convivo con sentimientos que consiguen hacer mi alma convulsionar de un modo inquietante.

Charlotte observaba en silencio.

—Hasta ahora había sido del todo desconocedor de la magnitud de tales sentimientos puesto que constituían una auténtica novedad para mí. —Se acercó a ella, hincó la rodilla en el suelo y la tomó de la mano con fervor—. Señorita Morton, mi querida y adorada señorita, no espere de mí grandes posesiones ni decenas de sirvientes a sus pies, tan solo puedo ofrecerle un corazón que late desbocado en este instante y que seguirá haciéndolo por usted mientras exista un hálito de vida en su interior. Señorita Morton, Charlotte, ¿aceptará hacerme el más feliz de los hombres y convertirse en mi adorada esposa?

Ella estalló en llanto al tiempo que cubría los labios temblorosos con una mano para sofocar la imparable sucesión de sollozos que sobrevinieron. En el rostro encendido y surcado por infinidad de regueros acuosos, se reflejaba una gran sonrisa en medio de tanta emoción contenida.

—¡Oh, señor Byrne, por supuesto que sí! —Y un nuevo sollozo la obligó a silenciarse. ¡Había tardado tanto, lo había esperado durante tantísimo tiempo, la había torturado durante tantas semanas su supuesta indiferencia!

Edmund la observó con absoluto deleite. Se acercó a ella, rodeó con la mano libre el tembloroso rostro de la joven y acunó en la palma la redondez de la mejilla. Ella respondió a la sutil caricia atrapando esa mano entre el rostro y el hombro, al tiempo que cerraba los ojos y disfrutaba de ese tierno contacto y deseaba perpetuarlo en el tiempo.

Edmund aprovechó ese instante de mutua entrega y besó con ternura los labios finos, suaves y humedecidos a causa de las lágrimas, para, a continuación, derramar más besos de forma fugaz y atropellada por el rostro de la joven, por los párpados cerrados, los pómulos, la barbilla…

Tras la desbocada marea de besos y caricias que revolotearon por el rostro de Charlotte como mariposas descontroladas, ambos amantes permanecieron en silencio, con sus cabecitas enamoradas unidas en soñadora pose mientras dejaban el tiempo correr; se quedaron los dos con los ojos cerrados, las almas henchidas de una placentera felicidad y los labios ebrios de promesas de amor eterno.

Cuando decide el corazón
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