CAPÍTULO 28
Cordelia Hawthorne se retiró con perversa lentitud del amplio ventanal que inundaba sus aposentos con las últimas luces crepusculares. Lucía en el semblante un visible gesto severo y contrariado, aderezo perfecto de la considerable estupefacción que sentía en ese momento.
¿Quién era aquella muchachita espigada, flaca y desgarbada que caminaba con ridícula altivez al lado de su hijo por los jardines de Hawthom? ¡Jamás había observado pareja tan desigual! Y, sin embargo, ¡con qué insolente aplomo aquella boba se pavoneaba del brazo de su Oliver, ruborizada y sonriente como una chiquilla ante los comentarios que su hijo le dirigía! ¡Insolente descarada! ¿Acaso se conocían con anterioridad? Todo parecía indicar que así era. ¿De qué otro modo podría existir una intimidad tan manifiesta entre ambos?
Puesto que formaba parte del grupo de ese advenedizo jurisperito y de su prometida pueblerina, no podía tratarse de ninguna señorita respetable. ¡Y sin embargo allí estaba aquella intrusa que enturbiaba la bella imagen del parterre con su aspecto chabacano y su porte indigno! ¡Qué vestido tan desprovisto de buen gusto exhibía! Sin duda los visillos de las habitaciones de los sirvientes poseían una caída y una tela mucho más fina que el vestido de aquella necia. ¡Y esa cabeza sin cubrir! ¡Por completo inaceptable! Ninguna señorita con un mínimo de sentido común se pasearía por los jardines a la hora pensativa del atardecer con la cabeza y los oídos descubiertos. ¡Y con qué poco garbo, con qué falta de distinción descansaba su mano sobre el brazo gallardo de Oliver y caminaba con la espalda más encorvada de lo que resultaría aceptable en una señorita distinguida!
Oprimió con fuerza la mandíbula hasta reducir los fruncidos labios a una fina línea roja transversal. ¡Por su vida que su hijo no caería en la trampa de la primera cazafortunas que asomara su sucia nariz por Hawthom, aunque ella misma tuviera que cruzarle la cara a la insólita buscona de un guantazo!
Su Oliver era la quinta generación de caballeros Hawthorne. Ella albergaba grandes planes para su persona y para la perpetuidad de la estirpe. De hecho, llevaba varios meses tentando a Reginald Archer, cuyo título de baronet realzaba en forma notable los encantos de su hija mayor, Aurelia, presentada en sociedad la temporada pasada, para conseguir una unión en extremo ventajosa para ambos. La rechoncha Aurelia, muchacha de carrillos encarnados y sonrisa bobalicona, albergaba todas las trazas de ser una mujer muy fecunda, a juzgar por la feliz disposición de sus caderas. Amén de tan apetecible condición, la joven semejaba tan sumisa e inocente que la señora de Hawtom no encontraría ningún problema a la hora de seguir haciendo y deshaciendo a su antojo tanto en las propiedades como en la vida de su hijo. Una esposa dócil y maleable suponía la elección más prudente para Oliver y para ella misma porque solo de ese modo conseguiría mantenerse como la única dueña y señora de Hawthom Park y de Oliver Hawthorne.
¡No, no toleraría desórdenes de ningún tipo! Si su hijo necesitaba ciertos alivios debido a su condición masculina, podía buscar y contentarse con el calor furtivo de alguna sirvienta en algún cuarto apartado, ¡pero nunca dar pie a escándalos sociales por culpa de señoritas que tan solo desean elevarse de su miserable estrato social para alcanzar un rango que no les pertenece!
Por ello, pese a que había decidido que no agasajaría con su presencia al reducido vulgo, estaba claro que no podía dejar pasar la oportunidad de estudiar de cerca a una enemiga tan obvia. Jamás una vulgar campesina se pasearía por los corredores de Hawthom, al menos no mientras ella fuese la señora de esos dominios.
—¡Rosamunde, Rosamunde, maldita haragana! —bramó con su perpetuo tono despótico—. ¡Tráeme de inmediato mi vestido de organza y los hierros calientes para arreglarme el peinado! Pronto se servirá la cena y sabes que no tolero la falta de puntualidad.
Inhaló en profundidad. Esa imprudente no sabía quién era Cordelia Victoria Hawthorne.
* * *
La cena se sirvió con puntualidad en un impresionante comedor cuyas dimensiones triplicaban toda la planta baja de la vieja rectoría. Ornamentales candelabros de bronce y pan de oro asomaban con solemnidad en cada ángulo oscuro y derramaban en la estancia una cálida tonalidad anaranjada. Pesadas cortinas de terciopelo rojo cubrían las ventanas; cuadros y espejos de múltiples formas y dimensiones adornaban las paredes vestidas de rico papel adamascado.
Varios sirvientes retiraron las sillas para ofrecer el asiento a los comensales.
Oliver Hawthorne ocupaba, como era propio, una de las cabeceras de la mesa, posicionados Charlotte y el señor Byrne a ambos lados, mientras Fanny permanecía en el otro extremo, muy cerca de la otra cabecera donde estaba sentada la regia señora Hawthorne.
A Fanny no le habían agradado los despreciativos aires de condescendencia con los que aquella señora los había recibido. Parecía que, en todo momento, se dedicaba a observarlos y estudiarlos con implacable mirada crítica. Sobre todo le había parecido que las miradas más reprobatorias iban dirigidas a ella en particular, como si la condenara y censurara por el mero hecho de existir. Al fin y al cabo, no había tenido tiempo más que para ofrecerle una sincera reverencia que la dama desdeñó alejándose tras el ruidoso revoloteo de su falda con la barbilla alzada en gesto de desaire.
Durante toda la velada, aquella señora no había apartado ni durante medio minuto la mirada de ella. Fanny no sabía hasta qué punto semejante fijación resultaba aceptable, por más señorial que fuese la susodicha. ¿Qué pretendía con su escrutinio? ¿Humillarla, molestarla, evidenciar sus inigualables aires de grandeza o tan solo marcar su territorio con la tiranía de su mirada olímpica?
Con la barbilla alzada en un gesto de innecesaria vanidad y los párpados entornados, la señora Hawthorne la miraba como quien mira una cucaracha, sin perder de vista cada movimiento a la espera quizá del momento oportuno para aplastarla. El porqué de ese deseo homicida era algo que Fanny ignoraba por completo.
Por culpa de la actitud asediante de la dama y a causa de lo consciente que era de ella, Fanny fue incapaz de percatarse de que, en el extremo opuesto de la mesa, Oliver Hawthorne tampoco perdía detalle de ninguno de sus movimientos.
La joven inclinó la mirada y decidió olvidarse de la maza justiciera de aquella diosa despiadada para centrarse en su plato, consciente de que iba a resultarle imposible probar bocado. Esbozó una breve sonrisa: quizá, por primera vez en su vida, sería capaz de acatar la norma que exigía a las jóvenes no comer demasiado en público.
Cinco clases de cubiertos reposaban alineados a la perfección a ambos lados de la elegante porcelana. El uso adecuado de la mitad de esos cubiertos resultaba por completo desconocido para la joven y la duda apremiante en ese momento recaía en cuál de las cucharas resultaría apropiada para la sopa de tortuga que un lacayo acababa de servirle.
La severa mirada de la señora Hawthorne la quemaba como un hierro candente y sabía que cualquier mínimo desliz sería objeto de burla y escarnio por parte de ella.
“Calma Fanny, calma, es solo una cuchara.”
Siguió un impulso desconocido y, sin ni siquiera alzar la cabeza, dirigió al señor Hawthorne una mirada que, aún sin ser consciente de ello, suplicaba auxilio. Por fortuna, el caballero la miraba en esos momentos (en realidad jamás había dejado de mirarla, aunque Fanny no se había dado cuenta) y acudió en su ayuda. Dio tres suaves toquecitos con la yema de un dedo a la cuchara más alejada de la porcelana mientras dedicaba a la joven una sonrisa que solo ella fue capaz de percibir. El aire regresó a los pulmones de la joven y la sangre a su rostro lívido.
“Todo irá bien, todo irá bien esta vez.”
La cena transcurrió con diligencia, pese a la exagerada sucesión de platos, y sin más incidentes que enturbiaran el ánimo de Fanny, si bien en todo momento se había encontrado tentada a abandonar aquella mortificante mesa y alejarse así de la inquisidora mirada de la dama. Para regocijo de la muchacha, pronto se levantaron los servicios y los anfitriones invitaron a sus convidados a hacer sobremesa en la sala de recreo situada en la habitación contigua.
Los caballeros se hicieron cargo de dos sillones de roble tapizados en verde musgo situados a conciencia frente a una generosa chimenea encastrada. Animados por el acogedor ambiente que proporcionaba la lumbre, se sirvieron generosas copas de brandy, mientras Hawthorne ofrecía a Byrne el contenido de una elegante cajita de madera tallada donde dormían olorosos habanos de ultramar. Pronto su conversación elevada les hizo olvidarse de la presencia de las damas.
En un ángulo opuesto, las señoritas se sentaron en un diván enfrentado al elegante sillón estilo Windsor donde la señora Hawthorne descansaba con toda majestuosidad.
En contraposición al animado diálogo de los caballeros, en aquella parte de la sala reinaba un silencio desolador.
—Señorita Clark, puesto que tengo entendido que ese es su nombre —Fanny alzó la mirada sorprendida de que aquella dama se dirigiera a ella en particular—, me gustaría escuchar algo acerca de usted.
Un ligero escalofrío le recorrió la espina dorsal.
—Me temo que mi vida resulte demasiado tediosa como para que logre interesar a alguien.
—Se equivoca, joven —cortó la dama—, porque, en ese caso, aunque resulte inverosímil, me interesa a mí.
Fanny intentó mantener la calma. El corazón golpeaba en su pecho como un corcel desbocado en plena carrera. Miró a Charlotte en demanda de auxilio, pero su amiga permanecía en una pose de tal sumisión que únicamente su elaborado moño plagado de pájaros disecados permanecía a la altura del rostro de Fanny.
Buscó la mirada del señor Hawthorne, pero esta vez el caballero permanecía demasiado ocupado en comentar algún asunto con el señor Byrne como para poder socorrerla.
—¿Cómo podría interesarle a usted? —La dama alzó una ceja ante la resolución de la joven—. Mi existencia no goza de emociones merecedoras de ser narradas a tan digna oyente.
A pesar de que un intenso rubor se posicionó de inmediato en sus mejillas, la joven se trazó el firme propósito de no mostrar un ápice de debilidad ante aquella terrible inquisidora.
—Se expresa usted con demasiada resolución para ser tan joven y… humilde. —Una provocadora sonrisa salió de los labios de la dama al referirse a la señorita mediante ese último calificativo.
Fanny no contestó, se limitó a permanecer sentada con la espalda erguida y recta, las rodillas emparejadas y las manos en reposo sobre la oquedad del regazo.
Esa supuesta indiferencia pareció molestar a la señora Hawthorne y acrecentó su propósito de humillarla.
—Y dígame, ¿toca usted el piano, jovencita?
—Muy poco y, a decir verdad, no muy bien. —Ambas sostuvieron con firmeza la mirada de la otra—. Nunca he tenido la constancia necesaria para aprender, me temo.
—¡Ah! ¿Se confiesa inconstante, entonces? —La satisfacción coronó su rostro—. ¿Pinta? ¿Borda? ¿Diseña mesas, acaso?
Fanny reprimió una sonrisa. Era consciente de que, por alguna extraña razón, estaba siendo evaluada por aquella mujer y también era consciente de que, de algún modo, a ella le gustaba desafiarla y mostrar con orgullo su nulidad a la hora de realizar las absurdas actividades requeridas a las jóvenes para alcanzar la condición de aceptables.
—Sé bordar lo justo, y mis pinturas me temo que resultan fiables en modo escaso.
—¿Sabe dibujar siluetas?
—No, señora.
—¿Pinta porcelana? ¿Sabe hacer confitura?
Fanny inhaló con profundidad por la nariz antes de responder con desafiante calma.
—No, señora.
—¿Existe acaso algo que realice medianamente bien? —La señora Hawthorne parecía pretender retarla a reconocer en público su incapacidad para ser considerada una dama distinguida así como su falta de talentos. Fanny se mordió el labio inferior en un acceso de pueril diversión.
—Hay quien opina que soy una excelente amazona —comentó y sonrió al recordar la mención que, en su momento, el señor Hawthorne hiciera sobre ella y las ovejas lanudas de Sheepfold.
Charlotte, inquieta, le propinó un puntapié disimulado bajo los pliegues de la falda.
—¿Y se trata de un ejercicio que practique a menudo?
“¿Montar ovejas? ¡Oh no, me temo que no tan a menudo como debería, para alivio de las ovejas!” Y semejante pensamiento la llenó de un grato regocijo interior.
—¿Puede saberse a qué dedica entonces su tiempo una señorita en una edad como la suya, si no toca el piano, ni se dedica al bordado, ni a la pintura? ¿Practica algún ejercicio recomendable?
—Me gusta leer, señora.
—¿Leer? ¡Curioso e inútil entretenimiento para una mente ociosa! —El airoso movimiento con que sacudió la cabeza fue una clara muestra de desaprobación—. ¿Y puede saberse qué lee? ¿Los clásicos griegos? ¿Salmos?
Una sonrisa desafiante asomó a los labios de Fanny y le elevó las comisuras. Aquello podía llegar a ser divertido.
—Me gusta leer novelas.
Charlotte no pudo evitar exhalar con tanto ímpetu que el gesto captó la atención de las damas durante escaso medio segundo, tiempo suficiente sin embargo para que sus rubores ascendieran hasta el nacimiento mismo de sus cabellos.
—¡Ajá, me lo temía! —exclamó triunfante y alzó la barbilla—. ¡Lecturas por completo carentes de moral que no consiguen otra cosa más que llenar de despropósitos las mentes maleables e inconstantes de las jovencitas!
—No lo considero así, señora.
La dama giró la cabeza hacia Fanny con la agilidad del predador que acaba de olfatear una presa. Se encontraba pasmada ante la osadía que manifestaba aquella muchachita menuda y descarada que alzaba con altivez su atrevida barbilla. ¿Quién se creía que era aquella impertinente para contradecirla sin el más mínimo recato?
—¿Cómo dice? —La barbilla de la señora temblaba de rabia contenida.
—Tan solo considero que ese tipo de literatura nos muestra las pasiones y tribulaciones existentes en el mundo que nos rodea, las que, sin embargo, la sociedad imperante pretende ocultar bajo mantos de armiño y sedas.
—¿Cómo osa expresarse con semejante desenvoltura, niña? —Tal era el cariz que había adquirido la conversación que ninguna de las contertulias se había percatado del silencio que había caído en la zona masculina, ni de la atención con que ambos caballeros seguían el asunto—. ¿Quién encontraría placer en la lectura de esas fantasías disparatadas procedentes de la mente de algún loco de vida disoluta? ¡Un espíritu inmoral, por supuesto! ¡Leer novelas! ¡Ninguna dama o caballero sensato ocuparía el tiempo con semejantes bobadas!
—Por desgracia, debo concederle la razón. —La señora Hawthorne bufó como un toro encerrado. La calma que parecía irradiar aquella joven conseguía encolerizarla de un modo hasta entonces desconocido. ¡Jamás nadie había osado replicarle, jamás!—. Nuestros caballeros no acostumbran a perder su valioso tiempo con lecturas románticas. Prefieren hablar de los caballos de sus establos, de sus perros de caza o de la suspensión de sus calesas. Me temo que ninguno dedicaría ni medio minuto de su existencia a un entretenimiento tan vano y superficial.
—¡Por supuesto que no, menuda insensatez!
Un ronco carraspeo procedente del otro lado de la estancia atrapó la atención de las tres mujeres.
—“Sus pensamientos volvieron entonces a las cosas que la rodeaban: los senderos rectos, los arbustos podados de formas angulosas, las fuentes artificiales del jardín; todo no podía parecerle iluminado con la peor de las luces, comparado con la descuidada gracia y la belleza natural de los campos de La Vallée.”
Tras hablar así, Oliver Hawthorne continuó sentado en una posición informal y repantigada, las piernas cruzadas a la altura de la rodilla y la mirada prendida en los encantados ojos de Fanny Clark, mientras agitaba una ventruda copa de brandy en la mano derecha.
—Los misterios de Udolfo —murmuró Fanny mientras el rubor le encendía de nuevo las mejillas—. Desconocía que leyera usted a la señora Radcliffe.
—Algunos caballeros sí nos aventuramos a perder nuestro valioso tiempo con distracciones vanas y superficiales —comentó y dedicó a la joven una enigmática sonrisa que obligó a Fanny a sofocar un suspiro.
Cordelia Hawthorne miró a su hijo con una clara expresión recriminatoria en los ojillos despiadados.
—¡Oliver, por el amor de Dios!
—Por cierto, la suspensión de mi calesa me importa muy poco, señorita Clark.
Mientras Fanny obsequiaba al caballero con una agradecida sonrisa coronada de rubores, la señora Hawthorne se levantó del asiento presa de una rabia descontrolada, con los huesudos puños apretados a los costados con tanta crueldad que los nudillos se tornaron lívidos por completo. Realizó un movimiento desairado con la cola de la falda y abandonó la estancia. La puerta se cerró detrás de sí con un sonoro portazo.