CAPÍTULO 18
—Mi querido señor Clark, esta noche contaremos con invitados a nuestra mesa.
El anciano caballero levantó sorprendido una poblada ceja por encima de unos salmos que releía con gran inclinación.
La señora Clark, sentada a una distancia cómoda de él, hacía arreglos a un anticuado sombrero de alambre de cuya visera sobresalía un tosco ramillete de rosas de pitiminí y en el que se empeñaba en colocar varios pares de espigas azules.
—Este mediodía, en la hora adecuada para hacer una visita, he acudido ex profeso al hogar de los Morton para ofrecer la invitación.
—¿Y a qué debemos semejante novedad? Por todos es bien sabido que los Morton no son personas de su agrado y que desprecia a Charlotte sin apenas disimulo, pese a ser una joven adorable y muy querida por nuestra propia hija.
—¡Oh, señor Clark, no me juzgue con tanta severidad, se lo ruego! —La señora Clark sonreía con evidente afectación y un descarado tono zalamero—. Debe saber usted que me he dirigido al pueblo expresamente para convidar a esa jovencita que tanto me acusa de despreciar. ¡Y usted sabe lo poco que me agrada vagar por esos fangosos caminos con este tiempo!
—Algún motivo ha de haber para semejante sacrificio por su parte.
—Aunque no lo crea, señor Clark, soy una persona en verdad sociable y bondadosa; si usted piensa lo contrario, se equivoca por completo. ¿Acaso no he aceptado bajo nuestro techo la presencia del señor Rygaard? ¿Y cómo nos lo agradece ahora ese estadounidense ingrato? ¡No se le ve el pelo en todo el día! ¡Dios sabe en qué ocupa las horas de ocio!
—El señor Rygaard gasta las horas en compañía de nuestro hijo, que, al fin y al cabo, es el motivo de que se haya acercado a esta parte de Inglaterra. No ha venido hasta Sheepfold para amenizarle a usted la vida, señora Clark.
—¡No lo disculpe, señor Clark, hace días que ni siquiera se sienta con nosotros a la mesa! ¡Su comportamiento resulta del todo intolerable! ¡Ojalá todo el mundo fuera tan amable y generoso como yo lo soy! ¡Cualquier otra persona no habría resultado tan hospitalaria como yo, se lo aseguro, señor Clark! —La señora Clark no pudo percibir la sonrisa burlona de su esposo que, amparado tras las hojas de su lectura favorita, no podía reprimir la consecución de muecas irónicas y burlescas.
—Es cierto, tan extrema generosidad incluso ha conseguido que olvide por un tiempo la antipatía hacia los extranjeros.
La señora Clark continuaba la afanosa tarea, para lo cual agitaba el sombrero en el aire y dejaba caer al suelo los restos inservibles de las flores secas.
—Hace un par de días que un muchacho amigo de los Morton vino a presentar sus respetos, con mucha cortesía, tras un agotador viaje desde Londres —dijo la dama y miró de hito en hito a su esposo—. ¡Desde Londres he dicho, señor! Y no me mire así, se lo ruego. —El señor Clark alzó las cejas porque era evidente que no había mirado a su esposa de ningún modo—. Usted no se encontraba presente en esos momentos. Entonces bien, ese joven se hospeda con los Morton y por lo que he podido averiguar se trata de un joven de buena familia, con una profesión respetable y una posición desahogada. Lo sé, lo sé, sé lo que estará pensando usted. Sé que tiene profesión, por lo que no es en realidad un caballero, pero lo que hoy en día importa, señor Clark, desengáñese, es la posibilidad de una vida desahogada y no tanto los títulos nobiliarios.
El anciano frunció el ceño y consiguió el efecto de un enmarañado marco blanquecino sobre los ojos. Parecía divertido y sorprendido de que su esposa alimentara en la cabeza la absurda idea de que a él le importara un ápice lo que le estaba contando.
—Le confieso que no me importaría nada que ese joven, el señor Edmund Byrne, intimara con nuestra Fanny.
—¡Ajá, sabía que algún plan maquiavélico escondía esa insólita invitación suya! —El señor Clark cerró el libro con brusquedad. Sus ojos relampagueaban y fulminaban a su esposa que permanecía impasible en la silla.
—¿Maquiavélico? ¿Pero, cómo? Fanny tendrá que casarse en algún momento, caso contrario se convertirá en una pobre y vieja solterona. ¿Olvida usted la edad que tiene ya su hija? ¡Por el amor de Dios, pronto perderá por completo la lozanía y entonces ni los hijos de los arrendatarios más miserables se fijarán en ella!
—¡No sea ridícula, Fanny es todavía una chiquilla! —El caballero cruzó con firmeza los brazos sobre el pecho, a todas luces enojado. Fanny había sido siempre su bien más preciado y no estaba dispuesto a entregarla al primer pelagatos que colmara las expectativas de su absurda esposa—. ¿Se da cuenta del ridículo tan grande al que la expone al ofrecerla de continuo al mejor postor? ¡Considera que cualquier caballerete bien calzado es merecedor de su mano y no pierde oportunidad de hostigarla a obrar en contra de sus deseos! ¡Déjela tranquila de una vez!
—¡Claro, a usted le gustaría tenerla siempre bajo su protección, como un perro enroscado a los pies de su amo! ¡Pero ni ella será su eterna niña del alma, ni usted vivirá para siempre para disfrutar de su compañía! ¿Ha pensado qué será de ella cuando usted falte? Sin un esposo que la proteja, dependerá por completo de la generosidad de su hermano y de la buena disposición de una futura cuñada. ¿Pretende verla recluida entre cuatro austeras paredes convertida en una vieja huraña y solitaria? Además, su querida hija se pasa la vida con la nariz metida en esos polvorientos libros, ¡y esos libros cuestan dinero, señor Clark! ¿Cómo podrá costearse esos caprichos ridículos e innecesarios? ¿Quién la mantendrá entretenida?
El señor Clark, con una evidente máscara de ceñimiento que le velaba el rostro, reposó la mirada sobre el lánguido bailoteo de las llamas que parecían celebrar un festín en la chimenea. Odiaba tener que concederle la razón a aquella desquiciante mujer y, sin embargo, en sus palabras había claros vestigios de verdad.
—Además, el señor Byrne es tan bueno como cualquier otro. El otro día me pareció un joven muy agradable y atento, en posesión de un buen gusto exquisito. Elogió la disposición del saloncito y la caída de las cortinas, señor Clark. ¿Qué joven hoy día entiende de telas y cortinas?
El hombre suspiró en forma tan ruidosa que dotó a la afligida exhalación de un tono resignado acorde a la perfección con su estado de ánimo. Debía de ser en extremo ignorante en lo referido a las cualidades necesarias para que un joven caballero fuera considerado un buen partido, puesto que jamás habría supuesto que poseer conocimientos sobre telas y cortinajes resultara imperativo en tales cuestiones.
—Cuando estaba en la residencia de los Morton he podido observar que contaban bajo su techo con otro invitado. —Meneó la cabeza con desaprobación, en un movimiento que dotó de vida los amplios volantes de su cofia—. ¡Estos Morton siempre pretenden darse aires de pudientes y dadivosos, como si fuesen la flor y nata de la sociedad inglesa! —Exhaló en forma ruidosa e intentó retomar el fluctuante hilo de su monólogo—. Otro caballero los acompañaba para tomar el té. Un caballero algo más mayor que nuestro señor Byrne, de porte admirable, sin duda, y muy ricamente vestido. —Bajó el tono de voz hasta concederle el rango de confidencia—. Aunque en el pueblo todavía no se sabe nada de él, salvo que se hospeda en el hostal. De todas formas, no debe de ser muy agradable, yo diría sin temor a equivocarme que es un gran antipático. ¿Puede creer usted que permaneció ceñudo y serio todo el tiempo?
“No sería de extrañar si tenemos en cuenta la agilidad verbal de sus contertulias”, pensó con acierto el señor Clark.
—Con todo, me vi obligada a incluirlo en la invitación, puesto que el caballero permanecerá unos días en Sheepfold. —La dama emitió un largo suspiro—. No se preocupe por nada, señor Clark, ya he enviado a Jane al pueblo a comprar la mejor carne de ternera del mercado y le he advertido con ahínco que no economice en velas. Esta noche tenemos que estar a la altura de nuestros convidados y no aparecer a sus ojos más indignos y menos dadivosos que los Morton. Usted sabe que soy una mujer de los más generosa y…
El caballero empezó a oír la exasperante letanía de su esposa como si viniera cada vez de más lejos, porque en ese preciso instante entornó los párpados para entregarse a un sueño profundo y por fortuna liberador.
* * *
El tiempo continuó en el mismo estado durante buena parte de la mañana y en la vieja rectoría, sobre todo en el espíritu de Fanny, imperaba la misma tristeza, la misma decadencia y la misma melancolía que predominaba en el clima. Pero, al mediodía, una suave brisa barrió las nubes y con ella la incansable lluvia; el tiempo aclaró, el cielo se quebró en tenues ronchas de luz y volvió a reinar una temperatura agradable.
Fanny aprovechó esa inesperada tregua por parte del tiempo para salir al exterior con Ian y caminar por la propiedad familiar. Habían dejado a la pequeña Cassandra sentada muy a disgusto bajo una de las higueras del jardín dedicada al estudio de la extensa lista de los reyes de Inglaterra, bajo la amenaza de que Fanny se encargaría de tomarle la lección en cuanto regresaran del paseo. Todavía no había alcanzado el reinado del rey Ricardo cuando la niña empezó a hacer pucheros uno tras otro.
Era obvio que Fanny necesitaba de la ayuda de un bastón para poder caminar con cierta soltura. Pese a ello, sus pasos se veían adornados con el leve balanceo característico de una cojera reciente. En el rostro, no obstante, apenas le quedaban ya indicios de la hinchazón ni de los moretones violáceos, que habían pasado a lucir un deslucido tono amarillento, con el que los malvados hados de la aparatosa caída en medio del bosque habían osado ornar su delicioso semblante color cereza y miel.
Ian caminaba a su lado, cabizbajo y con las manos recogidas a la espalda.
Después de un buen rato de pasear en silencio a la par del vallado de madera que cerraba la propiedad la joven consideró que era tan buen momento como cualquier otro para sacar a colación una cuestión que la intrigaba desde hacía días.
—Ian, ¿dónde está el señor Rygaard? No lo veo desde la última vez que me acompañó al arroyo a recoger juncos para el canastillo de Cassie. ¿Lo hemos ofendido de algún modo como para que ahora dé la impresión de evitarnos?
Ian permaneció con la cabeza inclinada y centró la mirada en la puntera de sus botas.
—No creo que pretenda evitarnos, Fanny. Más bien considero que hay ciertos asuntos que lo mantienen abstraído.
—¿Abstraído? ¿En Sheepfold? —Fanny esbozó una sonrisa escéptica—. Ningún asunto es lo bastante importante en Sheepfold como para monopolizar de un modo tan obvio la atención de sus visitantes. Salvo, por supuesto, que al señor Rygaard le interese de modo especial el número de terneros que ha traído al mundo la vaca de los Mortimer o el estado óptimo de la leche a la hora de elaborar un buen queso. Asuntos que me permito poner en duda que sean de su interés.
Ian asintió sin dejar de sonreír.
—Yo también dudo de que a Rygaard le interesen esas trivialidades. No me preguntes en qué anda ocupado, porque no lo sé. Tan solo soy conocedor de que hace un par de días se excusó y me informó que debía ausentarse de forma inesperada.
—¿Cómo es posible?
Ian negó con la cabeza para hacer hincapié en su ignorancia.
—No puedo decirte, Fanny; tan solo puedo confirmar que yo mismo lo acompañé a tomar el primer coche de posta.
Fanny se mordió el labio inferior, confusa.
—¿Y a donde puede haber ido? ¿Sin despedirse de la familia?
—Debo informarte que ese punto no es del todo cierto. Para ser precisos, se reunió en la biblioteca con nuestro padre y conmigo para comunicarnos su intención de ausentarse durante unos días del condado, puesto que las continuas distracciones del campo lo habían apartado de un negocio importante que lo requería en la ciudad.
Fanny se sintió algo indignada. Cierto era que lo que hiciera o dejara de hacer el estadounidense había dejado de interesarle bastante en los últimos tiempos, pero al menos podría haber mostrado un mínimo de consideración hacia ella, en nombre de la amistad que siempre se jactaba de profesarle y gracias a la cual se había tomado siempre excesivas licencias, y haberle informado de su intención de ausentarse durante unos días. ¿Tendría algo que ver su ausencia con el misterio que se cernía en torno a sus anteriores visitas a Inglaterra?
—Lo cierto es que semejante pretexto me sonó a evasiva —arremetió Ian.
Fanny achicó los ojos hasta reducirlos a dos finas líneas transversales.
—¿Por qué? ¿Qué sospechas tienes?
El joven pareció reflexionar un segundo antes de hablar.
—No es ninguna sospecha; tan solo que no acabo de creer sus palabras. —Fanny compuso en el rostro una perfecta expresión de curiosidad insatisfecha a la que resultaba imperante satisfacer de inmediato—. Habíamos cabalgado hasta el pueblo, puesto que Rygaard deseaba adquirir unos guantes de piel de conejo para la festividad de mayo. Lo llevé hasta la tienda de Jenkins y permanecíamos absortos ante la generosa vidriera, mientras examinábamos la mercancía recién llegada cuando un destello en los cristales captó nuestra atención. Nos dimos vuelta y vimos un elegante landó del negro más reluciente que jamás hubiera visto que cruzaba ante nuestros ojos. De hecho, todos los viandantes habían detenido el rumbo de sus pasos para contemplar aquella maravilla sobre ruedas, de líneas perfectas y elegancia abrumadora. En las portillas destacaba un escudo familiar ricamente tallado sobre la madera en rojo y gualda, por completo desconocido para mí, y unas gruesas cortinillas que cumplían a la perfección el feliz cometido de ocultar de miradas curiosas como la nuestra la visión de los ocupantes. Aunque no parecían ser unos completos desconocidos para Rygaard, puesto que se tornó de inmediato blanco como la tiza. Enseguida cambió de parecer con respecto a los guantes, una súbita inquietud se apoderó de él y ya no deseó otra cosa más que regresar a la rectoría. No estaba tranquilo, su ánimo se había vuelto atolondrado y su vivacidad antaño cómica no parecía esta vez proporcionarle más que inquietud. Él, tan amigo de hablar y de reír, hizo todo el camino de vuelta en silencio y se mostró intranquilo y ausente. Nada más poner pie en el establo comentó que debía ausentarse durante unos días para atender asuntos de negocios en Londres.
Fanny frunció el ceño e intentó asimilar toda la información que acababa de recibir. Resultaba un comportamiento de lo más impropio, aun procedente de un personaje tan improvisado y vehemente como Jarrod Rygaard. Una chispa de intuición le relampagueó entonces por la cabeza y avivó las mismas alarmas que reclamaban su atención cada vez que el inquietante estadounidense salía a colación. Más que nunca, a juzgar por su comportamiento, estaba claro que Jarrod Rygaard ocultaba algo, y ese algo debía de ser muy importante dado que se tomaba tantas molestias por mantenerlo oculto.
—¿Tú crees que en verdad tiene asuntos que atender en Londres?
Ian se encogió de hombros.
—¡Quién sabe! No pensemos mal de él en forma precipitada. Puede que busque accionistas ingleses para su fábrica o que intente abrir mercado con algún mayorista nacional.
—Tengo que mostrarme bastante recelosa en ese aspecto, Ian. El señor Rygaard tiene algo que no me gusta.
—Yo creí, es más, estaba convencido de que te gustaba.
—¡Y lo hacía! En un principio me convencí a mí misma de que me gustaba mucho. —Fanny se llevó la mano a la frente y simuló apartar de encima un enorme peso, cuando lo que en realidad apartó fue un ligero mechón de cabello—. Muy poco puedo decir en favor de mi conducta, Ian. Me complacían sus atenciones, sus adulaciones y el modo en que pretendía monopolizar con descaro mi atención, aunque por aquel entonces no me veía que obrara con demasiado descaro. Me permití parecer complacida ante él, que halagaba en forma constante mi vanidad y acepté el juego. De hecho, creo poder afirmar que la certeza de saber que desafiaba a mamá al aceptar esas atenciones era un gran incentivo para mí. La parte más atractiva de ese juego. Fanny Clark, la eterna hija rebelde, disfrutaba al sacar de quicio a su madre por aceptar el cortejo de un estadounidense al que la señora detestaba. —Continuó con un suspiro—: Nunca me sentí unida a él de ese modo, Ian, de ninguno de los modos posibles.
El muchacho permaneció callado durante unos minutos, durante los cuales Fanny tuvo esperanzas de que su conducta no fuera censurada con excesiva severidad por su hermano mayor. Pero él, al cabo de un buen rato, se expresó con su calma habitual.
—Mi trato con Rygaard ha sido todo lo perfecto que esperaba, Fanny, por lo que no puedo pensar mal de él.
—No tienes por qué pensar mal; ya lo hago yo por los dos.
Ian sonrió sin dejar de menear la cabeza ante la vehemencia de su hermana.
—Es una lástima que estés tan determinada a pensar mal de él, hermanita, puesto que me hizo prometer que te diría que estará de vuelta a tiempo para que le reserves los dos primeros bailes de la fiesta de mayo.