CAPÍTULO 7
El coronel Morton, solícito y complaciente, le proporcionó a Fanny el carruaje que precisaba para partir de inmediato hacia Sheepfold, tal y como era su deseo. La señora Morton mostró en forma ruidosa su total disconformidad respecto a que la joven realizara tan enojosa expedición y recalcó que resultaba del todo impropio que una joven señorita salvara tan enorme e incómoda distancia sin siquiera la compañía de un sirviente. Cuando el señor Morton insinuó la posibilidad de que dos de sus lacayos acompañaran a la señorita Clark hasta Sheepfold, la señora Morton se apresuró a asegurar que, de ningún modo, podían prescindir de ningún miembro del servicio, en vistas de que se encontraban en la ciudad y que contar con menos de seis criados en una casa respetable resultaba un completo despropósito y una enorme falta de distinción.
—¿Y usted no querrá perjudicar a su hija y menoscabar su distinción, verdad, señor Morton?
Ante semejante chantaje emocional, arte en la cual la señora Morton no superaba aún a la señora Clark, pero en la que también destacaba por méritos propios, el señor Morton instó a Fanny a esperar la partida del coche de punto, que se presumía dentro de dos días; solución que la señorita Clark rechazó de inmediato.
Se despidió de sus anfitriones bastante afligida, pero mantuvo la compostura y una firme determinación. Charlotte le tomó las manos con fuerza antes de que subiera al carruaje y le prometió escribir casi a diario mientras, con lágrimas en los ojos, le deseaba una pronta recuperación a la pequeña Cassandra y solicitaba a su amiga los informes pertinentes.
Con la partida de Fanny, la señora Morton solo pudo reafirmar la idea de que la muchacha era una criatura por completo terca y obcecada, en exceso voluntariosa y dotada de una vergonzosa impetuosidad, cualidades que no resultaban nada deseables en una señorita. Estaba claro que jamás haría un buen matrimonio.
* * *
El viaje no se auguraba para nada agradable, a causa de la distancia de noventa millas que separaba el pequeño condado de la ciudad de Londres. Era una suerte que, a esas alturas del año, ya comenzada la temporada, los caminos permanecieran secos y transitables y, aunque las lluvias en todo el país eran una constante, hacía ya un par de semanas que disfrutaban de un tiempo apacible y de una temperatura agradable.
Fanny despertó del agotador estado de duermevela cuando el coche se detuvo y el cochero abrió la portezuela con brusquedad para ayudarla a descender los escalones laterales. Se encontraba en extremo dolorida y casi se mareó al pisar tierra firme después de tantas horas de traqueteo por los pedregosos y estrechos caminos rurales.
Aspiró en profundidad y se dejó envolver por los sonidos nocturnos de su amado Sheepfold: el palpitar de la noche de mano de una orquesta de grillos cantarines, el ulular de algún mochuelo guarecido en un árbol cercano, la quietud de un cielo tan apacible que hasta se hubiera podido escuchar el titilar de las estrellas.
Su padre la esperaba en la portezuela de la propiedad envuelto en un ajado gabán. Con el lacio cabello de nieve por completo revuelto y las medias arrugadas, recibió a su hija y le ofreció un confortable abrazo y un tembloroso beso en la frente.
—Me alegra que hayas podido venir, hija mía. —La ayudó a cargar los escasos bultos que traía.
—¿Cómo se encuentra Cassie, padre? —Mientras caminaban hacia la rectoría Fanny apreció una notable sombra de cansancio en el rostro del señor Clark.
—Lleva varios días inconsciente, con fiebre muy alta. El doctor Bell ha venido a diario y le ha realizado varias sangrías. Ya poco más se puede hacer, salvo esperar y confiar en la Providencia.
Pese a ser noche cerrada desde hacía ya varias horas, en el interior de la rectoría había bastante movimiento. Jane, la leal doncella de la familia, correteaba de un lado a otro, atolondrada por las confusas órdenes de la señora Clark, que, desde la planta superior de la vivienda, se hacía escuchar a través de estridentes gritos. Ian permanecía sentado frente al fuego, con las piernas separadas y los codos apoyados sobre las rodillas. También él se veía despeinado y ojeroso, con el chaleco desabrochado y la camisa por fuera de la cintura del pantalón. Al ver a su hermana se levantó raudo y la abrazó con energía.
—Fanny, Fanny, gracias a Dios que estás aquí.
—¿Qué ha pasado, Ian?
—No lo sé. Salió a pasear bajo la lluvia, me temo, como te ha visto hacer a ti tantas veces. —Fanny contuvo un sollozo—. Decía que desde la loma se podían tocar las nubes con las yemas de los dedos en los días de tormenta. Cuando la encontré estaba calada hasta los huesos, tiritaba y apenas podía sostenerse en pie.
—Santo Cielo, ha sido culpa mía —murmuró horrorizada.
—No digas tonterías, Fanny —interrumpió su padre y le rozó un hombro.
—Soy un pésimo ejemplo para Cassie.
El señor Clark la atrapó en un sentido abrazo y la acunó junto al pecho. Las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de ambos como de un surtidor.
—Eres el mejor ejemplo que esa niña puede tener —murmuró el hombre entre sollozos—. Cada día rezo para que se parezca más a ti.
Fanny estaba a punto de derrumbarse.
—¡Por pretender parecerse a mí está ahora postrada en esa cama! —Se secó la humedad de los ojos con el dorso de la mano—. Voy a subir.
—Mamá está con ella —advirtió Ian—. Está bastante frenética.
Fanny suspiró.
—No resulta ninguna novedad. Podré soportarlo.
Subió las escaleras cabizbaja aunque con nerviosa premura. Sujetó la falda en cada escalón para agilizar el paso.
El habitáculo estaba mal iluminado por la palpitante luz de las velas que, al derretirse sobre las palmatorias, adquirían formas monstruosas, a punto de consumirse por completo. El olor a enfermedad hacía de la estancia un lugar opresivo y agobiante.
Cassandra, la pequeña de rubios bucles y rostro pecoso, permanecía acostada en su camita bajo el dosel curvo sostenido por airosas columnas torneadas. En semejante pose parecía un angelito que dormía el sueño de la eternidad. El cabello, pegado a la frente y a las mejillas en finos hilillos húmedos, tenía la apariencia del trigo maduro. Su rostro, de una palidez marmórea, mostraba un inusual rubor en las mejillas, provocado sin duda por las recientes horas de fiebre. Los pequeños labios carnosos temblaban como si la niña murmurara en sueños letanías ininteligibles.
Fanny descubrió a su madre en un ángulo oscuro de la habitación aferrada con gesto severo a los pesados cortinajes mientras miraba fascinada por la ventana las luces y sombras que una oronda esfera nacarada vertía sobre el patio delantero. Al girar, alertada por la presencia de Fanny, su avinagrado rostro compuso un gesto de contrariedad. Sus pupilas centelleaban.
—¿Qué haces aquí? —farfulló.
Fanny ladeó la cabeza y, con el ceño fruncido a causa de la confusión que tan agrio recibimiento le producía, la observó incrédula.
—Padre ha escrito. Cassandra está enferma de gravedad y…
—¡Enferma de gravedad! —cortó la dama y se llevó a los labios un pañuelo estrangulado por el puño—. ¡Se trata de un vulgar resfriado! ¡Nadie se muere por un simple resfriado!
—Mamá, Cassandra está mal.
—¡No! —Levantó hacia ella un dedo amenazante y exigió silencio.—¡No lo está! Y tú, niña boba, deberías haberte quedado en Londres. —Estalló en un sonoro sollozo—. ¿Qué pretendes, que Charlotte Morton se te adelante y regrese prometida, mientras tú estás en casa velando a tu hermana a causa de un simple resfriado?
—¡Mamá! —Una lágrima descendió a gran velocidad por la mejilla de Fanny para morir en la sonrosada comisura de sus labios—. Mamá, tienes que descansar, estás mal.
—¿Ahora yo también estoy mal? —La señora soltó una grotesca carcajada. Estaba claro que la enfermedad de la niña y las largas horas de vigilia habían hecho mella en su ánimo—. ¡Todos estamos enfermos! Deberían avisar a un clérigo. —Se interrumpió con una nueva carcajada demencial—. ¡Ah, espera, pero si tu padre es clérigo!
Fanny sintió que el alma se le resquebrajaba.
—¡Jane, Jane! —La doncella se presentó de inmediato y se asomó en el umbral con el sigilo de un ratoncillo—. Jane, llévate a mamá de aquí y prepárale un té. Tiene que descansar. —Miró a su madre que temblaba como un junco mecido por el viento y repitió hacia ella—: Tienes que descansar.
—¡Me encuentro a la perfección, niña boba! —gritó mientras Jane la sujetaba por los codos y la conducía con lentitud fuera de la alcoba—. ¡Y tú, tú deberías estar en Londres!
Antes de que hubieran abandonado la alcoba, Fanny pidió a Jane que al regreso subiera una jofaina con agua fría y varias toallas. Destapó un tanto a la pequeña y le desató las lazadas del camisón para refrescarle el torso acalorado.
—Estoy aquí, mi pequeño ruiseñor, estoy aquí —murmuró con dulzura y le cubrió la frente con besos fugaces. La piel de la niña ardía y sabía a sal.
Jane entró con la jofaina y la dejó sobre la mesilla. Fanny se remangó con resolución y sumergió una toalla en el agua helada, a continuación la retorció y se la aplicó a su hermana por el rostro, el cuello y el pecho descubierto. La pequeña apenas se revolvía y entreabría los carnosos labios escarlata mientras respiraba con dificultad.
Fanny se frotó los ojos. Aquella noche iba a ser muy larga.