CAPÍTULO 10

Fanny observaba cómo las agujas del reloj de la torre de la vieja rectoría avanzaban con lentitud mientras permanecía sentada en el patio delantero y, sin dedicarles mucha atención, arrojaba grano a los gansos que se arremolinaban alrededor y agitaban las alas en un gran estrépito.

Los días se sucedían con calma. Los sonidos habituales de su amado Sheepfold habían sustituido por completo el molesto trasiego londinense y le habían llenado el alma de una paz infinita. El ronco balar de un rebaño de ovejas que pastaba en algún cerro cercano, el traqueteo renqueante de un viejo carromato al cruzar el camino, o los golpes furiosos de Jane contra las alfombras de la casa que levantaban una considerable nube de polvo, conformaban el único estribillo capaz de prevalecer por encima del graznido grotesco de los gansos que reclamaban su alimento.

Fanny sonrió y aspiró complacida los vigorizantes efluvios que había dejado tras de sí la lluvia recién escampada.

—Señorita Fanny. —Jane cruzó el patio y sorteó la disparatada familia de gansos para llegar hasta ella con un grueso rectángulo de papel en la mano—. Acaba de llegar el correo con otra carta para usted de Londres.

Fanny se incorporó en el acto y sacudió los restos de grano del regazo. Hacía ya un par de días que no recibía noticias de Charlotte y echaba de menos estar informada sobre las aventuras y desventuras de su amiga en la ciudad. Miró con detenimiento el sobre entre sus manos como quien se deleita con la posesión de un maravilloso tesoro. Era un sobre muy pequeño y compacto; en su superficie aparecía la caligrafía menuda y apretada de Charlotte. Rasgó el papel, echó a andar abstraída por el sendero que serpenteaba hasta mucho más allá de la propiedad y comenzó a devorar las líneas amigas con una sonrisa cargada de añoranza. Mientras leía era capaz de imaginar a la perfección a Charlotte sentada en un elegante sillón tapizado, un tanto inclinada hacia ella para relatarle sotto voce lo que se dejaba leer en las cuartillas perfumadas. Su rostro aparecería prudentemente sonrojado a causa de la excitación derivada de las confidencias y su flequillo permanecería recto, inamovible, sin un solo cabello fuera de lugar. Sus manos de nieve no dejarían de revolotear con nerviosismo de un lado a otro. Fanny la observaría todo el tiempo con una amplia sonrisa dibujada en el rostro. Con seguridad llevaría un vestido naranja, o azulón, o verde lima, o quizás bermellón y en su cabello destacaría cualquier esperpento de dimensiones imposibles.


He de confesarte, querida, que desde tu ausencia el señor Byrne resulta una compañía inestimable para mí. Con gran constancia ha procurado que mis horas de soledad y tedio resultaran tan agradables como fuera posible. Ha mostrado un carácter admirable al soportar con estoicismo las largas peroratas de mamá, que parece haber perdido en forma definitiva el buen juicio, ya que no deja de importunar al caballero con pullas acerca de que los hombres casados resultan más estimables para la sociedad que los solteros. ¿Eres capaz de imaginarte mi bochorno?


Fanny sacudió la cabeza con movimientos reprobatorios mientras sujetaba la carta con ambas manos. ¡Por supuesto que se imaginaba el bochorno de Charlotte ante el vergonzoso comportamiento de su madre! Inflamó los pulmones con una reparadora bocanada de aire y retomó tanto su lectura como sus pasos. Parecía que se deslizaba, más que caminaba, sobre aquel bucólico sendero trazado a mano alzada bajo la densa foresta que crecía en ambos márgenes, mientras sorteaba las ramas más bajas de los árboles que, a cada paso, intentaban retenerla aferrando con sus dedos descarnados la tela de su vestido o los mechones sueltos de su cabello. A su alrededor, las golondrinas trazaban caprichosas formas en vertiginoso vuelo rasante y emitían un audible “clap, clap” con las alas.


Quisiera comentarte además, puesto que a Edmund y a mí (¿resulta, querida amiga, demasiado impropio que lo mencione por su nombre de pila?) nos sorprendió mucho, el comportamiento que cierto caballero dejó entrever hace un par de noches, durante el transcurso de un baile. Supongo que habrás adivinado la identidad del misterioso caballero, puesto que incluso me parece estar viendo ya tu sonrisa diabólica asomando a ese rostro que me es tan querido. El susodicho se mostró más sombrío que de continuo. Varios prohombres se acercaron con intención de conversar, y él los dejó de lado con descaro mientras farfullaba excusas sin fundamento. ¡Ni siquiera aceptó nuestra compañía, querida Fanny, sino que pasó gran parte de la velada en perfecta soledad en los exteriores del salón! No sabemos qué pudo suceder durante esas horas en las que lo perdimos de vista, pero, cuando al fin dimos con él, pudimos comprobar (aunque el caballero se afanara por ocultarla) que se había hecho daño en una mano, puesto que el pañuelo con que la había envuelto con tosquedad aparecía muy manchado con lo que parecía ser sangre.

Por cierto que no está de más que te diga que se mostró muy interesado por la salud de la pequeña Cassandra.


Fanny dejó caer a un costado, inerte, el brazo que sostenía la carta. Con la mano libre se recogió un mechón suelto por detrás de la oreja. El señor Hawthorne había mostrado un extraño interés por la salud de su hermana, ¿con qué fin? ¿Por qué una insignificante niñita habría de importarle lo más mínimo a aquel gran personaje? ¿Y cuál era la causa del extraño comportamiento que Charlotte relataba? Cierto era que siempre se había mostrado antisocial y taciturno, pero ¿qué significaba esa mano herida? ¿Acaso se habría rebajado a inmiscuirse en alguna refriega nocturna con otro caballero?

Meneó la cabeza e intentó apartar de sí pensamientos tan absurdos. Oliver Hawthorne era un insoportable snob que jamás se rebajaría a inmiscuirse en una vulgar pelea en la que hubiera que emplear los puños. Jamás aceptaría un contacto directo de semejante bajeza.

Un vago rumor a su espalda la apartó de sus cavilaciones y la devolvió con brusquedad a la realidad. Ian caminaba en su dirección con la mirada cosida a la puntera de sus deslustradas botas de montar. El deslucimiento de su insustituible chaqueta de ante marrón y los andares desmayados con que adornaba su paseo no lo ayudaban a ofrecer una imagen demasiado animosa. Al igual que Fanny, también él sostenía en la mano un papel tres veces doblado sobre sí mismo.

—¡Fanny! —exclamó sorprendido—. ¡Desconocía que te encontraras paseando por aquí!

—Acaba de llegar el correo —se justificó a modo de respuesta.

—Lo sé —respondió él y le mostró la mano en la que sostenía su propia correspondencia.

—¿Malas noticias? —preguntó guiada por el rostro compungido de Ian. Por un momento se sintió culpable ante la desinformación y el ostracismo que envolvía de continuo a su hermano y que ella casi nunca se tomaba la molestia de traspasar. Suponía a Ian tan suficiente, tan capaz que le semejaba que nunca podría necesitar nada de nadie, ni un consejo, ni un oído presto a escuchar sus preocupaciones. ¿Tendría Ian preocupaciones como cualquier mortal?

—No sabría decirte. —El joven se rascó el cogote. Era evidente que sí las tenía—. ¿Recuerdas el invierno pasado, cuando viajé a Bath con tío y tía Hester? —Fanny asintió—. Tuve la oportunidad de relacionarme con un caballero con el que desde entonces mantengo una cierta amistad. Mantenemos correspondencia en forma ocasional y en mi última carta lo invité a conocer Sheepfold. —Agitó en el aire la carta—. Acabo de recibir respuesta. Se muestra encantado de aceptar mi ofrecimiento.

Fanny atrapó el brazo de su hermano bajo el lazo cariñoso de su propio brazo; lo obligó a acatar un paso más animado.

—¿Y dónde está el problema? —Apoyó la cabeza en el hombro de Ian mientras lo ceñía del brazo con mayor entusiasmo—. Si es un caballero cabal –si te tiene a ti por amigo no dudo de que lo será–, acabará tan complacido con nuestro hermoso condado que no querrá marcharse jamás.

—Pero me temo que no es el momento apropiado para recibir un invitado, Fanny, dadas las circunstancias.

—Oh, vamos, ¿y eso por qué? Cassandra se recupera a buen ritmo, incluso ha recuperado su apetito voraz. —Ian sonrió ante una realidad tan evidente—. Me atrevería a asegurar que a nuestro padre le vendrá muy bien respirar otro aire diferente al derivado de los nervios de nuestra querida madre.

Ian asintió. Fanny y él mantenían un vínculo que iba más allá de la austeridad exigida a los lazos fraternales: eran buenos amigos.

—Es posible que tengas razón, Fanny, una vez más.

Ella alzó la barbilla con resolución.

—¡Por supuesto que la tengo! —Parpadeó presurosa y miró a su hermano con ojillos de cordero degollado—. Por desgracia nuestras vidas no disponen de demasiados pasatiempos, mi querido Ian, por lo que te ruego que no seas tan malvado como para arrebatarnos el atractivo aliciente que una visita nos puede aportar. —Le tironeó con brusquedad del brazo—. ¿Cuándo fue la última vez que alguien honró a los Clark con su presencia?

Ian esbozó una amplia sonrisa a modo de respuesta.

—Volvamos a casa y compartamos la noticia con la familia —dijo Fanny que parecía en verdad entusiasmada—. Cassandra disfruta mucho con las novedades y, si el caballero está soltero y es un poco rico, mamá no tendrá nada que objetar al respecto.

Ian sonrió con condescendencia. Todavía existía un último obstáculo del que su querida hermana no tenía ni la menor idea.

—Es rico, pero para su desgracia no es un hijo de nuestro magno Imperio.

Fanny arqueó una ceja y se llevó la mano a la boca para sofocar el inicio de una carcajada.

—Proviene de ultramar. Es estadounidense —aclaró.

Entonces Fanny lo entendió todo. Esbozó una amplia sonrisa fruto de la sorpresa y del entusiasmo que le producía la certeza de que la noticia provocaría a la señora Clark hasta hacerla enojar.

La dama mostraba una hostilidad y una falta de empatía manifiestas y arraigadas en grado sumo hacia todo lo extranjero. Por si tan fanático patriotismo resultara insuficiente, la señora Clark consideraba que el Señor había modelado a los estadounidenses con las sobras de la masa con que había modelado al resto de la Humanidad, con las que había conseguido una defectuosa hornada de personajillos dotados de tan poca clase social y tan escasa elegancia que jamás podrían destacar entre la exigente sociedad inglesa salvo por la falta de criterio y de distinción. Fanny estaba convencida de que los estadounidenses gozaban de una consideración tan pobre en el corazón de la señora Clark que tan solo podría ser superada por la severa aprensión que manifestaba hacia el pueblo francés.

—¡Pobrecillo! —El cascabeleo de su risa acompañó sus palabras—. Tan solo por lo que le espera ya es digno de toda mi consideración.

—¿Crees que conseguirá sobreponerse y no huir despavorido en cuanto comience a escuchar los desvaríos de mamá? Ni aunque proceda de ultramar creo que esté preparado para soportar algo así.

—Bueno, bueno. —Fanny compuso una expresión soñadora—. No te preocupes; en el caso de que veamos que su aprensión y su disgusto se incrementan, optaremos por adormecerlo y mantenerlo en un estado de semiinconsciencia a base de copas y más copas de brandy.

—¿Y tendremos suficiente licor en las bodegas para ello? —Ian continuó el juego, divertido.

Fanny se mordió el labio inferior.

—No creo que resulte necesario mantenerlo sedado todo el día. —Achicó los ojos al pensar en el carácter irritante y nervioso de la señora Clark—. ¿O sí?

Cuando decide el corazón
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