CAPÍTULO 19
Aquel día reinaba un ajetreo inusual en la modesta rectoría desde antes incluso de despuntar el alba. La señora Clark no consentía un minuto de sosiego cuando, según ella, quedaba tanto por hacer y tan poco tiempo para llevarlo a cabo; por ello durante horas dio órdenes a los gritos, con los desafinados gorgoritos que una avecilla acatarrada tomaría por suyos, a una doncella por fortuna tan paciente como resignada y la obligó a mover los muebles de sitio una y otra vez sin quedar complacida con ninguno de los cambios. La mesita oval de la sala había conocido tres ubicaciones diferentes en el último cuarto de hora y las siluetas en miniatura que representaban a distintos miembros de la familia tampoco satisfacían a la señora en su posición acostumbrada. ¡Todo parecía más sucio y destartalado que de costumbre en la vieja rectoría!
—¿Y los espejos? ¿Cómo es que no disponemos de más espejos? —vociferaba, tan angustiada que parecía que hubiera sido mordida por un áspid.
—Una casa necesita tantos espejos como hijas tengan que mirarse en ellos, querida, ni uno más.
—¿Solo dos? ¡Oh, señor Clark, ningún hogar que se precie tendría menos de un espejo por cada estancia!
—Entonces encomiende su alma, señora Clark, porque con dos únicos espejos en esta casa esos muchachos nos considerarán por completo carentes de todo prestigio.
La anciana señora exageró un vahído.
Se limpiaron cortinajes, se sacudieron las alfombras, se sustituyeron los cabos de vela por otros nuevos, se abrillantó la plata y se abastecieron las chimeneas con leños suficientes como para convertir la cena de esa noche en una velada inolvidable. Incluso se hizo venir a la hermanastra de Jane para ayudar en la cocina, puesto que su estofado de ternera gozaba de gran prestigio entre los lugareños y resultaba imperativo que todos los manjares servidos fueran dignos de mención en el futuro. ¿Quién podría asegurar que el señor Byrne no acabaría prendado de Fanny durante el transcurso de esa misma noche y ante el aliciente de una abundante comida en la mesa? De todos era bien sabido que, mientras a una mujer se la conquistaba por el oído, a un hombre se lo conquistaba por el estómago, y de esa conocida flaqueza masculina buscaba aprovecharse esa noche la señora Clark, puesto que su insensata hija parecía empeñada en desperdiciar a sabiendas cualquier oportunidad de cazar esposo.
Las ventanas de la rectoría permanecían abiertas de par en par en un intento desesperado por ventilar los oscuros y húmedos habitáculos. Los ligeros visillos que colgaban de los rieles asomaban a las ventanas y volaban libres hacia el exterior como fantasmas alegóricos que hacían danzar sus etéreos sayos al infinito.
La voz chillona e irritante de la señora Clark se hacía escuchar desde el patio delantero y aún más allá de los establos, de forma tal que se unía al ensordecedor graznar de los gansos e incluso llegaba a competir con ellos en cuanto a estrépito ensordecedor. ¡Pobre Jane! Tan solo el inmenso afecto que sentía por el anciano señor y por sus encantadores hijos la retenía en la rectoría y la instaba a soportar un carácter tan difícil como el de la señora Clark. Fanny estaba segura de que, de no ser por ellos, la paciente Jane los habría dejado hacía mucho para buscarse otra familia cuya matriarca resultara un poco menos insoportable.
Acababan de sonar las campanadas en el reloj del salón cuando Fanny, tumbada sobre un costado en la cama de su hermana y apoyada en un codo, concluyó la lectura con la que pretendía invitar a Cassandra al sueño. La niña, ataviada con su camisa de dormir, permanecía con una mano recogida bajo la almohada y con la otra jugueteaba con los lazos del vestido de su hermana. Era costumbre que los niños no asistieran a las cenas de sociedad mientras no hubieran sido presentados al mundo en forma adecuada. Y eso, en el caso de las jovencitas, sucedía siempre cuando las hermanas mayores ya se habían comprometido. Era una costumbre que Fanny despreciaba por completo al considerarla excesiva y ridícula. ¿Qué sucedería con Cassie si ella no se casaba jamás? ¿Nunca disfrutaría de su propia puesta de largo?
Fanny se entretenía jugueteando con los bucles de la pequeña quien, a la vez, hacía y deshacía lazadas con las cintas que adornaban el vestido de su hermana. Se trataba de un sencillo y ligero vestido de muselina blanco provisto de minucioso encaje azul que ribeteaba el amplio escote. Una gruesa cinta de raso del mismo tono azulón cosida sobre el corte bajo el busto a modo de cinturilla proporcionaba un vistoso toque de color al delicioso conjunto. Se había recogido el cabello de manera informal en un moño bajo con algunos mechones trenzados alrededor del rodete en torno a una cinta color celeste.
—¡Fanny Clark, haz el favor de bajar, el carruaje de nuestros invitados acaba de llegar! ¿Acaso deberé ir a buscarte yo misma? —La trompetilla que la señora Clark tenía por garganta lanzó el llamado escaleras arriba y quebró la paz de la alcoba. Ambas jóvenes corrieron hasta la ventana y Fanny dejó escapar una amplia sonrisa al reconocer el coche de los Morton en el patio. Besó a su hermana en la nariz en forma ruidosa.
—¿Estarás bien, pequeña?
Cassandra se puso firme y sonrió con suficiencia.
—¡Por supuesto! La señora Milton y el coronel Thorton me harán compañía durante toda la velada. Es posible incluso que ella le conceda el primer baile al coronel —exclamó orgullosa y señaló la desgreñada muñeca de cabeza de porcelana y el raído conejo gris de peluche—. Además, en el caso de que me aburra, puedo esconderme en el altillo de la escalera para espiarlos.
Fanny le dio un beso en la frente como afectuoso reflejo de consentimiento. Acto seguido se levantó de la cama de un brinco, se enderezó y se pellizcó las mejillas en un gesto de coquetería femenina, se humedeció los labios, se despidió de su hermana agitando la mano en el momento de traspasar el umbral y descendió las escaleras entre gráciles saltitos para detenerse en el vestíbulo y situarse un paso por detrás de sus padres, al lado de Ian. La campana de la puerta principal resonó con solemnidad en medio del silencio impuesto. Jane apuró como pudo su perpetuo andar cansado, recibió a los invitados y se hizo cargo de los abrigos y sombreros.
La querida Charlotte y Edmund Byrne aparecieron bajo el umbral muy sonrientes y felices tomados del brazo, gesto que no pasó desapercibido a la señora Clark quien se apuró a torcer el gesto y resoplar por la nariz.
Charlotte lucía espléndida –dentro de su habitual gusto para la ropa– con un vestido color berenjena a juego con un ornamentado tocado en el que destacaba un frondoso ramillete de hojas, del tamaño de una mano adulta, en un tono verde fuerte desplegado sobre la coronilla. Semejante aderezo adornaba un recogido salpicado de apretados caracolillos que le enmarcaban el rostro. El señor Byrne, provisto en forma perfecta de acicalados rizos en la sien, lucía un elegante redingote granate a juego con el chaleco y con el generoso lazo que le engordaba el cuello.
Todos se saludaron con una afectada reverencia. Fanny sonrió complacida. La presencia de sus queridos amigos haría de aquella velada un evento encantador.
Un movimiento apenas perceptible detrás del señor Byrne captó su atención y le pintó las mejillas de un delator tono escarlata. Un caballero vestido de negro en forma impecable, cuya estatura lo obligaba a encorvarse con evidente incomodidad para salvar los bajos techos de la estancia, se inclinó hacia la familia y ofreció una amable reverencia, sin apartar la mirada en todo instante de las brillantes pupilas verdes de la señorita Clark.
Charlotte se volvió con levedad hacia el caballero y se dirigió a su anfitriona:
—Quizá recuerde usted a nuestro invitado de la pasada tarde, señora Clark, el señor Oliver Hawthorne.
Fanny frunció el ceño, mientras el corazón le golpeaba en el pecho como lo haría un mazo contra un cepo de madera. Una oleada de calor le ascendió por el cuello y se dio cuenta de que empezaba a transpirar bajo las capas de ropa.
—¡Por supuesto, señor Hawthorne, sea usted muy bienvenido a nuestro humilde hogar!
Oliver Hawthorne se sentía incómodo en exceso; lo único que conseguía aliviar su incomodidad era la deliciosa visión de Fanny Clark que asomaba su curiosa cabecita por detrás de las siluetas erguidas de sus padres.
Esa noche la señorita Clark resplandecía como una Venus que emergía de las aguas, dotada de ese rubor adorable que conseguía volverlo loco y de esa arruguita en el entrecejo que le proporcionaba un halo de disconformidad constante.
Mientras tanto, como si algún perverso demonio le hubiese encargado la misión de estorbarlo en forma constante de sus ensoñaciones, aquella señora no dejaba de soltar incoherencias y absurdidades mientras lo conducía del brazo hasta el comedor. ¡Cuán monopolizadora y molesta resultaba aquella mujer! Parecía que no fuese a cansarse jamás de adularlos sin vergüenza tanto a él como a Byrne, como si ignorara por completo el necesario límite que marcaba la corrección y el buen tono. Su esposo, su hijo mayor, la querida Fanny, todos parecían sufrir en verdad con la conducta de la señora. Sin embargo ella continuaba con sus despropósitos sin inmutarse en lo más mínimo y ofrecía muestras constantes de un carácter por completo carente de distinción y de clase.
Fueron conducidos a un pequeño saloncito demasiado oscuro para poder ser admirado y demasiado frío para resultar apacible. Sin duda, todos las estancias de la vieja rectoría resultaban demasiado pequeñas y oscuras para lo que se podría considerar confortable en una casa.
Una mesa de pedestal con tablero rectangular y sillas a juego ocupaba el centro de la habitación. Al fondo, sobre un anticuado aparador de madera de tres baldas se podía ver una elegante, aunque descascarillada, vajilla dispuesta para ser admirada.
Oliver Hawthorne tuvo que ocultar un estremecimiento, cuando Fanny se sentó a su lado y una intensa oleada de perfume floral lo envolvió. Los vaporosos pliegues de la falda de la joven se derramaron alrededor de la silla y ocultaron por completo el zapato izquierdo del caballero. Ese fortuito acercamiento despertó en él una sensualidad irreprimible y un deseo irrefrenable de acariciar el fino brazo desnudo con los nudillos de los dedos.
A su lado la joven parecía temblar de un modo casi imperceptible. ¿O acaso eran imaginaciones suyas? No, sin duda la intrépida señorita Clark permanecía cohibida, turbada, inquieta, tal vez se sintiera acorralada en su propia casa. Por el rabillo del ojo, descubrió el delgado bastón con empuñadura de metal que la joven había dejado apoyado en un costado del asiento.
—¿Puedo preguntarle qué tal se encuentra su tobillo?
Fanny enrojeció hasta el nacimiento de los cabellos. Inhaló antes de responder con voz trémula, sin alcanzar a mirar al caballero.
—Bastante bien, gracias, señor Hawthorne.
—Fanny se lastimó hace unos días mientras paseaba por el bosque —intervino la señora Clark que no pudo evitar entrometerse—. Es usted muy amable por preguntar, señor Hawthorne, y por haberse percatado de la invalidez de Fanny. —Miró a su hija mientras le hacía señas sin disimulo y elevaba las cejas en la dirección del caballero—. ¿No es muy amable, Fanny querida?
Ella habría deseado que la tierra se abriera bajo sus pies en ese instante y la tragara entera. O a su madre, por indiscreta y embrolladora.
—Lo es, madre.
Y en ese preciso momento supo que pasaría el resto de la velada con el deseo de que llegara cuanto antes a su fin.
La sucesión de platos no se hizo esperar. De entrante se sirvieron arenques fríos y pudin de arroz. Los platos principales constaron de trucha asalmonada rellena de jamón con salsa de uva, ternera asada con papas estofadas y cabeza asada de ternera flanqueada por varias clases de verduras al vapor. De postre se sirvieron crema de manzana y gelatinas diversas.
La señora Clark parecía en verdad complacida. En ese momento hacía caso omiso al hecho de que los excesos de esa noche condenarían a la familia a todo un mes de austeridad. Ni ella iba a dar muestras de que esa cena era un derroche, ni sus invitados masculinos tenían por qué estar al tanto de la precaria situación de la familia. A menos que esa cacatúa insolente de Charlotte soltara la lengua más de lo debido.
Oliver Hawthorne intentó mostrar un apetito satisfactorio, si bien no era capaz de liberarse del nudo que le apretaba el estómago y le impedía concentrarse en cualquier asunto más allá de la ocupante de la silla de al lado. La contempló mientras la joven se llevaba una copa de vino de naranja a los labios y se deleitó en la elegancia con que sujetaba el pie de la copa y el modo en que a continuación se secaba los labios por medio de ligeros toquecitos con la servilleta. Todos sus gestos conllevaban una sensualidad implícita que lo obligaba a aferrarse al borde del asiento con ansiedad, casi con frenesí: condenaba a sus nudillos a una evidente lividez a causa de la presión sobre ellos ejercida y a su corazón a oscilar al borde de una última sístole mortal.
Casi se sobresaltó, cuando Ian Clark se dirigió a él para interesarse por algún punto de la sociedad londinense.
—Siento no ser la persona adecuada para satisfacer su curiosidad —comentó—, pero no soy asiduo asistente a bailes y demás eventos por el estilo. Por lo general, ese tipo de reuniones me resultan muy desagradables, y solo asisto a ellas cuando mi presencia resulta obligatoria. —Se ajustó el lazo con impaciencia. Los leños del fuego empezaban a despedir demasiado calor ¿o se trataba de otra cosa?—. Con sinceridad, no encuentro satisfacción alguna en alternar con petimetres que solo desean ver halagada su vanidad. Personalmente prefiero salir de caza con mis perros y en compañía de un buen amigo.
—Doy buena fe de ello —intervino Byrne —. Hawthorne es uno de los mejores tiradores del Imperio.
Oliver sacudió la mano en el aire en un gesto que pretendía restar importancia al halago de su amigo.
—¡Qué severo debe de ser usted con los de su clase, señor! —observó la señora Clark mientras el cascabeleo nervioso de su risa ornaba sus palabras—. ¡Petimetres que solo desean ver halagada su vanidad! Muy severo, me temo.
—No, no lo creo. —Hawthorne la miró con seriedad y la señora se sacudió de arriba a abajo—. La sociedad me aburre en forma notable.
La señora Clark ofreció una absurda mueca de sorpresa.
—No puedo culparlo, señor Hawthorne. — La dulce voz de la señorita Clark salió en su defensa en forma inesperada—. Es bien sabido que existen compañías más inspiradoras que las surgidas en ciertas esferas.
Edmund Byrne sonrió mientras se aclaraba la garganta con intención.
Oliver y Fanny se miraron con tal intensidad que durante un instante les pareció que todos los relojes del mundo habían detenido las manecillas, y el tiempo se había estancado para los presentes, que solo ellos dos habían conservado movimiento, vida y raciocinio. En esos momentos Hawthorne habría dado lo indecible, habría desafiado a todos los presentes y a cualquiera que osara estorbar sus deseos, habría vendido el alma al mismísimo Lucifer y desafiado toda norma de decoro y urbanidad con tal de acercarse a ella, envolverla entre los brazos y besarla, acariciar su piel nívea con los labios hasta que no quedase ninguna mínima parcela de piel exenta de sus besos.
—Así es, señorita Clark, solo un bobo encontraría más agradables los asnos de la ciudad que los del campo.
En el futuro, Oliver Hawthorne recordaría aquella cena como el instante en el que, por vez primera y sin lugar a dudas, comprendió que su corazón pertenecía y seguiría perteneciendo para siempre a aquella airosa señorita de carácter indomable. Había caído de forma ineludible bajo su atracción y, por más que se resistiera, por más que pretendiera mostrarse firme, continuaría girando en espiral y sin escapatoria alrededor de la órbita sensual de aquella chiquilla que lo imantaba.