CAPÍTULO 21
Y llegó por fin el primer sábado del mes de mayo.
Todo el vecindario parecía haberse congregado en el claro del bosque donde, desde tiempos ancestrales, se celebraba el baile. Y todos, casi sin excepción, ocupaban el tiempo en la comida, en la bebida y en el baile en posesión de una presencia de ánimo en verdad exultante. Había ciertos grupos que, a juzgar por el rubor que coronaba sus rostros, el brillo achispado de sus pupilas o el osado cariz que tomaban sus conversaciones, evidenciaban no haber pasado sed desde hacía horas.
Era una constante encontrar a cada paso mantas extendidas por el suelo sobre las que ancianas matriarcas reposaban sus vetustas carnes rodeadas de viandas, canastillos y esposos en lamentable estado de ebriedad. Los más pequeños correteaban alrededor de los grupos matriarcales y sujetaban en alto ramas de espinos con las que jugaban a perseguir a las niñas que chillaban y huían de ellos horrorizadas.
En medio del campo, se alzaba el palo de mayo, un poste de abedul vestido desde la base al extremo con cintas de colores suspendidas de la parte superior. A sus pies algunos jóvenes danzaban: cada uno sujetaba el extremo de una cinta y se entrecruzaban unos con otros hasta que las cintas quedaran tejidas alrededor del poste.
En el extremo opuesto del campo, la recién coronada reina de mayo permanecía sentada en su trono floral rodeada por una sonriente corte de haditas aspirantes a próximas coronaciones, madres orgullosas de sus festivas hijas y pretendientes soñadores que hacían la corte a sus preferidas con torpeza.
Las alegres notas de una tonada escocesa invadieron la atmósfera cuando las luces y sombras del ocaso cayeron como un pesado telón sobre tan bullicioso escenario. La melodía era interpretada por un colorido grupo local, cuya interpretación resultaba tan estrepitosa y disonante como grotescos y dionisíacos los ánimos de los intérpretes.
Fanny se vio de súbito arrastrada por la multitud hasta el centro del campo; entre risas, empellones y notas altisonantes se abrió el baile con ella situada en peligrosa ubicación en medio de los frenéticos bailarines. Intentó hacerse a un lado, puesto que el estado de su tobillo y su torpe movilidad debido al uso todavía necesario del bastón anulaban ese año cualquier posibilidad de danzar, pero las bruscas cabriolas y los exagerados giros de los que la rodeaban la mantenían por completo sitiada mientras intentaba luchar por huir del bullicio como fuera.
Sintió entonces que una mano firme tomaba una de las suyas en inesperado ademán posesivo, mientras otra mano la sujetaba por el talle y la obligaba a formar parte de la descontrolada cuadrilla. Con sus pies asentados encima de los pies del caballero que tenía enfrente, se dejó arrastrar movida por la confusión y por la imposibilidad de sostenerse en pie por sí misma. En medio de tan inesperado abordaje, el bastón cayó al suelo y se perdió en un océano salvaje de pies danzantes y faldas multicolores.
—Creí que me había comprometido los dos primeros bailes, señorita; no esperaba que incumpliera usted con tanto descaro una promesa. —La jocosa voz del señor Rygaard la hizo sonrojar, así como la intensa vaharada a alcohol que huyó de los labios del caballero para abofetearla en el rostro. Lo miró estupefacta y se sintió de repente vulnerable sin el apoyo de madera de los últimos tiempos.
—¡Señor Rygaard, mi bastón, he perdido mi bastón!
—¡Olvídese de él! No lo necesitará mientras me tenga a mí como su particular y exclusivo punto de apoyo. Además, semejante complemento no realza la figura de ninguna dama —exclamó sin dejar de sonreír de forma ladina—. No veía tanta gente ebria desde que pisé por primera vez los barrios bajos londinenses. Y que su madre me perdone la osadía de haber pisado semejante lugar —ajustó con descaro a Fanny contra él y la amoldó a su cintura—. ¿Y usted? ¿También ha bebido, jovencita imprudente?
Fanny compuso una expresión severa e intentó poner distancia entre los dos. Pero Jarrod Rygaard la mantenía demasiado bien sujeta con la palma extendida sobre la fina línea de su columna como para que cualquier intento de huida resultara viable. Además, era obvio que el caballero había bebido vino suficiente como para infundirse ánimos y menguar en forma notable en inteligencia y sensatez.
—¿Cómo se atreve? ¡Sin embargo, es obvio que usted sí se ha sobrepasado con el licor! ¡Apesta usted, señor Rygaard!
—¿Y eso le molesta, querida?
Los ojos entornados y la voz susurrante, pastosa, horrorizaron a Fanny. Ante semejante imprudencia, ella no era ya capaz de perdonar la conducta osada y ofensiva del hombre en nombre de su ebriedad; mucho menos aceptarla con resignación, por lo que no sintió deseo alguno o necesidad de mostrarse cortés. Incluso, si hubiera tenido una mano libre lo habría abofeteado en el acto.
—¡Absténgase de la licencia de susurrarme, señor Rygaard! ¡Y permítame regresar a un lugar más tranquilo!
—¿Qué sucedería si me negara?
El caballero giraba una y otra vez; arrastraba a Fanny en volandas hacia aquella vorágine de giros sin sentido. Comprendió la joven que la aparición del señor Rygaard no había resultado afortunada en modo alguno, sino que se trataba de una infeliz coincidencia que acarrearía consecuencias funestas a su vida. Una extraña ansiedad le asoló el ánimo y la hizo sentir inquieta, nerviosa y angustiada. Las tres cosas a la vez. Tanto zarandeo la mareaba. Por el amor de Dios, ¿dónde se había metido Ian? ¿Por qué no acudía al rescate?
—¿Pretende obligarme a gritar, señor Rygaard? ¡Porque le aseguro que mis pulmones gozan de una salud magnífica! —Intentó componer una evidente expresión de reproche y lo consiguió a juzgar por la sombra fugaz que cruzó de inmediato las pupilas centelleantes de su interlocutor.
—¿Gritaría? ¿Me haría quedar como un villano?
—¡En este momento se comporta usted como un villano, señor!
Tras un minuto de silencio, que con seguridad sirvió para cargar de valor y presunción la recámara anímica del estadounidense, continuó con la ofensiva cháchara. Era obvio que su conciencia se había ausentado o quizás había perecido ahogada en una ingente cantidad de alcohol.
—¿Está usted muy enojada o un poco enojada? —Mientras así hablaba le guiñó un ojo a la joven. Una nueva y ácida vaharada de alcohol emanó a través de su aliento.
—¡Lo bastante enojada como para no desear bailar con usted en este momento, señor! —exclamó con toda la fuerza de que fue capaz—. Además no resulta demasiado amable por su parte que me obligue a acompañarlo dado el estado de mi tobillo. ¡Se comporta usted como un rufián sin alma en vez de como un caballero!
—¿Se ha hecho usted daño? ¡No me diga que otro galán ha abusado de sus delicados pies y la ha invalidado para el resto de la velada!
Rygaard inclinó la mirada para tratar de observar qué tara podría haber en aquel tobillo oculto bajo la incómoda longitud de la falda. Pero su visión se encontraba demasiado velada por el licor como para permitirle comprobar, ni siquiera enfocar con nitidez, incluso a tan escasa distancia. Por ello, sin soltar a su presa trató de levantar un extremo de la falda para comprobar el estado de aquella oculta parte de la anatomía de su compañera. Fanny, por completo horrorizada, rechazó semejante licencia y le propinó un manotazo en la zarpa audaz.
—¡No se le ocurra volver a tocarme, señor Rygaard, o le aseguro que…! —Se interrumpió en el acto porque, en ese mismo instante, divisó entre el grupo de espectadores a la pareja formada por Charlotte y Edmund Byrne quienes, era evidente, permanecían ajenos a su infortunio. Alzó la cabeza por sobre toda aquella colorida masa en movimiento y gritó el nombre de su amiga en una clara petición de auxilio. Pero Charlotte no podía oírla a esa distancia, ni siquiera la pareja que bailaba a su lado la había escuchado.
En ese preciso instante, percibió cómo la mano que la ceñía por el talle se tensaba en forma súbita y la atraía con mayor violencia hacia sí. Se volvió para mirar cara a cara a Rygaard y descubrió que una desconocida expresión de espanto se le había dibujado en el rostro hasta transformarlo de pronto en una máscara terrorífica y sombría.
—Desconocía que dispusiera usted de su propio cancerbero. —El estadounidense habló sin mirarla, con la voz demudada y la faz por completo lívida.
—¿Qué dice?
Miró entonces hacia el lugar donde Charlotte y Byrne se encontraban hacía tan solo un momento, pero el lugar había pasado a ser ocupado por un grupo de campesinos que saltaba ebrio al son de la música. Imitó la dirección que habían tomado los ojos de su acompañante, adheridos de forma pertinaz a un punto invisible a cierta distancia. Y entonces lo vio.
Oliver Hawthorne permanecía inmóvil bajo un elegante arco de pasifloras. Su elevada estatura y su oscura vestimenta, demasiado elegante y rebuscada en medio de la desaforada multitud, lo hacían destacar de forma indisimulable. Permanecía en extremo tenso, sombrío, con la barbilla alzada con notoria autoridad, y los observaba, ¡a ellos!, con los ojos entornados en un gesto peligroso y siniestro. Los puños apretados a los costados evidenciaban la tensión que le corría por las venas y que debía de haberle transformado la sangre en auténtico fuego líquido.
Rygaard también parecía haberse fijado en el caballero. La prontitud con la que interrumpió el baile y la lividez del rostro así lo evidenciaban.
—¿Qué diablos hace él aquí? ¡Es un tipo en verdad insólito! —farfulló malhumorado en forma visible—. La clase de hombre a la que le gusta exhibirse y compararse con todo el mundo con el único fin de mostrar los defectos de los demás. ¡No entiendo a qué habrá venido, si no es a lucirse en medio de todos estos paletos!
—¿Disculpe? ¿A quién cree que está llamando paletos? —Fanny se liberó por fin con brusquedad del abrazo de Rygaard que en esos momentos parecía demasiado entretenido en mantener la compostura como para preocuparse por el rechazo y la indignación de la señorita—. ¿Acaso conoce usted al señor Hawthorne?
Rygaard despertó de su ensoñación, tragó saliva y parpadeó con nerviosismo antes de responder.
—Lo conocí durante… —Pero algún extraño recuerdo lo instó a silenciarse.
—Durante una de sus anteriores visitas a Inglaterra en las que no le ha sucedido nada ni ha conocido usted a nadie interesante. No me diga más —completó Fanny y despreció la visión que ofrecía el estadounidense para observar con cautela al señor Hawthorne.
El caballero parecía en verdad furioso; tanto el perfil aguileño como las facciones oscuras ayudaban a proporcionarle en esos momentos un aspecto siniestro.
Cesó la música y la presencia lívida y atribulada de Rygaard desapareció entre la multitud con la misma urgencia con la que había aparecido. Fanny lo buscó alrededor, pero solo atinó a vislumbrar la parte posterior de su chaqueta engullida por la turba agitada. La música comenzó a sonar con gran estridencia y desatino y las parejas cabriolaban de nuevo sin el menor tipo de cohibición.
Atrapada de nuevo en el endiablado círculo y sin ningún punto de apoyo esta vez, Fanny empezó a recibir codazos y pisotones por doquier y se convirtió en un peligroso y apetecible blanco inmóvil para los frenéticos bailarines. Por un momento, dio la impresión de que todos aquellos autómatas desenfrenados tuvieran como fin último impactar contra la vulnerable y frágil señorita Clark o de que, acaso, alguna extraña imanación los atrajera sin remedio hacia la órbita de la muchacha.
Perdió el equilibrio al tropezar con una mujer tan robusta como ebria y enfurecida. Trastabilló hasta casi dar con su atolondrado cuerpo en el suelo. Surgido en medio del caótico océano en movimiento, un poderoso brazo se abrió paso para sujetarla por el talle hasta rodearla por completo, erguirla y salvarla así de una peligrosa y cierta caída en medio del frenesí pagano.
A punto de llorar, Fanny enterró el rostro en el fino brocado del chaleco que le acariciaba la piel mientras se asía con firmeza a las solapas de la chaqueta de su rescatador. Se asombró de la facilidad con la que el hombre la transportaba entre la multitud, alzándola a una considerable distancia del suelo mientras ceñía con firmeza las prensas de sus dedos alrededor del delicado talle de la joven.
—¡Hábleme de algo, señorita Clark, de lo que sea, por el amor de Dios! —Hawthorne se expresaba en un registro bajo y sombrío. Su tono era a todas luces de furia.
Fanny contuvo un hipido antes de responder.
—Señor, ¿cómo dice?
—¡Intente distraerme, por Dios, o de lo contrario le aseguro que daré la vuelta en este mismo instante y le abriré la cabeza en dos a ese miserable!
Fanny se estremeció y se aferró a las solapas del caballero con mayor impetuosidad.
—¿Llevaba mucho tiempo observándonos?
—¡El suficiente! —bramó él—. Y le aseguro que tuve que echar mano de toda mi contención para no abalanzarme sobre ese malnacido.
En un momento dado, a una distancia prudencial del improvisado escenario de baile, el caballero la depositó con suavidad en el suelo. Las mejillas de la joven ardían; su pecho ascendía y descendía en agitado vaivén. Con toda la dignidad de que disponía en ese momento, que no era mucha, intentó arreglarse la falda y alzó con timidez los ojos hacia el caballero. Estudió sus facciones durante unos segundos bajo los claroscuros de una noche de cuarto creciente, lejos ya de la incierta claridad que derramaban los hachones y las hogueras del campo festivo. El hombre luchaba por recuperar el aliento y su rostro reflejaba una ira homicida.
—No sé cómo agradecerle… —murmuró nerviosa.
Pero el caballero parecía no escuchar. Miraba al frente: las llamaradas rojas y negras del infierno brillaban en sus pupilas. O se había vuelto loco o era muy consciente de que la providencia lo había obligado a retroceder en el mismo momento en el que había estado a punto de cometer un homicidio.
—¿Está enfadado conmigo?
Hawthorne no la miraba, pero su agitada respiración y la rabia que destilaba su cara eran más que evidentes.
—Señorita Clark, ¿está usted bien?
Fanny intentó aclararse la garganta en silencio; antes de responder se miró de arriba a abajo. Sí, parecía que todo estaba en su sitio.
—He perdido mi bastón, pero por lo demás…
El caballero suspiró con acritud.
—¡No debería bailar con el tobillo todavía convaleciente! ¡Ningún caballero con un mínimo de sensatez la sacaría a bailar en vista de su estado!
Hawthorne bajó la vista. En la frente se le dibujaron varias arrugas inusuales y sus ojos, aquellos abismos sin fondo de antaño, centelleaban ahora dotados de un brillo siniestro.
—Ha sido algo del todo fortuito, señor Hawthorne. —Fanny sintió la necesidad de excusarse delante de él. No podía negar que el estado colérico del coloso en verdad le inspiraba un cierto temor—. No era mi intención bailar esta noche, se lo aseguro. Me duele demasiado el tobillo como para cometer semejante insensatez.
—Entonces ¿la han sacado a bailar sin su consentimiento? —Él paseó la mirada de un lado a otro y sintió que se ahogaba. Parecía a punto de volverse loco.
—Sí… No, bueno… —Fanny se silenció en el acto porque, en realidad, eso era lo que había sucedido. Rygaard había aparecido de improviso y la había arrastrado hacia el centro de aquel vórtice de despropósitos sin su consentimiento—. Es decir… No se preocupe, por fortuna me encuentro a la perfección.
Atraídas quizá por la conversación de la pareja o fascinadas con el bullicioso aquelarre que los aldeanos llevaban a cabo en el claro del bosque, del cielo empezaron a caer diminutas gotas de lluvia que, curiosas ante el novedoso conocimiento del mundo terreno, descendían animosas desde el lecho celestial en forma urgente y repetitiva. Al principio parecía tratarse de la característica llovizna que por lo común vela el paisaje con un manto acuoso e inamovible, llovizna suave y apenas perceptible que sin embargo se prolonga durante una eternidad y cala por completo a los incautos que se atreven a menospreciar su silencioso poderío. Pero poco a poco aquella lluvia saltarina del principio se envalentonó hasta crecer tanto en intensidad como en violencia y se convirtió en una tromba de agua en toda regla.
Fanny, con los ojos entrecerrados, se abrazó a sí misma para protegerse de la humedad fría que empezaba a calarle el cuerpo y empaparle la ropa. En el acto, Hawthorne, caballero de la vieja escuela, se desprendió de su chaqueta para ofrecérsela a la joven, que la dejó caer sobre los hombros y se aovilló dentro de ella.
—Me parece que esta noche la lluvia no tiene aspecto de cesar pronto. ¡Venga conmigo! —ordenó. La sujetó por el codo y tiró de ella hacia algún lugar en la espesura.
Fanny obedeció. En ese momento se encontraba tan mojada y aterida que tiritaba de forma visible. El rechinar de sus dientes se hacía oír sobre el monótono estruendo que provocaba la lluvia al caer. A lo lejos, también la música había cesado; y los gritos y las risas de los incautos a los que, como ellos, había sorprendido el aguacero, llenaban el aire.
El señor Hawthorne se detuvo por fin en la entrada de una especie de orificio horadado en la roca. Se trataba de una covacha muy reducida, oscura y maloliente, con seguridad el antiguo refugio de alguna criatura del bosque, pero al menos bajo tal protección permanecerían a salvo del aguacero que caía en ese momento.
—Entre, no tenga miedo, aquí al menos no nos mojaremos.
—¿Cómo sabía de la existencia de este refugio?
Él sonrió con levedad, pero por la mirada todavía destilaba ira. Al igual que Fanny, también él estaba empapado y el hecho de encontrarse en mangas de camisa complicaba mucho más ese punto.
—Está usted temblando, señorita Clark. —El tono se dulcificó hasta tal punto que Fanny se sacudió de arriba a abajo, pero esta vez no a causa del frío. La voz del hombre sonaba ronca, casi ronroneante. Alzó una mano y, con un gesto de una suavidad abrumadora, colocó un mechón rebelde por detrás de la oreja de Fanny que acogió ese gesto en silencio y sin parpadear—. ¿Cree que podrá consentir que le dé calor?
Fanny abrió mucho los ojos, pero no dijo nada. Todo su cuerpo se vistió de piel de gallina: ya no sabía si era a causa de la humedad y del frío o de la cercanía y la presencia de Oliver Hawthorne.
—Solo como un acto humanitario, de lo contrario contraerá usted una pulmonía. —Aunque en sus ojos persistía ese brillo homicida, sus labios se curvaron en una sonrisa—. Permítame que me acerque.
Así lo hizo. En un principio sus movimientos parecían vacilantes e inexpertos. Alzó los brazos hacia ella y formó con ellos un arco que no terminaba de cerrarse en torno a ella, como si tuviera miedo de que el contacto con la joven pudiera quemarlo o que el simple roce piel con piel hiciera desvanecerla como humo entre sus dedos. Pero, tras ese intenso e incómodo instante de indecisión, cerró los brazos en torno a una empapada, temblorosa y atribulada Fanny.
—No se preocupe, pronto su cuerpo entrará en calor. —Mientras así hablaba sus manos se desplazaban con sinuosidad por la espalda de la joven, abarcaban el cuerpo delgado y se deslizaban con cautela por los hombros y los brazos de la señorita como un ciego que recorre a tientas la escultura de una deidad.
Era evidente que el hecho de encontrarse a solas en medio del bosque y en mitad de la noche en compañía de un caballero no podría albergar nada bueno para la reputación de una joven soltera como ella; sin embargo, Fanny sintió en el pecho un estallido de satisfacción. Entre los brazos del hombre se sentía segura, intocable. Parecía tan pequeña e insignificante al lado de Oliver Hawthorne que podrían haber representado la alegoría de un pobre pajarillo distinguido con el amparo y la predilección de un coloso. Había algo que resultaba lo mejor y más satisfactorio: se sentía abrigada y embargada por una oleada de calor físico que ascendía por todo su cuerpo y la acaloraba desde la punta del dedo gordo del pie hasta el último y encharcado mechón de sus áureos cabellos. La piel de Oliver Hawthorne ardía bajo la húmeda tela de su camisa; el hecho de percibir ese calor, un calor que jamás habría imaginado que llegaría a sentir, de ser consciente de los poderosos brazos cerrados en torno a su cuerpo (aunque se tratara de un mero gesto caritativo y humanitario) la marearon de tal forma que poco faltó para que perdiera la consciencia. Porque era probable que Hawthorne tan solo estuviera siendo amable con ella, pero ¿acaso no parecía aquel gesto equivalente a un abrazo con todas las de la ley y no un simple acto de cortesía? ¿Tan descabellado resultaba imaginar que existiera un poco de afecto en los brazos del caballero adheridos a su cuerpo?
Cerró los ojos, sonrió, hundió el rostro en el pecho del caballero mientras permanecía con firmeza arropada por su chaqueta ¡y sus brazos! como una mariposa abrigada en su crisálida que no deseara abandonar tan feliz refugio para salir a un mundo incierto. ¿Cuánto tiempo estuvieron así? ¡Quién sabe! Fanny no deseaba computar ni un miserable segundo, tan solo cerrar los ojos y retener aquel instante por siempre en la memoria.
—¿Se encuentra mejor? —La voz susurrante del caballero, que procedía de algún lugar entre sus enredados mechones, la atrajo de nuevo a la realidad. A una realidad en la que no permanecerían abrazados por toda la eternidad.
—Supongo que sí.
—Creo que ha escampado. La acompañaré a casa.
“¡No, no, no!”
Con lentitud, como si al hacerlo sufriera un martirizante dolor parecido al de desprenderse la piel adherida a la piel de la joven, Hawthorne se separó de ella y le ajustó con demora la chaqueta sobre los hombros.
Fanny se arropó con la chaqueta en ademán posesivo. Aunque semejante posesión no le serviría ya de mucho. Todavía podía sentir la fuerza de aquel torso apretado contra el suyo o el calor que generaban sus brazos en movimiento al abrigarle el cuerpecito aterido mediante ligeras caricias.
—Señorita Clark, yo… Créame que no acostumbro a perder los estribos de este modo. Es solo que… —Se pellizcó el puente de la nariz y apretó los ojos—. No puedo tolerar ciertos comportamientos.
Fanny ladeó el rostro. La oscuridad en aquel lugar era tan densa que apenas podían intuirse el uno al otro. En medio de la negrura, el hombre exhaló y con su aliento parte del peso que cargaba sobre los hombros se evaporó en el aire.
—Estoy tan cansado de luchar en vano.
—¿Contra qué lucha, señor Hawthorne? —Fanny se sorprendió de lo ronca que sonó su voz.
La respuesta del caballero se hizo esperar en medio de un silencio aplastante.
—Contra todo sentido común, me temo, contra mi propia cordura, contra todo mi mundo, en definitiva.
Al amparo de la oscuridad se permitió seguir con la yema de los dedos el perfil delicado de aquella joven que conseguía poner su mundo del revés. Fanny trató de acompasar el atropellado ritmo de su respiración, acorde con las brutales pulsaciones con que la víscera romántica se revolvía dentro de su pecho.
—Si tan dolorosa le resulta su lucha, señor Hawthorne, quizá debería plantearse no luchar más.
En el aire sonó lánguido el eco de un suspiro prolongado y amargo. El suspiro de un hombre agotado y asolado por la impotencia. Fanny, a la espera quizá de un desenlace que no llegaba, sintió su corazón en ardentía mientras galopaba en su pecho con la impiedad de un mazo que bate contra un cepo de madera.
—La acompañaré a casa, señorita Clark —insistió él.
Fanny sintió que los latidos del corazón habían cesado de golpe, que ya no volverían a continuar en su incesante marcha.
—¿Cree que podríamos pasar antes por el campo del festejo?
Hawthorne exhaló con fastidio.
—¿Para qué?
—Es probable que, ahora que el grupo se ha disgregado, pueda recuperar mi bastón.
—Está bien, echaremos un vistazo rápido.
Sujetó a Fanny del codo y la condujo fuera de aquel lugar.
* * *
Cuando llegaron al claro del bosque pudieron comprobar que, tal y como Fanny había supuesto, el escandaloso grupo del principio de la noche ya se había disuelto. De todas formas, todavía quedaban pequeñas cuadrillas dispersas que se habían refugiado de la lluvia bajo los árboles y que ahora habían regresado para recuperar sus pertenencias. El tablero que había servido como improvisada mesa de aperitivos y bebidas todavía permanecía en pie, pero su contenido había cambiado. Los vasos estaban por el suelo, abandonados por sus dueños con gran precipitación, y las viandas encharcadas y pisoteadas. Incluso había varios chales y sombreros arracimados sin vida sobre el fango.
—Usted mire por allí, señor Hawthorne, donde se encuentra aquel grupo de gente. Yo buscaré por aquí. De este modo acabaremos antes.
—¿Está segura? —preguntó y miró su tobillo.
—Estaré bien.
Fanny observó con melancólica languidez la imponente silueta del caballero al alejarse. No transcurriría ni medio minuto, cuando el hecho de presentir una presencia oscura y mezquina tras de sí la obligó a volver la cabeza con prontitud. El señor Rygaard la observaba sonriente y un brillo delator le centelleaba en las pupilas. Fanny decidió concederle tan solo medio segundo de atención.
—Creo que alguien me debería haber advertido de la peligrosidad de estos bailes campestres —siseó—. De haberlo sabido, habría asistido con un arma oculta en la bota.
Fanny se limitó a escuchar en silencio, sin ni siquiera mirar a su interlocutor.
—He intentado acudir en su auxilio, se lo aseguro, pero me ha resultado imposible. —Del aliento de Rygaard se volvía a derramar el dulzón aroma del licor—. ¡He sido empujado, pisoteado y vapuleado de la forma más inapropiada que usted pueda imaginar!
—Por supuesto, señor Rygaard —murmuró sin el menor atisbo de emoción.
—¡Le aseguro que la busqué entre el gentío, pero fui avasallado por un grupo de mujeres por completo fuera de sí que me estorbaron en mis propósitos!
—Está bien, señor.
—¿Y esa chaqueta? —preguntó el hombre y pellizcó la prenda apenas con dos dedos como si se tratara de la casulla de un apestado—. Terciopelo negro español. —Arqueó una ceja—. No pertenece a ningún pelagatos del pueblo, ¿verdad? —Usó un tono que con toda claridad era de reproche.
—Le ruego que no emplee usted ese tono para dirigirse a mí o a Sheepfold. No hace mucho decía estar usted encantado con el modo de vida de este lugar —amonestó ella. Rygaard chasqueó la lengua, malhumorado—. Y no, no pertenece a nadie del pueblo, sino a cierto caballero mucho más amable y solícito de lo que lo ha sido usted.
—¡Oh, por supuesto, estos grandes personajes siempre lo son! —En su tono había un claro matiz de burla e insulto—. ¡Es increíble la suerte que tienen algunos hombres! Al principio, todo el mundo los juzga odiosos y arrogantes, pero, en cuanto sale a relucir su inmensa fortuna o su posición social, los que en un principio los detestaban cambian de opinión en forma radical. Dígame, señorita Clark, ¿cuándo se sintió usted en verdad inclinada por ese hombre: antes o después de haberse aprendido de memoria los nombres de sus propiedades?
—¡Me está usted ofendiendo, señor Rygaard! —La rabia contenida y la indignación aparecieron de pronto en el rostro de Fanny. Si no hubiera resultado comprometedor, sin duda alguna habría abofeteado al insolente.
—¡Oh, perdóneme, se lo ruego, mi mojigata e interesada damisela! —Se inclinó en una grotesca y fingida reverencia que casi consiguió arrojarlo de bruces a los pies de la joven. El tono agrio y el achispamiento visible en los ojos evidenciaban que el señor Rygaard se encontraba bastante perjudicado por el alcohol.
Apenas había conseguido recomponerse de la aparatosa cortesía cuando Hawthorne apareció sujetando un ligero bastón en la mano derecha. Rygaard, al percatarse de la presencia del hombre, cuadró de modo ridículo los hombros y se envalentonó ante aquel coloso que lo doblaba en altura y dimensiones. Por su parte, Hawthorne, perplejo ante la presencia del caballerete, lo observó con una mirada en extremo ceñuda y furibunda.
Era obvio. Ambos hombres se conocían. Y ambos compartían un profundo y mutuo desprecio.
—¡Vaya, vaya, vaya, Hawthorne, qué inusual sorpresa encontrarlo a usted tan lejos de su querida sociedad londinense! —Rygaard intentaba mostrarse relajado; quizá los efluvios de los múltiples brandis que había ingerido hasta el momento lo ayudaban a desinhibirse.
—Rygaard. —Inclinó la cabeza con una frialdad que evidenciaba ansias homicidas —. Creí que había abandonado usted Inglaterra.
—Lo había hecho, sí —admitió el estadounidense—, pero no he podido evitar sentirme de nuevo atraído por los irresistibles cantos —alargó el brazo para señalar con descaro a Fanny— de las hermosas sirenas inglesas.
Hawthorne, con dos amplias zancadas, se interpuso con rapidez entre Fanny y el estadounidense y con agilidad empleó un brazo para ocultar a la joven tras el muro infranqueable que ofrecía su anchurosa espalda.
—¡Aléjese de ella! —siseó arrastrando las palabras.
—Vaya, ¿acaso está también bajo su protección? —Fanny elevó las cejas hasta el nacimiento del cabello. No conseguía entender nada; tampoco era capaz de comprender la repentina actitud posesiva y protectora del señor Hawthorne—. Dígame, ¿esta vez se trata también de piedad cristiana o tal vez ha encontrado un hermoso juguetito para adornar Hawthom Park?
—No se atreva a acercarse a la señorita Clark —amenazó Hawthorne en un tono de una firmeza tal que Fanny se estremeció—. Advertido queda, esta vez no seré tan condescendiente como en el pasado.
Rygaard se tornó serio de repente. Se le ensombrecieron los ojos a causa de antiguas heridas no cicatrizadas. Sin embargo, la expresión de su rostro resultaba irrisoria comparada con la expresión asesina que mostraba Oliver Hawthorne.
—No me amenace; aquí su dinero no le servirá de nada. —Alzó la cabeza para atraer la atención de Fanny que asomaba con curiosidad por encima del hombro de su guardián—. Y si la señorita Clark se muestra complacida con mi compañía, quizá debería usted reconocer por fin su ineficacia a la hora de mantener intacta la moralidad de ciertas señoritas.
No hizo falta mayor provocación. Hawthorne descargó un terrible puñetazo sobre el grotesco rostro de Rygaard que, tras tambalearse unos segundos, cayó fulminado al suelo sangrando en abundancia por la nariz. Hawthorne sacudió en el aire la mano dolorida mientras su rival se retorcía en el suelo con la pechera de la camisa teñida de un escarlata vívido.
—¡Por favor, deténgase, se lo ruego! —Fanny sujetó al caballero por el codo y lo obligó a recapacitar.
Un corrillo de curiosos empezó a cerrarse en torno al grupo.
—¿Lo ha visto usted? —gritó Rygaard y se dirigió a Fanny—. ¡Me ha atacado sin existir provocación previa por mi parte!
—¡Cállese, Rygaard! —exclamó Fanny fuera de sí—. ¡Ya se ha comprometido usted bastante!
—¿Cómo se atreve, maldito embustero? —Hawthorne parecía dispuesto a arremeter de nuevo contra su rival abatido, pero Fanny lo retuvo sujetándolo con mayor firmeza por el codo y lo obligó a encararla.
—¡Señor Hawthorne, se lo ruego! —susurró suplicante.
—¿Cómo se atreve a arremeter contra un hombre indefenso? —increpó de nuevo el extranjero mientras se revolvía como una lagartija a la que le hubieran amputado la cola. Sin duda, no contar con la alianza de la señorita Clark le dolía en profundidad.
—Señor Hawthorne, ¡míreme, míreme, se lo suplico! —Fanny tiró de él para tratar de alejarlo de las provocaciones del estadounidense—. No le haga caso, señor, está ebrio.
Pero Rygaard, armado con la maldad que por lo general devora las almas impuras cuando se encharcan de alcohol, se incorporó como pudo y, quizá con la ayuda del diablo, siempre solícito en estos casos, se apoderó de una botella vacía que alguien había abandonado a escasa distancia. Atacó a su oponente por la espalda, como el cobarde que siempre había sido, y descargó sobre Hawthorne toda su perfidia en el preciso instante en el que el caballero, alertado por los gritos de los curiosos, volvió la cabeza. Por fortuna, tan solo consiguió abrirle una pequeña brecha sobre la ceja derecha, lo que creó gran alarma entre los presentes debido a lo escandalosa que siempre ha sido la sangre.
Rygaard fue inmovilizado con rapidez por varios de los aldeanos que, poco a poco, consiguieron arrastrarlo lejos del lugar en medio de un peligroso fervor plagado de abucheos, blasfemias e imprecaciones. Quizá, si la cordura de los escasos abstemios de la reunión no se hubiera impuesto a la demencia que produce la ebriedad, la muchedumbre habría linchado al estadounidense allí mismo.
Fanny, sin pensarlo dos veces y con una energía que nadie atribuiría a una muchacha tan menuda, se rasgó los bajos del vestido para taponar y limpiar la herida sangrante de Hawthorne, que, aturdido, se sentó sobre un cepo para facilitar la labor a su improvisada cuidadora. La joven, posicionada entre las piernas separadas del caballero con la familiaridad que produce la preocupación sincera, daba ligeros toquecitos a la herida al tiempo que se inclinaba sobre él para soplar con delicadeza sobre la carne desgarrada. El hombre, jadeante e intranquilo, seguía cada uno de los movimientos de la señorita con la misma atención con la que un fervoroso devoto atendería las doctrinas de su dios.
—¿Le duele mucho, señor Hawthorne? —preguntó en un susurro, con sinceridad preocupada.
Él sonrió y se mesó el cabello con impaciencia.
—No demasiado. —La miró a través de su penetrante mirada de obsidiana—. A los hombres, a menudo, nos gusta quejarnos más de lo necesario para recibir las atenciones de las damas que en otras circunstancias nos serían negadas.
Fanny inclinó la cabeza y la volvió a un lado. Si se veía tan ruborizada como elevada era su consternación, sus mejillas debían de refulgir en esos momentos como ascuas encendidas. En su pecho, su corazón se debatía entre la vida y una última sístole mortal.
—No sea usted tonto. —Continuó presionando con cuidado para taponar la herida—. No creo que exageraría usted si se quejara, le ha hecho una buena herida.
—¡Y yo debería haberlo obligado a tragarse todos y cada uno de sus dientes! —siseó ante una dolorosa punzada que lo obligó a oprimir la mandíbula y fruncir el ceño.
—¡Lo siento, señor, no pretendía lastimarlo!
—No se preocupe, señorita Clark. —Alzó la mirada para encontrarse con las pupilas vibrantes de Fanny, que permanecía muy quieta, a la distancia de un suspiro, con la boca entreabierta, el labio seco y el aliento breve—. Usted jamás podría lastimarme.
Fanny sonrió y dio gracias al cielo por conservar su presencia de ánimo en esos momentos. ¡Faltaba tan poco para que perdiera el sentido delante de aquel hombre y se desmayara como una bobalicona!
—¿Conocía usted al señor Rygaard?
—Hace tiempo que lo conozco —contestó tajante.
Comprendió que no iba a obtener más información al respecto. Por ello, se contentó con silenciarse y observar en forma furtiva al caballero, cuyo rostro, a la altura del suyo propio, ofrecía una visión nítida de unas armoniosas facciones varoniles, en ese momento, mucho menos severas de lo que había intuido antaño.
—¿Dónde se hospeda?
Fanny lo miró contrariada. Tan fascinada estaba en la contemplación de Oliver Hawthorne que la pregunta la tomó por completo desprevenida.
—Rygaard, ¿dónde se hospeda? —insistió Hawthorne—. No se queda en el hostal.
La sangre había dejado de manar y formaba una rojiza costra seca sobre la ceja del caballero. Con la mayor tranquilidad que fue capaz de conferir a sus movimientos, se guardó la tela sanguinolenta en uno de los bolsillos de la falda y se situó de nuevo frente al señor Hawthorne.
—No señor, porque se queda en mi casa.
Hawthorne la sujetó con firmeza por el antebrazo y la acercó a él.
—¿Cómo es posible que sean tan incautos? ¡Aléjese de él, señorita Clark! —Aunque susurrante, el tono resultaba imperativo—. ¡Se lo ruego!
—¿Por qué?
—No me pregunte, se lo suplico, porque en estos momentos no podría decirle nada más sin implicar a terceras personas. Pero, por su bien —oprimió la mandíbula hasta que sus músculos maxilares palpitaron—, prométame que se mantendrá alejada de Jarrod Rygaard.
—Señor Hawthorne…
Él se aproximó tanto a Fanny que sus hálitos se entremezclaron y comenzaron los dos a arder, aún sin tocarse, abrasados por un mismo fuego. Él la miró de un modo tan penetrante como intenso. Cuando abrió la boca, acarició con su tono aterciopelado las suaves y níveas mejillas de Fanny, meció con su aliento los bucles ondulantes de la joven e inquirió:
—¡Prométamelo, Fanny, prométamelo!
—¡Se lo prometo! —susurró jadeante. Y era cierto. En esos momentos estaba segura de que prometería cualquier cosa que aquel hombre quisiera pedirle.
* * *
Fanny se encontraba en el jardín delantero cortando las espigas secas de la espléndida mata de lavanda que crecía junto al vallado.
Su estado de ánimo era un auténtico torbellino en el que proliferaban violentas sacudidas y constantes altibajos, por lo que agradeció el estado de soledad en el que por fortuna se encontraba sumida. Echó un fugaz vistazo hacia la ventana del dormitorio donde descansaba el señor Rygaard. La visión de las gruesas cortinas corridas de lado a lado evidenciaba que el caballero permanecía todavía acostado, pese a haber rebasado el ecuador del día hacía ya un par de horas.
El estadounidense había rechazado el desayuno y permanecido toda la mañana encerrado en sus aposentos, sin evidencia alguna de pretender levantarse en lo que restaba de día. No solo su rostro parecía haberse visto afectado por el encuentro con el señor Hawthorne, sino también su hombría y su dignidad.
Se inclinó sobre la prolífica lavanda y se dejó envolver por el fragante aroma. ¡Por supuesto que estaba indignada con el comportamiento del señor Rygaard, que no se había limitado a ofenderla azuzado por la ebriedad, sino que había actuado como un auténtico cobarde al atacar a su rival por la espalda!
Desde el primer momento, había intuido que el estadounidense guardaba un inquietante secreto relacionado con su pasado. Tras los acontecimientos de la noche anterior, resultaba evidente que debía de tratarse de algo por demás importante puesto que involucraba al mismísimo señor Hawthorne. El mundo no dejaba de ser un sorprendente pañuelo.
El sonido de pasos sobre la grava del camino la apartó de estas cavilaciones y le hizo alzar la vista. Frente a ella, del otro lado del precario vallado de madera, Edmund Byrne la observaba con el semblante demudado de modo extraño.
—Señorita Clark. —se inclinó con dolorosa lentitud.
—Señor Byrne, ¿ha venido usted solo? ¿Y Charlotte?
El hombre suspiró con languidez y se armó de valor mientras inclinaba la cabeza.
—No vengo de la residencia de los Morton, señorita Clark, sino del pueblo.
Una chispa de intuición brilló de inmediato en las verdes pupilas de Fanny y el corazón le dio un vuelco.
—¿Ha sucedido algo, señor Byrne?
—No estoy autorizado para contarle nada, señorita. —Sacó una mano del bolsillo y la alargó por encima del vallado para entregarle un pequeño sobre lacrado—. Léala, se lo ruego, y entenderá todo.
Una vez Edmund se marchó, Fanny se refugió bajo la sombra de una vieja higuera y se sentó en el cómodo hueco que ofrecía el tronco torneado con gracia. Rasgó el sobre con impaciencia, antes de devorar aquellas elegantes líneas de tinta con la avidez del hambriento que llevara semanas sin probar bocado.
Mi querida señorita:
Usted me solicitaba referencias de mi trato con el señor Rygaard y, aunque no es tiempo de que haga mención a ciertos aspectos del pasado por respeto a terceras personas que no merecen ser involucradas, sí me atrevo a apelar a su sentido común y a ese carácter impetuoso que sé que posee para rogarle que se mantenga alejada de semejante personaje. Confíe en mí, algún día quizás pueda explicarle todo lo que desea escuchar y usted inquiría ayer, pero no hoy, señorita Clark, hoy no podría satisfacer su curiosidad sin resultar subjetivo en mis sentimientos hacia semejante estúpido.
Mis continuas e insalvables obligaciones me reclaman en Hawthom, por lo que debo partir de inmediato sin fecha de retorno inminente.
En mi ausencia no desearía otra cosa más que esperar que usted, mi querida señorita, resulte juiciosa y sensata y escuche mi consejo. No se relacione con Rygaard, por su bien, no lo haga. No creo que un hombre como él sea digno jamás de merecer su amistad.
Oliver Hawthorne
En esos momentos, las lágrimas surcaron su rostro como si hubieran escapado de un surtidor roto. La mano en la que sostenía la misiva cayó inerte sobre el regazo.
—¿Y este es el final? —preguntó al viento—. ¿Se aleja usted ahora que por fin ha conseguido entrar en mí como una enfermedad? ¡Maldita sea, no puede hacerme esto, no puede hacerme esto, Oliver Hawthorne! —Un sollozo ahogado le sacudió el pecho—. ¡Merece que lo odie durante el resto de mis días! ¡Por mi vida que se lo merece! —Sorbió la nariz y se tragó la aflicción—. Ojalá pudiera amarlo un poco menos para odiarlo un poco más.
Rompió a llorar como jamás lo había hecho en toda su vida, ahogada a causa del llanto atropellado. En su fuero íntimo sentía como si la frágil sujeción de cristal que le sostenía el corazón se hubiera quebrado en mil pedazos infinitos.