CAPÍTULO 29
Cuando, muy a su pesar, Edmund consideró que ya habían abusado bastante de la hospitalidad de Hawhtom, los convidados se levantaron de sus respectivos asientos para comunicar al señor Hawthorne la intención de poner fin a la visita.
Oliver Hawthorne había permanecido en silencio y del todo ceñudo durante la última media hora, tiempo transcurrido desde que su exigente madre había abandonado la sala rodeada de un pérfido halo de orgullo y descortesía, lo que dejó a sus invitados sumidos en un incómodo silencio.
Fanny no había sido capaz de mirar a Hawthorne durante todo ese tiempo porque, pese a que se encontraba por completo satisfecha y agradecida de haber ganado aquella injusta contienda verbal en ningún instante deseada por ella, en el fondo se torturaba por haber actuado de un modo tan grosero e impertinente. ¡No había podido evitarlo! Le resultaba demasiado injusto que los peces grandes, que de por sí se adueñaban de la mejor parte del estanque, se entretuvieran, además, torturando a los pequeños a causa de sus limitaciones.
Sin embargo, era obvio que la valoración que el señor Hawthorne había hecho de su persona a partir de ese momento dependería mucho de su desafortunada actuación de esa noche. Puesto que ya en el pasado la primera impresión causada en el caballero había resultado lamentable, después del incidente con la señora Hawthorne estaría perdida para siempre.
“¡Maldita la hora en que aceptaste acompañar a Charlotte a Hawthom Park! Con ello no has conseguido otra cosa que hundirte cada vez más en el lodazal en el que tú misma te arrojaste de bruces. Ahora estás enfangada hasta el cogote, niña boba, y ni cinco mulas juntas serían capaces de levantarte, ni aunque tiraran todas a la vez.”
Oliver Hawthorne envió a un lacayo a comunicar al cochero el deseo de los invitados de regresar de inmediato a Londres. Mientras, varios sirvientes acercaron las capelinas de las damas, que permanecían en pie al amable calor de la chimenea.
Solícito, el lacayo regresó de inmediato y se acercó a su señor para cuchichearle en forma ceremoniosa al oído. Oliver Hawthorne permaneció encorvado durante todo el tiempo que duró la confidencia para, a continuación, volverse de cara a sus expectantes convidados y expresarse con un extraño aire relajado:
—Me informan que el clima se ha vuelto del todo desagradable. Durante el transcurso de la velada ha estado lloviendo de forma ininterrumpida y resulta más que probable que no amaine la tempestad hasta dentro de un par de horas.
Charlotte se llevó las manos a la boca para ahogar una exclamación de disgusto. Fanny tragó saliva y maldijo la mala suerte. ¿Sería posible que también las fuerzas de la naturaleza confabularan contra ella?
—Encontrarían los caminos, si decidieran regresar, bastante intransitables; es muy probable que varios arroyos se encuentren completamente desbordados. —Hawthorne se expresaba con absoluta determinación—. Esta región del país es rica en pantanos y humedales, a la tierra le cuesta asimilar con facilidad grandes cantidades de agua y en un margen de tiempo reducido todos los riachuelos se ven desbordados. Sería muy arriesgado aventurarse a partir en estos momentos, porque con facilidad podrían quedar atascados en mitad de la crecida, romper un eje o desequilibrar la suspensión del vehículo.
—¡Qué tamaña adversidad, Hawthorne! —La consternación del señor Byrne resultaba más falsa que un penique de madera puesto que, ante la fatal noticia, no dudó en servirse, con toda la calma del mundo, otra copa de brandy.
—Jamás consentiría que mis invitados sufrieran desventura alguna por causa de un viaje tan temerario. —Observó a Fanny con una intensidad demoledora durante una fracción de segundo, pero la joven continuaba con la cabeza inclinada y las manos enlazadas frente al talle. Como una hermosísima e impávida estatua de alabastro—. Insisto con empeño en que pasen la noche en Hawthom hasta que sea posible reanudar el viaje.
Fanny alzó la mirada en ese mismo instante para derramarla sobre los insondables abismos de obsidiana del señor Hawthorne. Un ansia atroz comenzó a devorarle las entrañas, mientras un escalofrío inhumano la recorrió de arriba a abajo. En su delirio le pareció ver que el caballero le dedicaba una sonrisa cálida e íntima.
—Señor Hawhtorne, agradecemos hasta el infinito tan generoso ofrecimiento, pero no quisiéramos abusar por más tiempo de su hospitalidad. —Charlotte se expresó apenas con un hilillo de voz, como era habitual en ella.
—Insisto, señorita Morton, sería por completo temerario e imprudente por mi parte dejarlos ir. Y no se preocupe por lo que considera un abuso sin serlo; en Hawthom disponemos de más habitaciones que personas dispuestas a ocuparlas. Confío en que encuentren en ellas todas las comodidades necesarias.
Fanny tragó saliva en forma ruidosa mientras un extraño batallón de mariposas batía con ímpetu alitas de talco en el interior de su estómago. Una sonrisa escéptica que no ascendió de la categoría de mueca descreída le asomó al semblante en el mismo segundo en que un picor intenso y descontrolado empezaba a fraguarse en el interior de sus párpados.
No le quedaba ninguna duda de que había sido una locura acompañar a Charlotte a Hawthom. Allí dentro se sentía como un sucio ratoncillo de campo atrapado en una cajita de oro y diamantes.
* * *
El día había amanecido con una sorprendente temperatura agradable. Después de las agitadas horas nocturnas en las que una terrible tormenta primaveral la había mantenido en vela durante casi toda la noche a causa de la siniestra obertura de truenos, rayos y violentos zarpazos de lluvia que arañaban los cristales, resultaba bastante inaudito que amaneciera un día tan límpido y calmo.
En lugar de dirigirse al comedor para acompañar a sus amigos durante el desayuno, Fanny decidió entretenerse un rato en curiosear la enorme terraza trasera de la mansión, cuyas puertaventanas abiertas parecían invitarla a traspasar el umbral y dar rienda suelta a una inocente intromisión.
Al fin y al cabo, eran sus últimas horas en Hawthom y con toda probabilidad jamás tendría la oportunidad de encontrarse en una situación semejante. Era la mejor y única ocasión de abrir bien los ojos y mantener alerta todos los sentidos para conservar grabadas en las retinas la hermosa acuarela natural que ofrecía el maravilloso parque.
Cerró los ojos e inhaló en profundidad. El olor a tierra mojada y a vegetación revigorizada tras el beso fresco de la lluvia le invadió las fosas nasales.
Se acercó a la señorial balaustrada para disfrutar desde esa ventajosa posición la magnífica vista que ofrecían los jardines de Hawthom desplegados a sus pies.
Una fragancia exquisita, propiciada sin duda por la humedad imperante, elevó hasta su privilegiada atalaya una aguda mezcla de olores que contenía desde el dulzor de los alhelíes hasta la suavidad de los jazmines, sin olvidar el cálido aroma de los racimos de lilas y madreselvas.
El sol brillaba tenue y hacía resplandecer bajo su beso dorado cada hoja, cada pétalo, donde aún titilaban tímidas las últimas gotas rezagadas de la torrencial lluvia acaecida.
Sonrió embelesada ante tanta belleza y dejó caer la cabeza relajada sobre la nuca. ¡Podría resultarle tan fácil acostumbrarse a vivir en un lugar como aquel! ¡Sería tan agradable sentirse dueño y señor de tanta belleza natural encerrada tras los sobrios y majestuosos muros de Hawhtom Park!
“Olvídalo, Fanny, nada parecido a esto te pertenecerá jamás.” Suspiró con languidez y se vació los pulmones poquito a poco.
En ese preciso instante, un sexto sentido, tan agudo y manifiesto en el género femenino, la ayudó a intuir una presencia a su espalda. Ni siquiera se movió, ni siquiera se apresuró a regresar de ese punto de maravillosa abstracción para girar hacia el recién llegado. No era necesario. De forma inexplicable todos sus sentidos habían aprendido a mantenerse en alerta ante la presencia de Oliver Hawthorne.
Una intensa oleada de calor le nació en la boca del estómago para ascender por el escote y el cuello. El corazón, ese maldito traidor que actuaba con autonomía en los momentos más inoportunos, bombeó entonces con una brusquedad tal que a la joven le pareció que sus frenéticas convulsiones serían con claridad perceptibles bajo la fina capa de piel que lo vestía. De hecho, la gasa de su vestido ascendía y descendía de un modo excesivo, al compás del volcán en erupción en que se había convertido su pecho.
“Debes mantenerte consciente, debes mantenerte consciente, respira. Solo (¿solo?) se trata del señor Hawthorne.”
—¿Ha podido descansar, señorita Clark?
Fanny se demoró un minuto antes de responder y enrojeció como una amapola. Con seguridad el interés del hombre obedecía a la preocupación ante los horribles surcos oscuros que se dibujaban bajo los ojos de Fanny tras una noche completa insomne.
—¡Ah, sí, bastante bien, señor Hawhtorne! —mintió.
—¿Y ya ha desayunado?
No, no lo había hecho. En semejante estado de nervios, tampoco sería buena idea ingerir alimento alguno ante la amenaza de arrojarlo en el acto.
—Me temo que ahora mismo prefiero alimentarme de la belleza de sus hermosos jardines, señor Hawthorne. Mañana podré desayunar. —Enrojeció ante la tristeza que, sin quererlo, había inculcado a sus palabras—. Posee usted un auténtico paraíso dentro de su propiedad.
Oliver Hawthorne esbozó una torpe sonrisa mientras apoyaba ambas manos sobre la balaustrada, al lado de las manos delicadas y temblorosas de Fanny; reposaba sobre ellas el peso del cuerpo. Su mirada, relajada en la contemplación de sus dominios, era la mirada propia de los grandes hombres que se saben en posesión de un universo privado. Todo orgullo y satisfacción.
—Seguro que echa de menos su condado, ¿me equivoco? —preguntó de pronto.
Fanny cerró los ojos e inhaló una nueva bocanada de vida antes de responder.
—Siempre, señor Hawthorne, por más censurable que resulte para algunos un lugar así.
—Señorita Clark, creo que debería disculparme…
—La belleza de sus jardines me ha ayudado hoy a sentirme un poco más cerca de casa, señor Hawthorne, se lo agradezco —cortó ella y esbozó una tímida sonrisa.
—Entonces, ¿le agrada Hawthom Park?
—¡Muchísimo! —exclamó Fanny y en el acto se avergonzó del ímpetu asignado a sus palabras.
—Me alegra que piense así. —Sonrió con amplitud—. Tan solo he intentado reflejar la majestuosidad de la naturaleza, señorita Clark —continuó un agradecido caballero—. Aunque, si he de ser justo, debo reconocer que no existe mérito alguno en adornar ligeramente lo que ya de por sí resultaba hermoso en su estado natural.
Sin poder eludir la mención se volvió hacia Fanny para perderse en las vibrantes esmeraldas de sus ojos. La joven se obligó a enviar aire a sus pulmones, que por un instante se habían olvidado de funcionar, mientras permanecía subyugada sin remedio bajo el embrujo de aquellas pupilas del color de la brea. Todo su cuerpo se vistió de piel de gallina cuando se percató de que Oliver Hawthorne sería el mejor héroe romántico, apuesto y sensual que jamás encontraría en ninguna de sus novelas. Y por fin aquel héroe estaba allí, con ella, en el mejor marco escénico que cualquier sufrida damisela romántica podría desear. ¿Cómo había podido estar tan ciega hasta entonces?
Del mismo modo, Hawthorne la miraba fascinado. Permanecer tan cerca de la joven, protagonista sin quererlo de todos y cada uno de sus recientes desvelos, y evitar la tentación, ¡la necesidad!, de estrecharla entre los brazos, acariciar su delicada piel de alabastro y besarla hasta traspasar los límites de la cordura, resultaba una tarea hercúlea. Tan pequeñita, tan menuda, tan frágil… ¡Resultaría tan fácil atraparla bajo su poderoso cuerpo, saciarse de ella y arder juntos bajo la pasión de un mismo fuego infernal!
“Sal de mis sueños y entra en mi vida, mi preciosa, mi ansiada Fanny.”
—¿Puede ver aquel bosquecillo de coníferas que se divisa en la lontananza? —Oliver se obligó a desviar el incendio que abrasaba sus entrañas hacia un tema menos comprometedor o, de lo contrario, de seguir alimentando semejantes emociones, acabaría por echarse a la joven al hombro y perderse con ella precisamente en el interior del bosque mencionado.
—Sí, por supuesto —respondió Fanny y acompañó la mirada del caballero hasta el hermoso bosque al que se refería.
—Aquella ha sido una de mis humildes contribuciones a esta vasta propiedad, modelada con el correr de los años bajo la supervisión y cuidado de cuatro generaciones de caballeros Hawthorne. He llegado tarde, me temo, para ser el artífice de los cercados de cipreses, del empedrado de los jardines o de la plantación de mentas en torno al gran estanque. —Señaló una zona apartada del jardín que permanecía todavía en construcción—. Ahora estoy intentando crear un pequeño templete en aquella parte del jardín que invite a abandonarse a placeres como la contemplación de la naturaleza o la lectura.
—¿Novelas góticas como la de la señora Radcliffe? —preguntó Fanny y esbozó una tímida sonrisa cómplice que el caballero se apresuró a corresponder.
—¡Por supuesto! —Recogió las manos y oprimió con ansiedad los puños a los costados—. Me preguntaba si usted, como amante que es de la belleza natural, podría recomendarme alguna planta para adornar semejante rincón.
—La lavanda… —balbuceó Fanny y sintió en su interior un mar de lava a punto de erupcionar—. Es mi planta favorita.
—En ese caso, colmaré mi humilde rinconcito privado de infinidad de matas de lavanda.
Ambos giraron a un tiempo y sus miradas se encontraron durante un eterno instante. Se aproximaron con lentitud. Oliver se inclinó hacia ella, y Fanny se alzó de puntillas, la barbilla elevada, los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Con firmeza y varonil posesividad Hawthorne cerró sus manos en torno a aquellos delgados bracitos, estrechó a la joven con firmeza contra el pecho mientras tomaba posesión de sus labios. Entonces nada más importó, bebió de ella con la misma pasión con que un animal sediento bebería el agua de un oasis tras muchos días de sequía, dominado por la dolorosa urgencia que en el pasado lo había obligado a detestarla hasta el delirio y que en ese instante lo apremiaba a amarla, a desearla del mismo modo.
Un inoportuno carraspeo quebró el instante de magia que envolvía ambas almas y los devolvió con brusquedad a la realidad en la que estaban obligados a sobrevivir.
Oliver separó sus labios y su cuerpo en llamas de la señorita Clark al tiempo que lanzaba una colérica mirada al causante de tan inoportuna interrupción. En el umbral de las puertaventanas, uno de los lacayos permanecía impertérrito con sus ridículos aires mayestáticos.
—¿Qué diablos sucede? —bramó el caballero y ocultó a Fanny tras la anchurosa muralla de su propio cuerpo.
—En unos minutos, el carruaje del señor Byrne estará dispuesto, señor. Su madre me envía en busca de la señorita Clark, porque solicita una entrevista privada con la señorita antes de su partida.
Ceñudo y ebrio de curiosidad, miró a Fanny por última vez antes de separarse de ella.
* * *
Cordelia Hawthorne oprimió con fuerza la mandíbula e impuso a su rostro un rictus de perversa severidad. Frunció los labios hasta reducirlos a una fina línea transversal. Después de lo sucedido la pasada noche no le cabía la menor duda de que aquella indeseable era un peligroso obstáculo que debía eliminar cuanto antes. Una cucaracha a la que resultaba imperativo aplastar antes de que su insensato hijo le tomara demasiado cariño. Y ella estaría complacida en extremo de ser la mano ejecutora, el talón capaz de aplastar a tan odiosa criatura.
Un breve repique en la puerta del saloncito privado la devolvió al presente. A ese preciso instante en el que la cucaracha todavía continuaba con vida.
—La señorita Clark, señora —anunció el lacayo con ronca solemnidad.
La imponente dama efectuó un raudo movimiento con su abanico, gesto que el lacayo respondió con una ceremoniosa reverencia y desapareció a continuación por los amplios corredores.
Fanny inhaló e intentó espolearse ante la incierta odisea que se le presentaba. Se humedeció los labios. Dio un paso al frente y se adentró en la gran sala.
La estancia era enorme, como todas las habitaciones de Hawthom Park. Predominaban los tonos granate en el papel de las paredes, el tapizado de los sillones y las telas de los cortinajes. El suelo, de un mármol blanco pulido con todo cuidado, resplandecía y reflejaba los contornos oscuros del mobiliario. En los elevados techos, admirables frescos bíblicos inducían a levantar la mirada y perderse en aquellas escenas plagadas de querubines y adanes en mística abstracción, todos ellos engalanados de guirnaldas, oropeles y demás atavíos propios de la corte celestial.
Pero en la sala existía algo mucho más poderoso que toda la belleza artística y decorativa reunida allí a modo de efectivo escaparate del poderío de sus propietarios: la presencia inquietante de la señora Hawthorne que, al fondo de la estancia y con una pose de rígida altivez, lucía un moño plateado tan elevado como los que en su día luciera cierta monarca francesa y la observaba con la misma expresión en el rostro que la del escrupuloso que descubre la inmundicia de un caballo en medio de su camino.
Fanny sintió un súbito escalofrío, reacción instintiva ante el miedo y la precaución que un encuentro privado con aquella mujer le provocaba.
—¡Acérquese, muchacha! —No se trataba de ninguna invitación, sino de la orden de alguien acostumbrado a dirigir la vida de los demás.
Fanny cuadró los hombros y observó a su adversaria con detenimiento. El infinito desprecio que rezumaba aquella mujer conseguía alcanzarla incluso a distancia. Tragó saliva y empezó a acercarse con lentitud. Se sentía como un títere que camina sobre una cuerda en dudoso equilibrio; avanzaba tambaleante e indecisa como si de pronto la ansiedad del momento le hubiera hecho olvidarse del sencillo y primitivo acto de caminar.
Cuando se encontró a una distancia prudencial, obedeció la invitación que la señora le había ofrecido con un raudo movimiento de abanico y se sentó en una sencilla banqueta sin brazos.
—Señorita Clark, si por algo me caracterizo es por ser una persona directa. No me gustan los subterfugios, por lo que iré en forma directa al tema que nos ocupa, sin más preámbulos. Al fin y al cabo, tanto usted como yo tenemos cosas más importantes en que ocupar nuestro tiempo.
La mirada despectiva que le dedicó a Fanny evidenciaba la creencia de que, en el caso de la joven, esos asuntos habían de ser tan bobos como insignificantes.
—Estoy aquí para escucharla, señora.
—Con sinceridad espero que así sea, que me escuche, por su propio bien.—La anciana se detuvo para tomar aire—. No creí necesario interceder porque, hasta el momento, confiaba en el buen criterio y sentido común de mi hijo, pero, a la vista de los acontecimientos, está claro que Oliver Hawthorne ha perdido por completo el juicio.
—La señora me disculpará, pero no entiendo a dónde quiere llegar.
Cordelia Hawthorne se levantó con brusquedad de su asiento para acercarse amenazadora, se detuvo con el rostro a escasa distancia del rostro de la joven y siseó como la cobra venenosa que por cierto era:
—¡Le exijo que se mantenga alejada de mi hijo, jovencita, y es por su propio bien que se lo digo!
Fanny parpadeó con nerviosismo. No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar.
—¿Está amenazándome, señora Hawthorne?
Cordelia Hawthorne abrió unos ojos como platos mientras estudiaba el orgulloso rostro que se alzaba ante ella con descaro. ¡La muy necia no había ofrecido una sola mueca de contrición, sino que sostenía su mirada con inusual arrogancia! ¡Cómo le gustaría sujetarla del cabello y arrastrarla por los pasillos de Hawthorne hasta arrojarla fuera de su vista!
—¡Le estoy advirtiendo, muchacha insolente! ¡Desde el primer momento he adivinado sus aviesas intenciones! Su amiga ha conseguido seducir a un estúpido letrado capitalino, pero usted aspira a algo más, ¿verdad? Usted no se conformaba con un empleado de justicia, usted deseaba imitar a su amiga en ascenso social y atrapar a uno de los solteros más codiciados y poderosos de Inglaterra. —La señora hizo una pausa e intentó refrescarse del acaloramiento que la ahogaba. Acomodó los cabellos más cortos de la nuca y se dirigió de nuevo a la señorita, su particular objetivo—. Sepa usted que su plan ha fracasado desde este mismo instante, muchacha, porque acaba de toparse con la horma perfecta de sus zapatos. —Hizo un grotesco aspaviento con la mano—. De sus horrendos zapatos. Jamás consentiré que mi hijo se case con usted. Eso sería no solo un gran fracaso para el apellido Hawthorne, para la nobleza implícita en nuestra sangre, sino también, de una forma particular, para mí, como madre y señora de Hawthom.
Fanny intentó permanecer inalterable, aunque era muy consciente de que se había quedado pálida. Eso o la sangre se le había evaporado por completo de las venas y el vacío le provocaba un frío acerado en todo el cuerpo.
—Se equivoca, señora, le aseguro que no albergo ninguna perversa intención con respecto al señor Hawthorne. Jamás haría nada que avergonzara a su hijo o lo pusiera en evidencia en sociedad.
—¡No es eso lo que da a entender! Si no ¿a qué ha venido a Hawthom? —explotó la dama—. ¿Qué tiene que hacer aquí? ¡Ha venido a incitar a un caballero en su propio hogar, a buscarlo y provocarlo como una vulgar…!
Pero Fanny no le dio la oportunidad de terminar la frase ni, por consiguiente, su terrible ofensa.
—¡Puedo asegurarle, señora, que visitar Hawthom era lo último que esperaba hacer durante mi estancia en Londres!
—Espero que sus palabras sean ciertas. Resultaría catastrófico para usted anhelar otros propósitos. —Se paseó con languidez por la sala con intención de que la joven percibiera toda su grandeza y magnificencia—. Tengo grandes planes para Oliver Hawthorne —sentenció a modo de advertencia.
—No lo pongo en duda. Tan solo me pregunto: ¿los conoce él?
—¿Cómo se atreve, insensata? —La señora se revolvió hecha una hidra. Se detuvo frente a la joven y golpeó en forma rítmica con su abanico el hombro de la señorita Clark—. ¿No se da cuenta de que toda usted es una ofensa para la vista? ¡Sus pobres modales, su imperdonable descaro, su indebida resolución! ¡Resulta inaceptable que responda a todo lo que se le dice con semejante impertinencia! ¿A dónde pretende llegar comportándose de ese modo? ¡Sepa usted, criatura disparatada, que no la aceptaría ni como criada en mi propia casa!
“¡Aguanta Fanny, no cedas paso a las lágrimas, aguanta y pronto terminará todo!”
La señora Hawthorne continuaba derramando veneno.
—¿Es que no se da cuenta de que un caballero de la posición de mi hijo jamás albergaría un interés real en una muchacha de su condición? —Sonrió con escepticismo—. ¡Pobre ilusa! ¡Se habrá encaprichado con usted y con su aire desenvueltos, pero, en cuanto tome posesión de su cuerpo, le aseguro que la dejará a un lado para desposarse con una señorita digna de nuestra estirpe! ¡Es algo que durante siglos ha sucedido con los grandes hombres de nuestra sociedad! ¡Mi hijo no siente nada por usted, absurda criatura, tan solo el deseo carnal de llevársela a la cama!
Fanny se levantó del asiento, impulsada por un invisible resorte. Las hirientes palabras de la gran dama se le mezclaron en la cabeza con el delicioso recuerdo del beso entregado en la terraza; una punzada de dolor le atravesó el pecho, como si alguien le hubiera enterrado en el corazón un hierro con saña suficiente como para que el filo asomara por la espalda.
—¡Señora, no le permito!
—¡No me permite, dice! —interrumpió la gran dama—. ¡Habrase visto la desvergonzada! —La señora Hawthorne abrió el abanico con un movimiento enérgico y empezó a darse aire mientras observaba a la joven con un desdén infinito en la mirada—. ¡Su presencia es una ofensa para esta casa, señorita Clark, para el apellido insigne de los Hawthorne y para cualquier sociedad que se precie! ¡Le aconsejo que recoja de una vez sus miserables bártulos y regrese a la infesta cloaca de la que no debió salir jamás! —Rumió a continuación entre dientes—. ¡Criatura ridícula, Hawthom Park no se hizo para personas como usted!
No pudo soportarlo por más tiempo. Entre descontrolados hipidos y ante el derrame imparable y atropellado de miles de lágrimas, Fanny se retiró de la vista de aquella odiosa tirana en una atolondrada carrera que la obligó a avanzar por el pasillo en zigzag y la hizo tropezar con las ménsulas y pilares que asomaban en cada ángulo oscuro mientras avanzaba a ciegas, herida de muerte, por el corredor que se le antojó interminable. Un sonoro sollozo se hizo eco en los elevados techos y, mientras la joven corría y se cubría el rostro con las manos, las lágrimas desbordaban en innumerables regueros de desolación. No importaba la fuerza con que apretara los párpados o el deseo que manifestara de mantenerse firme, serena, puesto que, cuanto más apretaba los ojos, con mayor fuerza brotaban a borbotones las lágrimas.
La vívida luz de la mañana le obligó a fruncir el ceño cuando alcanzó el exterior, gesto que no le impidió comprobar que el carruaje del señor Byrne permanecía preparado y con la portezuela abierta a la espera de la última pasajera.
Al lado de la portilla, Oliver Hawthorne y Edmund Byrne conversaban en baja voz con el ceño un tanto fruncido y el rostro atribulado. La conversación parecía más agitada que privada y más temeraria que prudente.
Al percatarse de la presencia de la señorita Clark, Hawthorne cuadró los hombros y realizó un intenso escrutinio del rostro enrojecido y transmutado de la joven.
Fanny se obligó a mantener la compostura en ese último y decisivo instante, se sorbió con ruido la nariz, inhaló en profundidad hasta herir las fosas nasales con la viveza de la brisa matinal y apretó el paso para salvar la distancia que la separaba del vehículo, el maldito boleto de vuelta a la realidad.
Mantuvo la cabeza inclinada en un vano intento por ocultar los ojos vidriosos, hinchados y enrojecidos. Ofreció a su anfitrión una rauda y escueta reverencia antes de rechazar su ayuda para subir los escalerines laterales y acomodarse aovillada en el interior del carruaje.
Una actuación tan drástica como inesperada no podía pasar en absoluto desapercibida a alguien tan metódico como Hawthorne, que siguió con la mirada cada movimiento de la joven desde que salió al exterior con paso atropellado hasta que subió al carruaje sin apenas detenerse a mirarlo, además de haber rechazado su mano tendida con afecto hacia ella. Habida cuenta de la intimidad surgida entre ellos pocos minutos antes en la terraza posterior, no podía entender el cambio acaecido en la joven, ni su escasa presencia de ánimo en esos momentos, ni su aparente indiferencia hacia su persona.
Salvo que…
Oliver Hawthorne se adentró en la mansión como si su alma fuera llevada por el mismísimo demonio.
Avanzó por los pasillos a grandes zancadas, subió las escaleras de dos en dos con los puños apretados con fuerza a los costados y las cejas fruncidas en un siniestro gesto de cólera ingobernable. Su corazón que golpeaba como un maldito dentro de la amplitud del torso parecía espolearlo paso a paso con cada endemoniada pulsación y exigirle una respuesta en consonancia con el frenético movimiento que a punto estaba de infartarlo.
Como un animal herido y acorralado por sus captores, Hawthorne detuvo el infernal avance al final del corredor de la primera planta, frente a los aposentos privados de la señora Hawthorne. Mantenía la espalda encorvada, los brazos despegados del cuerpo, la respiración turbia y entrecortada; ni siquiera fue consciente de que un pequeño grupo de criados curiosos lo había seguido a cierta distancia y permanecía atento a la escena con expresión atónita y miradas desenfocadas.
Sin pensarlo dos veces, e ignorando la presencia de los criados que había dejado atrás, irrumpió con violencia en la estancia y abrió las puertas dobles con una crispación tan descontrolada que hasta las hojas de madera gimieron bajo el incierto sostén de sus goznes.
La señora se encontraba sentada en un elegante sillón orejero, con los pies en alto sobre un florido escabel. De repente se puso blanca como la tiza y observó a su hijo con una expresión que oscilaba entre la sorpresa y el temor.
—¡Oliver! ¿Qué proceder es este? —Se llevó las manos al pecho e intentó mitigar la agitación provocada por semejante irrupción violenta.
—¿Qué acaba de suceder, madre? —bramó por completo fuera de sí y la observó a través de unos ojos inyectados en sangre—. ¿Qué ha sucedido con la señorita Clark?
La señora descendió los pies con lentitud, se levantó y se acercó a su hijo.
—No entiendo, querido.
Oliver le lanzó una sonrisa que derramaba sarcasmo.
—¿De verdad no sabes de qué te hablo, madre?
—¡Por supuesto que no! —La señora Hawthorne cruzó los brazos sobre el pecho y lo observó con indignación—. ¡Irrumpes en mis aposentos como un salvaje y me reclamas vaya una a saber qué desconocidos asuntos de los que ni siquiera estoy enterada! ¿Se puede saber quién es usted y qué ha hecho con mi sensato hijo?
Oliver se mesó el cabello con impaciencia.
—¿Se puede saber qué ha sucedido con la señorita Clark? —repitió e intentó serenarse. El cabello desordenado, el rostro tenso y salvaje, las facciones oscuras y el aliento breve no ayudaban a ofrecer una imagen conciliadora.
Cordelia alzó las cejas un tanto turbada.
—No lo sé. ¿Ha sucedido algo con la señorita Clark?
Hawthorne empezó a impacientarse. Había acudido a aquella habitación en busca de respuestas al reciente comportamiento de la señorita Clark. ¡Y por su vida que su propia madre, por más experta que fuese en la materia, no iba a marearlo como a una perdiz! Clavó en ella sus pupilas de obsidiana antes de susurrar en un tono que no admitía réplica.
—Madre.
Cordelia Hawthorne demostró entonces una cierta inquietud, aunque su sempiterna expresión de soberbia no disminuyó ni un ápice.
—Esa señorita Clark no es buena, hijo, te está volviendo loco, te convierte en un bruto.
Oliver igualó la posición de su madre en dos amplias zancadas. Se situó a su altura, se encorvó sobre ella, la sujetó por un codo y siseó con ferocidad, con una mirada demencial, mientras derramaba sobre ella la agitación de una respiración desquiciada.
—¡No te atrevas a juzgarla sin conocerla! —rugió entre dientes—. ¡No lo hagas, maldita sea!
El asunto era peor de lo que imaginaba. Su hijo, su estúpido hijo, defendía con fervor a aquella hija de Caín. ¡Quién pudiera saber qué sucias artes habría empleado la muy puerca para embaucarlo!
—¿Y debo suponer que tú sí la conoces? ¡Vaya, me pregunto qué clase de conocimiento será ese que te permite defenderla y hablar en su nombre con semejante fervor! ¿Puedo saber con qué derecho o licencia te eriges como defensor de una vulgar campesina ante tu propia madre?
Hawthorne no respondió. Soltó a su madre como si acabara de quemarse; exhaló lenta y dolorosamente mientras se aflojaba con desesperación las múltiples y apretadas vueltas de su lazo. Más que nunca aquel elegante atavío alrededor del cuello actuaba como una opresora y mortífera soga.
—¿Puedo saber por qué mi propio hijo me trata con semejante desprecio? —La señora se acercó a él y cerró con posesividad la mano sobre el hombro fuerte y amplio del hijo—. ¿Qué ha hecho contigo esa mujer para que te vuelvas contra tu propia madre?
Oliver apretó la mandíbula hasta que sus molares restallaron. Una vez más, como venía sucediendo desde que su padre había fallecido y él se había visto obligado a tomar las riendas de la heredad familiar, aquella mujer pretendía dominarlo todo, controlarlo todo, y disfrazar sus deseos bajo la etiqueta de consejos desinteresados para imponer su voluntad a través de los labios de su propio hijo.
—¡No la culpes a ella, puesto que se trata de mi vida, madre, de mis propios deseos! —rugió y clavó con férrea determinación sus pupilas en los achicados ojos de la gran señora—. ¡No voy a consentir que los cuestiones o que te interpongas a ellos!
—¿Entonces es cierto? —El rubor que coloreó el enjuto rostro de la dama anunciaba su indignación—. ¿Has elegido a esa mendicante para ser tu esposa? ¡Por el amor de Dios, Oliver, no puede ser en serio! —La señora ahogó un jadeo—. ¡No puedes estar tan sediento como para detenerte a beber en la primera charca enlodada que aparece en tu camino! ¡Por encima de mi cadáver esa mujer entrará en esta casa como dueña y señora de Hawthom!
La mirada de Hawthorne en ese instante era la mirada de un perturbado. En semejante estado colérico y dadas sus imponentes dimensiones, la señora Hawthorne no pudo evitar estremecerse.
—¡Madre, te prohíbo que te inmiscuyas! —bramó y alzó un dedo acusador a modo de advertencia.
—¡Y yo te prohíbo que me hables así, Oliver Hawthorne, mal que te pese sigo siendo la señora de Hawthom!
Él fijó la mirada en el rostro demacrado y contraído de su madre, surcado en esos momentos por innumerables regueros de sudor que arrastraban en su curso gran parte de los gruesos afeites de la dama.
—Entonces, ¿se trata de eso? —Estalló en carcajadas como un demente—. Toda esta maldita conversación, todos tus prejuicios, tu desprecio hacia la señorita Clark, ¿son por Hawthom? Nunca imaginé que resultaras tan vana y superficial.
—Hijo mío… —Oliver se desasió de la súplica que conformaba el abrazo de su madre, y se mantuvo en modo absoluto firme en sus propósitos—. ¿Crees que la sociedad consentirá un enlace tan dispar? ¿Crees que serás bien recibido en las residencias de nuestros amigos si acudes del brazo de esa… de esa…? ¡Arruinarás nuestro linaje, hijo, por culpa de una vulgar campesina!
—¡Me importa muy poco esta maldita sociedad nuestra y me importa menos aún la opinión de aquellos a los que consideras amigos y a los que solo les interesa el agradable sonido de nuestras arcas! —Inhaló en profundidad y lanzó a su progenitora una gélida mirada olímpica—. Tan solo deseo ser feliz, madre. ¿Acaso no merezco serlo?
—¡Por supuesto que lo mereces! Pero con la mujer apropiada, hijo mío. Solo con una igual podrás alcanzar la respetabilidad y la dicha que merece un caballero de tu condición.
—Voy a casarme con ella, madre —afirmó con cierta serenidad al sentir que debía dejar claro ese punto—. Y seré feliz con la señorita Clark, solo con ella podría serlo.
—¡Jamás lo serás! —La señora escupía veneno a borbotones, sin ningún tino ni mesura, como última defensa posible. El peinado un tanto descompuesto le confería el aspecto de una lunática bajo el desordenado efecto de los bucles plateados.— ¡Jamás encontrarás la dicha al lado de una muchacha de su condición! ¡No, al menos, con mi beneplácito!
Oliver permaneció inmutable. Con el rostro impasible, recogió con una calma exasperante las manos bajo el faldar del redingote y, por medio minuto, dedicó a su madre una sonrisa amarga.
—¿Tu beneplácito? ¿Crees que lo necesito? —Sonrió sarcástico. En dos amplias zancadas se posicionó en el umbral y reclamó la atención del mayordomo, que permanecía a la cabeza del grupo de curiosos que escuchaban en un ángulo oscuro del pasillo—. ¡Que alguien se ocupe de que la señora Hawthorne abandone la propiedad a la menor brevedad posible!
La dama, al comprender que su propio hijo pretendía exiliarla de Hawthom y de su propia vida, hizo acopio de una sumisión que nadie le habría atribuido, se inclinó sobre sí misma y se postró de rodillas ante él mientras se aferraba ansiosa a los extremos de su chaleco.
—¡Oh, hijo mío, hijo mío, no puedes alejarme de ti, no lo soportaría! ¡Hemos trabajado duro durante tantos años por mantener vivo todo esto como para que ahora lo abandones por culpa de una mujer por completo indigna!
Él rechazó el contacto, la dejó entre sollozos en el suelo rodeada de la masa informe de su falda y habló sin detenerse a mirarla:
—¿Hemos trabajado duro, madre? ¿Cómo te atreves a decir algo así? ¡El único que ha trabajado he sido yo! ¡Yo he sido el único que sacrificó su juventud por ungir el yugo que conlleva nuestro apellido para que tú pudieras mantener el nivel de vida que te ofreció mi padre!
La señora dio nuevas muestras de altivez, dejó a un lado su repentina sumisión para levantar la cabeza como una cobra y desafiar a su hijo con la mirada.
—¡No seas necio, Oliver; no has trabajado más que para ti mismo!
—Llévate todo lo que necesites, madre y abandona la propiedad cuanto antes. Permanecerás en la vieja finca de Escocia todo el tiempo que sea necesario hasta que depongas tu actitud.
La gran dama gimoteó de forma ruidosa. Los afeites con que se había ungido el rostro se diluían ahora en macabros chorretones oscuros y le proporcionaban el aspecto de un trágico pierrot.
—¡En la finca de Escocia! ¡En medio de todos esos caballos y de esos aldeanos sin civilizar! ¡No pienso tolerarlo, Oliver Hawthorne!
Puesto que no tenía interés en volver a ver a su madre, ni relacionarse con ella en modo alguno, hasta que su soberbia, su vanidad y su desprecio hacia la señorita Clark desaparecieran, Oliver Hawthorne se alejó de ella, abandonó la estancia con paso firme y decidido. Dejó a la señora Hawthorne sumida en un mar de lágrimas furibundas.