CAPÍTULO 3
El esperado día del baile había llegado con inusitada rapidez, aunque la señora Morton se habría atrevido a opinar que habían sido los dos días más largos e insoportables de toda su vida. La anciana señora se encontraba en esos momentos mucho más entusiasmada con la velada de lo que hubiera podido estar cualquier debutante, ya que las expectativas que depositaba en ella eran muy elevadas. Debía de figurarse que, cuando menos, su hija saldría de la residencia de los amables anfitriones con algo muy similar a un compromiso.
Para satisfacción de todos, un elegante tílburi negro pasó a recogerlos a la hora acordada y semejante puntualidad no podría haber resultado más acertada, puesto que la señora no habría sido capaz de soportar el menor retraso.
Charlotte era la que peor parte llevaba en el asunto, porque la presión de su madre estaba a punto de ahogarla, al igual que las ballenas del corsé nuevo que se había visto obligada a vestir.
—Los caballeros más reputados gustan de las damas de cintura de diecinueve pulgadas y busto firme —había explicado la dama en un intento por justificar la crueldad de semejante opresión.
Fanny no pudo menos que bajar la mirada y sonreír compasiva: seguramente los hombres deseaban mujeres con cintura pequeña, pero también debían de preferirlas vivas. ¡Pobre querida Charlotte! ¡Qué responsabilidad tan grande para una hija tener la obligación de hacer un buen casamiento para complacer a una madre con expectativas demasiado elevadas! Meneó la cabeza, inhaló y se acarició el talle, liberado por fortuna de tan cruel opresión. Se sintió agradecida de que su propia madre fuera condescendiente con su vestuario. Por el momento.
La casa de los Byrne era una agradable residencia urbana en el más típico estilo londinense, conformada por tres plantas con fachada de ladrillo dividida en tres cuerpos separados por adarajas blancas. Poseía abundantes elementos neoclásicos, como los frontones que adornaban los dinteles de todas las ventanas y de la amplia puerta de entrada, y que proporcionaban gran elegancia al conjunto. Una torneada verja de hierro forjado a lo largo de todo el frente ofrecía a los moradores la utópica posibilidad de un discreto jardincito privado en medio de la populosa urbe.
La casa se alzaba en una calle muy céntrica y bien situada, como había apuntado con conocimiento la señora Morton nada más llegar y entretenerse durante un tiempo frente a la entrada, para de ese modo hacerse ver entre los transeúntes y dejar constancia de que había sido invitada esa noche a una residencia tan agradable.
Los Byrne eran un matrimonio de edad avanzada, extremadamente pulcros en sus ademanes y con un aire elegante y refinado que se evidenciaba tanto en su apariencia como en la pausada ejecución de sus movimientos. En la recepción de los invitados se encontraba junto a ellos el joven señor Byrne, un caballero que rondaría el cuarto de siglo, de porte agradable, apacible sonrisa y elaborado lazo anudado al cuello. Según un breve informe del señor Morton, de ningún modo se podía obviar la buena posición de la que disfrutaba el joven entre las altas esferas, puesto que, aparte de ser el único heredero de un oficial distinguido, Edmund Byrne se había granjeado la confianza de muchos prohombres de Inglaterra gracias al reputado ejercicio de su profesión como defensor jurídico.
De todas formas –pese a todas sus glorias– el cabello rubio ensortijado, la piel lechosa y la eterna expresión lánguida del joven no conseguirían tentar a la señorita Clark, aunque se tratara del último varón vivo sobre la faz de la Tierra. Para su regocijo personal, no transcurrió mucho tiempo antes de comprobar que no todos compartían la misma opinión. Charlotte, que había sido estratégicamente situada en la mesa al lado del muchacho, parecía muy a gusto en su compañía, y el continuado rubor de sus mejillas, amén de una nerviosa sucesión de tímidos parpadeos, daban buena fe de ello.
La cena transcurrió en una atmósfera cordial debido al adecuado número de comensales, que no superaba la veintena. Durante las interminables idas y venidas de lacayos y doncellas, Fanny se entretuvo en lanzar miradas furtivas a su amiga y a su compañero de mantel, de modo que pudo observar que el caballero le ofrecía constante conversación a Charlotte y que ella lo correspondía con una sucesión alterna de sonrisas y rubores. Además, parecía más que evidente –ese era un punto a favor– que al señor Byrne le importaba bien poco el desatinado tono amarillo limón del vestido que su amiga había escogido para la ocasión, así como el extraño tocado que dejaba asomar en un lado de la cabeza un insólito pájaro con el plumaje del mismo color del vestido enredado en una contorsión de ramas secas.
Por fortuna, el anciano caballero que se sentaba a la izquierda de Fanny y que, según se apresuró a señalar, era un archiconocido comodoro del reino, fue capaz de ofrecerle una conversación lo bastante oportuna y entretenida como para que su descarado escrutinio pasara desapercibido. Además, gracias a la conversación del caballero, que duró exactamente desde el minuto mismo en que se sirvieron los entrantes hasta poco después de que los lacayos terminaran de servir los postres, Fanny fue informada de todos los interesantes –aunque por completo indiferentes para su entendimiento– entresijos de la Marina Real, así como de las múltiples anécdotas que un oficial de semejante rango y experiencia podía cargar sobre los hombros.
Al terminar de cenar, mientras algunos caballeros hacían sobremesa en el salón de fumadores y se disponían a aligerar el peso de sus carteras mediante el juego de naipes, el resto de los invitados fue conducido al enorme salón de la planta baja dispuesto para salón de baile. Desplazando unos cuantos muebles, levantando alfombras y empleando elegantes biombos de estampación china, los Byrne habían conseguido un espacio amplio con una magnífica iluminación que proporcionaba a la estancia una acogedora atmósfera dorada. Además, como muestra del buen trato que los anfitriones ofrecían a sus convidados, los fuegos de las dos chimeneas del salón habían sido encendidos con antelación, lo que terminaba de completar el marco perfecto para una velada impecable.
En un momento en que Charlotte conversaba con la señora Byrne sobre la conveniencia de adornar los sombreros de fiesta con plumas de faisán o de pavo real, como a Fanny la confección de todo tipo de adornos le importaba bien poco, aprovechó para separarse del grupo y dedicarse a uno de los pasatiempos que más la entretenía en cualquier tipo de reunión social: estudiar el comportamiento de los presentes y su modo de actuar cuando no se sentían observados.
De pie en un ángulo apartado del salón, casi oculta detrás de una columna de alabastro, tuvo tiempo además de admirar con libertad la magnificencia decorativa del lugar, mientras intentaba recordar y asociar cada nombre con el rostro correspondiente. Aunque la mayoría de los presentes estaba conformada por importantes integrantes del cuerpo militar, no resultaba una tarea sencilla, porque sus esfuerzos vinculantes chocaban con las sonrisas jocosas, las entonaciones afectadas y las expresiones censoras con que las damas capitalinas, que se ajustaban los anteojos para mirarla de arriba abajo, la agasajaban a cada instante, además de mostrar una generosidad extrema al otorgarle las más amargas sonrisas ladeadas de desprecio y conmiseración.
Miró alrededor y luego se observó a sí misma. Lucía un sencillo vestido de batista color lavanda listado en blanco, con una brevísima manga farol y amplio escote tipo balcón. Un vestido que, en la parte trasera de la falda, mostraba bochornosos estragos en forma de triángulos chamuscados como consecuencia del despiste de la doncella con la plancha. Por fortuna, los amplios pliegues de la tela, sumados a su extrema delgadez, ayudaban a que semejante defecto pasara desapercibido.
Oculta de todas las miradas, se desplazó entre los claroscuros del salón mientras observaba al resto de invitados como quien mira una obra de teatro desde la tribuna. Sonrió con toda la tolerancia de que fue capaz. Ni aquel era su sitio, ni ella podría jamás pertenecer a un círculo tan hipócrita y superficial como el que conformaban aquellos personajes. Estaba claro que, en aquel jardín rebosante de pavos reales, ella era una simple garza blanca que jamás podría adornar su cuerpo con tales aderezos rimbombantes. Estaban por completo fuera del alcance de las modestas arcas de un anciano clérigo rural con tres hijos y una insufrible esposa a cargo.
El coronel Morton se abría paso a través del salón de baile gracias a su evidente robustez, seguido de cerca por Charlotte y Fanny. Las había buscado por todo el salón con el propósito de presentarles un caballero, amigo del joven Byrne, que no había podido estar presente durante la cena y que acababa de hacer su entrada en el salón para acompañarlos durante el resto de la velada. De inmediato, el solícito y educado Byrne había rogado con ahínco al coronel que buscara a la señorita Morton y a su amiga para ser presentadas al recién llegado como era debido.
—¡Jovencitas! —espoleó el coronel—. ¡El señor Byrne insistió mucho! ¡Se trata de un caballero muy importante!
Fanny puso los ojos en blanco por lo poco que le apetecía conocer a cualquiera de los múltiples caballeros que esa noche engrosaban la lista de invitados.
Durante la temeraria y precipitada procesión para cruzar de un lado al otro del abarrotado salón, Fanny se vio sacudida por el violento empuje de gasas multicolores, plumas y abanicos que se agitaban en loco frenesí al son de los alegres acordes de la orquesta que amenizaba la velada. Un intenso rubor le inflamó las mejillas y la obligó a tomar aire a borbotones varias veces. Se sentía mareada y desprovista de oxígeno en aquel ambiente; podía percibir cómo una extraña ansiedad crecía a cada instante en su interior hasta formarle una burbuja de agobio en el pecho y cómo las rosas de las mejillas parecían a punto de estallar hasta desangrarse sobre el rostro. Decenas de voces extrañas, risas, palmas incesantes y acordes altísimos atronaban sobre su cabeza y hacían que se sintiera abrumada y mareada. Por todas partes recibía codazos, pisotones y empujones de parte de unos bailarines tan eufóricos como desconsiderados. ¡En qué mala hora la habían arrancado del refugio entre las sombras!
—Le presento a mi hija, señor, la señorita Charlotte Morton —anunció de pronto el coronel; tuvo que alzar la voz varios tonos por encima del habitual para hacerse oír entre el gentío. Fanny, ahogada e incómoda al final de la improvisada comitiva, solo atinó a ver la colorida espalda de su amiga inclinándose en grácil reverencia—. La joven que nos acompaña es una buena amiga de la familia y vecina del condado de Sheepfold, la señorita Fanny Clark, que se hospeda con nosotros durante nuestra estancia en Londres.
Casi de inmediato, Fanny vio cómo las siluetas que la precedían se hacían a un lado para dejarla expuesta ante los caballeros. Aunque desprevenida por lo inesperado de la situación, acalorada y turbada por la temeraria cruzada que acababan de llevar a cabo, consiguió recomponerse lo suficiente para ofrecer una rauda reverencia. Alzó la vista a tiempo para observar cómo un caballero desconocido le devolvía el saludo con una indiferencia que rayaba la descortesía.
—El señor Oliver Hawthorne —anunció el coronel henchido de orgullo.
Se trataba de un hombre de una altura abrumadora que rebasaba la treintena. Su aspecto poco amigable y la amplitud de la espalda le conferían un aspecto siniestro y amenazador. Resultaba imposible no fijarse en él, porque su estatura –sobresalía varias cabezas por encima de todos los presentes– y su corpulencia, amén de la envarada rigidez de la pose, la oscura vestimenta y el gesto adusto, lo hacían destacar inevitablemente.
—Señorita Clark. —Lanzó una mirada olímpica a la lejanía sin molestarse siquiera en prestar un mínimo de atención a la joven.
Oliver Hawthorne vestía de impecable negro y su cabello era oscuro y brillante como ala de cuervo, abundante y ondulado en gruesos mechones que lucía despeinados con habilidad según el criterio estético de la época. En el perfil duro, oscuro y anguloso destacaba una nariz aguileña, recta y prominente. Delineaban el rostro dos tupidas patillas que le crecían hasta el marcado contorno de la mandíbula.
Una vez realizado el feliz cometido, el coronel Morton empezó a mostrarse inquieto entre la juventud. La acuciante sequía de su garganta y la escasez de temas de conversación con que seducir a aquella lejana generación lo mantenían en una postura un tanto forzada.
—Con su permiso, caballeros, voy a ver si alguno de los lacayos tiene a bien servirme algún tipo de bebida espirituosa —comentó en un inquieto tono jocoso—. Confío en que esta noche sirvan ustedes a sus invitados algo más que ponche y vino de naranja, señor Byrne.
—Por supuesto, coronel —respondió con una generosa y perpetua sonrisa en el rostro—. Supongo que encontrará muy de su gusto el contenido de nuestras bodegas. Le garantizo que disponemos del mejor vino blanco procedente de las viñas del sur de Inglaterra que usted haya saboreado jamás. Y nuestro oporto no tiene nada que envidiarle al mejor oporto que sirven en St. James.
Semejante afirmación pareció llenar de felicidad al coronel, que se separó satisfecho del grupo para intentar abordar a cualquiera de los diligentes lacayos ataviados con librea y calzones de seda.
Fanny suspiró con resignación. Ojalá ella misma fuera tan fácil de satisfacer como el coronel o la mayoría de los allí presentes.
—¿Le resulta agradable la estancia en Londres, señorita? —preguntó con cortesía Edmund Byrne, sin duda con la pretensión de entretener a las jóvenes con una conversación inofensiva. Su compañero, por el contrario, permanecía erguido como un poste y lanzaba sobre la sala una mirada indiferente.
Fanny dudó unos segundos: ¿debía mostrarse cortés y halagar la vanidad de su amable anfitrión o por el contrario debía mostrarse sincera y revelar sus verdaderos sentimientos por más desconsiderados que resultaran?
—Le confieso que no demasiado. —El señor Hawthorne pareció regresar al mundo de los vivos y como muestra alzó una ceja sin desviar la mirada—. Creo que no me acostumbraré jamás al ruido y a la ajetreada existencia de la ciudad.
—¿En serio le disgusta tanto lo que ve? —Byrne sonreía en un tono amigable y en sus ojos asomaba una chispa de diversión—. ¿No es capaz de encontrar absolutamente nada en toda Londres que resulte de su agrado? ¡No puedo creerle, me temo! ¡Todo el mundo desea visitar Londres y permanecer en la ciudad durante el inicio de la temporada!
—Me atrevería a opinar de otro modo si consiguiera ver más allá del penetrante humo gris que lo envuelve todo.
Byrne a punto estuvo de espurrear la bebida que estaba tomando. Su diversión contrastaba con la arruga cada vez más evidente que se dibujaba en el severo entrecejo de Hawthorne.
—¡Oh, señorita Clark, no está siendo usted demasiado amable con nosotros! —Alzó una mirada divertida hacia su amigo—. ¿No crees, Hawthorne, que la señorita es en exceso severa con nuestra amada Londres?
—Es probable que le resulte más entretenida la vida en el campo. —¡La esfinge de hielo hablaba! Aunque su pose continuaba igual de despótica y cruel. De hecho, se expresaba de un modo tan descortés que parecía que no se estaba refiriendo a alguien presente en el grupo—. Estoy convencido de que debe de resultar un aburrimiento terrible para ella pasearse por la ciudad en nuestros tílburis, acostumbrada como estará a hacerlo sobre pequeños asnos. —Torció la boca en una sonrisa cruel—. ¿O acaso en el campo han abolido ya esas clásicas monturas y ahora se dedican a pasear a lomos de ovejas? —Resopló en un gesto de suficiencia—. Lo siento, no estoy al tanto de las costumbres rurales.
Fanny parpadeó con nerviosismo. Si hubiera sido coceada en el estómago por cualquiera de los mencionados asnos, no habría experimentado semejante falta de aire ni semejante estupor.
Byrne también carraspeó incómodo, sin saber muy bien cómo reparar el grosero comentario de su amigo. Charlotte, a un lado, inclinaba la cabeza con el rostro del color de una cereza madura, lo que, en contraste con el amarillo limón de su vestido y el esperpéntico pájaro de su tocado, ofrecía una estampa de lo más pintoresca.
—¡Hawthorne, qué cosas tienes! —murmuró Byrne entre el tonto cascabeleo de una risa nerviosa.
Pero el aludido volvió a desviar su atención y a depositarla muy lejos de allí, persuadido de no volver a abrir la boca durante el resto de la velada.
—Estoy seguro de que mi amigo no pretendía molestar a nadie al manifestar sus opiniones. —Pero el bufido irónico que dejó escapar Oliver Hawthorne expresó con claridad lo contrario.
Las manos de Fanny revolotearon al cuello y juguetearon con nerviosismo con el hilillo de oro de su cadena.
—No se preocupe, señor.
Pero era más que evidente que el muchacho sí se preocupaba y se sentía sumamente incómodo.
—Con sinceridad, señorita Clark, confío y espero que se sienta usted tan cómoda en nuestra ciudad como lo estaría en su condado.
La agradecida sonrisa de Fanny se vio truncada por una nueva e hiriente intervención del caballero:
—Pero no olvide que no lo está —musitó con un aire que rozó la grosería—, como puede comprobar por la ausencia de ovejas en las calles.
Sobre los cuatro jóvenes se cernió un viso de tensión tan denso que podría haberse cortado con cuchillo.
—No se preocupe, señor Byrne —repitió la muchacha con una sonrisa nerviosa mientras temblaba a causa de la rabia contenida—. Para responder a su pregunta inicial, sí, creo que podría referirle algo bueno de su querida ciudad. —Byrne sonrió aliviado—. Durante mi breve estancia en Londres, he podido comprobar que sí tenemos algo en común. —Hawthorne elevó de nuevo los labios en una sonrisa cruel—. Al igual que nosotros, también ustedes disponen de asnos en su refinada sociedad, y puedo afirmar que los suyos son más inteligentes que los nuestros, puesto que han aprendido a caminar sobre dos patas. —Sin abandonar la amplia y forzada sonrisa que le adornaba el rostro, ejecutó una rauda reverencia que parecía ir dirigida exclusivamente al impasible y despótico Oliver Hawthorne, dio media vuelta y cruzó el salón sorteando las parejas que bailaban de forma despreocupada. Sabía que no había actuado en forma correcta, que su respuesta y su posterior retirada habían resultado por completo impropias, pero la indignación que la corroía por dentro no le habría permitido permanecer en compañía de aquel hombre tan desagradable ni un segundo más.
La precipitada huida le impidió observar la atónita expresión del señor Hawthorne, quien, ante semejante falta de distinción, había permanecido con el ceño fruncido y del todo descolocado, mientras se mordía el interior de las mejillas y oprimía los puños a los costados hasta que los nudillos se le tornaron lívidos. Jamás había presenciado un comportamiento tan inusual por parte de ninguna dama con dos dedos de sesera. Sin duda, aquella absurda criatura era la mujer más insufrible y vulgar que había conocido jamás.