Treinta y uno
Grace pasó la noche en la casa del señor Selway en Londres, pero no antes de despedirse de Nahum Smathers, quien no le dijo adónde se dirigía.
—Digamos que después de haber dejado la nota y la piedra en casa de lord Thomson, es mejor que desaparezca una temporada.
Le sorprendió descubrir que no quería que se marchara y así se lo dijo y él, echándose a reír, le rozó la mejilla del mismo modo que habría hecho Rob, algo que le provocó unas ganas de llorar que no comprendía.
—¿Por qué no nos dijo sin más quién era? —le preguntó, poniéndole la mano en el brazo.
—¿Me habríais creído?
—Me temo que no.
Sonrió.
—Admítelo, Grace: ¡te vas a alegrar de verme la espalda! —y con más seriedad añadió—: encontraré la forma de hacerle un seguimiento a Rob. Confía en mí.
—Confío en usted —respondió mientras él se ponía el gabán. Luego le vio asomarse a la puerta, pero aún no salió.
—Si me necesitas, escribe a Exeter, como has hecho siempre —y llevándose la mano al sombrero, añadió—: ¡Se valiente, Grace!
Mientras desayunaba con el señor Selway, recibió un pequeño paquete que se había enviado de la casa del duque. Con mano temblorosa desató la cuerdecita que lo cerraba, y al abrir la caja encontró en su interior treinta libras y una nota que una vez leída supo que guardaría para siempre:
Querida señorita Curtis: me encargaré de que recibáis treinta libras anuales, tal y como lord Thomson estipuló en su testamento. Será nuestro pequeño secreto, tal y como también lo es la persona del capitán Duncan, una identidad que debe mantenerse oculta si queremos que las relaciones entre mi país y el que sospecho que pronto va a ser el vuestro sigan por buen camino. Sinceramente,
William Hanover.
Se lo enseñó todo al señor Selway, y este se limitó a asentir.
Por cortesía del señor Selway volvió a Quimby sin tantas prisas, haciendo noche en una posada del camino. Le dio instrucciones de que pidiera un salón privado, pero Grace decidió no solicitar tal extravagancia y compartió mesa con la esposa de un granjero.
«Ay, papá, si me vieras ahora», pensó mientras comía y escuchaba las historias de la otra mujer acerca de sus hijos y de los cultivos de su granja. «Pero si hubiera pretendido estar tan arriba como tú, papá, no habría conocido a Rob Inman».
Lo llevaba en el pensamiento a cada minuto, a cada kilómetro del recorrido que le iba acercando a Quimby. Era ya a última hora de la tarde cuando llegaron y las calles estaban vacías, pero se llenaron en cuanto la silla de postas se detuvo ante la panadería y la dejó en los amorosos brazos de la señora Wilson. Los Gentry no tardaron en aparecer, deseosos de noticias.
Apenas se había sentado en un taburete en la panadería cuando lady Tutt apareció resoplando del esfuerzo por llegar lo antes posible, al trote si no al galope.
Les contó cuanto pudo sin mencionar al duque de Clarence, refiriendo tan solo que el capitán Duncan estaba emparentado con alguien muy poderoso del gobierno británico, pero que no podía decir nada más.
Para alivio de su corazón, sus amigos parecían estar más preocupados por Rob Inman.
—Me temo que debe quedarse donde está —concluyó, tragándose las lágrimas al ver sus caras largas—. Sé de buena tinta que la guerra acabará pronto y entonces será un hombre libre.
El temblor de las plumas de lady Tutt revelaba la agitación de la dama.
—¡Eso no es suficiente! Escribiré inmediatamente al regente en persona. ¡Él me escuchará!
Grace pensó en los años en que su padre había etiquetado a los Tutt de insidiosos arribistas y lo comparó con la disposición sin reservas de lady Tutt a esconder a Rob sin preocuparse por su propia seguridad. «Estabas muy equivocado, papá», se dijo.
—Es una idea excelente, lady Tutt, aunque me temo que el asunto se quedará como está. Aunque vos no lo seáis, los demás somos tornillos insignificantes en el engranaje del gobierno.
—Pero puedo intentarlo.
—Se lo ruego: hágalo.
Así fue pasando el mes de marzo, animado únicamente por la noticia de que el tratado ya había llegado a la Casa Blanca y la guerra había terminado oficialmente. El corazón le dio un salto de alegría al enterarse, pero luego volvió a poner los pies en la tierra al recibir una breve nota del señor Smathers en la que le decía que los prisioneros seguían en Dartmoor.
Y permanecerán allí, me temo, hasta que llegue el barco de América que vaya a trasladarlos. El capitán Shortland no cede ni un ápice en su determinación de mantenerlos encarcelados.
Aún había noticias peores: se había declarado una epidemia de viruela en la cárcel, traída por unos marineros capturados por la Armada Real frente a las costas de África.
La prisión alberga ahora a más de seis mil americanos. Ojalá quisiera Dios que no estuviesen tan hacinados y que fueran lo bastante fuertes para soportar tales agresiones a su naturaleza, pero los dos conocemos la verdad.
Compartió la nota con los Wilson, que la miraron con rostro solemne y no dijeron nada.
Había algo más, tan íntimo que esperó mucho antes de contárselo a los Wilson.
—Debería avergonzarme de haber llegado tan lejos —concluyó después de hacerlo—, pero no siento vergüenza alguna. Si es un niño lo llamaré Robert, y los dos tendremos un hogar en Nantucket.
No se atrevía casi ni a mirarlos a la cara, pero cuando lo hizo, lo único que vio fue amor y preocupación por ella.
—Espero no haberlos desilusionado.
—Claro que no, hija —dijo el señor Wilson, mientras su esposa se secaba las lágrimas—. La guerra hace que la vida sea difícil de soportar y si… si no volvieses nunca a ver a Rob, tendrás al menos un hijo suyo. Y eso tendrá que valer.
Bobby Gentry fue quien le dio fuerzas para volver a preparar donuts. Un día en que se presentó con su penique a por el pan del día anterior le dijo en voz baja:
—Creo que a Rob no le gustaría que no comiéramos más sus donuts —y encaramándose de puntillas, añadió—: Creo que le parecería fatal.
Sus palabras la hicieron reír y surtieron el curioso efecto de sacarla del cascarón en el que se había metido.
—Tienes razón, Bobby —declaró—. Mañana habrá donuts. Corre la voz.
Todas las noches, después de barrer la tienda, sacaba de su escondite el documento que Rob había redactado como testamento y leía sus pocas palabras recordando el amor que sintió cuando celebraron de aquella manera tan especial la firma del tratado de Gante. Saberse encita de él era un consuelo, a pesar de lo humillante que podría llegar a ser si no volvía para casarse con ella. El duque de Clarence lo comprendería, aunque quizá fuese el único. Quizá debería enviarle una nota.
Aun a pesar de que cada largo día que pasaba sin noticias, ni buenas, ni malas, parecía ir devolviéndole las fuerzas, nadie estaba preparado para la noticia que en el mes de abril el señor Smather les llevó en persona.
Ya estaba metida en la cama y medio dormida cuando oyó que llamaban a la puerta de atrás. Con los nervios atenazándola, se levantó y se echó un chal sobre el camisón.
—Dios bendito, que sea Rob —susurró mientras abría.
Se tragó la desilusión al ver que se trataba del señor Smathers, que apoyado en el marco de la puerta la miraba exhausto. Sin una palabra, lo tomó por el brazo y lo hizo pasar. Iba a darle un vaso de agua pero él la sujetó por un brazo.
—Siéntate, Grace.
Ella negó con la cabeza. Había horror en sus ojos, una carga tal que deseó echar a correr y esconderse bajo la ropa de la cama.
Smathers no soltó su mano y no le quedó más remedio que sentarse a su lado.
—Grace, he venido en cuanto he podido porque quería darte yo la noticia. Ha habido una masacre en Dartmoor.
Con los ojos desorbitados intentó soltarse, pero él no la dejó.
—Eso e s lo que se dice en Princetown, el pueblo más cercano a Dartmoor. He estado allí.
Smathers se pasó una mano por la cara y Grace vio lo cansado que estaba y cayó en la cuenta de que por mucho que se preocupara por Rob Inman, había otros seis mil prisioneros por los que se preocupaba también.
—Las noticias son confusas. Hay quien dice que han muerto ocho hombres, otros dicen que cincuenta, otros que mil, con montones de heridos que intentan escapar de allí —musitó una maldición que a Grace la hizo encogerse—. ¡Dios, odio los rumores!
—¿Cómo ha ocurrido?
Soltó su mano y ella pudo levantarse y llevarle el vaso de agua, que se bebió de un tirón. Luego le preguntó si tenía algo de pan y mantequilla.
—No he comido desde hace dos días.
Entró en la tienda y volvió con un plato de donuts.
—Hemos vuelto a hacer Yankee Doodle Donuts —le dijo temblándole los labios de tal modo que dudó que la entendiera.
Él los miró con una media sonrisa.
—Desde luego, tu hombre tiene vocación de empresario —dijo—. Un verdadero americano.
—¿Sabe algo más? ¡Dígamelo, por favor!
Se comió un donut sin mirarla.
—Nada más. Hay quien dice que el capitán Shortland ya ha enterrado los cadáveres de los prisioneros en una fosa común detrás de la cárcel, pero no lo sé con seguridad —suspiró—. Al parecer, todo comenzó con un partido de pelota. La pelota salió por encima de una de las verjas y los prisioneros intentaron recuperarla. Los guardias se negaron y ellos hicieron un agujero en la malla —movió la cabeza—. Al parecer, así comenzó el tiroteo. Lo que sé con certeza es que la prisión permanece cerrada.
Se levantó y comenzó a pasearse de un lado para otro de la estancia con las manos a la espalda.
—He escrito a Reuben Beasley rogándole que cumpla con su deber y recabe más información —volvió a maldecir—. ¡Es como si escribiera a una estatua, Dios lo confunda!
Grace cerró los ojos pensando en las cartas que lady Tutt había dirigido a la Casa Blanca.
—Como Rob diría, solo somos patatas y pequeñas.
—Tiene razón —dejó de pasearse—. Es cuanto puedo decirte, Grace. He de volver a Princetown —intentó sonreír—. Es que… tomé prestado el carro de un granjero y le gustará recuperarlo.
Pero Grace lo detuvo antes de que se marchara y, tomándolo de la mano, le hizo pasar a la tienda, donde sacó el testamento de Rob de su escondite y se lo entregó para que lo leyera. Una miríada de emociones desfiló por su rostro mientras leía a la luz de la luna llena. La última que vio fue la que mejor le conocía: determinación.
—Quiero que sepas una cosa, Grace: pase lo que pase, yo me encargaré de que llegues a Nantucket. Tienes mi palabra.
Ella asintió ahogada por las lágrimas y sin querer mostrarle a aquel hombre lo frágil que se sentía en realidad.
—Gracie, tienes que darte cuenta de que serías una extranjera en una tierra extranjera para ti —le advirtió, tomando su mano.
Ella respiró hondo.
—Lo sé, Nahum. Sé hacer pan y podré buscar trabajo si tengo un hogar. Imagino que muchos habrán llegado a América con menos.
Smathers asintió.
—En efecto. Mi propio abuelo fue un sirviente ligado a su amo por un contrato sin derecho alguno.
—Lo mismo que Rob.
Se llevó una sorpresa al ver que la besaba en la frente antes de salir tan silencioso como había llegado. Grace colocó el documento donde lo tenía y se sentó en una silla con un cojín en su habitación, porque sabía que aquella noche ya no volvería a dormir.
A la mañana siguiente Grace les contó a los Wilson lo que sabía y les rogó que se encargaran ellos de contárselo a los demás porque ella no tenía fuerzas para hablar de la masacre. En los días siguientes fueron llegando más noticias que oscilaban entre calificarlo de una pequeña revuelta fácilmente contenida a una rebelión masiva de prisioneros que había conducido al asesinato de cuantos americanos había en Dartmoor. Sin derramar más lágrimas y con la espalda bien recta, Grace siguió preparando donuts, pan y Quimby Crèmes, esperando la hora en que el señor Smathers volviera con más noticias.
Su tardanza en volver quiso asimilarla a buenas noticias, y unos días después se atrevió a sugerirle a la señora Wilson que fuera enseñando a la señora Gentry para que pudiera ocupar su puesto.
—Es una gran trabajadora y no la decepcionará.
—¿Y qué pasa contigo?
Los eventos habían pasado factura a aquella mujer a la que tanto quería.
—Querida, yo me marcho a América en cuanto el señor Smathers lo haya dispuesto todo.
—¡No volverás a verlo! —gruñó.
—Volverá. Me dio su palabra —sonrió—. ¿Y sabe una cosa? Pues que confío en él.
Grace empezó a tener sus dudas cuando abril dejó paso a un mes de mayo tan hermoso como no lo había visto nunca. Las colinas, los árboles cuajados de hojas nuevas y las flores de todos los colores parecían conspirar para lanzarle su belleza y burlarse de su idea de que Nantucket era la respuesta a todos sus problemas. Incuso Rob le había dicho que no era así, teniendo en cuenta que la gente era amable o mezquina, magnánima o perversa en todas partes. Estaría sola hasta que su hijo naciera y ese momento sería una dura prueba, pero pensó en un niño arrastrándose por la cubierta de un barco para limpiarle los zapatos a un capitán de navío americano, y en cómo su valor había sido recompensado, y de todo ello cobró fuerzas.
«Nosotros dos no podemos ser menos», le dijo a su hijo.
Pero su determinación experimentó un duro revés cuando empezaron a llegar noticias de que los prisioneros habían empezado a ser transportados hasta Plymouth para embarcar rumbo a América. Menos mal que la carretera principal para Plymouth no pasaba por Quimby. No podría soportar la alegría de los liberados cuando ella seguía sin noticias de Rob.
La idea de que pudiera haberse marchado sin ella se le pasó por la cabeza, pero la rechazó de inmediato. Él nunca lo haría, pero eso significaba que… quizás hubiera muerto. Esa idea era insoportable y la hizo llorar con desconsuelo, pero era tarde y Quimby dormía. Debía intentar soportarlo en silencio. Demasiada compasión sería todavía más difícil de aguantar.
Estaba casi decidida a romper el documento de Rob y resignarse a quedarse en Inglaterra. Era una mañana particularmente hermosa y le había prometido a Bobby Gentry que se darían un paseo para disfrutar de la belleza de mayo.
Había terminado de preparar una tanda de donuts e iba a cortarlos cuando oyó sonar la campanita de la puerta de la pastelería. Se volvió y el aro de metal se le cayó de la mano.
El señor Smathers estaba allí, tranquilo, sin rastro de agotamiento, y sonreía.
—¿Ha venido a por mí? —le preguntó, limpiándose las manos en el delantal—. Sigo queriendo irme con usted, aunque tenga que hacerlo sola.
—Vengo en calidad de emisario, querida Grace. Hay un hombre ahí afuera que quiere saber si podría quererlo con una sola pierna.
Grace sintió que la sangre le abandonaba el rostro y tuvo que apoyarse en el mostrador.
—Está vivo… —susurró.
—Sí, vivito y coleando. Ha estado ingresado en el hospital de Bristol. ¡Ese maldito capitán Shortland! Envió a los heridos por todas partes y no quiso decirme nada. He tenido que buscarlo en todos los hospitales y clínicas de Cornwall y Devon.
—Dios le bendiga —respondió encaminándose a la puerta.
—Lo encontré en Bristol, pero quiere conocer tu respuesta antes de decidirse a entrar o a continuar viaje hasta Plymouth.
Grace no contuvo las lágrimas. Sabía que la desbordarían de todos modos.
—Puede decirle de mi parte que es un idiota redomado si piensa que no voy a poder querer a un hombre con una sola pierna.
—Un idiota redomado… me gusta eso. ¿Algún otro calificativo? Siempre te ha gustado decir lo que piensas.
—Con eso bastará —contestó mientras sacaba de debajo el bidón su testamento. Se volvió a la señora Gentry, que la miraba con los ojos muy abiertos desde la puerta de la trastienda—. Querida, ¿podría ayudarme a recoger mis cosas y meterlas en una bolsa? No se olvide de la Biblia. El resto de libros puede quedárselos.
Y se detuvo en el centro de la tienda con las manos entrelazadas sobre el delantal. Cuando la puerta volvió a abrirse apareció Rob Inman y avanzó hacia ella con la ayuda de unas muletas. Suspiró al ver una pernera del pantalón sujeta al muslo a la altura de la rodilla, pero dejó a un lado las dudas. Era su hombre y solo la muerte podría separarla de él.
—Rob Inman, al parecer soy dueña de una casa en Nantucket. La compartiré contigo.
Un segundo después, estaba el uno en los brazos del otro, las muletas olvidadas en el suelo. Grace besó su cara en los puros huesos y le susurró todas las palabras de cariño que le llegaron a la cabeza.
—Te he echado de menos desde el mismo segundo en que el gañán me separó de ti —le dijo al oído.
—Eh, que no es tan feo —contestó estremeciéndose al sentir su aliento.
—Cierto, amor mío. No es tan feo. Me ha dicho que habrá un predicador a bordo que podría casarnos. ¿Qué te parece, Gracie? Ya es hora de que celebremos la libertad, aunque sea compartiendo un pequeño chinchorro.
Ella se sonrojó y Rob se echó a reír. El señor Smathers había recogido las muletas y volvió a ponérselas bajo los brazos.
—También habrá a bordo un carpintero que podrá hacerme una buena pata de palo. ¿Te importaría mucho?
—Ni lo más mínimo. Mi amor no se reducía precisamente a la parte de pierna que te falta. No tengo la menor duda de que podrías volver a dominar la cubierta de cualquier barco, y si esa es tu decisión, también será la mía.
Rob miró a su alrededor y su mirada se quedó clavada en el cartel de Yankee Doodle Donuts ya algo descolorido.
—Tengo una idea mejor. Ya sabes que me aguarda el dinero del corso, y el señor Smathers me ha dicho que hay alguien importante en esta pequeña isla al que le gustaría ser socio de una panadería en Nantucket, y que tú me pondrás al corriente de todos los detalles.
Grace entrelazó las manos encantada y sonrió al señor Smathers, quien le hizo una reverencia.
—Amor mío, regentar una panadería no es ni mucho menos tan excitante como visitar Jamaica, por ejemplo, o las costas de Berbería.
—Gracias a Dios. Puede que tengas razón, pero me gustaría más despertarme cada mañana viendo tu preciosa cara en la almohada.
Volvía a secarse las lágrimas cuando la señora Wilson entró en la tienda con sus ropas empaquetadas. Grace se las quitó de las manos y la abrazó.
—Han hecho tanto por mí —le susurró. El señor Wilson intentó no llorar pero no lo consiguió. La señora Gentry la besó y se acercó a la mesa de los donuts para empezar a cortar.
Grace salió.
Afuera esperaba un carro casi lleno de prisioneros de Dartmoor. El señor Smathers subió su petate al carro y bajó el propio.
—¿Es que no viene con nosotros? —preguntó Grace cuando Smathers ayudó a subir a Rob.
—Todavía no. Tengo que localizar a algunos hombres más.
—Su familia debe echarlo de menos, Nahum.
Él negó con la cabeza.
—Ha sido una guerra muy larga. Mi esposa y mi hijo murieron de fiebres hace un año, así que nadie me espera, pero acabaré volviendo a Braintree.
—Cuánto lo siento.
Smathers se acercó a ella y sin pensárselo la besó.
—Como ya te dije, me ocuparé personalmente de que recibas tus treinta libras anuales —le dijo sin soltar su mano, y luego miró a Rob, que sentado en el carro esperaba para ayudar a Grace—. Si me entero de que has muerto, o de que no tratas como es debido a esta magnífica mujer, seré yo quien se case con ella, así que ya puedes portarte lo mejor que sepas, navegante Inman.
—Di mejor panadero Inman —respondió Rob muy serio—. Siempre supe que tendría que andarme con cuidado cuando tú estuvieras cerca.
—No lo dudes —respondió ayudando a subir a Grace y luego la miró a los ojos con la dulzura que ella ya había conocido en tiempos de gran necesidad—. ¿No cambias de opinión, Gracie?
—Eres un buen hombre, Nahum Smathers —su mirada se fue hacia su amado—, pero elijo a Rob Inman.