Veinticinco

 

—Rob Inman, navegante del Orontes —dijo Rob con orgullo—. Suelta a Gracie, Smathers. Ella no sabía nada de todo esto.

Smathers fue a alzar la mano pero la volvió a apretar haciéndola gritar al oír que lord Thomson decía:

—¡Es una furcia y no me fío de ella!

—¡Malditos bastardos! —rugió Rob, intentando soltarse—. El capitán Duncan agonizaba y él me eligió para que ocupase su lugar. ¡Soltadla!

Todo el mundo gritaba. Grace se soltó de Smathers y se plantó cara a cara ante el marqués. Lo que se había imaginado: era un cobarde. Retrocedió un paso.

—Lord Thomson, me arrodillé junto al capitán Daniel Duncan en una inmunda celda de Dartmoor. Estaba a punto de morir por el maltrato al que había sido sometido, pero tuvo la fuerza suficiente aún para pedirme a mí, y no a Rob, que eligiese a alguien y me lo llevara en su lugar.

—¡Cuánta nobleza viniendo de un bastardo americano! —murmuró con desprecio.

—¡El bastardo es usted! —rabió Rob, y el hombre que lo sujetaba le dio un golpe en la cabeza.

—Yo elegí a Rob Inman —dijo Grace, que se sentía orgullosa del capitán Duncan, de Rob Inman e incluso de sí misma.

—Si esto no es una felonía, será al menos considerado un delito menor. ¿Qué piensas tú, Smathers?

—Que es algo indigno de vuestra atención —replicó, halagador—. Ella no es más que ayudante de panadero, y no llegará jamás a nada más.

Grace se volvió a mirar a Smathers. Sus ojos tenían una expresión tan dura como siempre, inflexibles en aquel rostro salpicado de viruela. Era un rostro sin expresión. Miró de nuevo a Rob, pensando en el testamento sobre su casa de Nantucket. «Te equivocas, Smathers», pensó. «Soy dueña de una casa en América».

Recordarlo le infundió valor y se volvió a mirar a lord Thomson, que apenas aguantó su mirada unos segundos.

—Lord Thomson, incluso vos habríais hecho lo mismo en lugar de dejar a un hombre a su suerte en Dartmoor.

Él la miró sin dar crédito.

—Yo jamás habría hecho tal cosa. ¿Qué más se merecen estos… estos mestizos que tienen la osadía de formar una nación?

Miró a Rob. El hombre que lo agarraba por detrás le había obligado a arrodillarse al pie de las escaleras y lord Thomson se plantó ante él dándose golpecitos en la palma de la mano con el bastón. Antes de que nadie pudiera anticipar sus intenciones, descargó un tremendo golpe en la espalda de Rob, que gritó pero no dijo nada.

Grace no pudo contener un sollozo. Intentó acudir a su lado, pero la garra de Smathers era de hierro.

—¿Qué vais a hacer con él?

—Devolverlo esta misma noche a Dartmoor —miró al hombre que sostenía a Rob—. Reilly, llévalo andando. Y no te molestes en llevarte su chaqueta.

—¡No, por favor…

Lord Thomson se volvió de inmediato y alzó el bastón contra ella. Rob, maniatado, rugió e intentó dar un paso hacia delante. Grace cerró los ojos preparándose para el dolor.

Pero no llegó. Smathers sujetó el bastón antes de que impactara.

—Lord Thomson, vos sabéis que no es buena idea —dijo con suavidad, como quien le habla a un niño malcriado—. Aunque sea despreciable, Grace tiene amigos en este estúpido pueblo. Echadla de la casa. Con eso bastará.

—Eres un aguafiestas, Smathers.

—¡Os lo ruego, no lo devolváis a Dartmoor!

El marqués sonrió.

—Pídemelo como es debido.

—Os lo ruego —repitió, dejándose caer de rodillas—. ¡Os lo imploro! Enviadlo a la cárcel de Exeter. ¡Se ha firmado la paz! ¿Cuánto tiempo puede pasar? Pero no lo enviéis a Dartmoor.

Lord Thomson le dio la espalda y se echó a reír.

—¿Qué te hace pensar que me importa la suerte que pueda correr este prisionero que ha suplantado la identidad de mi primo? Es más, ¿qué me importa lo que te pase a ti?

Entonces la miró y a Grace le sobrecogió la maldad que palpitaba en su mirada.

—Lo único que eres para mí es un gasto innecesario de treinta libras al año y molestias.

—¿Treinta libras? El dinero de Judas —respondió Rob.

Lord Thomson descargó su bastón de nuevo en los hombros de Rob. Grace le gritó que parase mientras miraba alrededor en busca de ayuda. Emery parecía una estatua. Se volvió y miró entonces a Smathers, su rostro más inescrutable que nunca.

—¡Detenlo! ¡Haz que pare! —le imploró. Después de diez años de sentirse indefensa, jamás se había sentido tanto como en aquel momento, con el marqués descargando golpes sobre el hombre que amaba y que no se podía defender.

Con una lentitud que le pareció insoportable, Smathers se acercó a lord Thomson, que seguía golpeando a Rob, que tirado en el suelo de costado, aguantaba con los ojos cerrados, y le sujetó el bastón.

—Temperancia, milord. Temperancia.

Se volvió a mirarlo. ¿Sería cosa suya o había visto desprecio en su mirada? El momento pasó, y lo único que vio fue al lacayo del marqués, el que había encontrado la maldita miniatura.

Con suma delicadeza, Smathers apartó al marqués, lo desarmó y lo hizo sentar junto a Emery, que de un salto se levantó de la silla. Grace corrió junto a Rob para ayudarle a incorporarse. El bastón le había abierto una herida encima de la oreja y Grace se la limpió con el delantal.

«Hagas lo que hagas, que no sepa lo mucho que te importa», se dijo, «Sería mucho peor para él»

No opuso resistencia cuando Smathers la hizo levantarse con tan poca delicadeza como quien mueve un cubo de cenizas. No podía engañarse. Había muchas posibilidades de que Rob no sobreviviera a la marcha hasta Dartmoor a oscuras, con frío y roto de dolor, y cualquier otra protesta por su parte solo conseguiría añadir más tormento.

Smathers la empujó hacia la escalera.

—Recoge tus cosas y vuelve a la panadería. Ahora.

Lo miró a los ojos buscando algún destello de compasión. No lo encontró. Empezó a subir las escaleras tras acariciarle brevemente la mejilla de Rob. Esperaba que el marqués no se hubiera dado cuenta, porque lo que pensara Smathers le traía al fresco.

A continuación todo ocurrió muy deprisa. Grace estaba ya en mitad de la escalera cuando oyó un grito y se volvió: Rob, con un movimiento brusco, se había zafado del hombre de la chaqueta negra y, tras empujar con el hombro a Emery, que parecía querer agarrarle, corría hacia la puerta.

Pero Smathers, aún con el bastón de lord Thomson en la mano, se echó tras él seguido de Reilly.

—¡No! —gritó ella, pero aún tenía la boca abierta cuando Smathers alzó el bastón y descargó un golpe atroz en su cabeza, lo que le hizo caer al suelo. En su avance, Smathers derribó a Emery, que parecía pretender alcanzar a Rob. Gritando como una niña miedosa, lord Thomson se refugió en un rincón.

Aun así, Rob se levantó y tras dedicarle un último vistazo se desvaneció entre las sombras. Grace se dejó caer en el peldaño y se cubrió la cara con las manos, aunque lord Thomson, que parecía haber vuelto a la vida, le gritaba que se ocupara de Reilly, que sangraba inconsciente en el suelo.

—Me habéis ordenado que me marche —replicó con toda tranquilidad, y volvió a subir las escaleras. Metió sus escasas posesiones en una bolsa, ya que lo único que de valor había en su alcoba era el testamento de Rob dejándole su casa de Nantucket. Rob no tenía nada de valor.

Pero en lugar de meterlo en la bolsa, se lo guardó dentro del vestido. Tenía el delantal manchado de sangre de limpiarle la cabeza a Rob, y aunque seguramente aquellas manchas no servirían para que Smathers la registrara, quizás lord Thomson, inestable como era, no se atreviera a tocarla.

Respiró hondo y volvió a bajar. Smathers estaba sentado junto al herido, aplicándole presión con un trapo en la cabeza y Emery hablaba con lord Thomson, pero se volvió a mirarla y movió despacio la cabeza. Pobre Emery, después de lo que se había esforzado por mantener a salvo a Rob. Con un suspiro apartó la mirada.

La puerta seguía abierta, pero parecía muy muy lejos; aun así se obligó a caminar hacia ella. En uno de sus escasos momentos de preocupación por los demás, su padre le había dicho que nunca debía echar a correr si un perro la perseguía.

—Te considerarán una presa fácil. Camina despacio.

Y así lo hizo al pasar por delante de lord Thomson, que le dijo unas cuantas palabras bastante sucias, y por delante de Smathers, que la miró con los ojos entornados. El corazón le golpeaba furioso en el pecho, pero avanzó con serenidad y gracia por el vestíbulo, resbaladizo de la sangre de Reilly. Recogió el chaquetón marinero de Rob de la estatua y salió.

Apenas había traspasado el umbral cuando Smathers la agarró por un brazo. Grace dio un respingo de terror pero no se debatió.

En un principio no hizo nada más que mirarla con sus enormes e inexpresivos ojos de pez. Cuando era más joven esos ojos le habrían valido un montón de pesadillas.

—Si tienes idea de dónde puede estar, dímelo.

Casi parecía importarle su suerte, pero ella solo sentía desprecio.

—Es usted la última persona a la que se lo diría si es que lo supiera, que no lo sé.

—Solo conseguirás empeorar las cosas —le dijo mirándola sin pestañear—. Ahora lo abatirán a tiros en cuanto lo vean.

—No si puede llegar a Plymouth y embarcar.

—En su estado eso no es posible. Y si piensas que lord Thomson o su mayordomo no bloquearan esa vía de escape, es que eres más lerda de lo que me imaginaba.

El desprecio que le inspiraba se desbordó, desbancando al miedo.

—Le odiaré hasta el día en que me muera.

—Eso va a ser mucho tiempo. Será mejor que te lo pienses bien, si es que quieres volver a ver a Rob Inman con vida… ¡Por las llamas del infierno… Rob Inman, navegante! Me habéis tomado por tonto, y eso no me gusta.

—Y a mí me importa un comino lo que le guste o deje de gustarle —espetó, con un pie fuera ya de la casa. Nevaba con más fuerza y sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos al pensar en Rob, herido y sin tener adónde ir—. ¡Ya me dijo el señor Selway que no confiase en nadie!

—Selway, ¿eh? ¿El abogado que quisiste encontrar en Exeter aquel día que os seguí?

—¡No pudo seguirnos!

—Por supuesto que os seguí. Y no encontraste a Selway, ¿verdad? Dudo que exista.

—¡Claro que existe, y es cien veces más hombre que usted!

Él se limitó a encogerse de hombros.

—Qué tontos somos.

Grace tiró del pomo de la puerta y cerró de un golpe, pero oyó su risa a través de ella. Tan insoportable le resultó que tuvo que taparse los oídos.