Doce

 

Aquella debió ser la actuación final del marqués. Lord Thomson y la marquesa se marcharon al día siguiente, dejando solo algunos criados en la casa, según les contó Emery.

—Tengo mis fuentes —fue todo lo que les dijo, algo que hizo sonreír a Grace.

—¿Es bueno o es malo que se hayan ido? —preguntó Rob estando ambos de pie sobre la grava viendo alejarse el coche—. El capitán Cameron solía decirme «no molestes al oso que duerme», cada vez que me metía en líos con alguien que podía vapulearme fácilmente.

—No hemos sido nosotros quienes le hemos molestado —adujo Grace.

—Para un mezquino como él, eso es lo de menos. ¿Qué hacemos? Me siento inquieto.

Ambos se miraron.

—Necesita un corte de pelo —dijo ella.

Rob sonrió.

—¡Qué habilidad para cambiar de tema, Gracie! —replicó, rozando con la yema del dedo la línea que la preocupación le ponía entre los ojos—. Y no tenéis que preocuparos tanto por mí. Tanta ansiedad no vale las treinta libras que os pagan al año. A ver: me corta el pelo, yo me limpio los zapatos y nos vamos a ver a lady Tutt después del trabajo.

Ella asintió.

—Quizá deberíamos ir a ver al señor Selway a Exeter. Me gustaría que nos diera su opinión sobre el odioso lord Thomson.

—No sé por qué hace tiempo que no sabemos de él. Quizá tenga razón. Primero el corte de pelo, luego lady Tutt y si seguimos preocupados, el señor Selway.

Le resultó mucho más fácil cortarle el pelo que en la primera ocasión. No es que hubiese cambiado mucho, pero ella se sentía más tranquila estando tan cerca. Salieron al césped del huerto y Grace comenzó a cortar disfrutando de tener la oportunidad de mirarle cuanto quisiera con la excusa de asegurarse de que se lo cortaba igual de ambos lados. Tiró del cabello de encima de las orejas para estar segura de que había quedado igual de largo y él se mantuvo completamente inmóvil mientras le repasaba el cabello rubio dorado de las patillas.

—Nunca me muevo cuando hay una mujer moviendo unas tijeras cerca de mis orejas.

Ella le dio unas palmadas con la hoja de la tijera en la cara antes de contestar.

—¿Y cuántas veces le ha ocurrido eso en la vida?

—Por desgracia no demasiadas —hizo ademán de sujetarla por una mano pero al final no lo hizo—. Ayer no acabó de contarme su historia. ¿Cómo se presentó sin más en casa de los Wilson a pedirles trabajo?

Había una piedra baja arrimada a un muro y se sentó allí, con las tijeras en el regazo.

—El abogado leyó el testamento y vendió la casa, su contenido y las tierras a un comerciante de Bristol, prácticamente todo en el mismo acto. Y me encontré de pronto sin casa.

—¿No tiene familia? ¿Nadie?

Grace negó con la cabeza.

—La familia de mi madre la desheredó cuando se casó con mi padre. Ella era hija de un conde y nadie de esa parte de la familia se interesó jamás por mí.

Rob echó hacia atrás su silla.

—Ya es bastante duro para un hombre salir adelante solo. ¿Cuántos años tenía? ¿Dieciocho?

Ella asintió.

—Pensé en pedir auxilio a las mejores familias del distrito, pero no pude hacerlo —se encogió de hombros—. Los Wilson siempre habían sido amables conmigo, incluso cuando no podía pagarles las facturas, así que acudí a ellos y me ofrecí a trabajar de balde hasta que satisficiera la deuda de mi padre.

—De modo que se ofreció como mano de obra esclava.

Ella lo miró sorprendida.

—Pues supongo que sí, así fue. Trabajé durante dos años hasta que el señor Wilson dio por pagada la deuda. Entonces me contrató.

—Así que, ¿se plantó sin más en la panadería y se lo contó todo?

Ella lo miró a los ojos y le sorprendió ver su brillo y la inteligencia que palpitaba en ellos.

—No es tan dramático como arrojarse a los pies de un capitán para limpiarle los zapatos, supongo, pero había en mí la misma desesperación que en usted.

Ya no pudo decir más.

—Ninguno de los dos tenía nada que perder, ¿verdad? —le preguntó, pero era una pregunta que no necesitaba respuesta.

Él le ofreció la mano y ella la aceptó, y de nuevo volvió a tener la extraña sensación de que se quitaba un gran peso de encima, aunque Rob Inman estuviera tan indefenso como ella. Más quizá, porque al fin y al cabo era prisionero de guerra. Apretó su mano, la soltó y se levantó. «Mejor no acostumbrarse a esto», se dijo. «No puede durar más de lo que se tarde en firmar la paz».

 

 

Caminaron en silencio hasta Quimby y estaban ya casi a mitad de camino cuando él volvió a darle la mano y a ella se le disparó el corazón.

—Tengo que hacerle una confesión, Grace —dijo—. Desde que empecé a trabajar en la panadería no he dejado de preguntarme cómo podría escapar y llegar hasta Plymouth.

Ella lo miró fijamente y él le soltó la mano.

—Es cierto. Estoy desesperado por salir de Inglaterra. Cuando me eligió en Dartmoor, supe que podría escapar, sobre todo cuando me di cuenta de que lo único que se interponía en mi camino era usted, un viejo mayordomo y una doncellita de la casa principal a la que le parezco guapo.

«A mí también me lo parece», pensó.

—Pero no puedo. Lord Thomson se echaría sobre usted como un halcón sobre una paloma. Perdería sus treinta libras y…

—Seguramente las perderé de todos modos.

—Puede que sí, o puede que no —la sujetó por los hombros tras asegurarse de que nadie los veía—. No puedo prometerle que no vaya a huir. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Pero usted me eligió, Grace, y ahora tendrá que soportarme hasta que esta guerra termine.

Entonces la acercó suavemente a él, con tanta delicadeza como si no estuviera seguro de su reacción. Grace dudó, pero al final apoyó la cabeza en su pecho.

—Puede apoyarse en mí, Grace —le dijo—. Lleva demasiado tiempo arreglándoselas sola y sé lo mucho que cansa eso. ¿Camaradas entonces, hasta que termine esta guerra?

Ella cerró los ojos aspirando el olor de su camisa y asintió.

—Hasta que termine.

—Y le prometo que no volveré a besarla —añadió—. Al fin y al cabo, usted es hija de un barón y ambos sabemos de dónde vengo yo.

 

 

«¿Y cómo se deshace una elección cuando termina la guerra?», se preguntaba Grace aquel mismo día mientras trabajaban codo con codo en la panadería. Miraba a Rob de vez en cuando y lo encontraba muy serio. Lo veía morderse el labio mientras amasaba, golpeando la masa más fuerte que de costumbre, y sentía que también él la miraba de vez en cuando, pero frunciendo el ceño.

«Tengo que convencer a este buen hombre de que no necesito que cuide de mí», se dijo. «Cuando vuelva a América no necesitará preocuparse más».

Pensar en América la hizo quedarse parada con las manos en la harina. ¿De verdad era posible empezar desde cero allí? Estuvo a punto de preguntarle si en Nantucket había panadería, pero en el último momento no lo hizo.

 

 

Fue casi un alivio quitarse el delantal cuando la última hornada de pan se estaba enfriando ya y decirle a la señora Wilson que Rob y ella habían sido invitados a casa de la señora Tutt.

—Solo invitó al capitán Duncan, pero yo he de acompañarle.

—Pues si la todopoderosa señora te muestra en algún momento una pizca de arrepentimiento por todo el pan que nos ha pellizcado durante años, tienes mis bendiciones para pedirle que te lo pague —y haciendo un movimiento con las manos como quien espanta gallinas, continuó—: ¡Vamos! Idos ya, que si la hacéis esperar se enterará de ello hasta el lucero del alba.

Sonriendo, Rob se quitó también su delantal y se pasó las manos por el pelo.

—Pero si ya está usted estupendo, capitán —bromeó Grace.

—Es que pretendo que me incluya en su testamento —bromeó también él, y tras humedecerse un dedo con saliva, se lo pasó por las cejas. Grace se echó a reír—. O por lo menos que me de algún que otro trabajito.

—No puede pedirle tal cosa, capitán, porque yo soy su cuidadora.

Él sonrió.

—¡Gracie, ni siquiera Elaine habría dicho tal cosa!

 

 

—Es la primera vez que he hecho una broma referida a mi mujer —dijo más tarde, mientras caminaban hacia la mansión Tutt—. Y me ha sentado bien. A lo mejor es así como ocurren las cosas. Al principio me dolía incluso pronunciar su nombre. Una vez, estando en Dartmoor, creía haber olvidado el color de sus ojos. No era así, por supuesto, pero ahora… — se detuvo y puso la mano en su brazo—. Es agradable recordar los buenos tiempos con ella.

Era algo tan íntimo, tan personal… pero Grace se estaba acostumbrando ya a la transparencia de Rob Inman.

—A mí me gustaría ser capaz algún día de recordar a mi padre de otro modo.

—Y lo hará —le aseguró—. Puede que no sea mañana. Que pasen unos años.

—Demasiada rabia vuelve amarga a una persona —dijo mientras continuaban caminando.

—Es posible —tomó su mano y ella no puso objeciones—. Hacemos una extraña pareja. Puede que solo alguien que se ha arrastrado por la cubierta de un barco puede comprender el valor que hace falta para que la hija de un barón sea capaz de plantarse en una panadería y pedir trabajo para pagar una deuda.

Ella asintió, incapaz de contener las lágrimas, y él le rodeó los hombros con el brazo.

—Es usted una mujer ambiciosa, Grace, y eso me gusta —sonrió—. Ni siquiera me importa que para usted solo valga treinta libras al año.

—¿Tan vulgar le parezco?

—¿La ambición es vulgar? Yo creo que no, Gracie. Quiere hacerse con el horno de los Wilson. Pues bien: más poder en sus manos.

Entonces fue ella quien le tomó la mano. «Me comprende», pensó.

—¡Y tengo muchas ideas que quiero poner en práctica! Me gustaría hacer más dulces y más clases de pan.

—Pan de canela con pasas. ¿Lo ha probado alguna vez?

Ella contestó que no con la cabeza.

—En esta isla no se conocen los verdaderos placeres de la vida —se lamentó él—. No tenía ni idea.

Grace volvió a reír, y se dio cuenta de que hacía años que no reía de ese modo. Puede que nunca lo hubiera hecho. Años de preocupaciones, trabajo y rabia parecían estarse convirtiendo en humo, y tras mirar a Rob Inman a los ojos un momento, volvió a reír.

Poco después se sentaron los dos a un lado del camino, espalda con espalda, apoyándose el uno en el otro mientras la risa iba cediendo poco a poco.

—Esto es absurdo —consiguió decir ella—. ¡Ni siquiera sé por qué nos reímos!

—Conozco otra cosa aún mejor que el pan de canela. Mañana intentaremos hacerlo.

—Mañana nos vamos a Exeter —le recordó—. A ver al señor Selway.

—Entonces, pasado mañana. Los Wilson van a ganar una fortuna con nosotros.

Lo miró por encima del hombros, interesada. Y él también la miró, con lo que quedaron mejilla con mejilla. Estaba tan cerca y olía tan bien a canela y a levadura que, dejándose llevar por un impulso, lo besó en la mejilla.

—Es la canela, que me vuelve loca —susurró y volvió a reír.

Él se levantó y le ofreció las manos para ayudarla a ponerse en pie.

—Gracie, es usted sorprendente. Haga el favor de comportarse, que vamos de visita a casa de lady Tutt.

Tenía las mejillas como la grana. Menos mal que no había nadie en el camino.

—Gracias a Dios que nadie me ha visto.

Él se quedó de pronto muy serio.

—No esté tan segura. ¿Le he mencionado que nos han venido siguiendo todo el tiempo?