Ocho
«¿Por qué se me ocurriría a mí acceder a ocuparme de este hombre?», se preguntó mientras abandonaba todo lo que había comprado, una selección de golosinas para saciar el apetito de aquel condenado americano.
«¿Y es el comisario quien le va a disparar en cuanto lo vea? ¡Eso será si no lo hago yo antes!»
—No puede haber desaparecido sin más, Emery —sentenció con los brazos en jarras—. ¡Pero si apenas podía andar!
—Puede que lo hayamos subestimado.
—O que estuviera intentando engañarnos para escapar. ¿A dónde diantres puede haber ido? —se sentó en otra silla igualmente inestable—. ¿Es que no hay una sola silla en esta casa que no cojee?
Un instante de silencio le bastó para escucharse a sí misma: quejas, quejas y más quejas. Suspiró.
—Emery, me gustaría que me reprendieras cuando me pongo así de quejica.
—¡Jamás! Iría contra las pocas normas que conozco de la profesión de mayordomo, que no son muchas —admitió.
No pudo evitar sonreír a pesar de sus preocupaciones.
—¿No sabes que siempre se les debe seguir la corriente a los lunáticos? —bromeó—. Si es posible, te ruego que intentes nivelar las patas de estas sillas.
—Consideradlo hecho.
Salió un instante con la intención de calmarse, aunque lo que de verdad deseaba era darle una bofetada a lord Thomson y estrangular a Rob Inman. ¿Dónde demonios se habría metido? ¡De todos los miserables prisioneros americanos que había en aquel agujero, había tenido que ir a elegirle a él! Bajó los peldaños hasta la modesta entrada de la casita sin saber qué hacer. Emery pensaba que su encomendado no tendría problemas para mezclarse con los marinos que rondaban por Plymouth, pero para eso tendría que conseguir llegar hasta allí. El puerto no quedaba cerca, y mucho menos para alguien prácticamente muerto de hambre.
«¡Si os encuentran, os pegarán un tiro sin contemplaciones, estúpido!», pensó mientras salía al camino, pero se detuvo allí. No quería volver a pasar ante lord Thomson. Hacía frío y se frotó los brazos. Si el marqués se enteraba de que el capitán había salido de la casa solo…
—¿Adónde iría yo si estuviera en vuestro lugar? —preguntó en voz alta—. Habéis dicho que os gusta sentir el viento en la cara.
Ojalá no se equivocara. Lo primero que hizo fue mirar a la casa principal y asegurarse de que lord Thomson no andaba por allí para después subirse las faldas y echar a correr hacia el punto más alto de la propiedad. No es que fuera una gran elevación, pero sí lo suficiente para tentar a alguien enfermo de nostalgia que querría intentar divisar la bahía de Plymouth desde sus alturas. En algunas ocasiones había ido de paseo hasta allí cuando el anterior lord Thomson aún tenía fuerzas para subir, ya que alguno de sus antepasados había puesto un banco en lo alto.
Convencida de encontrarle en la cima subió tan rápido como le era posible mientras cavilaba sobre lo que iba a decirle en cuanto lo encontrara. Pero a medida que llegaba no se le veía por ninguna parte. Incluso se subió al banco para mirar a su alrededor.
La derrota le pesó sobre los hombros como una manta mojada. No llevaba bajo su responsabilidad más de un día y ya lo había perdido.
La intensidad de su ira le sorprendió, hasta que se dio cuenta de que durante los últimos diez años había mantenido una especie de calma acerada y seca, un estado de ánimo que la aislaba de las flechas que volaban en su dirección. Mirando a su alrededor se dio cuenta de que estaba experimentando unas emociones mucho más fuertes que antes, aunque ya había sospechado desde un principio que Rob Inman iba a ser todo un desafío.
—Si no te encuentro, el problema lo vas a tener tú, no yo —murmuró, aun a sabiendas de que lo que estaba diciendo no era cierto. Él era su responsabilidad, una responsabilidad frente a la que había fracasado demasiado pronto. Respiró hondo varias veces intentando calmarse. ¿Hasta dónde podía llegar un hombre que apenas podía mantenerse en pie?
La respuesta le llegó con absoluta certeza, acompañando al recuerdo de algo que lord Thomson le había dicho en una ocasión hablando del tiempo que había pasado en la guerra con las colonias.
—Cuando nos acuartelaron en la ciudad de Nueva York, sentía tanta nostalgia de mis tierras aquí que solía asomarme a mi ventana y mirar en dirección noreste. Solo buscar en el horizonte los puntos cardinales de mi hogar me tranquilizaba.
—Rob Inman, apuesto lo que sea a que estás mirando al sudoeste —se dijo al darse la vuelta, y echó a andar en esa dirección, hacia un pequeño repecho que había prácticamente al final de las tierras de lord Thomson.
Y allí lo encontró, tumbado sobre la hierba. En silencio se acomodó junto a él. No sabía si estaba dormido, o si incluso estaba muerto, así que con cuidado le puso los dedos en el cuello en busca del pulso. Con la misma delicadeza, él cubrió su mano.
—Sigo vivo, Gracie —dijo—. Debería haber sabido que me encontraría. Puede que incluso deseara que lo hiciera. No estoy seguro de si voy a ser capaz de mantenerme en pie. Soy como un bebé, y me he excedido.
Más aliviada de lo que lo había estado en su vida, respiró hondo, apartó la mano y se acomodó. Él había dejado de dirigirse a ella con tanta formalidad, y decidió hacer lo mismo.
—Primero pensé que estaría en el punto más alto. Hay un banco allí y se puede ver la bahía de Plymouth.
Abrió los ojos pero volvió a cerrarlos como si el esfuerzo fuera demasiado.
—Y he estado allí. Qué desilusión. Pero el viento me ha gustado —seguía con los ojos cerrados—. ¿Cómo ha sabido que estaría aquí?
—He recordado algo que el padre de su capitán me dijo en una ocasión. Estaba en América y solía buscar un punto en el que colocarse en dirección a Inglaterra, y pensé que… que quizás había hecho lo mismo, pero en la dirección contraria.
—¿Él también lo hacía? Vaya… se me ocurrió pensar que a lo mejor desde aquí podía ver aunque fuera una línea del Atlántico. Un trocito del mismo océano que baña las costas de Nantucket.
No pudo seguir hablando.
—Menudo idiota tiene a su cargo, Grace —susurró—. ¡Siento tantos deseos de volver a casa!
Ella no contestó pero pensó si debía darle la mano. «Debería ganarme mis treinta libras», se dijo, y puso su mano sobre las de él, en el pecho.
—Hábleme de América. Sé que es un país muy grande.
—Mucho. Nantucket no lo es tanto.
Solo una persona completamente insensible no habría detectado el modo en que acariciaba la palabra. Nantucket. Grace la repitió para sí. Le gustaba su sonido. Quizá fuera una palabra india.
—Nantucket es una pequeña isla frente a las costas de Massachusetts. Mi hogar… —quedó mudo de nuevo—. Mi casa está en Orange Street. La compré para Elaine cuando nos casamos. Desde el primer piso se ve la bahía —sonrió con los ojos cerrados—. Sal y brea… qué fragancia tan embriagadora.
—Lo dudo —se rio.
—Sí que lo es, Grace Curtis. Me gusta tanto como a usted le deben gustar esas Quimby Crèmes.
Eso podía comprenderlo.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en América? ¿Por qué se marchó de Inglaterra?
Ojalá sintiera deseos de hablar. Si tardaban en volver, quizás Emery saliera a buscarlos y así le ayudaría a hacer el camino de vuelta. Además quería saber por qué alguien abandonaba su hogar y cruzaba todo un océano.
—Me temo que no tenía elección —le dijo tras una larga pausa en la que pareció estar ordenando sus pensamientos—. Tenía siete años y en aquel tiempo me pareció que mi padre me hacía una tremenda injusticia. Ahora soy consciente de que su único delito era querer que yo viviera.
—¿Qué hizo?
—Me presentó a un capitán mercante en Londres. Era el padre del capitán Duncan.
—Pero el padre del capitán Duncan era el fallecido lord Thomson.
—En efecto. Su madre se llamaba Mollie Duncan, una dama de gran carácter —seguía tumbado sobre la hierba—. Cuando el ejército británico evacuó la ciudad de Nueva York, se casó con David Cameron, un capitán de navío de Nantucket.
El recuerdo debía ser bueno porque le vio sonreír.
—Era un hombre duro, algo que supongo produce la naturaleza de su trabajo, pero siempre fue justo conmigo.
—¿Cómo lo conoció su padre?
La miró un instante, como si se preguntara qué iba a pensar cuando se lo dijera.
—Mi padre era un ladrón, y supongo que mi madre también. Provengo de una familia de ladrones.
—¡Oh!
No se le ocurrió qué decir, y Rob se echó a reír.
—Nada tan respetable como ser ayudante de panadero —sonrió—. Hasta donde me alcanza la memoria, vivimos a sotavento de un almacén en el Pool. ¿Ha oído hablar de ese lugar?
Había oído hablar de él, pero nada bueno.
—Yo… creía que allí solo habían almacenes y muelles. Entonces, ¿hay gente que vive allí?
Le había avergonzado. Lo supo por el rubor que le subió por las mejillas, e iba a disculparse cuando él se lo impidió.
—Claro que no. Aquello era solo sobrevivir. No recuerdo un solo día en el que no pasara hambre.
—Lo siento.
—¡Ni se le ocurra! Lo que me pasó fue un golpe de suerte. Lo único que puedo contarle, ya que tenía solo siete años, es que mi padre y mi madre llevaban días hablando a escondidas. Recuerdo que huíamos de alguien. A mi padre lo habían encarcelado en un par de ocasiones por pequeños robos, pero aquello debía haber sido bastante más grave. Creo que se temía la horca.
«No lo mires con la boca abierta, Grace», se advirtió. «Debe pensar que tu pasado ronda las mismas escenas que el suyo».
—¿Y su madre?
—Por un estilo. Recuerdo a una mujer del vecindario regañándola por darme ginebra de beber. El alcohol me dejaba dormido, y así ellos dos podían robar en paz —Rob extendió un brazo y arrancó una florecilla—. En cualquier caso, imagino que las cosas debían estar poniéndose tan feas que mi padre quiso quitarme de en medio. Una mañana me llevó a rastras a los muelles. Le recuerdo estudiando varios barcos mercantes: uno de bandera rusa, otro del imperio otomano y otro de Dinamarca. Cuando vio la bandera de barras y estrellas, me subió a empujones por la plancha.
—¿Y no lo echaron los marineros?
—Otro golpe de suerte. El capitán Cameron estaba en cubierta, lo mismo que Dan Duncan. Creo que Dan tenía más o menos dieciséis años. Mi padre me dejó caer en cubierta delante de ellos, les dijo que sería un buen grumete y se largó. Lo último que vi de él fueron sus zapatos.
—¡Podrían haberle echado sin contemplaciones del barco!
—Por supuesto.
—¿Lloró?
Me miró muy serio.
—¿Es eso lo que usted habría hecho?
Grace se encogió de hombros. Cuando el abogado de su padre vendió su casa y le deseó un buen día no se interesó lo más mínimo por saber qué iba a ser de su futuro. Quizás el padre de Rob Inman fue más considerado. Al menos dejó a su hijo con alguien. En cualquier caso, aquel hombre estaba muy por debajo de ella en posición social, si es que la posición social seguía importándole lo más mínimo.
—¿Y qué hizo?
—Antes de que mi padre me sacara del almacén, mi madre me puso un pañuelo en el bolsillo. Debían habérselo robado a alguien porque tenía encaje. Lo saqué, me tiré de rodillas delante del capitán Cameron y empecé a limpiarle los zapatos.
Grace sintió que el corazón se le encogía imaginándose a un niño con un tremendo instinto de supervivencia arrojándose ante los pies de un capitán de la marina que bien podía haberlo echado del barco a patadas.
Quizás Rob Inman supiera lo que estaba pensando porque había un elemento de incredulidad en su voz, aunque el incidente había acontecido años atrás.
—Podría haberme hecho lo que quisiera. Solo Dios sabe por qué no me apartó de una patada. Le ordenó a Dan que me llevase abajo, que me diera un poco de bizcocho y me asignó la tarea de mantener limpio su camarote.
—¿Y eso fue todo?
—Casi —arrancó una florecilla silvestre y sopló sus pétalos, y su aliento las hizo aterrizar en su regazo—. El capitán Cameron seguía las reglas, pero podía doblegarlas en su beneficio si le era necesario. Aquella noche puse una cruz en un documento que me contrataba con él para ocho años.
—¿Siguen haciendo eso en América?
—No. Es una práctica que terminó pocos años después.
—¿Qué fue de sus padres? —le preguntó, acariciando ella también las bocas de dragón que florecían a su alrededor.
—¿Quién sabe? En un viaje anterior a la guerra, atracamos cerca de Pool. Dan era ya capitán por aquel entonces y buscamos el almacén donde yo vivía, pero no lo encontramos. Puede que se quemara… quién sabe.
—Entonces, ahí se acabó todo.
—No. Dan era un poco como su padre, que no dejaba piedra sin volver si se le metía entre ceja y ceja. Dan consultó con un escribiente de los servicios marítimos y estuvimos consultando los manifiestos de los barcos de prisioneros enviados a Australia. En el convoy de 1795 encontramos a una tal Matilda Inman. Es posible que fuera mi madre. No conozco su apellido de soltera, pero no había más Inman. Mi padre debió encontrar una corbata de soga para el cuello aquí en Inglaterra.
Grace se estremeció.
—¿Y usted? ¿Sabe dónde están sus padres?
Ella asintió. No quería contarle su historia principalmente porque palidecía en comparación con la suya. «Yo solo tuve que rogarle a gente conocida, y no a un desconocido que podría haberme enviado a una casa de empleo o haberme dejado abandonada en los muelles». No era de extrañar que no se sintiera ligado a la tierra que le vio nacer.
—Mi madre murió cuando yo tenía catorce años y mi padre hace diez, cuando cumplí dieciocho.
No tenía por qué hablarle de su crianza, protegida aunque perseguida por las deudas.
—Somos casi de la misma edad, Gracie —constató él con una sonrisa teñida de timidez y quizás de amistad—. ¿La ha tratado bien la vida?
Podría haber dicho que no, y quizá lo habría hecho tan solo una hora antes. Él seguía tumbado sobre la hierba, demasiado débil como para ponerse en pie. «Hasta que se firme la paz, puedo ser tu amiga», pensó.
—La vida ha sido buena conmigo —confesó—. Muy buena, la verdad.