Cinco
—Cosas más raras se han visto, Grace —bromeó el señor Selway, y sacó otro sándwich de la cesta, pero esta vez lo envolvió en una servilleta—. Me voy a esa especie de armario que parte del salón y que he bautizado como biblioteca de la casa de los guardeses… Dios, ¿no les parezco grandilocuente? Bueno, que voy a revisar cuidadosamente los documentos de la libertad del capitán y los términos del testamento de lord Thomson —se levantó y miró a Emery—. Si Grace está de acuerdo, creo que seréis una valiosa adquisición para el servicio de esta casa.
—¿Servicio? —repitió ella—. ¡Qué exageración! Eso sí, Emery: este servicio durará solo hasta que la guerra termine y el capitán vuelva a América.
—Si para entonces el capitán y vos sois marido y mujer, podría ser vuestro mayordomo en Estados Unidos. No me gusta demasiado la casa de empleo.
El señor Selway salió de la cocina sonriendo. Grace dio cuenta de su sándwich mientras Emery limpiaba las migas de la mesa.
—La señora Clyde dice que nos dará un plato de gachas y azúcar y crema —informó Emery.
—Cuando el capitán se haya aseado y afeitado, iré a la compra en Quimby. Está tan delgado. Tendré que darle de comer hasta que recupere la salud. Y en cuanto al otro asunto, dejaremos que sea el capitán Duncan quien decida con quién quiere casarse.
—Sí, Gracie —Emery bostezó ostensiblemente—. Ahora, si no se os ocurre nada más que podamos rescatar, me voy a la cama.
Se levantó, se estiró y cuando estaba ya en la puerta, Grace le dijo:
—Ojalá pudiéramos pagaros más que la cama y la comida.
—Me basta. Esto va a ser interesante.
«No lo dudo», pensó mientras subía la escalera. Abrió con cuidado la puerta del cuarto de Rob Inman y se quedó inmóvil para escuchar su respiración. Luego cerró sin hacer ruido.
«Lo primero que se impone es un buen baño», pensó al entrar en su propia alcoba. «Huele peor que la basura de la cocina en el mes de agosto». Seguramente tendría que quemar todo lo que llevaba puesto, además de la ropa de la cama. «Lo menos que puedo hacer es devolverlo a América en mejor estado que el capitán Shortland me lo entregó a mí».
Se detuvo ante la chimenea encendida a calentarse las manos y se preguntó por qué habría accedido a satisfacer las condiciones del testamento de lord Thomson.
—Emery está en lo cierto: va a ser interesante —murmuró mientras se desvestía y metía sus cosas en una cómoda cuyo espejo pedía a gritos otra mano de plata en su trasera—. Doy gracias a Dios por tenerlo.
Grace se acurrucó en la cama con las rodillas contra el pecho. Echaba de menos el olor de la levadura y la harina que impregnaba toda la panadería. «Grace, al menos no estás prisionera en Dartmoor», se dijo.
—O mejor no pensar en esas cosas —murmuró junto a la almohada.
Su sueño no fue tranquilo. No podía dejar de ver la imagen del verdadero capitán Duncan, sus ojos yermos, sus hombres, sucios y mudos, reunidos en torno a él. Una y otra vez en su sueño miraba a Rob Inman y lo elegía a él por encima de los otros. ¿Por qué? No tenía ni idea pero se le aparecía una y otra vez en su sueño, esperando como seguramente llevara haciéndolo desde que el Orontes fuera capturado. ¿Qué otra cosa se puede hacer en prisión sino esperar?
No podría decir qué la despertó horas más tarde. No estaba siquiera segura de haber dormido, ya que en su cabeza pululaban las imágenes del horror que había contemplado en Dartmoor, la inesperada amabilidad que brillaba en los ojos de los compañeros de Robert Inman, mientras ella se arrodillaba en la paja maloliente sobre la que reposaba su líder moribundo.
Se incorporó y escuchó. No cabía duda. Alguien se movía por el descansillo de la escalera y bajaba.
Con el corazón golpeándole en el pecho apartó la ropa de la cama, echó mano de su chal, abrió la puerta y vio que Rob Inman bajaba despacio las escaleras.
—Rob Inman, será mejor que no estéis planeando escapar. Sois más alto que yo, pero creo que podría impedíroslo.
Él se paró en seco, sobresaltado al principio, divertido después.
—Seguramente sí —dijo, y se sentó en un escalón—. La semana pasada intenté ganar en combate a una rata y acabé perdiendo los cordones de los zapatos.
Ella se sentó también, pero no demasiado cerca.
—¿Tenéis hambre? —le preguntó en voz baja.
—Si las piernas no me olieran tan mal, seguramente me habría pegado un mordisco en una. ¿Habrá algo comestible en la cocina, además de ese viejo que se cree un mayordomo?
Grace se tapó la boca para no echarse a reír.
—Creo que quedan un par de sándwiches en la cesta. ¿Queréis que miremos?
Él asintió e intentó levantarse, pero negó con la cabeza.
—Mejor salvaos vos, señorita. Creo que yo ya estoy acabado.
—Menos dramas —le respondió sonriendo mientras acababa de bajar las escaleras—. Prometedme que no intentaréis escapar y yo os conseguiré un sándwich.
—No puedo haceros semejante promesa.
—Debéis hacerlo, empeñando en ello vuestra palabra de caballero. Os dispararán a matar si rompéis las condiciones de vuestra libertad. No bromeo.
Él la miró un momento, casi como si quisiera analizar la médula de sus huesos.
—Si he de hacerlo lo haré, pero sabed una cosa: puede que el capitán Duncan fuese un caballero, pero en el fondo era un bastardo. Rob Inman no es un caballero y nunca lo ha sido.
—Supongo que así tendrá que valer —respondió, sorprendida por aquel hombre que el anciano lord Thomson le había impuesto. Bueno, no: que ella se había impuesto en Dartmoor—. Pero tengo algunas preguntas.
—Lo imagino —respondió con una sonrisa—. Y yo sigo teniendo hambre.
Encontró la cesta con facilidad, aun estando a oscuras y subió de puntillas las escaleras sonriendo al oír los ronquidos de Emery. Le entregó el sándwich al capitán, que él hizo desaparecer en un segundo y buscó más en la cesta. Grace lo acompañó con una de sus propias Quimby Crèmes. El cocinero de la casa del conde debía haber ido a la panadería de los Wilson hacía poco.
—Me gustaría comer algunas más de estas —dijo con la boca llena.
—Y las comeréis. La receta es mía.
Él la interrogó con la mirada.
—Trabajo como repostera en la panadería de los Wilson en Quimby —le dijo—. Bueno, antes. A eso me dedicaba, y volveré a dedicarme cuando os haya restituido la salud.
—¿Vais a ponerme en forma? —preguntó de buen humor. Desde luego tenía hambre y estaba débil, pero su intelecto trabajaba con rapidez—. ¿Cómo diablos habéis acabado siendo la cuidadora del capitán Duncan? —se metió el resto de la pasta en la boca—. Si es eso lo que sois.
—Supongo que sí, en cierto modo. Ahora lo soy vuestra. El fallecido lord Thomson, que por el nuevo no daría ni un céntimo, iba con regularidad a la pastelería y le gustaban mis Crèmes. Estaba lleno de manías, pero conmigo nunca pagó su mal humor —no pudo evitar que los ojos se le humedecieran—. Creo que también yo era su única amiga —tampoco pudo evitar que se le endureciera el tono de voz—. Su familia se limitaba a esperar que muriera
—No veo la relación, señorita… Grace.
—Yo tampoco. La cosa es que, por alguna razón, lord Thomson me dejó en su testamento la casa de los guardeses para que more en ella mientras viva, así como una dote de treinta libras anuales que supongo que durará hasta que el nuevo lord Thomson encuentre el modo de impedirlo.
—Deduzco que el dinero no os viene mal.
—Desde luego. Pretendo comprar algún día la panadería.
—Pero no confiáis en que la amabilidad de lord Thomson dure mucho.
—Estoy convencida de que no durará. A la gente le suele gustar salirse con la suya, ¿no lo habéis notado?
—Por desgracia, sí lo he notado —bajó la voz—. ¿Por qué el anterior lord Thomson quería liberar al capitán Duncan? Conozco sus orígenes. Dan nunca los ocultó. ¿Era que el viejo bribón quiso ayudar a su bastardo?
—Supongo que sí. Incluso os voy a revelar algo que os hará gracia: el señor Selway me dijo que el conde tenía la esperanza de que el capitán Duncan y yo nos enamorásemos y nos casáramos.
—¡Pues tendríais que haberlo compartido con su esposa de Nantucket y sus dos hijos! —suspiró—. Ojalá pudiera decirles que su esposo, el mejor hombre que he conocido, ha caído en esta guerra.
—Supongo que tendréis que esperar a que todo esto termine y podáis volver a casa —y para alegrar el momento añadió—: y supongo que vos tendréis argumentos parecidos para que no me enamore de vos.
—Lo cierto es que no. Estuve casado, pero mi esposa murió. Era de Nantucket como Bess, la mujer del capitán. Ella entendía cómo es la vida en el mar. Todo el mundo allí lo sabe.
—Lamento vuestra pérdida. Hubiera preferido no causaros dolor con mi comentario.
—¿Cómo ibais a saberlo? Ya han pasado casi cuatro años y sigo lamentándolo —se quedó callado un instante—. Entre el mar y la guerra me pasé más tiempo embarcado en el Orontes que en mi cama de la calle Orange. Ah, y no nos olvidemos de las delicias de Dartmoor.
Pensó en los marineros que Rob Inman había dejado atrás. Había algo en aquel hombre que la animaba a hablar.
—Decidme una cosa: la forma de hablar de aquel compañero vuestro era muy curiosa.
La expresión del rostro de Rob se suavizó.
—Tendríais que conocer Nantucket. Es una isla de marineros, muchos de ellos cuáqueros.
—¿Lo sois vos?
—¿Cuáquero? No, pero la mayoría de mis vecinos lo son.
Guardó silencio un momento, seguramente recordando su isla.
—Yo tampoco he sido capaz nunca de comprender por qué las cosas ocurren como ocurren —le dijo poniéndole una mano en el brazo—. Quizás haya que ser viejo para entenderlo.
Los dos se quedaron en silencio y ella le ofreció la mano.
—Permitidme ayudaros, capitán. Y no olvidéis que sois el capitán Duncan. Quizá ahora que habéis calmado el hambre podáis conciliar el sueño. Pronto amanecerá y mañana tenemos una mañana bastante movidita.
—¿Eh?
Estaba de pie pero temblaba, de modo que Grace no le soltó la mano hasta no estar segura de que guardaba el equilibrio.
—Empezaremos con un baño, una buena jabonada, un corte de pelo y un afeitado. Y me temo que aunque le tengáis cariño al amarillo de la prisión, vuestras ropas tendrán que arder en la lumbre.
—Os las regalaría encantado, pero os advierto que no tengo otra cosa que ponerme. A los prisioneros no se les entrega guardarropa.
—El señor Selway va un paso por delante de vos —le aseguró mientras subían paso a paso la escalera—. No sé si os va a gustar demasiado, pero os ha comprado ropa en las tiendas de la Armada Real de Plymouth.
—¿La Armada Real? ¡Diantres!
—No son más que camisas de cuadros y pantalones oscuros. Seguramente se parezcan a lo que llevabais en el Orontes.
Él sonrió.
—Seguramente. ¿Creéis que me valdrán?
—Eso espero.
Él entró en su alcoba y ella se quedó en la puerta.
—Tengo que haceros una pregunta: ¿todos los americanos hablan como vos?
—No, señorita —respondió él y se llevó un dedo a los labios para añadir—: Voy a contaros un secreto: nací y en parte fui criado en un suburbio de Londres. Mañana os contaré más si os interesa saberlo.
—¿Sois inglés? —preguntó, atónita.
—Ya no. Es algo que a los ingleses os cuesta trabajo entender: que uno sea inglés no quiere decir que siempre vaya a serlo.
—Yo no podría ser otra cosa que inglesa.
—¿Tan segura estáis? —se sentó en la cama como si estuviera demasiado cansado para mantenerse en pie—. Habláis muy buen inglés para ser la ayudante de un panadero. Y vuestros modales son demasiado refinados. ¿Qué ha hecho por vos Inglaterra últimamente? Por mí, nada en absoluto. Buenas noches.