Seis

 

No le hacía ninguna gracia tener que admitirlo, pero no le quedaba más remedio porque Rob Inman tenía razón: Inglaterra no había hecho mucho por ella en los últimos tiempos. Y seguía dándole vueltas a sus palabras mucho tiempo después de la hora en que debería estar dormida.

Una cosa era entrar en la pobreza de repente, pero otra muy distinta verse tratada por los amigos como una desconocida. Con las mejillas al rojo recordaba los comentarios y las indirectas que sus antiguos amigos le habían dedicado en la panadería, tratándola como si no existiera.

Y tenía que ser precisamente Rob Inman, un hombre que sin pretenderlo había sido puesto en libertad bajo palabra el que tenía que hacerle reflexionar. «Va a ser un reto. Quizá no debería haberle elegido a él», se dijo mientras ahuecaba la almohada varias veces intentando encontrar la postura en que conciliar el sueño.

Pero el hecho era que ella y solo ella había elegido a Rob Inman y que lord Thomson la había elegido a ella para que lo cuidase. Los párpados empezaron a pensarle mientras reflexionaba en lo absurdo de todo aquello. «Lord Thomson, me temo que vuestras buenas intenciones van a causarme muchos problemas», fue su último pensamiento antes de quedarse dormida.

 

 

Emery resultó ser todo un hallazgo. Por la mañana fue él quien llevó el desayuno desde la casa principal y un buen montón de jabón.

—Si con esto no conseguimos ahuyentar a las pulgas y los piojos, es que no hay Dios —le dijo mientras echaban un balde de agua caliente en la bañera de latón que habían colocado en el huerto desaliñado—. Mientras esté en remojo quitaré la ropa de la cama y quemaré sulfuro en esa habitación, como se hace en los barcos que han estado en alta mar mucho tiempo.

El recién liberado no necesitó que lo animaran para bajar al jardín para la cura. Con cierta dignidad se envolvió en una manta cuando Emery le ordenó que dejara sus ropas en los macizos de rosas. Rob frunció el ceño al ver a Grace junto a la bañera probando la temperatura del agua.

—No necesito de vuestros servicios —protestó, envolviéndose más en la manta.

—¡Es exactamente lo mismo que pensaba yo! —respondió ella—. Solo estaba asegurándome de que no quema el agua. Mi labor en este momento consiste en meter en una bolsa vuestra ropa de cama y quemar la de la prisión.

Intentando no reírse le dejó en el jardín a merced de Emery, su jabón y su cepillo.

 

 

El señor Selway la encontró en el piso de arriba con las sábanas y las mantas metidas en sendas bolsas de lona y la siguió a colocarlas junto a las de la cárcel que el capitán había dejado en el suelo.

Ambos se sentaron en el banco que había junto a la puerta de la cocina. El abogado abrió una carpeta.

—Aquí traigo el pliego con las condiciones de nuestro trato con el prisionero liberado.

Leyó sucintamente el documento y ella comentó:

—Lo más importante parece ser que no podemos perderlo de vista en ningún momento. ¿Puede salir de casa con alguno de nosotros?

El señor Selway asintió.

—Al parecer sí, pero debemos hacerle entender que no debe escapar porque si lo hace y bajo pena de arresto para nosotros, debemos notificarlo de inmediato al juez de paz y lo abatirán en cuanto lo vean.

—¿Y adónde podría ir?

—Al mar. Imagino que no le costaría pasar desapercibido entre toda la gente que va a embarcar en Plymouth y enrolarse en cualquier vapor mercante del puerto. La flota siempre está necesitando tripulación.

Grace pensó en sus palabras mientras oía al capitán protestar por tener que lavarse otra vez el pelo.

—Imagino que lord Thomson no querría que su único hijo se aprovechara de la libertad bajo palabra para escapar.

—La verdad es que no sé lo que quería. De hecho, nunca conoció a su hijo, ¿no es cierto? Toda la carga de esta situación recae sobre vuestros hombros, Grace, porque yo vendré a veros de vez en cuando, pero tengo otros asuntos que atender.

—Lo comprendo, señor Selway —respondió. Se sentía sola en aquella aventura—. Menos mal que cuento con Emery para ayudarme.

—Cierto. En eso hemos sido afortunados —le entregó los papeles—. Aquí está el documento para la libertad del capitán Daniel Duncan, de treinta y seis años —miró en dirección al huerto—. He de admitir que parece más joven de lo que yo me imaginaba… —movió despacio la cabeza—. ¿Quién iba a decir que la reclusión en Dartmoor haría que un hombre pareciera más joven?

Grace contuvo el aliento. El señor Selway tenía razón: Rob Inman era más joven que su capitán.

—Puede que se deba a… la brisa del mar, tan sana —inventó, intentando no tartamudear.

—Gracie, la brisa del mar hace envejecer a los hombres —sonrió—. ¡Puede que sea la brisa americana, tan sana! —bromeó—. Querida, os he preparado una carta blanca con los comerciantes de Quimby. Podéis pedir lo que queráis, dentro de un orden por supuesto, y me enviáis las facturas a Exeter, a este apartado de correos —le entregó una nota—. Animaos, Grace. ¿Qué va a salir mal en un acuerdo tan prosaico?

Estuvo a punto de contestarle que el capitán Duncan estaba muerto pero no lo hizo, aunque no sabría decir por qué, excepto que le había hecho una promesa al verdadero Daniel Duncan y sentía comprometido su honor. Además, ¿hasta qué punto conocía al señor Selway? Mejor guardar el secreto.

Emery la llamó para que les llevara las ropas nuevas que el señor Selway había dejado en la librería y ella se las llevó al huerto, donde el capitán seguía metido en la bañera con las rodillas huesudas prácticamente debajo de la barbilla. Estaba de espaldas a ella y al ver marcas de latigazos en la espalda se quedó sin aliento. Eran antiguas, pero el cepillo y el jabón las habían hecho destacar.

Grace se quedó un instante más mirando y luego se escabulló al interior de la casa. Con la mente puesta en el hombre que se bañaba, preparó unas gachas que endulzó generosamente y tras añadirles una pizca de canela las apartó del fuego para que se enfriasen.

Una doncella de Quarle entró sin hacer ruido con un par de tijeras en la mano.

—Emery me ha dicho que os las diera. Que el trabajo serio es para vos.

—¿Ah, sí? —se rio, y subió las escaleras—. La doncella me ha dicho que me necesitáis —le dijo a Emery mostrándole las tijeras.

—Os necesito yo—corrigió Rob Inman—. Por favor… Emery es un hacha en despellejarme vivo, pero los dos hemos estado de acuerdo en que una mano más firme nos vendría bien más cerca del gaznate y el cuero cabelludo.

—Está bien, capitán —respondió, y se acercó para analizar el trabajo que tenía por delante.

El capitán estaba vestido ya con los pantalones de loneta y la camisa de cuadros, con lo que se parecía mucho a los marineros que había visto en los puertos de Devon. Emery le había puesto una toalla sobre los hombros y bajo el cabello, que ahora limpio era de un hermoso color rubio rojizo, largo hasta los hombros y mezclado con la barba, que Emery también debía haberle peinado porque le caía en ondas hasta el pecho.

Grace se dio varias vueltas a su alrededor.

—No es tarea fácil —murmuró—. ¿Por dónde empiezo? ¿Por la barba o por el pelo?

—Me da igual, siempre y cuando no os tiemble el pulso —respondió alegremente—. Pegaos al cráneo tanto como podáis. Me gusta llevar el pelo corto.

Se acercó frunciendo el ceño y con la lengua entre los dientes para agarrar un mechón aún húmedo.

—No os mováis ahora, ¿eh?

Accionó las tijeras y cortó el primer mechón.

—No tenía ni idea de que fuera de este color —comentó mientras evolucionaba en torno a su cabeza. Emery se había marchado y la doncella lo observaba todo con los ojos de par en par desde la seguridad de los arbustos.

—No me lo había lavado en un año. Cortad más, no tengáis miedo.

Grace se concentró en la tarea y luego miró a la doncella.

—¿Qué te parece?

—Creo que está guapo.

Rob se echó a reír a carcajadas y la pobre muchacha echó a correr hacia la casa tapándose la cara con el mandil.

—La habéis avergonzado, capitán Duncan —lo reprendió con severidad—. Y además, no os creáis lo que os ha dicho —aunque podía llegar a serlo. Grace siguió acercándose a su cráneo.— ¡Dejad de moveros, por Dios, que puedo haceros daño de verdad! —entonces recordó las marcas de los latigazos, ahora cubiertos por la camisa—. Dudo que cualquier cosa que yo pueda hacer os inflija mucho dolor, pero haced el favor de comportaros. El señor Selway ya no está, de modo que debéis prestarme atención a mí.

—El señor Selway ha hablado conmigo antes y a él le dije lo mismo que voy a deciros ahora: no puedo prometeros buen comportamiento —respondió, serio—. ¿Qué me va a impedir que una vez me haya repuesto me largue de aquí sin más? Vos no me resultáis intimidante, y podría deshacerme de Emery con una sola mano —se rio—. Esa doncella suele estar en Quarle, pero como le parezco guapo, no creo que me causara problemas.

—El señor Selway dice que os abatirían sin contemplaciones si os escapáis.

—Eso mismo me dijo un marido airado en una ocasión.

Grace le pegó un tirón de pelo.

—¡Ay! ¿Tenéis uñas de hierro? —protestó, pero se puso serio—. Para poder matarme primero tendrían que encontrarme —se sacudió el pelo que se iba quedando en la toalla—. Cuidado ahora con las orejas.

Grace se tragó la irritación que sentía e hizo lo que tenía que hacer, aunque le daba lástima cortar un pelo tan bonito.

El capitán no dijo nada más y ella siguió con la tarea canturreando bajito. La ocasión le permitió observarlo detenidamente. La doncella tenía razón: cuando una buena alimentación le rellenase las facciones resultaría un hombre guapo. Tenía una nariz recta y una boca de labios carnosos.

—Os recortaré la barba con las tijeras y luego vos mismo podréis afeitaros.

Su aspecto mejoró al librarle del vello facial, y no pudo dejar de pensar que sus ojos eran tan azules como las aguas de la bahía de Plymouth en un día despejado. Concentrada en su tarea fue recortando hasta los pómulos. Tenía unas largas pestañas que serían la envidia de cualquier mujer, o al menos la suya, si dedicase el tiempo suficiente a pensar en aquellos asuntos.

Cuando terminó de recortar en las mejillas, se agachó para seguir por el cuello y él ladeó la cabeza para facilitarle el trabajo. Tras un momento, se detuvo a mirar lo que apareció ante sus ojos.

—Dios mío… —musitó.

Rob frunció el ceño hasta que cayó en la cuenta de lo que debía estar viendo.

—No es tan malo como parece, Grace. No me dolió demasiado tiempo.

No pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas, pero se las secó con el delantal. Luego se arrodilló sobre la hierba para continuar.

—¿Por qué alguien haría una cosa así? —preguntó cuando pudo hablar.

Su pregunta pareció avergonzarle y con los dedos se rozó la letra E que negreaba bajo la línea de su mandíbula.

—No creo que el sistema penal británico sienta mucho cariño por los evadidos, Gracie. Al menos eso es lo que nosotros pensamos que significaba, aunque también podría ser otra cosa. Imagínate qué recuerdo imborrable voy a tener de vuestra isla.