Veintitrés

 

No era la respuesta que quería, pero mientras se desvestía para irse a la cama no tuvo más remedio que admitir que Rob tenía razón, y permaneció desnuda y descalza hasta que sintió el frío del invierno. ¿Cómo sería cuando por fin establecieran ese vínculo especial entre hombre y mujer?

Sabía que debía ser placentero porque en un par de ocasiones, hacía ya un tiempo —quizá se estaban haciendo mayores— había oído gemir a la señora Wilson en su dormitorio del primer piso, y a veces había oído un movimiento rítmico de la cama que la tenía intrigada. En ocasiones también había explorado su propio cuerpo y había disfrutado de las sensaciones, pero estaba convencida de que sería mucho mejor pudiendo compartir con alguien ese placer.

Se puso el camisón, se metió en la cama e intentó dormir. Nada.

—La guerra ha terminado y yo le quiero —dijo en voz alta, incorporándose en la cama.

«Tengo veintiocho años», pensó, como si hubiera alguna necesidad de recordárselo, y apartó la ropa de la cama. Permaneció sentada en el borde un rato, sopesando la decisión. En otras ocasiones ya se había sentido así, tan inquieta, pero una necesidad intensa le decía que el único remedio para Rob era el mismo Rob. Pensó en el testamento, en su casa de Nantucket y en el modo casi desesperado en que había insistido para que se la quedara si a él llegase a ocurrirle algo.

Esa idea la dejó helada.

—Las circunstancias mandan… —repitió. ¿Y si algo le ocurría y se quedaba sin conocer jamás el amor del hombre al que adoraba? No podría sobrevivir a una existencia tan estéril después de haber conocido el amor por primera vez.

Grace respiró hondo, abrió la puerta y se quedó quieta.

—¿Rob?

Allí estaba él, los ojos de par en par en la penumbra del vestíbulo, aliviada por la luz pálida de la luna.

—¿Tú tampoco puedes dormir?

Ella negó con la cabeza.

—Mírate —dijo él—. Se te van a quedar los pies helados.

—Ya los tengo —le aseguró.

—Yo también —admitió él—, si te sirve de consuelo—. Dame la mano, Gracie, que no hay dos tontos más tontos que nosotros en este mundo.

Y entraron en la habitación de Rob y cerraron la puerta para dejar fuera a Emery, a Smathers, a todo un pueblo de metomentodos; a lord Thomson, a la espantosa cárcel de Dartmoor y a cada dificultad que habían tenido que superar en los últimos diez años.

Rob la condujo hasta la cama y se sentó en el borde para observarla en silencio, muy serio, mientras le desabrochaba el camisón y lo dejaba caer al suelo. Grace se resistió a la necesidad de cubrirse el cuerpo desnudo con las manos ante la mirada del hombre al que amaba.

—¿Estamos celebrando la firma de la paz? —le preguntó él, con su mirada tan firme, tan honesta.

—Te estoy celebrando a ti —susurró ella, las mejillas encendidas.

Rob suspiró satisfecho y sin prisas se desabrochó la camisa de dormir sin dejar de mirarla a ella.

Desnudo, se acercó y la abrazó. Grace cerró los ojos al sentir sus brazos. El calor y la fuerza de su cuerpo parecían sofocarle los pulmones, pero era una sensación agradable.

Rob no tenía prisa, y cuando Grace se atrevió a abrir los ojos se lo encontró mirándola con una expresión difícil de desentrañar.

—¿Por qué estás tan serio? —le preguntó, acariciándole el ceño fruncido.

—Es que este es un asunto serio, Grace —respondió, besándole la palma de la mano—. Quiero tenerte conmigo aquí, en mi cama, pero ya sabes que hay riesgos.

No necesitaba decir más.

—Lo sé. Rob Inman, mi puerta no la ha abierto el viento —le dijo, preguntándose si estaba destinada a ser siempre la más práctica de ambos.

Él se sonrió y la condujo a la cama. Apartó la ropa y le dijo:

—Métete, Gracie.

Ella obedeció y apoyó la cabeza en su pecho.

—La doncella tenía razón, ¿sabes? Eres guapo.

Sintió su risa al mismo tiempo que sentía su mano deslizarse cadera abajo y acababa dándole un azote en las nalgas. Entonces ella se tumbó bocarriba y tiró de él para volver las tornas.

—Soñaba con esto en Dartmoor hasta que empecé a olvidar cómo era una mujer —le susurró con los labios junto a su pezón—. Fue un mal día.

Entonces fue ella quien se rio. Rob estaba intentando conseguir que se sintiera cómoda, aunque seguramente él deseaba todavía más que ella ir deprisa, teniendo en cuenta su odisea personal, la muerte de Elaine, la guerra y la cárcel. Y era capaz aun así de pensar en ella.

No le costó encontrar su pene crecido y lo rodeó con la mano. Él abrió un poco las piernas y la respiración se le aceleró.

Grace lo acarició suavemente y al oírlo suspirar se imaginó que estaba haciéndolo bien, así que continuó.

—Espero estar haciéndolo bien —le dijo en voz baja.

Él no contestó, sino que llevó la mano hasta sus partes más íntimas y Grace hizo lo mismo que él: abrir las piernas.

Rob estaba haciendo magia con aquella mano, pero no contento con eso se dio la vuelta y besó la cara interior de sus muslos. Poco a poco fue subiendo más y más, y la respiración se le entrecortaba. No, no era la de él, sino la suya propia.

—Abre los ojos, Gracie —murmuró él al colocarse entonces sobre ella. Grace le abrazó, pero no era suficiente. Necesitaba sentirlo más cerca.

—¿Cómo se sobrevive a esto? —le preguntó.

—Grace, me sorprendes —le susurró, sus labios rozándose—. Ahora, despacio.

Y la penetró. Ella se agarró a su espalda. No quería hablar, sino concentrarse en lo que estaba haciendo, en la sensación de ser líquida, de ser distinta.

—¿Y ahora? —le preguntó, acuciada por el deseo de sentir más.

—Ahora, esto —le susurró, y comenzó a moverse rítmicamente.

Entender lo que Rob acababa de decirle le hizo pensar que el instinto tenía un modo sutil de imponerse a la inexperiencia. Se relajó cuanto pudo y dejó que sus manos recorrieran su espalda y sus nalgas. No tuvo que decirle que le rodeara con las piernas porque no se le ocurrió otra cosa mejor.

El único ruido era el de sus respiraciones, adaptadas a su propio ritmo y experimentó un enorme placer al oírle suspirar, y abrazado a ella, dejarse ir dentro de su cuerpo. Se aferró a él sintiendo en el fondo de su alma hasta qué punto la necesitaba, y no a cualquier mujer, no cualquier cuerpo, sino a ella. Y se lo decía así una y otra vez.

—Grace, oh Grace…

Le acarició las mejillas y se sorprendió de encontrar lágrimas.

—No llores, Rob —le susurró—. Pronto estarás en casa.

—Ya lo estoy aquí, en este momento —respondió, apoyándose en los codos pero sin dejar de abrazarla—. No quiero aplastarte, pero no quiero separarme de ti.

Ella lo besó en un hombro y luego en la boca.

—Rob, ¿podremos volver a hacerlo… pronto? Me gustaría, eh… adquirir más experiencia.

Él se rio.

—Creo que encontraremos un hueco en nuestro apretado horario, Grace. Además, yo… quiero dedicarte un esfuerzo más concienzudo porque tienes derecho al placer.

—¿Ahora?

Él volvió a reír y se tumbó boca arriba con ella encima.

—Por lo que veo estás decidida a darme mucho trabajo, ¿eh?

—Si puedo —respondió ella, sorprendida de que aún siguieran unidos y satisfecha de su propia destreza. Y ella que siempre se había considerado torpe…

—Sé que puedes, pero querida, a los hombres nos hace falta algo de tiempo para recuperarnos.

—Ah.

—¡Pues sí, niña, incluso a los más rudos marineros! Ahora… aun a riesgo de parecerte mundano, si bajas con cuidado, creo que hay un paño junto al palanganero.

Grace volvió a sonrojarse, pero tenía razón: era el momento de lavarse un poco. Cuando terminó también él fue a lavarse con el mismo paño aclarado y limpio que ella había utilizado.

—La limpieza no es precisamente una de las mayores cualidades de este asunto —le dijo él cuando terminó, y tomándola en brazos, la dejó sobre la cama. Grace soltó un gritito e inmediatamente se tapó la boca con la mano.

—No temas, amor mío, que Emery está durmiendo plácidamente dos pisos más abajo.

Grace pensó en volver a su propia cama, pero se le antojaba a millas de distancia y Rob le estaba calentando la espalda. Estaba tumbado de lado, una pierna sobre las de ella, un brazo bajo su cabeza, su respiración lenta y rítmica.

Cerró los ojos y volvió a saborear cada momento de su encuentro, porque nunca había imaginado que llegaría a tener la oportunidad de bailar al son de Cupido. Aquella larga guerra había terminado. El mundo estaba en paz, y ella también.

Se dio la vuelta con cuidado de no despertar a su hombre. La luna le prestaba la suficiente claridad para ver su rostro, sus manos abiertas y relajadas. Le acarició el pelo que ya volvía a tener largo y trazó la línea de la cicatriz del cuello. ¿Cómo era posible que personas civilizadas pudieran marcar a un hombre con un hierro candente, aunque fuera su enemigo? «Nunca entenderé a los políticos» pensó, besándola. «¿Acaso alguien puede entenderlos?»

 

 

El sueño la venció y fue al alba cuando la despertó la mano de Rob en su seno. Grace se estiró perezosamente y se tumbó boca arriba. Estaba volviendo a sentir aquel calor ya conocido entre las piernas.

La alcoba se había quedado fría, pero aun así él apartó la ropa para reconocer su cuerpo con los labios. Fue besándola desde los pechos a aquel lugar que ya no iba a conocer la calma pero que era aún más suave. En aquella ocasión dejó que ella lo guiase dentro de su cuerpo, sin dudas y sin dolor.

—Te dije que no tardaría mucho —murmuró, acomodándose en su interior.

Grace no tuvo nada que decir. Ahora que ya conocía cómo era aquel encuentro, le envolvió ansiosa con las piernas y los brazos y se rindió a aquel ritmo, saboreando su peso, las palabras que le susurraba al oído, el latido de su corazón, la sensación de seguridad que le proporcionaba, aunque sabía que ambos eran muy vulnerables. Los años de soledad fueron desprendiéndose de ella como escamas viejas, al darse cuenta con la felicidad más absoluta que por fin estaba tan cerca como se podía estar de otro ser humano, del hombre al que amaba. Era un regalo y una bendición más grandes que cualquier otra cosa que pudiera imaginar.

Él alcanzó su orgasmo y ella le dejó hacer hasta que se descubrió gimiendo, moviendo la cabeza de lado a lado y aferrándose a él con todas sus fuerzas. Si hubiera podido darse la vuelta de dentro afuera lo habría hecho, tan intenso era el placer y las sucesivas olas que la dejaban agotada y sudando.

—Dios mío, Rob… —dijo al fin cuando su respiración hubo recuperado el ritmo normal, o todo lo normal que podía ser teniendo en cuenta lo que había pasado.

Él le apartó el pelo de la cara y siguió moviéndose dentro de ella hasta que el clímax volvió a sacudirla, menos agresivo pero no menos potente. Casi sin darse cuenta había vuelto a morderle el hombro y Rob se rio.

—Gracie, eres increíble. Me parece que eres tan fuerte como yo.

—Hace tempo me dijiste que de tanto amasar tengo unos hombros estupendos.

Él volvió a reír.

—Esta es la conversación más extraña del mundo —dijo, abandonando su cuerpo y tumbándose a su lado—. Menos mal que ahora estoy recuperado y no soy ya el esqueleto que rescataste de Dartmoor —se volvió para apoyar la cabeza en sus pechos.— Creo que voy a reconsiderar mi carrera en el mar. ¡Prefiero quedarme en una panadería en Nantucket y pasar contigo todas las noches! Estaría loco si hiciera lo contrario.

Volvió a tumbarse y tomó su mano, y Grace se la llevo a los labios y la besó.

—Supongo que lo que pasa es que en realidad no soy una dama —replicó, pensando que tenía que haber alguna explicación para razonar el placer que obtenía de los deleites de la carne.

—Las dos cosas no son compatibles —le contestó—. Grace, naciste dama, te educaste como tal y seguirás siéndolo por siempre. Lo que tú y yo hagamos con nuestros cuerpos es solo asunto nuestro.

Grace digirió unas palabras que eran enteramente de su gusto hasta tal punto que, después de una breve siesta y cuando el sol asomaba ya en el horizonte, fue ella quien lo despertó explorándole sus partes íntimas. Y él no puso objeciones. Solo le hizo un ruego: que fuese piadosa con él.