Treinta
—Le llamábamos el gañán.
Nahum Smathers soltó una carcajada.
—¿Por mi físico o porque mi mal humor?
—Por ambas cosas —respondió Grace, contemplando el paisaje por la ventanilla del coche—. En Quimby está todo más verde que aquí.
—¡No me cambies de tema!
—Creo que es necesario hacerlo. Ya sabe que soy gruñona y peleona, de modo que ¿por qué iba a darle más munición?
Él solo sonrió, se empujó las gafas hacia lo alto de la nariz y volvió su atención a los papeles que tenía delante, y ella siguió contemplando el paisaje. No había estado nunca en Londres, pero tampoco se había imaginado hacer un viaje tan rápido como aquel. Habían decidido que lo mejor sería llegar lo más rápido posible y evitar detenerse en posadas. La noche la habían pasado durmiendo hombro con hombro en la silla de postas.
Se despertó en una ocasión y pensó que era la cabeza de Rob la que traqueteaba sobre su hombro. El corazón se le aceleró en el pecho hasta que recordó que era Nahum Smathers su acompañante, el hombre al que había jurado odiar hasta el día de su muerte, y durante un buen rato estuvo dejando vagar la mirada por la ventana. Ojalá estuviera haciendo bien en confiar en él, en creerle.
—Aún dudas de mí —adivinó él, alzando la mirada de sus papeles.
—No puedo evitarlo. Su juego es muy enrevesado.
—Lo es —admitió—. Vamos a ir a la calle de la Media Luna, donde preguntaré por Emery, el mayordomo de lord Thomson, y mientras tú te quedarás dentro del coche al otro lado de la calle porque soy yo quien no confía en nadie.
—Menuda pareja formamos —murmuró. Él se limitó a encogerse de hombros y volver al trabajo.
Habían recorrido unas cuantas millas más cuando alzó de nuevo la cabeza.
—Luego nos dirigiremos a Teddington. No queda lejos de Londres y nos encontraremos con alguien que quiero que conozcas.
—¡Dígame que se trata de Rob!
—Él está en Dartmoor, como ya sabes, y lo único que podemos hacer es rezar para que los vientos traigan pronto hasta estas costas al barco que lleva el acuerdo de paz. Y que venga ratificado —añadió.
Llegaron a la calle de la Media Luna después de oscurecer. Smathers dio instrucciones al cochero para que se detuviera frente a una casa verdaderamente imponente. Del bolsillo interior de su gabán sacó una pequeña caja.
—Preguntaré por Emery porque le prometí a Lord Thomson que le devolvería la miniatura del capitán Duncan, la que encontró su mayordomo.
—Si usted lo dice —musitó sin poder evitarlo.
Él la miró con su habitual rictus agrio. «Este es el Smathers que yo conocía», pensó, mirándolo con la misma hosquedad.
—¡Grace, tienes que confiar en alguien! —se desesperó, pero luego se encogió de hombros—. O no. Cuando Emery salga a la puerta podrás verlo desde aquí.
Ella asintió.
—Luego partiremos de inmediato. Cuando Emery abra la caja solo encontrará en ella una piedra y una nota bastante desagradable de mi puño y letra, así que cuanto menos nos quedemos, mejor.
—¿Tiene usted la miniatura?
Él se dio unas palmadas en un bolsillo del gabán.
—Sí, y en Teddington nos encontraremos con el hombre que debe tenerla.
—No entiendo… quien debería tenerla es lord Thomson, mi lord Thomson.
—No. Vamos a pasar un momento con el duque de Clarence. Por eso te pedí que te pusieras tu mejor vestido —y sonriendo ante su asombro añadió—: ¡Cierra la boca, Grace, o se te llenará de moscas!
Smathers se bajó del coche y ella se aplastó contra el respaldo intentando pasar desapercibida y asimilar la noticia de que iba a conocer a semejante personaje.
Un criado abrió la puerta y tras intercambiar unas palabras con él, desapareció dentro de la casa. Grace contuvo la respiración cuando vio aparecer a Emery, vestido con unas ropas que nunca le había visto.
—Maldito seas —murmuró—. ¡Cómo nos has engañado a todos!
Tras entregar el paquete y subir rápidamente al coche, emprendieron la marcha. La ciudad fue quedando gradualmente atrás y las casas fueron dando paso a las fincas y a las mansiones. Al final se detuvieron ante una verja, que se abrió rápidamente cuando Smathers mostró un documento con un sello muy elaborado.
Grace se miró el vestido: aquel era el mejor que tenía pero como todos los demás, era práctico, sencillo y distaba kilómetros de parecerse a las muselinas y sedas que recordaba haber lucido como hija de un barón aunque estuviera arruinado. Se pasó un dedo por los dientes sintiéndose de pronto orgullosa de lo que había conseguido por sus propios medios cuando su mundo de privilegio se desfondó de improviso. Se irguió en su asiento, tranquila y sin sentir vergüenza alguna. Iba a mostrarse como quien era, y tendría que bastar.
Siguió a Smathers y entraron en un opulento recibidor. Se había prometido que no iba a mirar con la boca abierta, pero es que aquello era demasiado. Lo que fue incapaz de aguantar fue la aparición del señor Selway, que se acercó a ella con los brazos tendidos. Parecía saber que ella se iba a dejar abrazar sin decir una palabra, pero Grace rompió a llorar sobre la solapa de su inmaculado traje, y sin reparar en quién se lo tendía, aceptó un pañuelo blanco como la nieve.
—Límpiate la nariz, querida —le aconsejó el desconocido, y sus palabras parecieron revelar la personalidad de un caballero que sabía mucho de mujeres, o que al menos había tenido muchos hijos.
Hizo lo que le había dicho y por fin lo miró a la cara, tragó saliva e hizo una profunda reverencia.
—Excelencia —murmuró—. No era mi intención estropearos el pañuelo.
El duque se sonrió.
—Señorita… señorita Curtis, ¿verdad?
—Sí, excelencia.
—Tengo cinco hijas. ¡Cinco! Hace años que aprendí a ir siempre bien provisto de pañuelos.
Grace quiso sonreír pero no fue capaz. Volvió a limpiarse la nariz y miró de nuevo al señor Selway, que iba impecablemente vestido de negro y que parecía demasiado elegante para ser solo un abogado. Aquel no era lugar para desnudar su corazón, y menos en presencia del duque de Clarence. Entonces pensó en Rob y en los sufrimientos que estaría soportando en Dartmoor, y no pudo evitar decir:
—¡Le necesitábamos, señor Selway!
Los ojos de su interlocutor mostraban una pena sentida.
—Y os he fallado a ambos. Me avergüenzo de ello.
Grace se quedó callada, avergonzada por su acusación. El duque de Clarence la condujo a un sofá.
—Tengo hijas —repitió, y su tono de voz fue casi paternal.
Grace se tragó un nuevo asalto de lágrimas.
—¡Por favor, Excelencia, creedme si os digo que no pretendíamos engañar a nadie! Cuando llegué junto al capitán Duncan estaba agonizando, y fue él quien me pidió que eligiese a uno de los hombres de su tripulación para ocupar su lugar. ¡No pensé que fuese a hacerle daño a nadie!
El duque dijo entonces algo totalmente inesperado para ella:
—¿Murió con valentía?
Grace se cubrió la boca con el pañuelo porque la prisión se había aparecido ante sus ojos: la suciedad, el hedor, los marineros reunidos en torno a su capitán agonizante. Sin una palabra de queja Daniel Duncan, hijo bastardo de lord Thomson, le había rogado que le otorgase una nueva vida a otro hombre.
—De haber sido vuestro hijo, Excelencia, no habríais tenido motivos para avergonzaros de él.
Fue una sorpresa ver cómo el duque bajaba la cabeza y tragaba con dificultad, ocultándose los ojos con la mano. Grace puso una mano en su elegante manga y él la cubrió con la suya. Se sentaron juntos, sus cabezas casi rozándose, hasta tal punto que Grace sintió deseos de ponerle la otra mano en la mejilla y consolarle de un dolor que no comprendía.
Nadie de los presentes dijo una palabra. Lo único que se oía era el tic tac de un reloj. Por fin el duque alzó la mirada.
—Señorita Curtis, el capitán era hijo mío.
—Dios bendito… —susurró, y se atrevió a rozarle la mejilla—. Lo siento muchísimo.
El duque se tomó un momento para recomponerse y mientras Grace miró a los demás: el señor Selway, impecable e inescrutable como buen abogado; el señor Smathers, con los labios apretados para controlar la emoción. Y el duque, que pugnaba por controlarse.
Un momento después, volvió a mirarla como si ambos fuesen las únicas dos personas en la habitación.
—Señorita Curtis, debéis estaros preguntando de qué demonios estoy hablando, ¿no es así?
Sonrió, pero la tristeza ahogaba su mirada.
—Sois probablemente la única persona que se merece una explicación.
—El señor… el señor Smathers me ha explicado que había sido asignado a la vigilancia del capitán Duncan, pero lo que no me ha dicho es por qué.
El duque asintió.
—Explicároslo me corresponde a mí —se levantó y con un gesto pidió a los demás que permanecieran sentados. Él se acercó a la chimenea, donde se quedó un poco contemplando las llamas. Cuando se volvió hacia ella, ya era el de siempre—. Querida, supongo que sabéis que mi sobrenombre en la marina era Marinero Billy.
Ella asintió.
—¿No os incorporasteis a la Marina siendo demasiado joven, Excelencia?
—Con trece años. A los quince, casi dieciséis, participé en la ocupación de la ciudad de Nueva York durante la guerra. Lord Thomson, un gran amigo de mi difunto padre, también fue enviado allí. Mi padre le pidió que cuidara de mí.
—¿Mi lord Thomson?
El duque sonrió.
—Ah, sí. El señor Selway me refirió que le llevabais Quimby Crèmes cuando él ya estaba demasiado viejo para acercarse hasta el pueblo.
—Era un anciano un poco gruñón, pero a mí me gustaba —los hombres se echaron a reír y Grace se sonrojó—. ¡Es la verdad! Pero, Excelencia, lord Thomson era el padre del capitán Duncan.
—Aunque es cierto que los dos nos sentíamos cautivados por la encantadora Mollie Duncan, él me concedió… derecho de preferencia —tosió discretamente—. Droit de seigneur y todo eso.
—Oh.
—¡Vamos, que todos sabemos qué clase de hombre soy! La señora Jordan y yo tenemos diez hijos, y los quiero a todos. El padre de Daniel Duncan era yo.
Grace recordó de pronto las facciones de la miniatura y mirando al duque e imaginándolo mucho más joven el parecido era evidente.
Volvió a sentarse junto a ella.
—No sé si podréis imaginaros las circunstancias, querida. Yo tenía dieciséis años, y nos estábamos preparando para abandonar Nueva York. Mollie había acudido a mí esperando que le proporcionase alguna clase de… solución para el dilema. Fue entonces cuando lord Thomson intervino y lo solucionó todo asegurándole a Mollie que haría lo correcto. ¿Qué iba a decir ella? —suspiró—. Como siempre que la política asomaba su desagradable rostro… yo era bastante, digamos… precoz en el arte de engendrar…
Grace no pudo por más de sonreír.
—¿Qué clase de escándalo habría causado mi pecado para mi padre en un momento tan delicado? —el duque miró al señor Smathers—. ¡Y vuestro general Washington acababa de enterarse de que yo estaba en Nueva York y había puesto precio a mi cabeza! Las calles habían dejado de ser seguras para el Marinero Billy.
—Todo vale en la guerra, señor —respondió Smathers sin arrugarse.
El duque volvió a mirar a Grace.
—A partir de entonces, querida, vuestro viejo marqués pagó a Mollie una pequeña cantidad anual para la crianza del muchacho y me mantuvo a mí informado de sus progresos. Cuando supimos que había sido encarcelado en Dartmoor, recabé la ayuda del señor Selway, mi asesor personal, y no solo mi abogado, para que consiguiera la libertad bajo palabra.
—Pero Excelencia, ¿cómo… por qué aparecí yo en escena?
—Lord Thomson sabía que se moría y quería dejar a alguien al cuidado del capitán. Creo que destinó la nada desdeñable suma de treinta libras anuales tanto por vuestra ayuda con mi hijo como por lo amable que habíais sido con él cuando nadie más lo fue.
—Excelencia, si me permitís… —intervino el señor Selway—. Lord Thomson había dejado de recibir información acerca del capitán Duncan durante varios años, y esperaba que el capitán y Grace acabaran enamorándose. O eso me dijo.
Grace sintió de nuevo el escozor de las lágrimas. «Y me enamoré, pero de un capitán equivocado».
—Rob me dijo que la esposa y los hijos del capitán se llevarían una sorpresa ante el desarrollo de los acontecimientos —recordó, y volviéndose al señor Selway le preguntó—: Señor, ¿por qué instaló al señor Smathers en Quarle?
—Es natural que lo preguntéis, Grace. Digamos que después de tener noticia de la irritación y el encono del nuevo marqués cuando se anunció vuestra asignación de treinta libras anuales en la lectura del testamento, empecé a preocuparme. Y todavía más cuando supe que había introducido en la casa de los guardeses a su propio mayordomo. Llegué a la conclusión de que el capitán necesitaba a alguien más que velase por él.
Grace asintió.
—Lord Thomson habría disparado al capitán sin dudarlo, o a Rob Inman, como queráis, si salía de sus propiedades sin mi compañía —y tras mirarlos a todos, añadió—: ¿por qué algunos hombres son tan mezquinos y vengativos?
El duque frunció el ceño.
—Lo que yo sospechaba del joven lord Thomson me lo confirmó uno de mis hijos, que lo conoció en Eton.
—Desde luego, es un hombre mezquino como pocos —suspiró Grace—, y dado que el capitán Duncan estaba muerto, podía descargar su ira sobre cualquier otro.
—¿Por qué son tan vengativos algunos hombres, me preguntáis? Esa es la pregunta del siglo —respondió el duque—. Y del mismo modo, ¿por qué otros son tan valientes?
Parecía volver a tener dificultades para contener el dolor.
—Excelencia… pasé apenas unos momentos con vuestro hijo, pero puedo deciros que al ser capaz de pensar en los demás en el momento de su muerte, demostró ser digno hijo del Marinero Billy.
Su franqueza había sido quizá demasiado atrevida, pero al ver cómo la miraba el duque, con los ojos llenos de lágrimas, supo que había dicho lo correcto.
Desbordado por la emoción iba a abandonar la estancia, pero el señor Smathers lo detuvo:
—Un momento, Excelencia.
—Ah. Así que ahora soy su Excelencia, ¿eh, americano? —preguntó, intentando relajar la tensión del momento.
El señor Smathers sacó algo del bolsillo interior de su gabán.
—Emery, el mayordomo de lord Thomson, encontró esto y lo utilizó para desenmascarar a Rob Inman. Estoy seguro de que el viejo lord Thomson habría querido que lo tuvierais.
El duque recogió con delicadeza la miniatura, usando el gesto con el que un padre habría tomado en brazos a su hijo.
—Era igual que su encantadora madre —musitó, y miró a Grace—. Lord Thomson conservó esta miniatura durante años. Decidme, querida: ¿creéis que a lo largo de tantos años de engaño para protegerme, podría ser que mi amigo llegase a albergar sentimientos paternales hacia este americano?
—Seguramente, Excelencia. Ojalá hubiera vivido lo suficiente para poder conocer a Rob Inman, que ha resultado ser un magnífico sustituto.
El duque salió y todos quedaron en silencio hasta que Grace no pudo aguantarlo más.
—Señor Selway, ¿no hay nada que podamos hacer por Rob? ¿No podría ayudarnos su Excelencia?
El abogado movió la cabeza.
—Querida, los engranajes de la guerra lo trituran todo a su paso, y me temo que mostrar alguna simpatía hacia un preso de Dartmoor sería interpretado como una gran debilidad política, sobre todo cuando el tratado aún no ha llegado a nuestras costas. Es un momento muy complicado.
Grace asintió pensando en lo que el señor Smathers había dicho sobre los peligros del comienzo y el final de una guerra.
—Estamos casi en abril. Es cuestión de días que llegue el barco —intervino él—. ¿Qué son un par de semanas en la vida de un hombre?
—Pero…
—Estoy de acuerdo con el señor Smathers: en Dartmoor es donde Rob Inman está más seguro de momento.