Cuatro
Aquella situación era inconcebible, engañosa en su facilidad. En menos de un minuto Grace comprobó cómo la desesperación puede engrasar las ruedas. El único que parecía no tenerlo tan claro era el elegido.
—No me hagáis esto —murmuró sin abrir los ojos—. Seguro que hay alguien más enfermo que yo.
—No lo hay. Vos sois nuestro candidato ideal —dijo el marinero que se había dirigido primero a Grace, e hizo algo que le confirmó que no tenía nada que temer de aquellos hombres sucios y malolientes: besó a Robert Inman en la frente—. Es nuestro navegante, y se recuperará pronto.
—No. No…
—Sí, muchacho. No discutas ahora. Volveremos a vernos en Nantucket —el hombre, que debía ser un cuáquero, miró entonces a Grace—. Protegedlo, señorita.
—Lo haré, os lo prometo —respondió en un susurro.
Iba a levantarse cuando oyó aullar de nuevo a los prisioneros del pasillo. El guardia de la tranca apareció de nuevo seguido por un preocupado señor Selway y otros cuantos soldados con una camilla.
El abogado suspiró aliviado al verla sana y salva y miró a Rob Inman. Grace contuvo el aliento. Entre la escasa luz de aquel agujero y el deseo de salir de allí cuanto antes, ¿se daría cuenta?
No se la dio. El señor Selway hizo un gesto a los camilleros, que sin muchos miramientos pusieron al navegante en la camilla marcada con manchas amarillentas. Inman gimió, abrió los ojos y estiró los brazos hacia sus compañeros, que lo despidieron con sonrisas. Grace miró al cuáquero.
—Gracias por lo que habéis hecho —le susurró—. Yo no habría podido pensar tan deprisa.
—No hay de qué —respondió igualmente en susurros—. Dartmoor agudiza el intelecto.
Sus palabras le hicieron sonreír. «Inglaterra piensa que va a derrotar a estos hombres. Qué ingenua».
—Ojalá pudiera ayudaros.
Con un leve movimiento de los ojos señaló a Rob Inman.
—Ya lo habéis hecho.
No había nada más que decir, sobre todo estando el señor Selway mirándola con preocupación y el resto de prisioneros moviéndose de un lado para otro, como si quisieran verla desaparecer de allí y a su navegante con ella. «Siento que hayamos llegado demasiado tarde para salvar a vuestro hijo, lord Thomson», pensó con los ojos húmedos.
—Vámonos de aquí, señor Selway.
Experimentó un breve instante de terror cuando el guardia les hizo detenerse de nuevo en el despacho del director de la prisión.
—¿No podemos irnos aún? —le preguntó al señor Selway.
—Tenéis que firmar el documento de libertad del capitán Duncan. Yo ya lo firmé antes.
«Lo que sea. Cualquier cosa para salir de aquí», pensó mirando a Rob Inman. Se había protegido los ojos de la luz del sol. Miró a su alrededor rápidamente. Allí todos se parecían: flacos, amarillentos y con las mejillas hundidas, lo que le hacía dudar de que el director de la prisión fuera capaz de distinguirlos, pero aun así…
—Señor Selway, llevad al… capitán Duncan a la silla. La luz le está haciendo daño en los ojos.
Contuvo el aliento. Seguramente nadie iba a necesitar examinar de cerca de Rob Inman, pero para alivio suyo oyó al abogado decir:
—Muchachos, subid al capitán a la silla.
Grace se apresuró a subir las escaleras hasta el despacho. Allí el capitán Shortland, con el pañuelo pegado a la nariz, contemplaba desde la ventana cómo subían a Inman a la silla. Luego volvió a su mesa con un gesto de evidente desagrado.
Señaló con un dedo dónde debía firmar.
—Solo os causará problemas, os lo garantizo, aunque ahora os parezca inofensivo. Condenados americanos.
Grace firmó preguntándose si acabaría en un lugar como Dartmoor si alguien descubría su engaño. Firmó más documentos, el último de los cuales el director plegó.
—Este es el documento de su libertad bajo palabra. No podéis perder de vista a este hombre ni un momento. Si se escapa o abandona Quarle sin vos, será abatido en cuanto se le vea —respiró hondo con la nariz metida en el pañuelo—. Un rufián menos para mí.
Le entregó a su ayudante la copia que acababa de firmar ella y que había falsificado para cumplir la última voluntad del capitán Duncan. «¿Qué va a salir de todo esto?», se preguntó mientras el ayudante se llevaba los documentos a su propio escritorio. «Menos mal que nadie distingue a Rob Inman de una lata de sardinas».
Tuvieron que salir por la última de las puertas de aquella prisión para que Grace pudiera volver a respirar con normalidad y sin poderlo evitar se le escapó un suspiro.
—Siento que hayáis tenido que estar presente, Grace —dijo el señor Selway—. Bueno, ahora lo peor ya ha pasado. Capitán Duncan, acercaos que os suelto esas ligaduras.
—No es necesario, señor —dijo el hombre desatándose con facilidad el nudo y sacando sus muñecas reducidas a hueso y piel—. Hay marineros embarcados, pero que tengan los pies en un barco no quiere decir que sepan hacer un nudo marinero.
Grace no pudo evitar sonreír. Rob Inman los observaba alerta, sus ojos azules hundidos en sus cuencas pero brillando de fiebre, y sin pensárselo le rozó la frente sucia con el dorso de la mano.
—Estáis ardiendo —dijo y miró al abogado—. Señor Selway, quizás pudiéramos parar en Princetown para comprar…
—¡No! —interrumpió Inman con voz débil pero decidida—. Seguid viaje. Quiero salir de este maldito y gélido valle más de lo que deseo tomar polvos para la fiebre, señorita. Sigamos adelante, os lo ruego.
El señor Selway asintió.
—Eso está bien, muchacho.
Inman se recostó en el asiento suspirando también y se rodeó con los brazos, temblando a pesar de la fiebre. Sin decir una palabra, Grace se quitó la manta que llevaba sobre las piernas y le tapó con ella. Él asintió para darle las gracias. En un momento, se quedó dormido.
—En cuanto metamos al capitán en la cama, llamaré al médico —dijo el abogado en voz baja—. Es decir, si lord Thomson, con su atrofiado corazón, ha devuelto las camas y las sábanas.
Apoyada la cabeza contra la pared del coche, Inman había hecho el viaje durmiendo. Abría los ojos de vez en cuando, mirando a su alrededor sorprendido. Le había llamado la atención que al menos durante una hora mantuvo los puños apretados y cuando una de las veces abrió los ojos Grace le puso la mano brevemente sobre el puño. La miró como si fuera un perro maltratado que se preguntara qué le iba a hacer, y cuando volvió a cerrarlos se dio cuenta de que relajaba los puños y abría las manos.
—No vamos a haceros ningún daño, capitán —le susurró.
En cuanto salieron del valle en forma de cuenco que albergaba la prisión de Dartmoor, el sol volvió a brillar. La hierba incluso parecía más verde y los arbustos estaban florecidos a ambos lados del camino. «Este lugar es tan perverso que ni la primavera llega a él», pensó con un estremecimiento.
El cochero se detuvo junto a un río en cuyas márgenes las ramas de los árboles ya empezaban a engordar sus yemas.
—Hay que dar de beber a los caballos —anunció a los ocupantes de la silla de postas.
Inman abrió una pizca los ojos, como si no fuera capaz de alzar más los párpados, pero Grace se dio cuenta de que el riachuelo despertaba su interés. En cuestión de segundos se quitó la manta y abrió la puerta. Era un hombre alto y no necesitó el escalón para bajar del coche.
—¡No os mováis de ahí! —lo llamó el señor Selway.
Ni siquiera se volvió a mirar. Con paso incierto corrió hacia el arroyo y Grace y el señor Selway salieron del coche.
—¡Por favor, no huyáis! —le gritó al bajar.
Pero él no les hizo caso y se metió en el agua. Grace se quedó en la orilla, decidida a meterse en el agua detrás de él, para lo que se levantó las faldas y las enaguas, pero luego las soltó al ver que a él le llegaba hasta las rodillas.
Inman se había detenido en una zona de verdor que crecía bajo el agua. Con un sollozo audible, tomó un puñado de aquellas hojas verdes y se las metió en la boca. Masticó y tragó, arrancó otro puñado y luego otro.
—Dios mío, ¿qué está haciendo? —se preguntó el señor Selway, que contemplaba la escena junto a ella en la orilla.
Grace sintió que su corazón volaba junto al frágil prisionero.
—Creo que son berros —contestó en voz baja, la mirada puesta en el hombre que había elegido—. Está muerto de hambre.
Le vieron avanzar hasta otro grupo de berros. Hebras de aquella hierba se le quedaron colgadas de la barba al tomar otro puñado y volver con él a la orilla. El señor Selway le ayudó a subir y el hombre se quedó allí plantado, con la hierba en la mano, como si fuera un ramo de flores de primavera.
—¿Queréis que nos las llevemos? —le preguntó Grace—. No lo vais a necesitar, creedme. Hay mucha comida en la casa, o al menos la habrá en cuanto lleguemos, y esas hierbas se marchitarán enseguida.
Intentó tomarlas de su mano pero él negó con la cabeza y se alejó un par de pasos.
—Dejadlo estar, Gracie —musitó el señor Selway—. Dejadlo —y tomando al prisionero por el codo, lo condujo de vuelta al coche—. Permitidme ayudaros, capitán. Buen chico.
Reanudaron el viaje, ella con los ojos llorosos viendo cómo Inman clavaba la mirada en el manojo de berros que llevaba contra el pecho sin que le preocupara estarse mojando. Varias veces antes de quedarse de nuevo dormido se los acercó a la nariz, tan solo para disfrutar de su aroma especiado.
Inman se asustó cuando vio que se detenían en Exeter cerca de un grupo de milicianos de casaca roja que bromeaban y reían.
—Tranquilo, muchacho —le dijo el señor Selway poniéndole la mano en el brazo—. Voy a mandar a Gracie a la taberna a por un poco de caldo y algo de guiso de carne. Que no sea demasiado fuerte —añadió mirándola a ella mientras le daba unas monedas.
Mientras esperaba junto al ventanal para que le dieran la comida, Gracie no podía dejar de mirar a Rob Inman. Seguía dentro del coche, pero no había apartado ni un segundo los ojos de los milicianos con una expresión seria —su boca tenía el rictus serio por naturaleza, con la comisura de los labios ligeramente hacia abajo—, pero no cabía confusión: estaba asustado. «¿Cómo ha sido para ti estar en prisión, Rob Inman, ahora Duncan?», se preguntó incapaz de evitar el estremecimiento que le bajó por la espalda como un pájaro se desplazaría sobre un alambre.
Inman quiso beberse el caldo a tragos, pero el señor Selway insistió en que lo tomase a cucharadas. También hubiera querido que se tomase solo la mitad del guiso, pero el liberto le clavó una mirada que habría podido derretir el plomo, algo sorprendente en una ser humano tan débil.
—Pero quizá seáis vos quien sepa lo que es mejor —se desdijo el abogado cuando Inman se negó a entregarle lo que le quedaba.
Grace no pudo dejar de sonreír.
—Ya nos advirtió el director de la prisión que causaría problemas —bromeó, pero Rob dejó de comer para mirarla.
—Yo no tengo por costumbre causarle problemas a nadie, señorita —contestó con la boca llena—. Bueno, puede que a aquellos que me roban el viento para navegar. Solo a esos.
Grace cayó en la cuenta de que nunca antes había oído hablar a un americano. En su dicción había algo solo vagamente familiar, pero predominaba el acento brusco de su lejana orilla. Le gustó el sonido.
Y volvió a quedarse dormido casi sin haber terminado de tragar, las migas de pan diseminadas por la barba haciéndole compañía a las hebras de hierba. «Todo eso desaparecerá mañana», se dijo. «Y por el modo en que os rascáis la cabeza, haré que un sirviente os la afeite. Y si no hay sirviente que lo haga, yo lo haré».
Llegaron a la casa después de oscurecer. Solo la luna les iluminó el camino. Había tan pocas luces encendidas en la casa principal que se preguntó si lord Thomson seguiría allí.
—Es un miserable —sentenció el señor Selway, sin molestarse en disimular el desdén que le inspiraba—. No puedo confiar en las personas que son capaces de permanecer a oscuras con tal de no gastar un poco de aceite.
—¿Creéis que se quedará mucho tiempo? Sería un calvario.
—Estoy seguro de que sí. Quiero decir que estoy seguro de que se quedará lo bastante para asegurarse de hacerse insoportable y luego volverá a Londres. Probablemente se presentará después de vez en cuando, con la intención de pillarnos en algún desliz.
Grace se estremeció.
—Ojalá se hubiera ido ya.
—No tardará, seguro. ¡Paciencia, querida!
No pudo evitar que se le escapase un suspiro de alivio al ver que había muebles en la casa de los guardeses, pero al mirar más de cerca tuvo que darle la razón al señor Selway: lord Thomson había vaciado el desván de su casa. Cada silla era diferente en el comedor y al sofá le abultaban los muelles por todas partes, pero desde luego no se sorprendió.
Mientras Robert Inman tenía que agarrarse a la barandilla al pie de la escalera para contener el mareo, Grace subía a todo correr. Los cuatro dormitorios habían vuelto a ser equipados con sus camas, acompañadas por cómodas a las que les faltaban varios cajones y alguna pata, sustituida por un pedazo de madera.
Miró en la habitación más pequeña, que era la que se había asignado para sí, y le sorprendió encontrarse con que un fuego ardía en la chimenea y que las viejas cortinas habían vuelto a su lugar. Oyó un ruido al otro lado del distribuidor y se asomó a la alcoba que había pensado destinarle al capitán.
No reconoció al hombre que encontró en ella, pero debía tratarse de alguno de los viejos aparceros que de vez en cuando hacían chapuzas por la finca. Vestido con unos pantalones indescriptibles y blusón, estaba estirando una colcha de patchwork sobre la cama.
Grace carraspeó para anunciarle su presencia.
—¿Y vos sois…
—Emery me llamo —dijo—. ¿No os acordáis de mí? Me dedico a arar los campos después de que hayan pasado las ovejas.
—¿Emery? No recuerdo… —se sonrojó—. Qué tonta soy. Pero es que solo he venido a Quarle unas cuantas veces, cuando lord Thomson ya no podía ir caminando hasta Quimby.
—Sí, señorita, y yo trabajo las tierras. Eso lo explica todo —señaló la cama a medio hacer—. Quería tenerlo todo preparado, señorita Curtis —miró hacia al vestíbulo—. ¿Os han entregado al capitán Duncan?
—Sí. Está abajo, agotado. Por eso he subido a toda prisa a hacer las camas, pero veo que me habéis ahorrado el esfuerzo.
Emery le dedicó una reverencia y Grace sonrió.
—Gracie, creo que estoy destinado a ser vuestro mayordomo.
—Emery, lord Thomson jamás nos permitiría tener un mayordomo, aunque seáis también el jardinero.
Emery terminó de estirar la colcha.
—Eso es cierto. Me ha echado de su propiedad, y teniendo en cuenta que no tengo donde ir, pensé en presentarme como candidato a mayordomo —remetió la esquina dejándola perfectamente cuadrada—. En realidad es el único trabajo que no he hecho aquí, así que me dije ¿por qué no?
Grace tenía la impresión de que la ignoraba de continuo, lo cual le parecía divertido.
—Emery, me temo que en el testamento de lord Thomson no haya ninguna provisión para un mayordomo.
—En ese caso creo que encajo en el puesto perfectamente. Tengo pocas necesidades y siempre he querido trabajar de mayordomo. ¿Qué os parece si os echo una mano con el capitán Duncan?
Grace asintió, encantada de haberse encontrado tal fácilmente con un aliado donde no esperaba tener ninguno.
—Por Dios que os estaré muy agradecida.
Rob Inman parecía decidido a subir la escalera sin ayuda, con apenas un par de descansos. Emery iba pegado a él y el señor Selway observando su avance desde atrás, preparado para no dejarle caer si perdía pie.
Con un suspiro de exasperación, se detuvo en lo alto de las escaleras.
—Qué barbaridad —musitó, mirándolos a todos, pero no puso objeciones a que Emery lo tomase por el brazo para llevarlo pasito a paso hasta su alcoba.
—Señorita, estoy siendo abducido —dijo mirándola a ella—. Menos mal que a la velocidad de un caracol, eso sí.
A Grace le pareció que sus palabras eran lo más divertido que había oído en semanas y se echó a reír. Él sonrió.
—Gracias a Dios que tenéis sentido del humor —añadió—. Creo que vamos a necesitarlo.
Emery parecía decidido a prestarles sus servicios, lo cual conmovió a Grace. Ayudó a Inman a quitarse los zapatos y movió apesadumbrado la cabeza.
—Muchacho, lo habéis pasado mal, ¿eh? Ni calcetines, ni cordones y casi ni cuero.
—Creo que las ratas pasaban tanta hambre como nosotros —respondió y no pudo reprimir un bostezo—. Disculpadme, señorita, pero estoy comido de miseria, devorado por las pulgas y en este estado no merezco ni un poco de paja. Dadme una manta y dormiré en el suelo.
Grace negó con la cabeza.
—Dormiréis en esa cama, capitán. Mañana ya nos ocuparemos de vuestros acompañantes. ¿Os importaría que os cortase el pelo?
—Cuanto más, mejor —dijo tras otro bostezo. Se tumbó y se volvió hacia la pared. Emery le subió bien la colcha y puso la mano brevemente en su hombro—. Buenas noches a todas mis enfermeras.
Los tres salieron de la habitación y el señor Selway fue el primero en hablar en el descansillo.
—Me parece que a nuestro capitán Duncan no se le da mal dar órdenes. Creo que acaban de decirnos lo que tenemos que hacer.
Bajaron y se sentaron en el comedor mientras Emery sacaba algo de comer de una cesta.
—La señor Clyde me hizo traer esta cesta. Dijo que no le costaba nada preparar un poco más para la casa de los guardeses.
—No creo que lord Thomson tarde mucho en enterarse de la filantropía de su personal y todo cambie —dijo el abogado antes de dar un mordisco a un sándwich de carne—. Grace, Emery… dispongo de unos modestos fondos para atender al capitán Duncan aquí, en esta casa. Iba a contratar a una cocinera, pero si vos, Grace, queréis hacer los honores, podremos estirar un poco más el presupuesto e incluir en él a nuestro nuevo amigo Emery.
—Por supuesto que puedo cocinar. Y hacer dulces. Creo que esa debió ser la razón por la que lord Thomson quiso que estuviera aquí. No se me ocurre otra.
El señor Selway sonrió.
—En realidad, Grace, antes de morir lord Thomson me confesó que esperaba que vos y el capitán os enamorarais y acabarais casándoos.
Grace se echó a reír pero la risa se le apagó al recordar la escena en la cárcel, la que el señor Selway no había contemplado. «El capitán está muerto», pensó con una punzada de dolor, mientras los dos hombres conversaban entre ellos. «Y aquí está Rob Inman». Verdaderamente lord Thomson le inspiraba mucho cariño.
—¿De dónde se sacaría esa idea tan peregrina? —se preguntó ante sus compañeros—. Antes volarán los cerdos, ¿no les parece?