Veintidós

 

Su mundo volvió a experimentar una sacudida cuatro días después. Siempre recordaría aquel momento porque estaba cortando figuritas de galleta y soñando con poder hacer lo mismo en su propia panadería de Nantucket. Ya no se reprendía por dejar volar la imaginación de ese modo. Las cosas habían cambiado.

Estaba trabajando sola pero le gustaba hacerlo porque cortar aquellas galletas siempre le resultaba relajante. Rob y la señora Wilson estaban hablando en la trastienda y el señor Wilson había salido a llevar el pedido diario de donuts a la cafetería. Los clientes habituales de la panadería debían estarse recuperando de la Navidad porque la tienda estaba vacía.

No podía oír la conversación de Rob y la señora Wilson, pero le oía reír de vez en cuando, lo cual la complacía. Se había pasado unas cuantas noches, ya de vuelta en casa después de trabajar, de pie ante el ventanal del salón, las manos al fondo de los bolsillos, contemplando la oscuridad.

—Llevo lejos de casa demasiado tiempo —fue todo lo que le dijo cuando le preguntó qué hacía. Normalmente terminaba las frases abrazándola, pero Grace no parecía estar consiguiendo suavizar ese pozo de tristeza que llevaba dentro, un americano cautivo ansioso de libertad. No era de extrañar que la señora Wilson pretendiera hacerle reír, precisamente una persona que no era conocida por su vena jocosa. También ella estaba intentando animarlo.

Estaba decidiendo si adornar las figuritas con bolitas azules o rojas cuando el señor Wilson entró a todo correr en la tienda, jadeando.

—¡Señor Duncan!

Él, que nunca corría, se apoyó un instante en las rodillas y luego le tendió un periódico.

—Bélgica —dijo sin aliento.

—¿Bélgica? —repitió sin comprender, mientras tomaba el periódico que le ofrecía. Rápidamente echó un vistazo al artículo que ocupaba prácticamente la totalidad de la portada. La respiración se le aceleró al comprender de qué se trataba: la guerra había terminado. Diplomáticos de Inglaterra y Estados Unidos habían firmado un tratado de paz el día de Nochebuena en Gante, Bélgica.

—¡Rob! —lo llamó—. ¡Rob, ven!

Él salió preocupado.

—¿Grace?

Y ella sacudió el periódico ante él casi como el señor Wilson había hecho antes con ella. Rob la agarró por la muñeca para detener aquel frenético movimiento y leyó el artículo. Una sonrisa lenta fue dibujándose en sus labios y volvió a leerlo desde el principio. Cuando terminó exhaló un suspiro, como si llevara dos años conteniendo la respiración, y luego la abrazó con fuerza.

Grace le dejó hacer, deseosa de apoyar la cabeza en su pecho y quedarse allí. El corazón le latía con fuerza.

—Todo ha terminado, Rob. Por fin —murmuró.

La señora Wilson leyó el periódico, que le quitó de la mano, devorando cada palabra. Rob separó a Grace de su pecho y tras mirarla largamente la besó en los labios.

La señora Wilson los observaba con aire triunfal.

—Ya era hora —fue todo lo que dijo, y nadie supo si se refería a la paz o al beso.

El señor Wilson respiró hondo y miró a Grace.

—Supongo que no tardará en pedirme la cuenta y alguna carta de recomendación —dijo, intentando parecer severo pero sin conseguirlo—. ¿Piensa llevarse con usted la receta de los donuts, capitán?

El navegante pasó el otro brazo por encima de los hombros del señor Wilson.

—Señor, pienso dejarle a usted como titular universal de los Yankee Doodle Donuts en Inglaterra. Que los imitadores tengan que venir arrastrándose hasta su puerta.

Rob miró entonces por la ventana y frunció el ceño: allí estaba Nahum Smathers, en su puesto de vigilancia habitual al otro lado de la calle. Había empezado a llover, pero le quitó el periódico de las manos a la señora Wilson y salió como una exhalación antes de que Grace pudiera detenerlo.

—¡Ro… capitán! —lo llamó—. ¡Espera!

Vio a Emery salir de su puesto de guardia varias tiendas más abajo, en dirección a Rob, como si tuviera la intención de detenerlo antes de que llegase ante Smathers, cuya expresión de sorpresa se transformó en algo que no pudo descifrar, y echó a correr al mismo tiempo que Smathers y Emery se acercaban a Rob.

No podía decir exactamente qué ocurrió a continuación. Centrado como iba en plantarse ante Rob Inman, Smathers se colocó en el camino de Emery, haciéndole caer. Los dos acabaron en el suelo, Smathers maldiciendo y Emery mirando a su alrededor aturdido.

—Es usted muy valiente, derribando personas mayores —le espetó Grace, antes de pasar su brazo por el de Rob para llevarlo de nuevo a la tienda.

Rob no se dejaba arrastrar con facilidad porque no dejaba de sacudir el periódico en la cara de Smathers.

—¡Se ha terminado, Smathers! ¡Es cuestión de semanas que podamos dejar atrás esta maldita isla de una vez por todas!

—¿Ah, sí? —masculló él, masticando las palabras y escupiéndolas—. Qué ingenuo.

Rob sonrió. Mientras Grace ayudaba a Emery a levantarse, Rob dejó caer el periódico al regazo de Smathers.

—Se ha terminado —repitió—. Vete acostumbrando y búscate otro trabajo. Alguien habrá aparte de lord Thomson que necesite a alguien como tú, que no sepa lo que es un campo de batalla. Para esa clase de trabajo estás muy cualificado.

Y dio media vuelta.

—Si antes era tu enemigo, ahora lo será todavía más —le susurró Grace—. No deberías haberlo hecho.

Rob se encogió de hombros.

—¿Qué diferencia hay? Pronto no será más que un mal recuerdo —miró por encima del hombro y le tendió la mano a Emery.— ¿Estás bien, amigo?

—Solo ha sufrido mi dignidad —murmuró—. ¿Crees que se largará por fin?

—Eso espero.

 

 

Una vez corrió la noticia todo el mundo en Quimby encontró una excusa para visitar la panadería. Incluso lady Tutt llegó con su propio ejemplar del periódico, dispuesta a explicarle a todo aquel que quisiera escuchar que los términos del acuerdo, status quo ante bellum, significaba que cualquier tierra o propiedad adquirida durante el curso de la contienda volvería a su legítimo propietario, restaurando todo como estaba antes de la guerra.

Rob podía ser generoso incluso con lady Tutt, lo cual era muy reconfortante para Grace, y escuchó su explicación con atención.

—Eso me quita un gran peso de encima.

—Quizá podría aconsejarle a su presidente que no vuelva a atacar Canadá. Por su propio bien, quiero decir,

—Lo haré la próxima vez que lo vea, lady Tutt.

 

 

La cena discurrió con mucha tranquilidad. Emery había quedado cojeando del encontronazo con Smathers, así que Grace le hizo meter el pie en agua caliente y sales mientras preparaba la cena.

—El contratiempo con ese odioso hombre ha sido un oportuno recordatorio para el capitán Duncan del peligro que corre si intenta algo precipitado sin saber nada del señor Selway —le dijo mientras pelaba unas zanahorias—. Hay que extremar las precauciones.

—Cierto —respondió Emery y al mover el pie hizo una mueca de dolor—. Me temo que voy a tener que dejar el pie en el agua durante la cena.

Grace sonrió.

—¡A lady Tutt no le parecería bien, pero chez Los Guardeses somos un poco más permisivos!

 

 

La expresividad de Rob se transformó en introspección al caer la noche. Seguía contemplando la oscuridad a través de la ventana mientras Grace tejía. En un momento determinado, dejó de ir y venir y la miró.

—Todo como antes de la guerra, ¿no? Para que fuera verdad, el capitán del Orontes tendría que estar vivo y navegando por el Caribe para cargar caña de azúcar —movió apesadumbrado la cabeza—. Me pregunto, amor mío, si tanto vencedores como vencidos se sienten así cuando termina una guerra. Yo estoy muy triste.

Grace dejó su labor, él se sentó a su lado, la tomó en brazos y la besó. Luego se acurrucó en su cuello y ella alzó la barbilla.

—Hay un majuelo junto a la ventana del dormitorio en mi casa de Nantucket —murmuró mientras le acariciaba un seno—. En primavera sus flores cubren la cama si sopla el viento.

—¿Y por qué me cuentas eso? —le preguntó a media voz, mientras él le iba desabrochando el vestido. Grace se alegró de haberse puesto aquella prenda que se abrochaba por delante.

—Por nada. Es que acabo de recordarlo —contestó al tiempo que hundía la mano bajo la tela y acariciaba su pecho con delicadeza, primero con las manos, luego con la boca—. Gracie, eres tan suave.

—Me alegro de saberlo —contestó ella, y el deseo que sentía la empujó a arquear la espalda mientras un calor y una humedad desconocidos para ella se desarrollaban entre sus piernas, de un modo que era al mismo tiempo frustrante y placentero. No la estaba tocando ahí, pero deseaba que lo hiciera. «Oye, que solo tiene dos manos», pensó, y la idea le hizo sonreír.

Él la miró. Le brillaban mucho los ojos.

—¿De qué te ríes?

No podría decir cómo pero tenía el vestido subido y estaba tumbada en el sofá.

—Estaba pensando en esas estatuas indias… esas que tienen cuatro manos.

Rob se echó a reír.

—¡Eres perversa!

—¿Y quién iba a decirlo?

—Yo. Eres irresistible —se estaba desabrochando los pantalones—. Gracie, mi amor y mi esposa en cuanto sea posible… prepárate para quedar impresionada —se sonrió—. O no, quién sabe.

Pero inesperadamente se quedó inmóvil.

—¡Maldita sea! Es Emery —se levantó rápidamente mientras ella se abrochaba el vestido—. Voy a colocarme delante de la chimenea, de espaldas a la puerta, a ver si puedo disimular.

Ella asintió, roja como la grana, mientras se ponía de pie para bajarse el vestido y para recuperar la labor, que había ido a parar a un rincón. Adoptando la expresión más serena que le fue posible, volvió a sentarse, aunque parecía que el corazón fuese a salírsele del pecho.

—Grace… oh, capitán. No sabía que estaba levantado aún.

Ella contuvo el aliento con la esperanza de que lo que fuese a hacer o decir Emery no requiriese la atención de Rob.

—Aquí sigo, dejando pasar las horas —respondió desde la chimenea—. ¿Me necesita para algo?

—Ahora mismo no —Emery le tendió a Grace una carta—. Acabo de encontrarla. Han debido dejarla por debajo de la puerta. ¿Un admirador secreto, quizá?

Grace la tomó de su mano.

—Ya sabe que no tengo admiradores secretos, Emery. ¡Dios mío! —exclamó, llevándose la mano a la mejilla.

Emery no se movió de donde estaba. Seguramente quería conocer el contenido de la carta y Grace decidió satisfacer su curiosidad, teniendo en cuenta lo poco que había compartido con él. Abrió la nota sellada con una gota de cera, y con sobresalto sintió el calor de la cera que había sido aplicada había bien poco. No pudo evitar el escalofrío que le recorrió la espalda.

—«No hagáis ninguna tontería» —leyó en voz alta y se la tendió—. ¿Ve? Está firmada con una S.

—El señor Selway, sin duda. ¿Qué querrá decir?

Rob se unió a ellos junto al sofá y tendió la mano para que le entregaran la nota.

—Quizás el elusivo señor Selway nos ha visto esta tarde, cuando yo eché a correr por la calle con mi sombra pegada a los talones.

—¿Y por qué no se muestra? —preguntó Grace, práctica como siempre.

Los tres se miraron mientras Rob se daba golpecitos con el papel en la mano.

—He oído hablar a marinos viejos sobre la revolución y todos coincidían en que los momentos más peligrosos de una guerra son el principio y el final —miró a Emery a los ojos—. No hay reglas.

Se acercó a la chimenea y la quemó.

—Supongo que deberíamos darnos por advertidos. Dependo de usted para la vigilancia del gañán, Emery.

—Seguiré en mi puesto —respondió—. Y ahora, me voy a acostar, que con un tratado de paz al día tengo más que suficiente.

Y volvió a cerrar la puerta al salir.

—Emery tiene razón —Rob le rodeó la cintura y sus palabras parecían no tener que ver con el gesto—. Mejor no pasar por alto el aviso. Vivimos momentos muy peligrosos —reconoció, aunque sin mirarla a los ojos, y Grace supo que estaba en lo cierto al percibir un matiz de desilusión en su voz—. Será mejor que esperemos.

—Yo no quiero esperar —susurró.

—Yo tampoco, pero las circunstancias mandan —respondió, soltándola y abandonando el salón.

Grace se quedó apoyada contra la puerta cerrada.

—¿Por qué tenemos que esperar? La guerra ha terminado —se preguntó en un susurro.