Veintiocho
Tras un beso y un abrazo que duró tanto que lady Tutt carraspeó de impaciencia, Grace se despidió de Rob y salió del escondite abandonando la mansión antes de que amaneciera. Su anfitriona y ella bajaron las escaleras de entrada del brazo, y Lady Tutt le aseguró que antes de que acabase la mañana llevaría en persona una carta dirigida al apartado de correos del señor Selway en Exeter.
—No es molestia —le aseguró lady Tutt—. Estaré en la panadería poco después de que hayan abierto. Le diré a mi cochero que se apresure.
Grace sonrió pensando en la gente mayor que lady Tutt empleaba y en lo mucho que parecían estar disfrutando con aquel drama de capa y espada.
—Me parece una buena idea, milady. En un par de días sé que tendremos noticias del señor Selway. Él nos dirá lo que debemos hacer.
Llegó a la panadería al romper el día, cansada y congelada a pesar de que estaban ya a principios de marzo, cuando los botones de los árboles ya debían estar rasgando el hielo con sus primeras hojas. Aun así le dio las gracias a la bruma y a la niebla que ocultaron sus pasos por las callejuelas que la condujeron a la calle Mayor.
Fue un jarro de agua fría descubrir que Nahum Smathers ya estaba delante de la cerería, que aún permanecía cerrada y a oscuras. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y le pareció que dormía, pero de pronto le vio dar golpes con los pies contra el suelo para combatir el frío.
Fue una sensación de triunfo para ella verlo allí, congelándose, sabiendo que no había conseguido encontrar a Rob. Con la llave de repuesto que abría la puerta trasera entró en la panadería.
Entró en la trastienda, encendió una lámpara y escribió una apresurada carta para el señor Selway en la que le contaba lo ocurrido y le describía dónde se hallaba el escondite de Rob Inman para que pudiera sacarlo sin ser visto y pedir ayuda. Escribió rápidamente y concluyó con un ruego:
Sé que sois un hombre muy ocupado, pero tengo miedo de lo que pueda hacer lord Thomson si descubre a Rob Inman. Sé que no es el capitán Duncan, pero la única preocupación que tenía el capitán era su tripulación cuando me pidió que eligiese a uno de ellos. Sinceramente, Grace Curtis.
Volvió a leerla dos veces y no encontró nada que mejorar, excepto enviarla rápidamente con Lady Tutt a Exeter. Dónde iría a parar su nota a partir de aquel momento no podía saberlo, pero esperaba que el señor Selway tuviese alguna sugerencia que pudiese acabar con aquella tensión y evitar que Rob pudiera ser castigado y condenado a muerte. Volvió a tomar la pluma y la mojó en la tinta:
Señor Selway, he accedido a irme con Rob a Nantucket cuando sea puesto en libertad, de modo que vais a ayudar no solo a un americano sino a una compatriota. G.C.
Lady Tutt cumplió fielmente su palabra y miró a su alrededor antes de discretamente guardarse en el bolsito el sobre que Grace le entregaba.
Esperó a que estuvieran solas en la panadería y apoyándose en el mostrador le habló en trágico susurro.
—Grace, cuando vuelva de Exeter esta tarde, la contraseña será «Vísperas» si he conseguido lo que nos proponemos.
Grace se inclinó también hacia delante porque lady Tutt parecía querer conspirar con ella.
—Creo que lo único que tendréis que decirme es que habéis conseguido entregar a carta.
—¡Eso, nunca! —declaró sorprendida—, al menos hasta que ese desagradable policía se haya marchado. No sé qué habrá sido de él.
«Demasiada jalapa y un cargo por escándalo público», pensó.
—Seguro que anda tramando algo, señora —le respondió, intentando no reírse al recordarle desesperado en el callejón.
Lo único que podía hacer ya era esperar.
Grace respiró aliviada cuando vio a lady Tutt regresar aquella tarde, entrar en la panadería y susurrar «Vísperas» apoyada de lado en el mostrador. Pensó en ir a ver a Rob, pero decidió que lo mejor que podía hacer era permanecer en la panadería, sobre todo porque Smathers seguía observándolo todo desde el otro lado de la calle y Emery lo vigilaba todo también.
Pensó en las otras cartas que le había escrito al señor Selway y no quiso elucubrar qué pasaría si el abogado le respondía que el navegante del Orontes no era asunto suyo. En la nota le había dejado bien claro que la intención de lord Thomson era abatirle en cuanto lo viera.
Pasaron dos días largos y tediosos en la panadería en los que ejecutó sus tareas como un autómata porque su mente y su corazón estaban junto a Rob Inman. Pero las noches eran aún más largas. No podía dejar de dar vueltas y más vueltas, añorando tener a su hombre al lado. Quizás no fuera tan señora como se creía, o quizás todos los hombres fueran tan apasionados como el suyo. Incluso era posible que de verdad fuera casi una perdida, como parecían pensar en Quimby. O que cualquier mujer sana anhelase estar con un hombre igualmente sano. No tenía a quién preguntárselo, pero él se lo aclararía cuando se lo preguntara, cuando venciera la vergüenza que le daría hacerlo.
Decidió concentrarse en preparar los donuts en ausencia de Rob, pero solo consiguió echarse a llorar.
Los Wilson lo aguantaron todo admirablemente. La señora Wilson la mantenía constantemente ocupada para que no tuviera tiempo de perderse en inútiles disquisiciones, y el señor Wilson acudía a la cafetería todas las mañanas en busca de noticias sobre la firma del tratado de paz. Lo único que consiguió averiguar fue que en el mes de marzo la armada británica, al mando nada menos que del cuñado de Wellington, había sido atacada por piratas, antiguos colonos franceses, libertos negros y un tal general Jackson a la altura de Nueva Orleans.
—Todo ha ocurrido después de la firma del tratado —le refirió, moviendo apesadumbrado la cabeza—. Si alguna vez las noticias consiguen viajar tan rápido como la luz, no sabremos qué hacer.
Smathers seguía vigilante, observándola, convencido de que acabaría conduciéndolo hasta Rob. Enfadada por tanta insistencia, decidió llevarle una docena de donuts por ponerlo en evidencia, pero se equivocó porque lo único que hizo fue dejar al descubierto los dientes en lo que seguramente era su mejor sonrisa, pero que no contenía la vergüenza que ella esperaba. «¿Y qué te creías? Los donuts están buenísimos. Soy una idiota».
La tercera mañana después de haberle entregado a lady Tutt la carta, Grace descubrió que había algo peor que tener al gañán vigilándola: no verlo aparecer.
La señora Wilson fue la primera en reparar en su ausencia.
—El hombre ese tan desagradable… se ha ido.
Grace salió a la puerta y miró hacia ambos lados de la calle. El cerero debió verla también porque salió a la puerta de su tienda y con las manos vueltas hacia arriba se encogió de hombros.
Emery tampoco estaba bajo el olmo en cuyas ramas aparecían ya las primeras hojas. Ni Emery, ni Smathers. Iba a entrar de nuevo pero se detuvo porque el corazón se le subió a la garganta.
La acompañante de lady Tutt, olvidándose de toda dignidad, avanzaba corriendo por la calle, sin sombrero y con el vestido levantado por delante. «No, Dios mío», pensó Grace, sintiendo que su vida quedaba patas arriba.
La buena mujer tardó unos segundos en poder hablar. Grace la hizo pasar a la panadería y sentarse, y le pidió a la señora Wilson que llevara un frasco de sales, pero ella no quiso saber nada de sales.
—¡El señor Smathers lo ha descubierto! —exclamó, agarrándola por el delantal.
Grace no esperó a oír nada más. Salió corriendo. Miró atrás una sola vez y vio al señor Wilson corriendo tras ella, pero como el pobre hombre no podía seguir su ritmo le indicó con un gesto de la mano que siguiera adelante y ella redobló sus esfuerzos.
Un carruaje de cortinas negras salía del camino de acceso a la suntuosa y simulada mansión estilo isabelino. Grace corrió hacia él y golpeó la puerta con los puños. No pensó que fuera a detenerse, pero lo hizo. Cuando las ruedas aún no habían dejado de dar vueltas ella ya tiraba frenéticamente de la manilla de la puerta llamando a gritos a Rob.
Smathers fue quien abrió la puerta y la agarró por las muñecas antes de que pudiera subirse al coche. Con la cara surcada de lágrimas vio a Rob, maniatado y con los pies encadenados y mirándola entre lágrimas también.
No sabía lo que hacía. Quizás insultó a Smathers, o le suplicó que lo dejase escapar, pero todo fue como dirigirse a una estatua. Sin embargo, ejerciendo una fuerza mayor que cualquiera que ella hubiera experimentado, él la echó hacia atrás y la zarandeó.
—Grace, no —fue todo cuanto dijo. No había aspereza en su voz, sino una determinación de ver concluido aquel asunto cuanto antes—. Lo llevo a Dartmoor —dijo, confirmando sus peores temores, y volvió a zarandearla—. Me habéis causado ya bastantes problemas.
Desesperada, intentó abofetearlo. Lo que fuera con tal de borrar aquella insoportable calma de su cara.
—¡Lo meterán en el agujero! ¡Morirá allí dentro! —sin orgullo ya, se tiró de rodillas al camino—. ¡Asesino!
Aquello debió ser la gota que colmó el vaso de la paciencia de Smathers. Con una maldición tan ruda que le hirió los oídos, la levantó del suelo. Rob intentaba acercarse y fue entonces cuando se dio cuenta de que no solo iba maniatado y con cadenas en los pies, sino que otra cadena más corta aún lo mantenía anclado al suelo del coche.
—¡Piensa un poco, mujer! —espetó, pegando su cara a la de ella—. ¡El único sitio en que estará a salvo es Dartmoor!
Con otro juramento, la apartó de un empujón, subió al coche de una zancada y ordenó al cochero que reanudara la marcha.
Grace corrió tras ellos gritando hasta que ya no pudo respirar y se dejó caer en el camino. Allí seguía cuando el señor Wilson la encontró, y al verlo rompió de nuevo a llorar cuando ya creía haber agotado las lágrimas.
Con delicadeza la ayudó a levantarse.
—Gracie, vámonos a casa —fue cuanto dijo.
Horas más tarde, seguía sentada en la trastienda de la panadería. La tienda por fin se había quedado vacía de personas que en su mayoría entraban en silencio y así se quedaban, tan aturdidas como ella. Quizás porque sabía bien lo que era tener el corazón destrozado, la señora Gentry entró en la trastienda y ayudó a la señora Wilson a terminar los pedidos del día.
Con los ojos desorbitados, lady Tutt había sostenido la mano de Grace mientras le relataba lo ocurrido: cómo Smathers y dos policías habían irrumpido en su casa, habían subido sin detenerse a nada y habían tirado del cordón que accionaba el mecanismo de la pared.
—Ni siquiera titubearon —dijo—. ¡Fueron directos y no pude hacer nada por evitarlo! —volvió a secarse los ojos—. ¡Entregué la carta en Exeter sin cruzar palabra con nadie!
La angustia de lady Tutt la hizo salir un poco de su ensimismamiento y con el pañuelo que tenía arrugado entre las manos secó los ojos de la viuda, dispuesta a consolarla, ya que no podía hacer otra cosa.
—No es culpa vuestra. Algo debió ocurrir en Exeter.
—Pero si no le dijimos una palabra a nadie…
—Lo sé. En la carta le decía al señor Selway dónde podía encontrar a Rob —reflexionó—. La culpa es mía. El único modo de que sepamos qué ha ocurrido es si Smathers… si él nos lo dice —intentó sonreír, pero no lo consiguió—. No creo que esté dispuesto a contestar a nuestras preguntas.
Pero se equivocaba.