Dos

 

El señor Selway llamó a la puerta de la panadería a la mañana siguiente antes de que hubieran abierto al público. Con el delantal en la mano, Grace abrió preguntándose si llevaría ya tiempo esperando.

No tuvo que decir nada. No fue necesario.

—Ha fallecido, ¿verdad? Voy a echarle mucho de menos —añadió, tragando con dificultad.

—Somos los únicos —respondió—. Quería que lo supierais —y poniendo la mano en su brazo añadió—: Os ruego que asistáis a la lectura de su testamento. Tendrá lugar el martes después de su funeral.

No podía haberle oído bien.

—¿Perdón?

El abogado apretó la mano.

—No puedo deciros nada más, dado que no todos los interesados están presentes. No faltéis, Grace.

 

 

Y allí se presentó cuatro días después. El recibidor estaba desierto, pero el señor Selway le había dicho que se reunirían en la biblioteca. Abrió la puerta con cuidado, pero se le encogió el estómago al oírla crujir y ver que todos se volvían a mirar en su dirección aunque muy brevemente. Los miembros del servicio de la familia estaban alineados en la parte de atrás y se colocó junto a ellos. El señor Selway los miró por encima de sus gafas de lectura y siguió con el testamento.

La lectura de aquel documento no estaba teniendo nada que ver con las exiguas últimas voluntades de su padre. El señor Selway fue nombrando un amplio abanico de propiedades entre las que se incluía una plantación de café en Jamaica, intereses en un bosque de Brasil, una destilería en Boston y una plantación de té en Ceylán.

—El viejo cuervo había metido la cuchara en un montón de ollas —susurró el jardinero que estaba a su lado.

Ella asintió pensando en el desaliñado aspecto que solía llevar lord Thompson, e intentó imaginárselo como un joven oficial de la armada que se aventuraba en el mundo. Antes de que la horda de parientes llegara a su casa, lord Thomson no ponía objeciones a prestarle libros de vez en cuando. De hecho, tenía dos que le había prestado últimamente en su habitación de detrás de los hornos, y esperaba tener la ocasión de devolverlos antes de que el nuevo lord Thomson pudiera echarlos de menos. Lo más probable era que no, pero no quería indisponerse con él. A lo largo de los años había aprendido a juzgar a las personas y tenía la impresión de que el nuevo lord Thompson iba a ser un cuentagarbanzos capaz de regatearle el pan a una viuda. Seguro que los libros entraban en la misma categoría.

El señor Selway terminó de leer las propiedades que iban a parar a manos de su único heredero quien, sentado en la primera fila, parecía que iba a estallar de un momento a otro de tanta importancia como se daba. El abogado tomó otra página y comenzó con un inventario mucho menos numeroso de asuntos de interés para otros miembros de la familia y que variaban desde piezas de joyería hasta muebles. Grace lo escuchó sin prestar demasiado interés.

A los sirvientes les tocó el turno a continuación. Algunos fueron despedidos con una pequeña cantidad de dinero y las gracias. Otros conservaron su empleo, seguramente hasta que el nuevo lord Thomson decidiera que no le eran de ningún servicio. Aun así, unas libras aquí y unas libras allá, podían marcar la diferencia para personas que pertenecían al mismo nivel que ella ahora ocupaba.

El señor Selway dejó ese documento y tomó el último que tenía sobre la mesa. Se aclaró la garganta y por primera vez dio la impresión de sentirse incómodo, como si no estuviera seguro de cómo se recibirían aquellas últimas provisiones.

Sin que la hubiera mirado o dirigido la palabra, Grace supo instintivamente que aquel último pliego le estaba dirigido a ella y miró a su alrededor, aterrada. Casi sin darse cuenta empezó a deslizarse hacia la puerta, temiendo que la atención de todos los presentes fuese a recaer en ella y deseando solo volver a la panadería, pero dejó de moverse cuando el señor Selway la miró directamente.

—Hay dos cláusulas que han sido añadidas al testamento recientemente, pero ambas igualmente legalizadas. Una de ellas trata un asunto de poca importancia, pero la otra es de mayor consideración. Permítanme que lea primero la menor. Leeré lo que el fallecido lord Thomson me dictó personalmente hace apenas un mes —se aclaró la garganta y sujetó con firmeza el documento—. «Durante los últimos cinco años por lo menos, he sido objeto de una gran consideración por la ayudante de los señores Wilson, Grace Louisa Curtis. Ni una sola vez ha dejado de poner a mi disposición los dulces que más me gustaban, y…»

—¡Por amor de Dios! —protestó el nuevo lord Thomson—. ¿No iréis a decirnos que mi tío le ha legado una destilería que tenía en la Gran Barrera de Coral y de la que no sabíamos nada? Entregadle lo que sea y acabemos de una vez.

Los parientes que a partir de aquel momento dependerían del nuevo marqués como receptores de la más insignificante caridad que quisiera dispensarles, corearon su explosión con una risa. Grace se encogió por dentro y continuó deslizándose hacia la puerta. Qué lejos estaba.

El señor Selway miró muy serio al nuevo marqués y continuó.

—«Consciente de la amabilidad con la que siempre me ha tratado, cuando a ninguno de mis parientes les ha importado si estaba vivo o muerto, dispongo que la señorita Curtis tome posesión de la casa de guardeses y de cuanto hay en ella mientras viva».

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó lord Thomson poniéndose en pie y con el rostro congestionado.

El señor Selway lo miró en silencio y volvió a su lectura.

—…mientras viva. Además, recibirá treinta libras anuales.

—¡Esto es un ultraje! —gritó el marqués.

—Se trata solo de treinta libras anuales y una pequeña casa que vos nunca ocuparíais —respondió el abogado muy serio—. Sentaos, lord Thomson, os lo ruego, que aún no he terminado. Como os he dicho antes, esta era la parte fácil.

Grace miró al señor Selway. Debía haberse quedado muy pálida porque el jardinero que estaba a su lado la acompañó hasta un taburete que un criado había dejado libre.

—Yo no quiero eso —le susurró.

—¿Y desde cuándo ha tenido alguna importancia lo que nosotros hayamos querido o dejado de querer?

—Continuad. ¡Esto es muy molesto!

El señor Selway posó el documento y entrelazó las manos.

—Lord Thomson, seguramente será una sorpresa para vos saber que vuestro predecesor tenía un hijo.

—Que me aspen… un bastardo, sin duda.

—Los iguales se reconocen —susurró el jardinero pero su voz no debió de ser lo bastante baja porque algunos de los sentados en las últimas filas se dieron la vuelta, unos con el ceño fruncido, otros ocultando la risa.

—Sí, milord. Un bastardo. De modo que no tenéis que temer que vayáis a perder ni un céntimo de vuestra herencia. Mientras su regimiento estuvo acuartelado en la ciudad de Nueva York durante gran parte de la guerra, vuestro tío tuvo una relación con Mollie Duncan, la hija de un comerciante en telas monárquico. A resultas de esta relación nació un hijo —volvió a mirar el documento—. Daniel Duncan.

—¿Y en qué sentido puede importarnos nada de todo eso? —espetó.

—En condiciones normales no lo haría, pero vuestro tío consiguió no perder el rastro de la carrera de Daniel Duncan por varios medios. Cuando la presente guerra americana comenzó, Duncan comandaba un barco corsario llamado Orontes, que tenía por base Nantucket.

—Así que el bastardo del tío le está haciendo la vida imposible a la marina mercante británica —resumió con desdén—. ¿Y por qué creéis que eso puede importarme a mí?

El señor Selway sacó otros documentos de un cajón.

—Porque antes de su muerte vuestro tío dispuso que el capitán Duncan, actualmente prisionero de guerra en Dartmoor, fuese puesto en libertad bajo palabra en la casa de campo de Quarle —miró a Grace con afecto—. Ha dispuesto expresamente en su testamento que sea Grace Curtis quien se ocupe de alimentarle y de su cuidado durante el tiempo que dure su libertad bajo palabra. Cuando termine la guerra, será puesto en libertad. Esa es toda la relación que tendréis con él.

El señor Selway volvió a tomar el documento y sacó un grueso legajo del cajón de la mesa.

Lord Thomson se echó a reír.

—¡No pretenderéis poner en práctica semejante disposición de su testamento! El viejo debía haber perdido el juicio.

Había ido demasiado lejos. Grace se dio cuenta de ello al ver cómo el resto de parientes hablaban entre ellos en voz baja. El nuevo lord Thomson también debió notarlo porque se cruzó de brazos y apretó los labios.

—Como una cabra —murmuró.

El abogado se dirigió directamente a él, inclinándose hacia delante apoyado en la mesa.

—Lord Thomson, vuestro predecesor habría hecho esto antes de no haber sobrevenido tan repentinamente el declive que le condujo a la muerte. Todo ha sido aprobado ya para cumplir sus deseos, y dejadme deciros que el fallecido tenía amigos en las altas esferas a quienes no les gustaría ser molestados. De todos modos, poca molestia va a causaros un inquilino en una casa que apenas visitáis.

Al parecer el señor Selway también estaba experimentando cierto orgullo en todo aquello.

—Los testamentos que yo redacto son documentos irrevocables, lord Thomson. Cualquier intento por vuestra parte de entorpecer el cumplimiento de esa estipulación sería una locura. Os repito que el finado lord Thomson tenía amigos muy influyentes.

El abogado plegó el documento y salió de la estancia.

El nuevo lord Thomson permaneció hosco en su silla, mientras que su esposa se levantó e invitó a los familiares a pasar al comedor donde les aguardaba un refrigerio. Grace salió de la estancia antes que los demás, deseosa de salir de la casa por la puerta más cercana. «Si me doy prisa, podré salir de aquí y fingir que nada de todo esto ha sucedido».

Pero se topó con el señor Selway, que obviamente la estaba esperando. Suspiró.

—Señor Selway, no creáis que necesito ninguna de las disposiciones del testamento —le iba diciendo mientras él, tomándola por un brazo, la conducía a la biblioteca—. Quiero volver a la panadería —intentó soltarse—. ¡Por favor, señor Selway!

—Sentaos, querida. En el testamento no se os obliga a permanecer en la casa de campo si no es vuestro deseo, pero las treinta libras anuales sí son vuestras de por vida.

Grace asintió.

—Quiero ahorrar dinero para poder comprarles la panadería a los Wilson algún día, cuando sean demasiado mayores para llevarla.

—Entonces esta es vuestra oportunidad —sentenció, y guardó silencio durante un rato. Cuando volvió a hablar, escogió las palabras con cuidado—. Grace, he observado a lo largo de mi vida que solemos crearnos unas expectativas anormalmente elevadas que después, cuando somos incapaces de satisfacer, nos desilusionan. ¿No habréis puesto las vuestras demasiado bajo?

—No —respondió con calma—. Sabéis igual que yo que treinta libras al año no me permitirán mantener un nivel de vida ni remotamente parecido al que tenía antes. No inducirá a ningún caballero a querer casarse conmigo. ¡Pero si tengo veintiocho años, por Dios! Ya no me hago ilusiones.

—Desde luego. Puede que estéis en lo cierto —se acercó más—. Pero pensad en esto, Gracie: estamos en 1814, y esta guerra con América no puede durar para siempre. Dartmoor es un lugar terrible, y le estaríais haciendo un gran favor a nuestro lord Thomson cuidando de su único hijo, independientemente de cómo fuera concebido.

—Supongo que sí —respondió como si las palabras se las hubieran arrancado de la boca con tenazas—. ¿Podría hablar de esto con los Wilson? Si tengo que vivir en la casa con un prisionero en libertad bajo palabra, querría seguir trabajando en la panadería.

—No veo por qué no, siempre y cuando el prisionero esté con vos.

Grace se levantó aliviada.

—En ese caso hablaré con ellos y os enviaré una nota.

—No os pido más, querida.

 

 

Los Wilson no pusieron objeción alguna a ninguno de los detalles del testamento de lord Thompson, sino que se mostraron gratamente sorprendidos de que un marqués tuviera en tanta consideración a su Gracie, una mujer a la que otras de su misma clase habían decidido ignorar a perpetuidad.

—¿Qué es un año al fin y al cabo? —comentó el señor Wilson—. Vivirás en un sitio bonito, cuidarás de un prisionero en libertad bajo palabra y volverás a nosotros sana y salva. O seguirás trabajando aquí, si es tu deseo. A lo mejor él también nos es útil.

—Quizá —dudó un instante antes de continuar—. ¿Y podría yo… podría comprarles la panadería algún día? Nada me haría más ilusión —añadió tímidamente.

Ambos asintieron.

—La guerra terminará pronto, Gracie —le aseguró el señor Wilson—. Estarás haciéndole un favor al viejo lord Thomson. ¿Qué dificultad podría entrañar?

 

 

Grace le envió una nota al señor Selway y al día siguiente se encontró con él al ir a abrir la panadería.

—Nos iremos de inmediato —le dijo—. He oído historias de Dartmoor y de lo terriblemente duro que es ese lugar. Saquémosle lo antes posible.

—¿He de acompañaros?

—Eso me temo. Lord Thomson dejó estipulado que debía haber tres firmas en el documento de liberación: la vuestra, la mía y la del director de la prisión, un hombre llamado capitán Shortland, creo. Todo ante notario.

—¿Tres?

Sin decir nada, sacó el documento de libertad de una carpeta y lo abrió para mostrarle la primera firma. Grace se quedó sin aire en los pulmones.

—¿El duque de Clarence?

—El marinero Billy —respondió, al tiempo que guardaba el documento—. Saquemos a un hombre de la prisión, Gracie.

Y así lo iban a hacer al día siguiente mismo si no se hubiera producido una noticia inesperada que puso a toda Inglaterra patas arriba. Una noticia gloriosa, tan espectacular que todo Quimby había tenido dificultades para asimilarla: tras casi una generación en guerra, todo había terminado de repente. Acorralado, atrapado, su ejército desintegrándose y los aliados cada vez más cerca, Napoleón se había visto obligado a capitular.

El señor Selway le dijo a Grace que debía volver a Londres con la vaga explicación de que debía arreglar unos detalles.

 

 

—Si la guerra ha terminado, ¿volverán a su casa los americanos? —le preguntó al abogado el día que este volvió a pasar por la panadería, a mediados de marzo. No quería que le pareciera que albergaba grandes esperanzas, pero lo cierto era que con cada día que pasaba sentía menos deseos de cumplir con el testamento de lord Thomson, sobre todo si con ello alimentaba la animosidad del nuevo marqués, que seguía estando allí.

—Por desgracia no será así. Ese es otro conflicto. Aún seguimos teniendo la libertad bajo palabra de un hombre en nuestras manos, me temo —le confirmó, dándole las gracias con un movimiento de cabeza cuando ella le regaló varias Quimby Crèmes en una bolsa de papel—. Nuestro acuerdo de paz con Francia no podría ser peor para los americanos.

—¿Y eso? —preguntó, avergonzada de su ignorancia.

—Ahora podemos concentrar todos nuestros efectivos en la dichosa guerra americana. Creo que no tardaré en volver. La guerra parece estar cobrando intensidad.

 

 

Volvió en menos de una semana y llamó a la puerta de la panadería cuando ya habían cerrado por la noche y Grace estaba barriendo. Le dejó entrar y lo recibió con una sonrisa cansada.

—¡Qué poco me gustan las sillas de postas! —exclamó él, sin dejar que ella lo ayudara a quitarse el abrigo—. Solo he pasado para deciros que mañana nos vamos a Dartmoor —suspiró—. El capitán Daniel Duncan sigue siendo nuestro.

No sabría decir si se sentía o no complacida, y la desilusión se le veía en el rostro. El señor Selway le pasó el brazo por los hombros.

—Animaos, querida. Al menos no tendremos que quedarnos allí. Hagamos que nuestro amigo lord Thomson se sienta orgulloso de nosotros.