Quince
El coche hizo el camino de vuelta vacío. Grace iba dándole vueltas en silencio a cuanto había hablado con el señor Selway, intentando recordar alguna otra información sobre su persona, pero lo único que podía recordar era a un hombre afable que le aseguró que cuidar del capitán Duncan sería fácil y productivo.
«Solo me has causado problemas, pero ¿qué puedo hacer?», se preguntó, mirando a Rob, que se había quedado dormido. «Si renuncio y me vuelvo a la panadería, a ti te devolverán a Dartmoor».
Apartó la mirada. La verdad es que resultaba tentador olvidarse para siempre de Rob Inman o de Nantucket y, recostándose en el respaldo, cerró los ojos. Quizá la señora Tutt estuviera en lo cierto y hubiera cometido un error garrafal, pero lo peor de todo no era el descenso en la escala social, sino la muerte de la esperanza, que había perecido junto a su padre. Que un prisionero en libertad bajo palabra, y ni siquiera con la identidad correcta, pudiera haberla reavivado en su interior era algo que no podía comprender, pero así había sido. Quizá la esperanza resultara más incómoda que los tropiezos en sociedad, porque algo en el fondo del corazón le decía que si volvía a perderla ya no la recuperaría jamás.
Miró de nuevo a Rob. Tenía los ojos abiertos.
—Se diría que lleva el peso del mundo sobre los hombros.
—Es que no sé qué hacer —se sinceró.
Tomó su mano y le dio la impresión de que quería besarla.
—Me ha mantenido vivo y me ha dado algo en lo que ocuparme, mientras que yo no he hecho nada por usted.
No la soltó hasta que ella no movió los dedos, y lo hizo porque de pronto le resultó demasiado. Incluso tuvo que alejarse un poco más de él.
—Rob… Daniel… capitán…, lo que ha hecho es conseguir que me sienta profundamente descontenta con lo que me ha tocado vivir.
Él bajó la mirada.
—No era mi intención.
—Pues así ha sido —respondió, intentando que la voz no le temblara—. Vivo de mala gana en una casa que no es mía, ando preocupándome por una asignación de treinta libras anuales… ¡treinta libras!, y usted no deja de decirme lo maravilloso que es Nantucket. ¡Podría estrangularle por todo ello!
—Adelante: hágalo —respondió, acercándose a ella.
Pero Grace no pudo más y rompió a llorar, cubriéndose la cara con las manos y encogida sobre sí misma. Rob fue a abrazarla, pero ella le propinó un golpe en el brazo con tanta fuerza como le fue posible. Y volvió a hacerlo.
—¡Qué vergüenza, Rob Inman! —explotó. ¿De dónde venía tanta rabia?—. Yo iba a trabajar, a comprar esa panadería y a trabajar todavía más, pero sin otras expectativas.
Respiró hondo.
—¿Y qué ha pasado? —preguntó él.
Grace volvió a pegarle.
—¡Pues que me ha hecho pensar que, aunque fuera durante un momento, podía desear mucho más! —se restregó los ojos.— ¡Que hay un lugar en el mundo donde la gente me aceptaría por lo que soy, y no me echaría en cara quién fui!
Sabía que debía parar, pero siguió hablando casi sin saber lo que decía:
—Que alguien… no sé quién, incluso podría llegar a casarse conmigo.
—Eso es más que probable.
—¡Basta! —gritó, tapándose los oídos—. Usted no es más que un prisionero de guerra. ¡Solo un… un navegante! ¿Qué sabe usted de nada? ¡Yo soy la hija de un barón y usted no es nadie! ¡Nadie!
Lo que había dicho era una grosería de tal magnitud que la dejó sin aliento. Miró a hurtadillas a Rob y le bastó para darse cuenta del daño que le había hecho.
El coche se detuvo entonces en la encrucijada en que había empezado su viaje aquella mañana. Era ya de noche, y demasiado avergonzada para esperar a que el conductor la ayudase a bajar, saltó del coche y echó a correr. No recordaba otra ocasión en la que hubiese derramado tantas lágrimas, ni en la que hubiera sido tan arrogante, sobre todo cuando no tenía nada que justificase esa arrogancia. Había insultado a la única persona, aparte de los Wilson, a la que podía considerar amiga.
«Soy idiota», se dijo mientras seguía caminando por la senda que discurría en paralelo a la carretera. Quizá lo que debía hacer era llorar hasta hartarse en la cama y escribir al elusivo señor Selway para exigirle que le quitara al capitán Duncan de las manos.
—Podrá encontrar a otra persona que se haga cargo de él —murmuró—. Yo no puedo hacerlo. Rob Inman es capaz de sacar lo peor de mí.
Se estaba engañando y lo sabía. Tanto si lo pretendía como si no, su encomendado le había hecho pensar que podía ser más cuando ella ya había perdido toda esperanza. Las lágrimas cesaron. «¿Cómo has sido capaz de insultarle de ese modo?», se preguntó, abofeteándose mentalmente. «¿Se puede saber en qué estabas pensando?»
Se detuvo en seco. Había dejado al capitán en la intersección, y ese cruce no estaba en las tierras de lord Thomson. Podía ocurrirle cualquier cosa. Dio media vuelta y echó a correr con el corazón en la garganta.
Lo encontró un poco más allá, avanzando por la senda, la cabeza gacha, y lo esperó avergonzada de sí misma. No la había visto aún y sin embargo allí estaba, de vuelta a las tierras de un hombre al que despreciaba para seguir con su libertad en un país que ardía en deseos de abandonar, a merced de una mujer grosera, pretenciosa sin poder serlo, que le había restregado sus orígenes por la cara. Las mejillas le ardían de vergüenza.
Algo le pasó en el corazón en el breve instante en que ella le observaba a él y el momento en que Rob la vio. No podría explicárselo a nadie porque ni ella misma lo entendía. Rob Inman era más que una persona a la que a regañadientes había accedido a ayudar hasta que terminase la guerra: era el único hombre al que amaría en toda su vida. Aquel sentimiento había crecido despacio, sin que ella se diera cuenta, ya que normalmente estaba demasiado ocupada para dejarse arrastrar por fantasías, pero allí estaba aunque incipiente aún: un hombre que había caído por casualidad en su vida, aunque obedeciera a una decisión impulsiva que ella había tomado.
Él no sabía nada, obviamente. «Y aquí termina todo porque soy una idiota», se dijo. «No creo que pueda perdonarme. Yo no podría».
Permaneció esperando inmóvil, intentando controlar emociones que nunca había creído que llegaría a sentir, preguntándose si habría suficientes palabras para borrar el dolor que le había causado a un hombre decente y amable.
—Lo siento muchísimo —dijo cuando llegó a su altura—. No es culpa suya que eche de menos su hogar y que prefiera estar en cualquier otro lugar menos en esta condenada isla. No debería haber dicho lo que he dicho y no tengo disculpa.
Al mirarla él, Grace sintió una punzada en el pecho: sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Nunca debería haberme comportado así. Perdóneme, Rob.
Si hubiera pasado de largo dejándola atrás no se habría sorprendido. Si no hubiera vuelto a dirigirle la palabra, lo habría comprendido. Pero lo que hizo fue ponerle las manos en los hombros y acercarla a él. Con otro sollozo se aferró a su cuerpo y el llanto volvió a sacudirla de la cabeza a los pies.
—Gracie, es usted mi única amiga —dijo él al final sin intentar distanciarse de su angustia—. No me lo ponga tan difícil.
«Su amiga. Aprenderé a sentirme satisfecha con eso porque es lo que debo hacer. ¿Cómo iba a poder perdonar lo que le he dicho?»
Grace no dijo nada y echaron a andar. Rob seguía rodeándole los hombros con un brazo. «Este hombre está indefenso y sin embargo pretende protegerme», pensó maravillada.
En silencio pasaron ante la casa principal, en cuyas ventanas había más luces que aquella mañana. La silueta del gañán se perfilaba en una de ellas, desde la que observaba el camino.
—Esta vez te hemos dado esquinazo —dijo Rob, y se atrevió incluso a alzar la mano a modo de saludo. Grace tragó saliva y la silueta de la ventana dio la vuelta y desapareció—. Vaya, parece que le hemos enfadado. Mira como tiemblo.
Lo miró con el ceño fruncido. Ella sí tenía miedo.
—Mejor no enfadarlo más de lo que ya debe estar.
—Tiene razón, no vaya a ser que vuelva a enviarme a Dartmoor.
—¡No bromee con esas cosas!
Rob le apretó el hombro.
—Hace un minuto que me abandonó usted a mi suerte en el cruce.
—Es que quiero seguir contando con mis treinta libras anuales. Soy una mujer muy ambiciosa, ¿sabe?
Menos mal que se echó a reír. Había metido la pata, pero no era necesario que él supiera hasta qué punto.
Rob se había reído pero Emery no. Nunca había visto una expresión más herida, y debajo de ella, más irritación que preocupación, o al menos eso le parecía a ella.
—No sabía dónde estaban—protestó, haciendo un gesto hacia la cocina e intentando no perder la dignidad.
—Hemos ido a Exeter a buscar al señor Selway —dijo Grace, mientras Emery servía el ragout que había cocinado el día anterior.
—¿Y qué les ha contado? —preguntó, sentándose ante su propio plato.
—No hemos conseguido encontrarle. Nadie lo conoce.
Mientras hablaba, miró a Rob, que sentado un poco más allá de Emery, movió ligeramente la cabeza en sentido negativo.
— Yo… mejor voy a escribirle —concluyó. Comprendía la preocupación de Rob. Quizá lo mejor fuera mantener a Emery en la ignorancia. Cuanto menos supiera, menos daño podría hacerle el gañán.
—Por cierto, ¿cómo se llama el hombre ese? —le preguntó—. Nosotros le llamamos el gañán, pero como usted ha trabajado para lord Thomson, sabrá su nombre, ¿no, Emery?
—¿El gañán? —repitió, y casi esbozó una sonrisa—. Creo que su nombre es Nahum Smathers.
Rob hizo una mueca de disgusto.
—¡Qué horror! Creo que prefiero gañán —y mirando a Grace añadió con una sonrisa—. Me recuerda a Nueva Inglaterra y a los nombres que acostumbran a poner allí, todos de la Biblia. Hay incluso nombres de virtudes.
Hablaba casi como si fuera el de siempre, pero era demasiado fácil pensar que podía pasar por alto su grosería.
—¿Ah, sí?
—Por ejemplo, la hermana de Elaine se llamaba Paciencia. Algo de lo que carecía por completo, todo hay que decirlo. Y uno de mis vecinos se llama Marea porque su padre soñó con las olas de la marea justo antes de que naciera su hijo.
Grace se echó a reír.
—¿En serio?
—Lo llamamos Mar para abreviar —Rob sonrió a Emery—. Así que lo de Nahum no es nada, pero aun así, prefiero gañán.
Emery sirvió más estofado para Rob, quien le dio las gracias con una inclinación de cabeza y siguió comiendo.
—Smathers ha estado yendo y viniendo de un lado para otro toda la mañana —dijo—. Creo que se fue al pueblo, pero lo perdí.
—No importa. Es usted un policía de lo más sagaz.
Emery bajó la mirada. Era sorprendente que se sintiera halagado por algo así y Grace tuvo que ocultar la sonrisa.
—Estoy empezando a hacerme experto en dar el esquinazo y en fundirme con la vegetación.
«Como no me marche ya, voy a dejarlo en evidencia», pensó, imaginándose al cadavérico Emery, tan destartalado, transformándose en un olmo.
—Buenas noches —se despidió, y salió de la cocina.
Grace se recogió el pelo y se metió en la cama, donde se quedó contemplando la oscuridad con las manos debajo de la cabeza. Sus preocupaciones volvieron al clavar la mirada en el techo, con sus adornos de escayola que debían datar de varios reinados atrás. Al día siguiente escribiría al señor Selway y…
—¿Y qué le digo? —preguntó en voz alta a un adorno que parecía una manzana torcida—. ¿Dónde está? ¿Que estoy preocupada por el gañán? ¿Que necesito dinero?
Le dio un golpe a la almohada. Ojalá no tuviera tantos bultos.
«Me vendría bien algo más de dinero teniendo en cuenta que me he gastado lo último que me quedaba en un inútil viaje a Exeter», se dijo, y a continuación torció la cabeza para ahogar la risa. Por lo menos Emery vigilaba al señor Smathers. «Casi daría una parte de mis treinta libras, tan duramente ganadas, por verlo».
Con la quemazón del daño innecesario que le había causado a Rob fresca en el corazón, oyó cómo se iban apagando los ruidos de la casa. Lo último fueron los pasos del americano en las escaleras. «No pases de largo por mi puerta», rogó. «Llama y entra».
Contuvo el aliento. Llamaron a la puerta.
—Adelante —respondió, sorprendida de cómo la providencia mediaba en las cosas.
Rob se había quitado los zapatos y cerró la puerta a su espalda con un gesto inseguro, pero luego se acercó y se sentó a los pies de la cama. Ella lo observaba, insegura también, pero deseosa de que se quedara. En la habitación había aún un poco de luz. No se había molestado en cerrar las cortinas y podía ver su expresión.
—He cenado demasiado —dijo—. Nunca pensé que lo diría, pero es la verdad. ¿Tiene algún remedio?
—Té de menta —contestó ella, apartando la ropa de la cama y agradecida por tener la oportunidad de hacer algo por él—. Voy a preparárselo.
Él puso una mano en su pie.
—Más tarde —dijo.
Grace volvió a cubrirse.
—También creo que me preocupo demasiado. ¿Tiene también algún remedio para eso?
—A mí me pasa lo mismo, pero no sé de ningún remedio.
«Si puedes olvidar mi grosería, yo también puedo».
Rob se apoyó contra el pié de la cama.
—Quizás el capitán Duncan le habría causado menos problemas que Rob Inman —sonrió—. Era un hombre inclinado a dejar que las cosas siguieran su curso. En el Orontes, yo me parecía más a usted: siempre preocupado, midiendo el viento, preguntándome por qué nadie más parecía preocuparse por los detalles más pequeños.
—A mí me parece que habla como un capitán.
Él la miró muy serio y asintió.
—Antes de que muriera el viejo, el padrastro de Dan, me pidió que le vigilara y que no temiese empujarle a la acción cuando fuera necesario.
—¿Y lo hizo?
—Sí, a menudo.
Grace recogió las piernas y apoyó la barbilla en las rodillas.
—Le permito que se preocupe por Emery y el señor Smathers, si quiere —dudó un momento. Hubiera querido tenderle una mano, pero no se atrevió—. ¿Me perdona?
—¿Por qué? —su expresión se volvió de disgusto—. Tengo que confesarle que esta tarde, cuando dije que iba a buscar alguna información sobre la guerra, lo que en realidad pretendía era escapar.
—¡Rob! ¡Me aseguró que no lo haría!
—Lo sé —suspiró—. Vi que había dos vapores de la East India en el puerto, y pensé que podría tomar uno de ellos para…
—Irse a la India.
—Al menos para salir de aquí. Una vez estuviera en un puerto extranjero, me sería fácil encontrar un barco que me llevara a casa.
—Sé que sabe que no habría llamado a la policía. ¿Por qué no escapó entonces?
Rob se rascó la cabeza. Parecía incómodo.
—Puedo tenerle el té listo en unos minutos —volvió a ofrecerle.
—No es ese el problema. Se trata de algo delicado, Gracie.
—Que iba a echar de menos mis Quimby Crèmes —bromeó—. Rob, me tiene desconcertada.
—Es que me di cuenta de que si huía de Exeter la iba a echar de menos.
Lo dijo en voz tan baja que no podía estar segura de haberlo oído bien.
—¿Cómo dice?
—Ya me ha oído —respondió, y de nuevo puso la mano en su pie—. Creo que mi viaje, cortesía del capitán Duncan, ha tomado un camino extraño.