Dieciséis
«Menos mal que estoy sentada», pensó Grace hecha un lío. Movió el pie y él retiró la mano, murmurando apenas:
—Lo siento.
—Pobrecillo… —le dijo, aunque el corazón le saltaba en el pecho—. Echa de menos a su esposa, ¿verdad? ¿Es que le recuerdo a ella?
—En absoluto, y eso es lo más divertido. Elaine era una mujer tranquila que nunca alzaba la voz. Usted se preocupa por todo, es mandona y le encanta darme órdenes —y sonriendo añadió—: me recuerda un poco a un pequeño terrier ratonero que tenía Dan Duncan. Era un animal verdaderamente tenaz.
—Qué horror. Entonces es que verdaderamente ha perdido la cabeza —bromeó—. ¿Me parezco al menos a Elaine?
Él volvió a negar.
—No me imagino a dos personas que se parezcan menos en temperamento y en su físico. Elaine tenía el pelo rubio y rizado, y era bajita y redondeada, mientras que usted… lo siento Gracie, pero amasar le ha hecho crecer los hombros, y prácticamente somos de la misma estatura. Aunque tiene usted la cintura más pequeña que he visto en mi vida.
—Y el pelo más liso que el camino al mercado, y los ojos marrones —concluyó, azorada—. Rob Inman, ¡lo que usted echa de menos es a una mujer, a cualquier mujer! —enrojeció más—. Perdone mi sinceridad.
«Y eso es todo», pensó, aliviada y triste al tiempo.
—Está usted en su derecho de hablar con toda claridad —dijo—. Es precisamente lo que espero de usted. Y puestos a hablar con sinceridad, he de decirle que es cierto que no he disfrutado de una mujer desde que murió mi esposa, hace ya cuatro años. Pero no se trata de eso, Grace. De hecho, llevo días intentando aclararlo. Parte, pero solo parte de su encanto es que no parece tener ni idea de lo bonita que es.
—Mi madre también me decía que era bonita —fue cuanto se le ocurrió decir.
—Y tenía razón. También es usted una mujer de opiniones firmes y alegre. Yo quería a mi esposa, pero ella no tenía opiniones propias. Escúcheme un momento, por favor. Tal y como yo lo veo, la cuestión es que usted y yo tenemos algo en común. Es la primera vez que lo noto en una mujer, pero también hay que reconocer que en la vida en el mar no se encuentra uno a muchas mujeres. Quizá haya mujeres como usted a patadas, pero lo dudo mucho.
Ella le empujó con el pie.
—Está usted dando rodeos, Rob Inman, y yo estoy empezando a perder la paciencia.
«Eso es», se dijo. «Tú limítate a bromear con él».
—Elaine jamás me habría dicho algo así. Era la paciencia personificada, aunque su hermana no lo fuera.
Le agarró la pierna por encima de la sábana y ella se echó a reír, pero rápidamente se tapó la boca con la mano al recordar que Emery dormía en la habitación de servicio que había junto a la cocina.
—Grace, usted es una empresaria.
—¿Una qué?
—Me ha oído bien y sabe lo que significa el término. Es usted capaz de tener una idea y convertirla en un éxito.
Se acercó para poder agarrarle por el brazo y zarandearle.
—¡Rob, cerebro de guisante, que solo soy ayudante en una panadería! Y si no soy capaz de reunir el dinero necesario para comprarla, eso es todo lo que seré hasta que me muera—y haciendo un gesto hacia su entorno añadió—: normalmente vivo detrás de un horno.
Lo agarró por los dos brazos para intentar hacerle comprender.
—Estoy alzando la voz, soy franca y terca, lo cual debe hacerme tremendamente irresistible a sus ojos en este momento.
—¡Ay, Grace, no se imagina hasta qué punto! —bromeó.
—Pero por Dios que si fuera la dueña de esa panadería haría algunos cambios.
—¿Lo ve? Se lo he dicho —declaró con aire triunfal.
—¿Qué es lo que he de ver?
—Pues que algún día, Grace, otro hombre que no sea un prisionero de guerra que venga de —¡qué horror!— Nantucket, verá las cualidades que laten en usted. Y será un hombre afortunado porque nunca jamás tendrá que preocuparse por si es usted o no capaz de manejarlo todo si el mundo se desmoronara.
—No le sigo —contestó acercándose más, pero inmediatamente se detuvo. Le deseaba con todo su corazón, aunque se le estuviera rompiendo, pero él no tenía ni idea.
—Yo también soy un empresario, de modo que soy capaz de reconocer a otro en cuanto lo veo. ¡Y qué si vivía detrás de los hornos! Si algo le ocurriera al hombre… al hombre que quizás ame algún día, sería capaz de seguir adelante y prosperar. Ese hombre afortunado jamás temería por sus hijos —acarició su moño—. ¿Tiene idea de lo seductora que resulta esa idea? Yo creo que no.
—Usted debe regresar a Bedlam —dijo ella al fin, apenas sin voz.
—Nunca he hablado más en serio. Mientras usted me daba de comer, se preocupaba por mí, me buscaba en qué entretenerme, yo la estudiaba. En un principio lo hice porque no tenía fuerzas para nada más, pero luego fui prestando más atención porque me resultaba interesante lo que descubría.
—¿Y cree que eso me hará irresistible para algún pobre desgraciado algún día?
—Sin duda —respondió.
—Pues menudo alivio —bromeó, agradecida al tono ligero de la conversación—. Pero hay cuestiones más importantes y lo sabe. No podemos encontrar al señor Selway y no confiamos en nadie.
—En los Wilson. En ellos sí. Y en usted.
«A mi corazón le iría mejor si no confiase en mí», pensó.
—Y también sabe que si lord Thomson puede, encontrará el modo de devolverle a Dartmoor.
—Casi cuento con ello.
No pudo evitar que las lágrimas se le agolparan y él se las limpió con la mano.
—No se preocupe tanto, Grace —le dijo con suavidad—. Algún día, Dios mediante, yo no seré más que un recuerdo. Usted será la dueña de la panadería y habrá encontrado a un hombre maravilloso.
Entonces sí que le rodaron por las mejillas. «No quiero a nadie que no seas tú».
Rob le dio un sonoro beso en la mejilla que le hizo reír.
—Dígame una cosa, que siento curiosidad: ¿por qué me eligió a mí?
Permaneció en silencio unos minutos mientras recordaba Dartmoor, el capitán moribundo y los esqueletos barbudos que se agrupaban en torno a su comandante. «¿Por qué te elegí?».
—Yo… es que…
—Piense. Se había arrodillado usted junto al capitán. ¿Es que él le dijo algo?
—¡Cállese un momento, que estoy pensando!
Se incorporó de pronto. Lo recordaba todo con claridad, aunque había albergado la esperanza de no tener que revisar ese rincón oscuro de su memoria: el moribundo, la suciedad, el hedor, el miedo. Pero había algo más, y era curioso que no se hubiera dado cuenta de ello antes.
—No creo que se diera cuenta de ello, porque yo apenas me la di. Rob, cuando miré alrededor para elegir a alguien, los demás hombres se apartaron ligeramente de usted. Era como si quisieran que yo le viera. Eso es lo que ocurrió. Lo juro.
Entonces fue a él a quien se le llenaron los ojos de lágrimas. Sabía que no debía hacerlo, pero le puso una mano en la mejilla. Parecía tan desvalido…
—La tripulación del Orontes le tenía en muy alta estima.
—Me tiene, no me tenía. Ruego a Dios que sigan vivos. No hay nada que no hiciera por ellos.
—Y ellos lo sabían… lo saben. Dios, Rob, ¿qué vamos a hacer?
—Los dos, ¿no?
—Sí, por supuesto. La guerra no durará para siempre.
Un hombre atractivo y sano, poco más o menos de su misma edad. Lo recordó en el río comiendo berros con una determinación que revelaba su ansia de vivir. Sabía que tomaría las riendas de su propio destino si podía, y hasta que eso ocurriera, sintiera lo que sintiese por él, le ayudaría.
—Le ayudaré en cuanto pueda, pero no vuelva a intentar escapar —dijo agarrándole una mano—. No quiero que piense en ello siquiera.
Él asintió y ella le soltó.
—Tanto amasar le ha dado fuerza en las manos —exageró, moviendo los dedos y se levantó para salir—. Mañana, señora, será el día de los donuts —anunció.
—¿Qué?
—Donuts. Tengo pensado hacer ricos a los Wilson con donuts. No es usted la única empresaria de por aquí.
—¿Donuts?
Grace no se molestó en ocultar su escepticismo.
—Exactamente eso. ¡Y no me ponga esa cara, que como se le quede así no habrá hombre que quiera casarse con usted!
—Tiene razón —susurró cuando ya había salido—. ¿Cómo iba a casarme con nadie si a quien quiero es a ti?
—Lo están haciendo solo por complacerme —le dijo en voz baja a Grace a la mañana siguiente, estando de pie junto a la artesa de amasar, mezclando harina y mantequilla—. Me resulta halagador.
—Es que les cae bien —respondió Grace en un susurro mientras preparaba otra tanda de Crèmes—. Ha pedido un montón de manteca y el señor Wilson ni siquiera ha pestañeado. Creo que ha picado su curiosidad. Y la mía.
—Espere y verá, Gracie. Será lo mejor que haya comido nunca.
Añadió el azúcar mientras silbaba una tonada.
—Páseme la nuez moscada y el rallador —ralló una pequeña cantidad de nuez y añadió la leche que la señora Wilson acababa de calentar. Luego cubrió el cuenco y dio un paso atrás—. Ahora tiene que subir.
Una hora más tarde, la masa había subido, había hecho pequeños círculos con ella y esperaba en la mesa.
—En mi tierra tienen una circunferencia hecha de lata con un agujero circular más pequeño en el centro—le explicó, mirando la manteca que el señor Wilson había puesto en una perola de hierro—. Como yo no tengo ese artilugio, con un poco de masa le daré forma de cuerda y luego uniré los extremos.
Trabajó ágilmente hasta que tuvo una docena de donuts y bajo la atenta mirada de Grace los fue colocando en la manteca caliente, que rápidamente empezó a crepitar y a desprender el aroma picante de la nuez moscada. Ella le ofreció un tenedor de mango largo con el que Rob les fue dando vueltas y con el que después, sosteniéndolo en una mano, adoptó una pose de esgrima que hizo reír a los muchachos que esperaban para elegir unas galletas.
—Ahora les voy dando vueltas hasta que están dorados —le dijo a la señora Wilson—. ¿Querría echar un poco de azúcar en este cuenco? Grace, extienda ese paño, por favor.
En un momento los donuts, tostados y brillantes de manteca, quedaron extendidos en el paño. Cuando aún estaban calientes, Rob los fue metiendo en el azúcar y los colocó sobre un plato. Todos se acercaron a mirarlos.
Cuando el aire casi crepitaba de suspense, Rob declaró que ya se habían enfriado lo suficiente y el plato fue pasando de mano en mano.
—Madre mía… —exclamó Grace cuando aún no se había tragado el primer bocado—. Ro… ¡Capitán Duncan!
Él se estaba comiendo otro y solo dijo:
—Sí. ¿Y bien?
Grace tomó otro bocado, sorprendida por el exterior crujiente y por el interior templado y suave, con un toque de sabor que le prestaba la nuez moscada. Cerró los ojos para saborearlo y Rob le dio con el codo en el brazo.
—Mire a la señora Wilson —susurró.
Grace casi se echó a reír al ver su beatífica expresión.
—Creo que tenéis trabajo seguro hasta que termine la guerra —musitó, mirando los que quedaban en el plato.
El señor Wilson se acercó a por el segundo antes que ella.
—No recuerdo cuándo he probado algo tan rico.
—Pues si así os parece bueno, probad a mojarlo en café o en leche. Yo prefiero en café —dijo Rob, acercándosele—. Podría venderle unos cuantos cada mañana a la taberna del final de la calle Mayor. Podemos regalarles unos cuantos un día y, tatatachán, tendréis pedidos para toda una semana.
—¿Dónde ha aprendido a hacerlos? —le preguntó Grace, y cuando iba a por otro él apartó el plato.
—Antes tiene que darme un beso.
La señora Wilson se acercó sin dudar, lo agarró por la camisa y lo besó en la boca.
—¡Irma! —protestó riendo su marido.
Rob tomó el plato en alto, salió de detrás del mostrador y con los donuts fuera del alcance de los niños, se plantó en la puerta.
—Grace, venga un momento.
Ella se acercó. La panadería olía deliciosamente a la nuez moscada.
—¿No es ese el gañán… el que está al otro lado de la calle… cómo se llamaba?
—Nahum Smathers —contestó haciendo una mueca—. Y allí está Emery —añadió.
—Voy a llevarles uno a cada uno, así que será mejor que me acompañéis, mi adorable carcelera.
—Solo si me da la mitad de uno.
—Aún me debe un beso.
Grace lo besó en la mejilla. Rob partió un donut, le puso a ella la mitad en la boca y se comió él la otra antes de cruzar la calle hasta la puerta de la tienda de velas, donde el señor Smathers leía el London Times mientras los acechaba.
—Tome un donut, señor Smathers —le ofreció Rob despreocupadamente—. Ayer fuimos a Exeter. Quizás deberíamos haberle invitado a acompañarnos, pero es que no es usted muy divertido.
Con el rostro impasible, el gañán tomó un donut y le dio un mordisco sin apartar la vista del capitán.
—Los he comido mejores.
—¿Dónde?
Quizá Smathers no pretendía decir eso porque con el rostro congestionado cerró el periódico de un golpe y entró en la tienda.
—Mire, ahí está Emery —dijo Rob—. Se encarga de vigilar a Smathers por nosotros.
Pasaron por delante de otros tres comercios hasta llegar a la puerta de la frutería. Rob le acercó el plato.
—Pruebe —le dijo con una sonrisa—. Al señor Smathers no le ha entusiasmado demasiado.
Emery tomó un bocado.
—¡Excelente! ¿Los ha hecho usted?
—Siguiendo una receta de mi difunta esposa. Su madre era una holandesa de la ciudad de Nueva York. ¿Le gustan?
—Mucho, señor —respondió y bajó la voz—. Grace, he estado hablando con los tenderos en su nombre.
—Pero si yo no…
—Lo sé. Pero se me ha ocurrido hacerlo, y todos me han confirmado que las facturas que han enviado al señor Selway, a ese apartado de correos de Exeter, han sido recibidas y pagadas —movió la cabeza—. Lo único que se me ocurre pensar es que el señor Selway tendrá algún buen motivo para no desear que se le encuentre.
—Voy a escribirle y a pedirle un poco más de dinero en efectivo —explicó, y no pudo evitar sonreír a Rob—. Creo que necesitaremos un poco más de dinero para estar abastecidos de levadura y nuez moscada.
—En ese caso, seguro que les aprovisionará de lo necesario.
—¿Aprovisionará? —bromeó Rob—. Emery, sé que dice usted que era jardinero, pero yo diría que cada vez habla más como un mayordomo.
—Lo sé —respondió—. ¿No es fantástico? —hizo una reverencia tan amplia como le fue posible—. Ahora he de seguir con mi trabajo de no perder de vista a Smathers.
Riendo volvieron a la panadería, y en ese trayecto ofrecieron su último donut a la señora Tutt y a su ratonil acompañante. Las exclamaciones de deleite de lady Tutt le hicieron sonreír.
Antes de entrar, se detuvo.
—¿Sabe si hay algún pedazo de tela grande en la tienda?
—Creo que sí.
—¿Y pintura?
—Sí. ¿En qué está pensando?
Abrió los brazos al hablar.
—Un cartel. ¿Qué tal Yankee Doodle Donuts?
—Desde luego estáis destinado a llegar a Bedlam. Ahora lo sé —respondió ella, intentando parecer estricta pero sin conseguirlo, porque no podía sentir el entusiasmo que sentía él de pies a cabeza.
—¡En Quimby llevamos a gala la discreción, capitán empresario!
—Pues yo preferiría que los Wilson fueran un poco más descarados y también mucho más ricos. Este va a ser, querida, nuestro primer esfuerzo conjunto. Quién sabe si habrá más.
—Solo si la paz tarda un tiempo en firmarse —respondió.
—Eso es cierto —dijo él, sujetándola por los hombros—, pero la desafío a que me diga otro momento en el que se haya divertido más que en este.
—Mentiría si lo hiciera —repuso. Fuera cual fuese la definición de aquella magia, se llamara amor o se llamara diversión, sintió aquella peculiar sensación en el estómago. Quizás fuera ardor de estómago después del donut… pero a ella le parecía más esperanza.