Veinte
Algo había cambiado con las noticias de la victoria en Baltimore. O quizá el motivo del cambio fuera su rechazo. «¿O soy yo?», se preguntó uno de los días cerca ya de la Navidad. «¿O es él?»
Llamarlo euforia no sería exageración. Al día siguiente Rob sonreía incluso a Nahum Smathers y llegó a confesarle que se llevó una buena sorpresa al comprobar que el gañán le devolvía la sonrisa.
—Me ha parecido auténtica —le dijo en un susurro cuando Smathers salió de la panadería con una docena de donuts bajo el brazo—. ¿Debería preocuparme?
Grace alzó la mirada al cielo y luego le vio cómo envolvía otra docena de donuts en un papel aceitado mientras charlaba como si nada con la ratonil acompañante de lady Tutt, que se sonrojó ante sus galanterías. Incluso se volvió bonita. Rob podía conseguir ese efecto.
«Ya se ve de vuelta a casa, en Nantucket», pensó aquella noche. Rob se había tumbado en el sofá del salón, se había quitado los zapatos y leía y dormitaba a ratos como cualquier hombre corriente haría y no como un ser humano puesto constantemente al borde del precipicio. Si las buenas nuevas sobre Baltimore podían conseguir ese efecto, agradecía la derrota.
Le costó toda una semana admitir que la posibilidad de alcanzar la paz había cambiado a Rob Inman. Él y el señor Wilson se habían pasado casi una hora en la trastienda llenando pequeños saquitos de harina y hablando del comercio al otro lado del mar una vez el fin de la guerra volviera a permitirlo. Grace casi podía ver los engranajes del ágil cerebro de Rob funcionando a toda velocidad mientras le contaba los planes que había concebido para cuando estuviera de vuelta en Nantucket.
Sabía que era inevitable y había intentado prepararse para ello, pero el dolor era lacerante de todos modos.
«¿Y por qué no iba a alegrarse él?», se preguntaba. Estaba llegando el momento en que dejaría de necesitar su protección y en que pasaría a ser un hombre libre. Asentía mientras le oía hablar de que sería capitán de su propio barco algún día, y que contrataría a todos los hombres del Orontes para tripularlo.
No pretendía hacerlo, pero sin querer le dijo a la señora Wilson a mediados de la semana:
—Acabaremos siendo un lejano recuerdo para él, ¿verdad?
No pudo evitar sonrojarse al ver cómo la miraba ella, tiñéndose sus ojos de ternura, casi como si hubiera podido leer sus pensamientos.
Empezó a temer la llegada de la noche. Por las noches, seguían subiendo juntos las escaleras y él le lanzaba un beso juguetón. No volvieron a hablar de volver a su cama para hacer otra cosa que no fuera acompañarle. Su virtud no corría peligro ya, si es que alguna vez había peligrado. Tras las terribles noticias de la quema de Washington él era un hombre ahogado por la tristeza y necesitado de consuelo, pero lo de Baltimore lo había cambiado todo.
Pensar que Rob Inman había podido llegar a necesitarla de verdad era una locura y llegó a convencerse de que cuanto menos pensara en Nantucket mejor le iría cuando la guerra terminara y él se marchase. Si al menos no le hablara tanto de las calles coquetas y tranquilas de la isla, del modo en que la niebla subía desde la bahía, de los cuáqueros vestidos de gris paseando los domingos…
Gracias a Dios que estaban siempre muy ocupados en la panadería entre panes, rollitos de canela, galletas y donuts, además de los dulces típicos de Navidad que apenas había tiempo de hablar, de modo que Grace se encontró haciendo lo que siempre solía en aquella época del año: observar a los ciudadanos de Quimby, a los pudientes y a los modestos, haciendo compras, planeando las fiestas, riendo los unos con los otros. Cuando vivía en la panadería, había adquirido el hábito de pasear por el pueblo con la esperanza de encontrarse con algunas ventanas con las cortinas descorridas y poder contemplar a las familias y los amigos reunidos, no para espiarlos, por supuesto. Su educación se lo impedía. Pero sí para echar un breve vistazo y continuar caminando para que nadie pudiera pensar que curioseaba.
Por lo menos tenía el consuelo de que todas las noches volvía andando a Quarle al lado de Rob, que iba charlando alegremente sin parecer darse cuenta de sus silencios, cada vez más prolongados, o de los rápidos vistazos que dirigía a las casas que iban dejando atrás.
Grace estaba mal. Se había dado cuenta. Faltaban tres días para Navidad y habían cerrado la panadería mucho antes de lo habitual. Le dolía la espalda y lo único que deseaba era quitarse los zapatos y tumbarse a descansar. Aun así inconscientemente aminoró el paso cuando llegaron a la última fila de casas, antes de alcanzar el soto y el riachuelo que cerraban Quarle por aquel lado.
Sabía por años anteriores que aquella noche los abogados de Quimby se reunían para cenar en casa del de mayor edad. Las cortinas estaban siempre descorridas y en una ocasión incluso se había aventurado a entrar en el jardín para ver a las parejas charlando y riendo, la copa de ponche en una mano y los adornos de muérdago adornando la sala.
De pronto Rob tomó su mano y se detuvo en el camino, mirando hacia donde ella miraba.
—¿Te imaginas estar dentro?
Ella asintió, sorprendida de que se hubiera dado cuenta.
—Todos los años me lo imagino. La esposa de uno de los terratenientes parece estar encinta otra vez. Y mira, allí están el señor y la señora Holden. Se casaron hace solo un mes, ¿recuerdas? La señora Wilson y yo confeccionamos su pastel de boda. Josiah Bramley, el del chaleco de brocado… creo que debe ser muy desgraciado en amores porque todos los años viene solo.
Dejó de hablar. Era un horror lo que parecía añorar todo aquello.
—Nunca se compra más de dos donuts de una vez. No me extraña que esté solo —bromeó él, sin darle ocasión a sentirse tonta—. ¿Y ves a Melinda Caldwelll haciéndole ojitos al hijo mayor del juez de paz?
Ella se estremeció.
—Hace demasiado frío para que sigamos aquí, ¿no?
Él asintió y volvieron a caminar.
—Si las cosas hubieran sido de otro modo, Grace, ¿estarías invitada a una reunión de ese estilo?
—Durante un tiempo lo estuve —respondió, incapaz de resistirse a echar un último vistazo a la fiesta a la que nunca volverían a invitarla.
—Y te duele un poco, ¿no? —adivinó él—. Cuando aún era un criado sin derechos de ninguna clase, solía tumbarme boca abajo en el descansillo de la escalera para poder contemplar las fiestas que tenían lugar en el salón: capitanes con sus esposas, ataviadas generalmente con alguna fruslería de China o de la India —la besó en lo alto de la cabeza—. Yo también miraba desde fuera.
Se detuvo un instante. Había empezado a nevar.
—En Nantucket nieva más. Grace, en aquel entonces tomé la decisión de que algún día sería yo quien daría una fiesta como esa.
—Elaine debía ser una anfitriona encantadora.
—Y lo era —respondió, acercándola a él con la nieve cayendo alrededor—. Me he pasado toda la semana dándote la lata con mis planes y mis ilusiones, y tú me has escuchado pacientemente. Grace, fréname si vuelvo a hacerlo. Nadie puede ser así de orgulloso.
—Es tu vida —contestó ella, con la voz ahogada por el abrigo que el señor Wilson le había encontrado en la ropa de segunda mano que el vicario distribuía entre los más necesitados.
Rob guardó silencio durante un momento.
—Creo que sería una cáscara vacía si tú no estuvieras en ella —contestó con un matiz de inseguridad en la voz, algo que percibía en él por primera vez—. Demos una fiesta el año que viene en Nantucket.
Ella no podía hablar, ni siquiera se atrevía a pensar que fuera en serio.
—Será una buena fiesta. Y será nuestra —volvió a guardar silencio y cuando habló de nuevo casi parecía estar pidiendo disculpas—. Sé que no soy el hombre de tus sueños, pero yo también puedo soñar.
Grace se echó a llorar, cansada de haberse pasado el día preparando dulces para otros, cansada de tanta soledad, agarrotadas las briznas de esperanza y de optimismo que querían creer hasta la última palabra que Rob Inman le dijera. Había vivido durante tanto tiempo sin esperanza, que no estaba segura siquiera de haberla identificado bien.
—Shhh… tranquila, Grace —la acunó—. Temía que ocurriera esto.
—¡Eres un idiota! —sollozó.
—Lo sé —pasándole el brazo por los hombros, volvieron a ponerse en marcha—. Olvida lo que he dicho. Tú ya sabes lo que quieres, ¿verdad?
Grace lloró todavía más, demasiado tímida para confesarle lo que pensaba, demasiado temerosa para confiar en aquel hombre que lo significaba todo para ella.
Rob se echó a reír y la besó en la frente.
—¡Ay, Gracie! —suspiró—. ¡Disfrutemos de esta Navidad sea como sea!
Y llegó Nochebuena. La tienda cerró a mediodía porque los Wilson debían tomar un coche que los llevara a Plymouth, donde poder celebrar las fiestas con su hija viuda, su otra hija y su yerno, cordelero de profesión.
Nahum Smathers no estaba en el lugar en el que acostumbraba y Rob comentó la ausencia del gañán mientras vendía los últimos donuts al dueño de la cafetería.
—Puede que lord Thomson haya vuelto y quiera que su esbirro le informe —le comentó a Grace mientras limpiaba la artesa—. ¿No crees que deberíamos ofrecerle a lord Thomson un obsequio como muestra de la alta estima en que lo tenemos? Un pan enmohecido, por ejemplo, o un pudding en el que hayamos escupido…
—Lo que tenemos que hacer es mantenernos lo más lejos posible de él —respondió Grace, mirando por la ventana—. Ahí está Emery. A lo mejor no sabe que el gañán no te está vigilando hoy. El pobre se va a pillar un resfriado de muerte.
Cuando acabaron de barrer y de enfriar los hornos, los Wilson se marcharon y Grace, con un suspiro de alivio, cerró con llave la puerta de la panadería. Rob extendió el brazo y echaron a andar a paso tranquilo. Grace respiró hondo disfrutando de lo que quedaba de luz de día después de tantas noches caminando a oscuras de vuelta a casa, cansada de la panadería. La luz ya había adquirido un tinte violeta.
—Por favor, Dios mío, que estas sean mis últimas Navidades en Inglaterra.
Grace intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta y que llevaba en ella toda la semana, cada vez que pensaba en Rob Inman y en la paz.
Cuando pasaron por delante de Quarle, Grace se sorprendió de ver iluminadas muchas de las ventanas, confirmando la idea de Rob de que lord Thomson debía estar de vuelta.
«Me niego a permitir que lord Thomson me eche a perder las vacaciones», se dijo. «Pensaré en algo más agradable». Miró a Rob entonces, preguntándose cómo sería despertarse a su lado en Nantucket, poder contemplar su rostro en descanso. Sería como estar en el paraíso, escuchando su respiración sosegada, viéndolo dormir relajado y sin preocupaciones, más allá de las de cualquier esposo que tuviera que ganarse la vida y sacar adelante a su familia. Le costaba imaginarse tanta paz.
—Un penique por tus pensamientos, Grace —le dijo él al llegar a casa.
Las mejillas se le colorearon. Menos mal que ya se había hecho casi de noche.
—Estaba imaginando cómo debe ser la paz —respondió.
—Quizá se parezca un poco a esto —sugirió al abrir la puerta y dejarla pasar—. Ahora vendríamos de la iglesia —imaginó, y olfateó el aire—. Casi puedo oler el mar.
Su corazón se deleitó en seguir sintiendo su brazo sobre los hombros, hasta que oyó trastear a Emery en la cocina.
—Supongo que se habrá cansado de esperar mi llegada.
Los dos se rieron.
«Yo nunca me cansaré», pensó ella.
Ese pensamiento la acompañó durante toda la cena, que consistió en algo muy sencillo, dado que después de tantas horas en la panadería nadie quería cocinar, y luego se sentaron en el salón donde debatieron los méritos de aventurarse de nuevo a salir para asistir al servicio de media noche, y tras rechazar la posibilidad, se contentaron con leer en voz alta las Escrituras.
Rob acabó estirándose con un bostezo.
—Somos unos carcamales —murmuró—, pero hoy hemos trabajado duro, ¿eh?
Grace asintió y apagó la lámpara del comedor. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había una vela encendida en la biblioteca. La curiosidad la llevó allí y al entrar vio que había un sobre en la mesita que cojeaba de una pata. Lo abrió y encontró varias libras y una carta en la que solo decía:
Feliz Navidad.
S.
Rob la había seguido hasta el vestíbulo y sin palabras ella le entregó la nota y el dinero.
—El señor Selway cabalga de nuevo —dijo moviendo la cabeza—. ¿Cómo ha llegado esto hasta aquí?
—No tengo ni idea. Le preguntaré a Emery por la mañana.
—Nos lo habría dicho si lo supiera. ¿Quién más tiene llave de la casa?
—¿Lord Thomson? ¿El gañán, quizá? —aventuró frotándose los brazos. De pronto sentía frío.
—¡Esa sí que es buena! —respondió Rob, riendo—. A lo mejor deberíamos desearle una feliz Navidad y darle las gracias por el dinero.
—Ríete cuanto quieras. Yo lo que quiero es volver a ver al señor Selway.
Rob dejó el sobre y el dinero sobre la mesa mirándolos como si pretendiera que el papel le hablase.
—¿Sabes una cosa? Si no hubiéramos pasado un par de días, o más en tu caso, en compañía del señor Selway, diría que no existe.
Era una idea desconcertante y mala compañía para irse a la cama. Subió las escaleras sola y preocupada. Rob le había dicho que se acostaría más tarde, una vez hubiera terminado algo que tenía que hacer en la librería.
Se quedó sentada en la cama un buen rato. No quería dormirse hasta no oír sus pasos en la escalera. Se había acostumbrado de tal modo a estar viéndolo constantemente que la distancia de un piso en una casa pequeña le parecía mucho. Apoyó la barbilla en las rodillas pensando en lo poco que faltaba para que llegase otro año. Antes de conocer a Rob nunca había tenido razón alguna para aguardar el futuro con esperanza, porque los años se extendían ante ella con una monotonía invariable que no tenía posibilidad de cambiar. Suspiró. Esa misma monotonía volvería cuando él se marchara. Era hora de guardar todos los recuerdos para cuando llegase el día en que se firmara la paz y su libertad bajo palabra concluyera.
Oyó a Rob en las escaleras y contuvo el aliento al notar que se detenía ante su puerta. Ojalá llamara. Ojalá. Pero no oyó más que sus pasos al darse la vuelta y entrar en su alcoba.
—No está cerrado —dijo en voz baja, pero su puerta se cerró con suavidad—. Feliz Navidad.