Nueve

 

Lo decía de verdad. Por onerosa que pudiera ser su situación en la vida en aquel momento, al menos no se había criado en uno de los peores barrios de Londres, ni se había visto obligada a ligarse durante años a un futuro incierto, ni la habían dejado pudrirse en una cárcel. Aun así no veía razón por la que involucrarse demasiado en su historia. «Soy una dama», se decía por una parte. «Pero últimamente no», se contestaba por otra.

Y volvió a mirar a Rob Inman preguntándose si por alguna razón se viera alejada de su rinconcito de Devon, sentiría nostalgia de él.

—Bueno… ¿qué ha hecho Inglaterra por mí últimamente? —murmuró, recordando sus palabras.

Él intentó sonreír.

—Perdóneme eso, Grace. A veces soy un maleducado.

Pero había otra pregunta más importante: ¿cómo iba a conseguir llevar a un hombre completamente exhausto hasta la casa? Sentada allí con la tarde ya casi agotada, esperaba que por fin Emery acudiese a buscarlos.

Por desgracia fue lord Thomson quien apareció por allí.

Había sentido el golpear de los cascos del caballo antes de ver al marqués. A pesar de la poca gracia que le hizo verle coronar el altozano, tuvo que ocultar una sonrisa al ver lo poco elegante que resultaba sobre el caballo.

—Parecéis un saco de patatas, lord Thomson —murmuró al verlo acercarse, rebotando sobre la silla.

Se iba acercando cada vez más y Grace se puso en pie delante de su encomendado. Lord Thomson no sería capaz de pasar por encima de un hombre indefenso… o de ella.

—Ayúdeme a levantarme, por amor de Dios —dijo Rob Inman a su espalda con la voz cargada de alarma.

Con la mirada puesta en el caballo que se acercaba, tiró de él hasta que consiguió levantarlo. Rob se apoyó en su hombro para equilibrarse.

Con una maldición y un innecesario tirón de las riendas, lord Thomson consiguió aminorar la marcha de su caballo. Grace apretó los labios para no reírse. Pero el animal se detuvo en seco y el marqués salió lanzado hacia delante, con lo que acabó abrazándose al cuello.

Una entrada tan poco agraciada no sirvió para suavizar su mal humor. Se enderezó en la silla y tras darle al caballo un golpe en la cabeza se volvió hacia ellos y los señaló con un dedo.

—¡No tienes ningún derecho a andar merodeando por mis tierras, bastardo! —gritó—. ¡Eres el despojo de la marina, una basura de las colonias!

Grace se tragó las palabras que deseó poder decirle en aquel momento. ¿Desde cuándo se había vuelto tan combativa? Ojalá pudiera bajarle de un manotazo de la silla y despacharse a gusto con él.

Rob Inman se quedó inmóvil. «No digas lo que se te esté pasando por la cabeza», rogó en silencio. Ojalá el señor Selway estuviese allí con su habitual serenidad. «A lo mejor necesito yo un guardián más que Rob. Esta situación está sacando lo peor de mí».

Rob se limitó a inclinarse ligeramente. No estaba lo bastante fuerte como para soltarse de ella, pero su voz sonó rotunda:

—Milord, permitid que os asegure que gracias a la espléndida comida de la prisión de Dartmoor, apenas dejo huella sobre las tierras de Inglaterra. Vuestra hierba está a salvo conmigo.

El marqués enrojeció hasta las cejas, pero ¿qué responder a ese comentario?

—Ya puedes vigilar mejor al bastardo de mi tío. Sé que se te ha escapado. Os vigilo. Si vuelve a hacerlo, le dispararé.

—Solo pretendía ver el mar. Ahora ya sabe que no puede verse desde vuestras tierras.

Puede que incluso alguien tan estúpido como lord Thomson se estuviera dando cuenta de lo absurdo de su explosión.

Intentó acercar su viejo caballo hacia ellos para obligarlos a retroceder, pero el animal no quiso avanzar. Entonces tiró de las riendas hacia un lado, con lo que el jaco puso los ojos casi en blanco y comenzó a girar torpemente en círculos.

—¡Si quieres ver algo del legado que mi enajenado tío te dejó, Grace Curtis, será mejor que no vuelvas a perder de vista a ese hombre!

Aquella fue su última frase, como si fuera un niño malcriado al que le han negado su último capricho, y con un brutal latigazo en la grupa, lord Thomson puso a su caballo en movimiento. Pero el animal decidió avanzar a su ritmo para desesperación de su jinete, y bajó al paso la ladera.

Rob se sonrió.

—Ha merecido la pena el insulto —dijo—. Puede que le parezca vengativo, pero me encanta ver cómo los hombres mezquinos quedan puestos en evidencia —se apoyaba en ella casi por completo—. Gracie, me temo que no soy capaz de volver andando, y supongo que no se atreverá a dejarme aquí para ir en busca de ayuda.

—Tendremos que esperar a que alguien más razonable pase por aquí —respondió, ayudándolo a sentarse de nuevo—. Lord Thomson le dispararía si lo dejase aquí solo.

Él se sentó aliviado.

—No, haría que algún lacayo le hiciera el trabajo. Los hombres como él rara vez se ensucian las manos.

—De todas formas, no podemos confiar en que tenga un solo pelo caritativo en la cabeza.

 

 

Era casi de noche cuando oyó a Emery que los llamaba y se puso en pie de un salto, muy aliviada.

—¡Aquí! —gritó, saltando y agitando los brazos.

Sentía deseos de salir corriendo para empujarlo a subir cuando antes, pero un instinto le decía que no debía dejar solo a Rob.

Qué raro. Justo a mitad de la ladera de la colina, cuando aún no se le podía ver, Emery parecía estar hablando con alguien. Grace dio un paso hacia delante, pero Rob fue más rápido y la agarró por el ruedo de la falda.

—Quédese aquí, Gracie —le dijo en un susurro.

Obedeció. Unos segundos después, el corazón se le cayó a los pies al oír alejarse a un caballo y ver a Emery aparecer murmurando algo entre dientes. Llevaba una cesta colgando del brazo.

—Tiene razón sobre los hombres mezquinos —dijo en voz baja—. Había alguien esperando un poco más abajo para matarle en cuanto yo no estuviera con usted.

Él asintió.

—Me temo que se va a ganar hasta el último céntimo de esa asignación.

Cuando Emery llegó junto a ellos se volvió a mirar en la dirección por la que había llegado.

—¿Sabían que uno de los hombres de lord Thomson estaba esperando justo un poco más abajo? Iba armado —intentó sonreír—. ¡Emery al rescate!

Rob se echó a reír.

—Y me ha traído comida. Parece usted un auténtico mayordomo anticipándose a mis necesidades —miró a Grace—. ¡A este aspecto de la vida en Inglaterra sí que podría acostumbrarme!

Comió rápidamente y solo se detuvo cuando hubo terminado.

—¿Podría ser que he sido liberado en unas tierras cuyo propietario es tan patriótico que no puede soportar la visión de un americano?

—Me temo que no le gustamos ninguno de los tres —respondió Grace.

—Es un alivio —respondió mientras aceptaba otro sándwich que Emery le ofrecía—. Algún día, americanos e ingleses trabajaremos juntos por la misma causa. ¡No se rían! Todo es posible.

Cuando terminó le entregó una botella de crema de leche.

—La cocinera de la casa principal piensa que necesita engordar.

Rob la miró con poco entusiasmo.

—Unas fresas ayudarían.

—Demasiado temprano para fresas aún —respondió Grace, divertida—. Bébaselo, capitán.

Lo hizo sin rechistar y cuando termino se quedó contemplando la botella con aire filosófico.

—Si me hincho como el gigante Gargantúa, no pasaré por una escotilla.

—Para eso le hará falta algo más, capitán —dijo Emery con gravedad—. Vamos, arriba: deme una mano a mí y otra a Grace.

 

 

Deteniéndose a cada poco consiguieron llegar a la casa de los guardeses cuando oscurecía ya, y al pie de la escalera Rob se detuvo.

—¿Puedo quedarme en el salón esta noche? —preguntó—. Con que me dejen una manta me bastará.

Grace lo acompañó al salón y apenas lo tapó con la manta ya se había dormido. Se quedó un instante observándolo, desde la marca del cuello hasta sus manos de venas finas y marcadas que había entrelazado sobre el pecho en un gesto protector.

—¿Cómo has sobrevivido? —se preguntó en un susurro, pensando en el niño que se arrodilló en la cubierta—. Qué distintos somos.

Se llevó una sorpresa al verle abrir un ojo.

—Ya le dije que por pura suerte. Y por cierto, tengo el mejor oído de todo el Orontes —y guiñándole un ojo, añadió—: Puede que no seamos tan distintos.

 

 

Se despertó mucho antes de que saliera el sol, pero permaneció en la cama deseando volver a estar en la fragante habitación de detrás de los hornos. Se dio la vuelta con intención de volverse a dormir, pero sabía que debía echarle un vistazo a su encomendado, así que cubriéndose los hombros con un chal salió descalza de su habitación y bajó la escalera hasta el salón.

El sofá estaba vacío y la manta tirada a un lado.

—¡Condenado americano! —farfulló entre dientes—. ¡Voy a tener que ponerle un cascabel al cuello!

No tenía ni idea de dónde podía estar, pero al volverse vio la puerta de la entrada ligeramente entreabierta. Salió y lo encontró sentado en los escalones.

—¡Como dé un solo paso más, le doy una paliza! —exclamó, sentándose junto a él—. Y tampoco acudirá cuando se le llame, ¿verdad?

Él se rio.

—Solo si es el capitán quien me llama.

—¿Por qué me complica tanto la vida? —le preguntó, irritada.

—No pensaba salir de aquí, Grace, se lo prometo, pero es que oí el viento desde dentro y quise sentirlo en la cara. ¿Adónde iba a ir? Soy un extraño aquí.

Grace comprendía ese sentimiento y sintió deseos de contarle con qué rudeza había cambiado su vida años atrás, lo mal que lo había pasado tras la muerte de su padre, temiendo cruzarse con la gente en Quimby, particularmente con los comerciantes a quienes nunca podría devolver la deuda que su padre había contraído con ellos. Había pagado cuanto había podido, pero no había bastado, y lo más humillante había sido comprobar la amabilidad con que la trataba la gente corriente.

—Un penique por sus pensamientos —dijo el capitán.

No se había dado cuenta de que la estaba observando.

—No es nada.

—Parecía un poco triste —dijo con una sonrisa, y apoyó los codos en el escalón de arriba—. Cuando crucé el Atlántico aquella primera vez, hui del barco de capitán Cameron cuando la Maid of Nantucket atracó en el muelle. No le costó encontrarme. ¿Dónde iba a esconderme en una isla desconocida? Menuda paliza me dio.

—No me había imaginado que hiciera semejante cosa —respondió sorprendida.

—Ya le conté que era un hombre duro, pero justo también. Me recordó que me había comprado durante ocho años, y que podían ser unos años malos o buenos. Eso es mucho cuando se tienen solo siete años.

—¿Dónde vivía?

—Cuando estábamos en puerto, tenía una pequeña habitación en el ático de su casa, pero pasábamos la mayor parte del tiempo embarcados y allí dormía en cubierta, justo delante de su cabina —sonrió—. Rodaba un poco cuando la mar estaba alborotada, pero nunca me mareé.

Había sido una vida tan dura que no podía ni imaginársela y él pareció notar su angustia.

—Pasé mucho tiempo trabajando duro y haciendo lo que el capitán me ordenaba. No volví a pasar hambre, aunque la comida no era muy buena cuando llevábamos meses embarcados. Comida caliente y trabajo. A cambio, el capitán Cameron me enseñó a leer y a hacer cuentas. Ahí empezaron a cambiar las cosas.

—¿Cómo?

—Descubrí que estaba dotado para los números y la geometría. El capitán Cameron me lo dijo. Creo que nunca llegué a cometer un error cuando me enseñó a manejar un sextante. Y cuando me enseñó a estudiar el viento y manejar las velas, fue como tocar el cielo con las manos.

Su entusiasmo era contagioso y se alegró de que no siguiera dándole vueltas a lo ocurrido aquella tarde o recordando lo vivido en Dartmoor.

—¿Se siente usted dotada para algo en particular, Grace?

—Para mis Quimby Crèmes —respondió sin dudar y él se echó a reír.

—¡Pues yo adoro el viento y los ángulos! —su expresión era pensativa—. Y ahora os he hecho bajar las escaleras temiendo que me hubiera escapado.

Grace se levantó y se arrebujó en el chal. Aún era fresco el aire de abril.

—Arriba —le dijo a Rob, tendiéndole una mano—. Yo me voy a volver a la cama y usted al sofá, pero antes de subir pasaré por la cocina y le pediré a Emery que le lleve unas gachas. Anoche las preparé bien azucaradas para que pueda añadirle la crema de leche. Será más fácil que tomarla sola.

—¿Pretende hacerme engordar?

—No es una mera intención —le contestó sonriendo. Tenía una sonrisa agradable—. Es una promesa.