Dieciocho

 

Rob hizo el camino de vuelta a Quarle en silencio, y cuando pasaron ante la casa principal miró en dirección contraria. Smathers los observaba desde una de las ventanas del primer piso. Cuando llegaron a la casa de los guardeses, subió la escalera cabizbajo.

En la cocina, Emery movió la cabeza al enterarse de la noticia.

—Quién sabe… quizá los Estados Unidos vayan a ser un experimento condenado al fracaso.

—Mejor no le diga algo así a nuestro encomendado —le aconsejó.

—Quizá necesite enfrentarse a los hechos.

—La verdad es que siento lástima por él —añadió un instante después.

—Yo también, niña, pero a veces…

Volvió a mover la cabeza y dejó la frase en el aire.

«Lo mejor será que lo deje tranquilo», se dijo mientras iba a buscar un cesta con la ropa que había que remendar y se sentaba en la cocina. «No creo que quiera ver ahora la cara de ningún inglés». Esa línea de pensamiento no le duró más que lo que tardó en remendar uno de los calcetines de Rob. Pensó en todas las horas de soledad que había pasado detrás de los hornos, una vez los Wilson se subían al primer piso a descansar. Entonces se quedaba completamente sola. Nunca le había gustado esa clase de soledad, y estaba casi segura de que a Rob Inman tampoco, teniendo en cuenta lo sociable que era. «Mucho más que yo», concluyó.

Con decisión sirvió un plato de estofado que aún se mantenía caliente y lo colocó en una bandeja junto a un vaso de té.

Se detuvo ante la puerta cerrada de su habitación.

—Váyase —oyó antes de que hubiera llegado siquiera a llamar.

—Qué mal humor —respondió ella abriendo la puerta.

Estaba tumbado boca arriba, contemplando el techo y cuando ella entró se colocó un brazo sobre los ojos. «Pobre hombre», pensó. «Ha estado llorando».

—Le he dicho que se vaya.

—Y yo he decidido no hacerle caso —respondió, colocando la bandeja en una mesita que había cerca de la cama. Había arrugado el periódico y lo había tirado al suelo, pero Grace lo recogió y se sentó en la silla cómodamente.

Con el corazón encogido leyó el artículo que parecía ser un despacho del general Ross en el que se decía que la capital del país había sido incendiada tras derrotar a quienes se definen como ejército, decía textualmente, en un lugar llamado Bladensburg. Nos impresionó mucho cómo corrían esos americanos —leyó en silencio—. Seamos generosos con nuestras colonias y llamemos a esta batalla Bladensburg Races.

Cada vez presa de mayor agitación, leyó cómo Ross y sus oficiales se sentaron a cenar en la casa del pequeño Jemmy Madison, la mesa dispuesta para el presidente del país, que había huido. Tendremos que disculparnos algún día por nuestros bruscos modales, pero nos marchamos nada más cenar, ya que habíamos incendiado el edificio. Qué invitados tan poco considerados.

«Vaya por Dios. No me gusta nada este hombre», pensó, y leyó cómo dicho sujeto pensaba incendiar el resto de la región, ahora que el ejército iba a avanzar en dirección a Baltimore.

Dejó el periódico porque no podía seguir leyendo. Entendía las lágrimas de Rob.

—¿A usted también le molesta leerlo?

Grace asintió y, tras hacer del periódico una bola, lo lanzó a la chimenea apagada.

—Mucho —admitió en voz baja—. Yo creía que… ¿no habían dicho que iban a reunirse nuestros países para firmar un tratado de paz en Bélgica?

—Sí —respondió él—. Y ahora Inglaterra quiere lograr una posición de fuerza para las negociaciones. Dios, qué canallada.

—¿Se rendirán?

—Ni lo sueñe. La frontera está en llamas, la costa en ruinas y quién sabe dónde está el gobierno, pero no nos doblegaremos, aunque es todo tan doloroso… ¡y lo peor de todo es que esas noticias son de hace seis semanas! ¿Tendré tan siquiera un país a estas alturas?

Estaba llorando otra vez. Había intentado contenerse apretándose el puente de la nariz con los dedos, pero nada podía detener aquella tristeza.

Grace sintió que también a ella se le llenaban los ojos de lágrimas. Aquella mañana había estado tan contento que incluso le había contado mientras caminaban hasta Quimby que tenía planes de volver a la mar y algún día incluso poseer un barco propio con el que extender el comercio americano por todo el mundo. Había charlado y reído con la gente del pueblo, a la que había llegado a gustar, los que incluso confiaban en él. Y luego había tenido que aparecer Smathers, demonio de hombre, con aquel condenado periódico, a regodearse en su desagracia si es que así podía interpretarse su mirada. «Le odio», pensó.

Su corazón voló junto a Rob al oírle sollozar. Él no podía hacer nada por su país, aunque ella sabía que cada fibra de su ser ardía por encontrar el modo.

—Ya basta —musitó, y rápidamente se quitó los zapatos y el delantal y se tumbó junto a él en la cama.

No tenía ni idea de qué iba a hacer, pero no podía seguir sentada allí viéndolo sufrir. De todas las cosas que podía hacer seguramente aquella era la más loca, pero se decidió a rodearle con los brazos y tirar suavemente de él.

Con aquel gesto le sorprendió, pero en un momento él también se abrazó a ella y Grace se puso su cabeza en el pecho murmurando palabras de consuelo que no eran tales hasta que sus lágrimas cesaron.

Rob debió darse cuenta de que estaba justo al borde de la cama porque tiró de ella para acercarla al centro sin dejar de abrazarla, y ella le dejó hacer mientras le acariciaba la espalda.

—No tiene por qué sufrir solo, y no crea que va a sentirse tan triste siempre.

La abrazó más y ella se quedó callada, limitándose solo a seguir acariciándole la espalda y el pelo.

La habitación se había quedado a oscuras y hacía cada vez más fresco, testimonio del paso de las estaciones y de la cercanía del invierno.

—Rob, ¿no sería maravilloso que pudiéramos recibir noticias de América en el instante mismo en que ocurren las cosas, en lugar de tener que esperar semanas y semanas?

—Grace, tiene usted una imaginación desbordada.

—Lo sé. Duérmase.

En cuestión de minutos su respiración se había ralentizado y estaba tranquilo, como si le hubiera bastado con oírla hablar para conciliar un apacible sueño.

Cuando se aseguró de que estaba dormido, se incorporó y le desabrochó la camisa y el cinturón. Él ya se había quitado los zapatos y se movió con inquietud cuando le desabrochó los botones de la bragueta. Inesperadamente le atrapó la mano y la apoyó en su vientre murmurando palabras ininteligibles hasta que ella sintió que le ardían las mejillas. Tan súbitamente como un instante antes, se dio la vuelta y le soltó la mano.

Fue a levantarse intentando no despertarlo, pero la sujetó por la muñeca.

—Grace, no se vaya, por favor. No me deje.

Volvió a tumbarse junto a él.

—Solo porque me lo ha pedido por favor.

Y se tumbó de nuevo junto a él. Rob se durmió enseguida y cuando estuvo segura de que su sueño era profundo, se sacó un pañuelo de la manga y le limpió los ojos y las marcas de las lágrimas en las mejillas.

 

 

A la mañana siguiente volvió su alegría. Grace se despertó cuando él le bajaba las faldas del vestido que se le habían subido durante la noche.

—Se suponía que estaba dormida —protestó—. No quería que pensara que he andado haciendo cosas malas esta noche mientras se le caía la baba en su… en mi almohada.

En algún momento de la noche había extendido una manta en la cama y la habitación estaba lo bastante fresca como para que le diera pereza levantarse. Tenía la cabeza apoyada en su brazo.

—¡A mí no se me cae la baba! Igual se le ha quedado el brazo dormido.

—Pues sí.

—Debería levantar la cabeza —sugirió, aunque no se movió ni un ápice.

—Supongo que sí, pero en ese caso luego esperaría que yo quitase el brazo, ¿verdad?, y lo cierto es que no quiero, Grace. Me gusta sentir el cabello de una mujer en el brazo.

No había nada más que decir a eso, así que se arrebujó satisfecha bajo la manta.

—No me importa trabajar para ganarme la vida, pero detesto madrugar.

—A lo mejor vuelve a ser una dama ociosa algún día.

—Cuando los burros vuelen.

—Grace, dependo de usted para conseguir un matrimonio excelente algún día. Es decir, cuando usted haya encontrado a su propio empresario.

—Repito lo que he dicho antes acerca de los burros.

Permanecieron tumbados el uno junto al otro un momento más y de pronto él olisqueó el aire.

—No sé cómo lo hace, pero sigue oliendo a canela —declaró, y se volvió para morderla en el cuello.

Ella se levantó de golpe de la cama muerta de risa y, descalza, se fue hasta la puerta.

—No pienso ir al pueblo hoy —declaró él dejándose caer de nuevo sobre la almohada—. No podría soportar que los clientes de la panadería se rieran de mi mala fortuna.

—Nadie se va a regodear en ello, y me parece que la imaginación que se ha desbordado es la suya. Yo pienso ir a la panadería a hacer más donuts y no me fío de dejarle aquí solo, que seguro que se me escapa.

—Es posible.

—Me prometió que no lo haría y sepa que le vigilo, Rob Inman. Y si para ello tengo que dormir en su misma habitación todas las noches, lo haré, ¿queda claro?

Intentaba hablar con firmeza, pero sonaba de otro modo.

—Grace, es usted increíble. ¡Qué carácter! Elaine se habría arrugado como una pasa antes de hacerme enfadar.

—Es que yo no soy Elaine, y nunca lo seré.

Esperaba no haber herido sus sentimientos y mucho menos después de lo que le había dicho tras el viaje a Exeter. Se incorporó muy serio y vio cómo su expresión pasaba de la exasperación a la reflexión. Parecía estar examinándola por dentro y por fuera, analizando sus palabras, y se preguntó si le parecería bien que no fuese Elaine.

—Voy a preparar el desayuno —le dijo y cerró la puerta al salir. «Te seguiría a cualquier parte», pensó, apoyada contra ella. «Pero no tienes por qué saberlo».

 

 

El desayuno transcurrió en absoluta tranquilidad entre gachas de avena y contemplación silenciosa. Cuando salieron caminando hacia Quimby, el aire era fresco y olía a las hojas que debían estar quemando en las tierras de Quarle. Los pocos jardineros con que lord Thomson seguía contando debían estar recogiendo las hojas y haciendo montones con ellas. Aquella era su estación favorita.

—¿Hay… hay muchos olmos en Nantucket? —le preguntó con timidez, ya que le daba la impresión de que la pregunta transmitía la sensación de que había algo entre ellos.

—Sí. No los echaría de menos —y rápidamente se corrigió—: si viviera en Nantucket, quiero decir. ¡Pero y los arces! ¡Oh, los arces, rojos como el fuego, están gloriosos! En el jardín delantero de la casa tenemos uno.

Sintió vergüenza de mirarlo porque parecía estar pensando lo mismo que ella.

—Rob…

No sabía lo que iba a decir, pero no le importó porque él la miró rápidamente y la tomó en sus brazos para, sin preguntarle nada, apretarla contra sí y besarla.

—Esto… no se me da bien —susurró.

—Se te da mejor de lo que imaginas —respondió en voz tan baja como ella—. Vamos a intentarlo otra vez, por ver si me he equivocado.

Y volvieron a hacerlo, pero fue ella la que se separó la primera, lo cual pareció devolverle a Rob la cordura.

—¿En qué estaría pensando? —dijo, soltándola.

Hubiera querido decirle que no parara, pero sabía que no era lo correcto.

—Hace semanas que te dije que echas de menos una mujer.

Rob apoyó su frente en la de ella.

—Qué razón tienes —murmuró y dio un paso atrás.

«Si no vuelve a ocurrir, al menos tendré un recuerdo», pensó cuando echaron a andar hacia Quimby. «Al menos no tendré que preguntarme cómo es que te bese el hombre al que amas».

 

 

Rob Inman pretendía deshacerse del cartel, pero el señor Wilson se lo impidió aduciendo que quedaría bien puesto en la parte interior del muro.

—Yo lo veo así, muchacho: Quimby no es un lugar ostentoso —explicó mientras lo sostenía para que Rob volviera a colgarlo—. Ahora ya sabemos dónde se hacen los donuts, de modo que seguiremos presumiendo de ello de una forma más discreta.

Rob se mantuvo callado en las horas que precedieron a la apertura de la panadería, ensimismado en sus pensamientos, mientras preparaba masa para convertirla en donuts.

—Estoy seguro de que la mitad del pueblo pasará para regodearse.

 

 

No podría haberse equivocado más. Tan indignada ella como temblorosas las plumas del ridículo turbante que llevaba, lady Tutt fue la primera persona que entró en la tienda, seguida de su anodina acompañante.

—Aquí viene —susurró Rob a hurtadillas.

Sin decirle una sola palabra a los Wilson, alzó la parte móvil del mostrador y se plantó ante la mesa de amasar de Rob. Cerró bruscamente su parasol y lo blandió ante él para decir:

—¡Espere y verá, capitán! ¡Verá como su país sale de este trance tan amargo!

Y dando media vuelta, salió de la tienda sin tan siquiera pellizcar el pan.

Sorprendida como nunca, Grace la vio salir y cruzar la calle para entrar en la cerería.

La puerta de la panadería se había cerrado y no pudieron oír más, pero por la expresión de sorpresa de Nahum Smathers, se estaba llevando una buena reprimenda.

—¡Dios la guarde! —exclamó Rob—. ¡Me ha dejado con la boca abierta!

 

 

Y así transcurrió todo el día, entre palabras de condolencia y de ánimo de todos los clientes que fueron a llevarse sus donuts; unas palabras que en ocasiones resultaban un poco trastabilladas, ya que al fin y al cabo él era el enemigo, pero siempre bienintencionadas, de tal modo que Rob, en un par de ocasiones, estuvo al borde de las lágrimas. Al final del día, su sonrisa era auténtica.

 

 

—A veces es agradable equivocarse —admitió aquella noche, apoyado en el quicio de la puerta de su habitación—. ¿Piensas volver a vigilarme esta noche para asegurarte de que no me escapo?

—¿Te parece buena idea?

—Claro que no. Pero es que nunca me ha gustado dormir solo. ¿Y si te prometo portarme bien?

—¿Crees que puedes?

—¿Y tú? —replicó con un brillo malicioso en la mirada.

—Por supuesto que sí —respondió ella con determinación, aunque estaba roja como la grana—. Dado que mi especialidad es hablar claro, he de decirte que asumiría lo peor de las consecuencias si sucumbiéramos a… a… al mal comportamiento.

—Por supuesto. Te doy mi palabra. Quédate conmigo.

Se quedó sin remordimientos, y tras quitarse el vestido con un hondo suspiro se resistió al deseo de tirarse de las enaguas y que estas se hicieran más largas por arte de magia antes de dejarse abrazar en el lecho. Rob la rodeó con los brazos y apoyó la barbilla en su hombro.

—Si te doy demasiado calor, me das un empujón —le dijo—. Cuando Dan Duncan y yo éramos niños, ya que nos llevábamos pocos años, compartíamos una cama muy estrecha, así que estoy acostumbrado a tener poco sitio.

La besó en el cuello.

—¡No vuelvas a hacer eso! —le regañó—. Dudo mucho que besaras al capitán Duncan.

—Me habría azotado —suspiró, y cuando volvió a hablar su voz le pareció cargada de sueño—. Creo que esta noche no me voy a escapar.