Catorce
Grace se despertó temprano y entornó los ojos para consultar el despertador que a lord Thomson debió pasársele por alto cuando espolió la casa. Eran las cuatro y media. De puntillas, fue hasta la puerta, evitando las tablas del suelo que sabía que harían ruido.
Entró en la habitación de Rob. Respiraba tranquilo y se quedó un instante allí, disfrutando de aquel sonido de hogar. De pie, sin moverse, recordó todos los años que había pasado en su pequeña habitación de detrás de los hornos sin oír a nadie porque los Wilson dormían arriba. «He vivido demasiado tiempo sola», se dijo. «Y he estado demasiado tiempo enfadada. Rob tiene razón. Ya no quiero seguir así».
Era la hora de despertar a su encomendado. Se acercó con cuidado y le rozó el hombro, pero él inesperadamente la agarró por la muñeca. Ella dio un respingo.
—Estoy despierto —susurró—. No pretendía quitarle diez años de un susto.
—No sabía que no tenía camisa de dormir. Habrá que remediarlo.
Él se rio.
—¿Y qué iba a hacer yo con un eso?
—Pues ponérselo para dormir —replicó, a pesar de que sonaba totalmente ridícula.
—Nunca lo he usado —respondió él, y le oyó levantarse—. Tiene dos opciones, Gracie: cerrar los ojos o salir de la habitación. Aunque también puede dejarlos abiertos si quiere. Creo que nadie se asustaría de verme.
Menos mal que la habitación estaba a oscuras porque tenía las mejillas al rojo vivo.
—¡Cuide sus modales, capitán! Será mejor que salga sin hacer ruido.
—Buena elección. Nos encontraremos en la puerta principal. La lateral está demasiado cerca de la cocina y Emery podría oírnos.
Grace se vistió rápidamente y a oscuras; solo encendió una vela para buscar el documento que el señor Selway le había dejado respecto a la libertad del capitán Duncan. Había decidido que lo más seguro era guardarlo en su habitación, escondido en una bolsita de tela que ocultaba en la parte interior de sus delantales. Se colgó del cuello la bolsita y la ocultó entre sus ropas.
Rob estaba sentado en las escaleras cuando abrió la puerta. La luz de la luna iluminaba su figura.
—¿Lista?
La sorprendió tomándola en brazos para que no pisara la gravilla de la entrada. La dejó de nuevo sobre la hierba.
—Menos ruido —dijo y tomó su mano—. Caminemos por la cuneta.
Una única lámpara ardía en una ventana del primer piso de la casa principal.
—Al gañán le gusta madrugar —susurró ella.
—O le da miedo la oscuridad.
Grace se tapó la boca para ahogar la risa, y de la mano llegaron al cruce en el que esperar al coche y en el que ya aguardaba una mujer con dos jaulas de pollos. Grace la reconoció. Era la esposa de uno de los aparceros de lord Thomson.
Grace intercambió unas frases con ellas.
—Hoy es día de mercado en Exeter —dijo ella.
Y así era. El coche venía lleno ya de gente que acarreaba sus productos al mercado. El conductor los miró a ambos y dijo:
—Muchacho, vas a tener que llevar a tu mujer sentada sobre las piernas —y con una sonrisa, añadió—: ¡Pero no quiero decir que sea mercancía para vender en Exeter!
—Ni se me ocurriría hacer tal cosa —respondió Rob, imitando el acento de Grace—, aunque sea más dulce que una cesta de fresas.
Todo el mundo se echó a reír y Grace sintió que las mejillas le ardían. Rob se apretujó entre la mujer de los pollos y un hombre que llevaba un único cerdo. Luego se dio unas palmadas en las piernas y ella se sentó. No había sitio para poner los brazos, de modo que le rodeó el cuello mientras él la sujetaba por la cintura.
—Gracie, es usted una tentación irresistible —le dijo en voz baja.
—Y usted no conoce la vergüenza —respondió ella en voz muy baja.
Rob se echó a reír.
Los demás pasajeros que ocupaban el atestado vehículo sonrieron, y el hombre que iba sentado junto a Rob le dio con el codo en las costillas.
—Es un suculento bocado, muchacho —explotó, y el cerdo que llevaba gritó.
—No os hacéis bien idea, señor.
Dos gansos abrieron las alas y protestaron ruidosamente.
—Está usted decidido a que estas sean las treinta libras más difíciles de ganar —le susurró al oído aprovechando la barahúnda del ganado.
—Gracie, no me sople en el oído, que he pasado un año en Dartmoor y no voy a poderlo soportar.
«Ya he dicho bastante», se dijo ella. Se iba bien sobre sus rodillas, ahora que llevaba ya unos meses de buena comida. Y su camisa seguía oliendo deliciosamente a canela y harina, además de su propio olor a sol, pelo recién lavado y su esencia misma: navegante, viudo de Nantucket, enemigo de la corona y hombre en libertad.
Su silencio debió remorderle la conciencia porque dijo:
—No debería tomarle el pelo así —le musitó al oído.
—Y yo debería llevar mejor sus bromas, bribón.
Con un suspiro, cerró los ojos y apoyó la cara contra el pecho del capitán, ante lo cual él relajó los brazos y apoyó la mejilla en lo alto de su cabeza. «Ojalá confiaras en mí», se dijo, y en unos segundos se quedó dormida.
Las gaviotas la despertaron y se incorporó rápidamente. Seguía en el regazo de Rob.
—Supongo que hemos llegado a la plaza del mercado —dijo él—. Es tan ruidosa como el puerto de Nantucket. ¿Nos bajamos aquí?
Grace asintió y él, tras un suspiro, la sorprendió plantándole un beso en lo alto de la cabeza.
—Se me han dormido las piernas —comentó—. A la vuelta, yo me sentaré encima de usted.
Ella se echó a reír y esperó a que los demás viajeros, sus pollos, sus gansos, el cerdo y una cacatúa completamente fuera de lugar salieran del coche. Dominándolo todo apareció la catedral de Exeter. Detrás estaba la cancillería, donde los abogados y procuradores se ocupaban de sus negocios.
Negocios. Eso era todo. Había llegado el momento de abandonar el cómodo regazo de Rob e ir en busca del señor Selway. Salió del coche estirándose las arrugas del vestido y admiró la catedral, una de las más bonitas de toda Inglaterra.
—Dudo que tengan algo que se le pueda comparar en Nantucket —le dijo a Rob.
Él negó con la cabeza.
—Sé que no hemos venido de visita, pero ¿podemos entrar a verla?
Verle contemplar el interior con la boca abierta la reconfortó, en particular cuando admiraba los nervios de la bóveda central y la magnificencia general del edificio.
—Increíble —murmuró—. Yo asisto al servicio en una pequeña capilla que hay al borde del mar. A veces cantamos más alto que las gaviotas, pero otras sus gritos nos superan.
Y siguió paseándose por la catedral
—¡Eh, vosotros! ¡Fuera! ¡Fuera!
Sorprendida, Grace se dio la vuelta y se encontró con un diácono que avanzaba hacia ellos haciendo con las manos el movimiento de quien barre. Rob se acercó rápidamente a ella como si la defendiera, mirando al eclesiástico con un encono que no presagiaba nada bueno, aunque se tratara de un hombre de Dios.
Grace le agarró por un brazo y se colocó delante de él.
—Rob no conocía la catedral y queríamos…
—¡Fuera he dicho! —exclamó—. Hay una boda de gente muy principal dentro de una hora y no podéis estar aquí.
Rob lo miró fijamente, dio media vuelta y salió con Grace pegada a sus talones. No se detuvo en la escalera sino que a pasos largos siguió caminando hacia la hierba, donde por fin se detuvo con los puños apretados.
—¡Prefiero mi capilla de techo de lata! —dijo cuando pudo hablar—. ¡Y no intentes disculparte por ese hombre, porque no hay excusa!
Tenía razón. Había estado a punto de disculparse por una grosería que no tenía disculpa posible, excepto el hecho de que fuesen vestidos como aldeanos, y apartó la mirada incapaz de soportar el dolor de su expresión. Y avergonzada como estaba, reparó en algo que borró parte del escozor por el tratamiento que habían recibido: un año atrás, la grosería del diácono le habría causado poca impresión. Sabía que había cometido un error y que por lo tanto ya no había lugar para ella entre los privilegiados. Pero ahora se sentía avergonzada porque estaba viendo el incidente a través de los ojos de Rob. Había estado en prisión, sí, y hacía relativamente poco tiempo, pero se sabía igual a aquel hombre de vestimentas eclesiásticas, y sin duda superior en modales. Ningún incidente podía cambiar lo que era en esencia: americano.
No podía poner todo aquello en palabras porque no sabía cómo hacerlo y al mirarle a los ojos vio su mirada herida, pero su dignidad intacta. Sin estar segura de cuál iba a ser su reacción, le rozó la mano.
—Vámonos a buscar al señor Selway.
Cruzaron la explanada de hierba en silencio, y a medida que se iba enfriando su ira, Rob fue aminorando la marcha. Se había dado cuenta de que ella casi iba corriendo por seguirle el paso.
—Cuánto deseo poder volver a casa.
—Puede que el señor Selway tenga buenas noticias.
Quizá. Pero se encontraron con un problema: que nadie en la chancillería había oído hablar del señor Selway.
Grace apenas había estado en una ocasión en aquella madriguera de calles, meses antes de la enfermedad fatal de su padre, cuando intentaba convencerlo de que viera a un abogado para hablar de vender sus propiedades. Pero al final su padre había exclamado:
—¡Soy un barón, hija!
Como si serlo pudiera hacerle inmune a la ruina que él mismo se había buscado, a él y a ella...
Grace se dirigió al mismo despacho porque recordaba su ubicación, y allí preguntó educadamente si podían indicarle la dirección del despacho del señor Philip Selway.
Tras una mirada más larga de lo normal, el empleado del bufete accedió a rebuscar en el directorio de su mesa.
—No hay nadie con ese nombre en Exeter —dijo sin apartar la mirada de las páginas—. No puedo encontrar lo que no existe.
Grace se volvió. Tras la grosería de que habían sido objeto en la catedral, Rob había preferido esperar afuera.
—¿No lo saben? —preguntó al verla negar con la cabeza.
—Al parecer no figura por ninguna parte. El hombre ha consultado una especie de directorio y no aparece ningún abogado con ese nombre en Exeter.
Echaron a andar calle abajo y un momento después Rob se detuvo.
—Estoy perdido, Grace. ¿Es que no hay nada claro y sencillo en esta ciudad?
—Pues seguramente no. Volvamos a la plaza del mercado, que debe estar muerto de hambre y los problemas con el estómago lleno se ven más pequeños. Es lo que siempre digo.
Encontraron un puesto en el que vendían salchichas nadando en grasa. Grace compró tres y un paquete de dulces. En un murito bajo que discurría junto al río Exe se sentaron y comieron en silencio.
—Nos han estafado —dijo Rob limpiándose las manos en la hierba—. ¿No le dio el señor Selway una dirección a la que los comerciantes de Quimby le enviarían las facturas de las compras que hiciera?
Lo había olvidado.
—Es cierto. Mañana puedo ir a la frutería y preguntar si ya les ha pagado algo de lo que he comprado.
—Creo que es lo mejor —dijo, pero su incertidumbre era clara—. Aunque de no haber pagado, ya se habría enterado.
Ella asintió.
—Quizá deberíamos escribirle nosotros directamente. Me dijo que las cartas debían enviarse a Philip Selway, apartado de correos quince, Exeter. El señor Selway…
—O quienquiera que sea…
—… retiraría el correo, pero no tenemos idea de dónde está en realidad. Esto me incomoda.
—Sí. Puede que le hayamos entendido mal. Puede que no resida en Exeter.
—Era en Exeter, Rob —Grace se estremeció, a pesar del calor del verano—. No entiendo qué está pasando. Fue él quien preparó y leyó el testamento de lord Thomson, quien dispuso lo necesario para ir a buscarle, o al menos al capitán Duncan, a Dartmoor, quien organizó lo de la casa de guardeses…
—… y quien después se marchó, confiándole todo a usted —continuó Rob, mirando el dulce que tenía a medio comer—. Sé que esto puede hacerme parecer tan mal educado como el diácono de la catedral de Exeter, pero si no va a comerse eso, yo sí que me lo comería.
Se terminó el dulce y volvió a limpiarse las manos.
—Volvamos a Quimby y escribamos al señor Selway, o quienquiera que sea —se levantó y tiró de ella para ayudarla—. Pero antes me gustaría comprar un periódico, si puede darme un par de peniques.
Miró en su bolso y volvió a mirar, como si con ello pudiese conjurar las monedas que no tenía.
—A ver si encuentra alguno que haya dejado alguien en una papelera. Creía que podríamos pedirle algo de dinero al señor Selway, así que solo nos queda lo del pasaje de vuelta.
Él sonrió.
—Soy un hombre de recursos, Gracie. Encontraré algo. Es que no puedo creer que la interpretación de lady Tutt sea la verdad sobre la marcha de la guerra. Espéreme aquí.
Ella asintió y volvió a sentarse en el muro, hasta que recordó el peligro de perder de vista a Rob Inman. De un salto se puso en pie y corrió tras él.
—¡Espere! ¡No puedo dejarle solo! —dijo sin aliento al alcanzarlo.
—¿Es que no confía en mí todavía?
—¿Y si el gañán nos ha seguido? Tengo que ir donde vaya porque soy yo la responsable de su libertad. ¡Alguien tendrá que preocuparse de ello si usted no lo hace! —soltó de corrido.
Él puso las manos en sus hombros.
—¡Tranquila, Gracie! Hoy no nos ha seguido nadie.
No pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.
—No podría soportar que volvieran a encerrarle, o que le dispararan.
Rob la abrazó sin importarle la gente que abarrotaba el mercado.
—No me va a pasar nada, Grace. ¡Y no se le ocurra malgastar una sola lágrima por un navegante yanqui! —pero ella sollozó—. Vamos, vamos… encontraremos el modo de salir de esta. No tenga tanto miedo —con un dedo bajo la barbilla le alzó la cara—. Y no llore. No hay un solo hombre en el mundo entero que pueda defenderse de las lágrimas de una mujer, sea cual sea su nacionalidad —y pasándole un brazo por los hombros, echaron a andar—. Tendrá que acompañarme a la parte trasera de esa taberna para que pueda buscar en la basura. A lo mejor el diácono de la catedral nos ha puesto en busca y captura. Anda usted con malas compañías, ¿sabe?
—¡De eso nada!
—Ande, espere aquí, en la entrada del callejón. Desde aquí no me perderá de vista.
Hizo lo que le pedía, y mientras él rebuscaba, ella se echó mano a la pequeña bolsa de tela que llevaba al cuello con sus documentos de libertad. Rob tuvo que buscar en varios cubos hasta encontrar lo que quería.
—¡Por fin! —dijo, sacudiendo unas migas de pan—. Veamos qué es lo que lady Tutt no nos ha contado.
Mientras esperaban al coche, fue leyendo con el ceño fruncido.
—¿Qué día es hoy, mi oficial?
—Veinticinco de julio. Y no soy su oficial.
—Vale. Mi escolta entonces —bromeó. Dobló el periódico y lo dejó a un lado—. Noticias de hace seis semanas me sirven poco más o menos como lo de lady Tutt.
—¿Malas?
—No estábamos preparados para esta guerra, y ahora que Napoleón está confinado en Elba, el ejército de Inglaterra nos está prestando toda su atención —miró de nuevo el periódico y frunció el ceño—. Ahora los casacas rojas están atacando la costa atlántica, quemando, saqueando, dedicándose al pillaje. O al menos eso es lo que pasaba hace seis semanas —apoyó los codos en las rodillas, pensativo—. Esta salida de hoy no ha tenido un resultado precisamente alegre, ¿verdad?
Ella contestó que no con la cabeza.
—Hoy he aprendido que no somos lo bastante buenos para visitar la catedral de Exeter, que el señor Selway no existe y que mi país puede estar destrozado —resumió, viendo que el coche ya se acercaba—. ¿Y usted, mi querida Grace? ¿Qué ha aprendido hoy?
«Mi querida Grace». Cerró los ojos. Ojalá no fuese broma.
—Es más lo que no he aprendido: me gustaría saber qué está pasando —dijo mientras sacaba del bolso las monedas del pasaje—. Y me gustaría que pudiera usted estar en su hogar, en Nantucket.
«Y ojalá también yo estuviera allí», añadió.