Tres

 

Grace sabía que su imaginación era muy fértil, pero tras pasar menos de una hora en Dartmoor supo con certeza que ni el ser más imaginativo podría soñar un lugar como aquel.

No es que hubiera salido de casa de un humor espléndido, pero estaba convencida de que había sido la primera parada del día lo que lo había empeorado. El señor Selway se había llevado la llave de la casa de los guardeses con la intención de que fueran lo primero a visitar el que iba a ser su hogar.

Cuando llegaron en la silla de postas, abrió la puerta con la llave que llevaba y se encontraron entre las cuatro paredes de una casa vacía.

—Creí entender en el testamento que se hacía referencia a la casa y su contenido —comentó Grace contemplando las cuatro paredes del salón vacío. Incluso lo habían dejado sin cortinas en la ventana.

Vio cómo el señor Selway apretaba la mandíbula.

—Esperad aquí —dijo y dando media vuelta salió de la casa.

Grace fue recorriendo las habitaciones. Había unas vistas magníficas desde las ventanas sin cortinas, aunque pensarlo le hizo reflexionar sobre la naturaleza caprichosa de lord Thomson.

El señor Selway no volvió de mejor humor.

—¡Qué drama! —exclamó alzando las manos—. ¡Cuánto orgullo herido! Lord Thomson no tiene ni idea de qué ha podido ocurrir con el mobiliario de la casa de los guardeses y lamenta profundamente que le haya acusado de vaciarla como si fuera la cesta de un pescador de sardinas —movió la cabeza—. Dice que todo será repuesto.

—No esperaré de pie a que eso ocurra.

—Haréis bien, porque probablemente enviará algún mobiliario, pero serán los trastos viejos que encuentre por el desván.

—No necesitamos mucho.

—Me alegro porque mucho no va a haber.

 

 

«Menos mal que no me habéis preguntado si tengo miedo», pensó cuando salían de Quimby a media mañana y empezaban a subir las colinas. «Me he ahorrado una mentira de proporciones monumentales».

Cuanto más subían más frío soplaba el viento, hasta que tuvo que envolverse en un chal totalmente inadecuado para aquellas temperaturas.

—¿Aquí también estamos en abril, o solo es abril en el resto de Inglaterra?

—Son muchos los que dicen que incluso la naturaleza conspira contra este lugar. He oído quejas sobre el cambio de temperatura en Dartmoor —miró por la ventana—. ¿Podría haber elegido Inglaterra un lugar más inhóspito para construir una prisión? Lo dudo. Puede que esa fuera la intención.

Los dos guardaron silencio mientras la silla de postas tomaba las curvas de un camino de tierra de considerable anchura, que parecía sugerir que un ejército entero había pasado por allí. «O un ejército de prisioneros», pensó Grace. «Pobres hombres».

Cuando pensó que ya no ascenderían más, los abrazó una densa niebla cargada de lluvia. Miró por la ventana. El coche entraba en un valle con forma de cuenco y allí estaba, la prisión de Dartmoor, un bloque de granito gris con un muro rodeándola a modo del perfil de una rueda y sus radios. Miró al señor Selway.

—Es un alivio saber que el viejo lord Thomson nunca estuvo aquí. Se le habría partido el corazón.

«A mí ya se me ha roto», pensó.

—Debe haber miles de prisioneros entre estos muros —añadió, rozando con las yemas de los dedos la caja de galletas que había llevado como regalo. Ojalá fueran panes y peces en abundancia.

—Los primeros internos de la prisión fueron franceses, prisioneros de guerra —le contó el abogado con la mirada puesta en sus muros de piedra—. No sé cuándo empezaron a llegar los americanos, pero imagino que sería después de 1812.

—No quiero entrar ahí —susurró Grace cuando el coche se detuvo y un pelotón de soldados de la Real Armada se acercó a la puerta.

—¿Quién podría culparos? —murmuró el abogado—. Allá vamos, Gracie.

Bajó la ventanilla y entregó los papeles. El soldado entró en una garita también de piedra que había junto a la puerta y se demoró tanto que Grace comenzó a sentirse incómoda.

—No va a haber nada en todo esto con lo que podamos sentirnos a gusto, ¿verdad?

—Desde luego que no, hija —replicó—. He estado en Newgate… como abogado, por supuesto, y ocurre lo mismo que aquí. No sé por qué cualquier persona que pretenda entrar, aunque sea para prestar asistencia legal, tiene que sentirse tan insignificante.

El soldado volvió con los documentos y se encaramó al pescante junto al cochero. La silla atravesó la primera verja, que conducía directamente a una segunda. Parecía haber un total de tres, y luego un muro interior que seccionaba el círculo y en el que había otra verja más pequeña que debía dar acceso a los bloques de internos.

El señor Selway lo miraba todo con atención.

—Imagino que dirigir una prisión debe requerir un montón de papeleo. Incluso la miseria debe estar documentada.

—Vuestras palabras parecen las de un radical —susurró ella y los ojos se le abrieron de par en par al ver el primer grupo de prisioneros, vestidos con unos anchos pantalones amarillos de sarga, que descargaban fardos de una carreta y los metían en un almacén.

—¿Ah, sí? Vaya —apretó su mano cuando el coche aminoró la marcha y se detuvo—. Fin del trayecto. A partir de aquí hemos de caminar.

El soldado saltó del pescante, abrió la puerta y le ofreció su mano enguantada a Grace. Ella respiró hondo antes de bajar, pero lo lamentó de inmediato porque de la prisión emanaba un hedor tremendamente desagradable. Se llevó la mano a la nariz, pero no consiguió nada.

Fueron conducidos de inmediato a una oficina del segundo piso de un edificio cuyas ventanas daban al jardín, como si quienes se ocupaban de aquel lugar miserable pudieran sentirse alejados de los infectos olores, visiones y sonidos que ocurrían a nivel del suelo. Miró por la ventana fascinada por el horror. La cárcel parecía estar dividida en lo que podrían calificarse de porciones de un pastel, separado cada edificio de tres plantas del de al lado por un alto muro.

Tras una larga espera, el señor Selway y ella fueron invitados a entrar en el despacho del director de la prisión, un puerto de tranquilidad y comodidad con cuencos olorosos de suave fragancia repartidos por toda la estancia. El director se presentó con un pañuelo perfumado pegado a la nariz y tomó los papeles que le ofrecían. Se pasó mucho rato examinando la firma que tanto le había sorprendido a Grace el día anterior.

—Incomprensible —dijo al fin, sacudiendo el pañuelo en el aire hacia ellos, como si también oliesen mal—. No puedo imaginar qué interés puede tener su señoría en este hombre —volvió a sacudir el pañuelo—. Adelante, lleváoslo. ¡Lleváoslos a todos! —volvió a mirar la carta y luego al ayudante que aguardaba en silencio—. Daniel Duncan, capitán del Orontes. Pabellón cuatro. Echadle un vistazo.

Y volvió a sumirse en los documentos que tenía sobre la mesa. Su tiempo había terminado, pero el señor Selway no se levantó.

—Capitán, ¿podría quedarse aquí la señorita Curtis mientras yo voy a por el prisionero?

Shortland miró a Grace frunciendo el ceño.

—No. Este maldito documento estipula que ella debe acompañaros a recoger al prisionero —miró al ayudante que aguardaba en la puerta—. Que una patrulla los acompañe. Estará suficientemente protegida.

—Suficientemente protegida no me gusta —murmuró el abogado cuando bajaban—, pero en fin… barbilla bien alta, Gracie. No tardaremos.

Rodeada por un grupo de marinos, entraron en el patio de la cárcel.

—No miréis a nadie —le aconsejó—. Mantened la vista al frente —añadió, apretando su mano con firmeza.

Hizo lo que le había sugerido, intentando no respirar hondo, ya que el hedor crecía a medida que se acercaban al edificio. Dos hombres en uniforme de faena custodiaban la entrada, bloqueándola con sus mosquetes. Uno de ellos se adelantó.

—Venimos a por Daniel Duncan, del Orontes —dijo el ayudante del director de la prisión—. Traedlo de inmediato.

Uno de los vigilantes negó con la cabeza.

—No podemos. Está enfermo. Tendréis que sacarlo vos mismo —su mirada se posó en Grace y ella sintió que enrojecía—. Dios todopoderoso… está casi al fondo, en la sección catorce, creo.

El grupo de soldados cercó más a Grace y al señor Selway cuando entraron al bloque cuarto. Aun por encima del hedor de demasiados cuerpos sin aseo, se percibía el olor a humedad y moho. A pesar de estar todo a oscuras, las paredes brillaban de humedad. «Dios del cielo, ¿cómo se puede sobrevivir siquiera un día en este lugar?», se preguntó, intentando no mirar la miseria que le rodeaba: hombres tirados en paja inmunda, otros acurrucados los unos junto a los otros, otro tosiendo y tosiendo hasta quedarse sin aliento.

—Hemos entrado en el infierno —le dijo al señor Selway aferrándose a su mano.

Protegidos por los soldados recorrieron la mitad del edificio que parecía construido con cubículos abiertos que le recordaron sin quererlo a los establos de su padre. Diez o más hombres se hacinaban en cada uno de ellos, sentados o de pie, pegados unos a otros.

—Fue construida para muchos menos —dijo el soldado que caminaba junto a ella.

Al caminar, Grace tenía la sensación de que iba pisando cáscaras de huevo, o cristales, pero estaba demasiado horrorizada para atreverse a mirar. Siguió adelante deseando fervientemente que fuera solo barro y suciedad. La paja que había por el suelo escurría sobre aquella capa.

—Aquí es —dijo el ayudante, y sin duda era alivio lo que se oía en su voz—. ¿Daniel Duncan? ¿Capitán Duncan?

Grace hizo acopio de valor y miró en el cubículo. Un hombre estaba tumbado sobre aquella paja infecta, y otro le tenía la cabeza en el regazo. A su alrededor había hombres igualmente rotos, algunos casi incapaces de mantenerse en pie.

—Ahí lo tienen —dijo uno de los internos, señalando al hombre tirado en el suelo—. ¿Qué más pueden hacerle que no le hayan hecho ya?

Su acento le resultaba desconocido y al mirarlo no vio nada que temer en su expresión. Miró a Daniel Duncan y su corazón voló junto a él. Se acercó, con los soldados pegados a ella, lo que obligó a algunos prisioneros a salir, y se arrodilló junto a él.

—Capitán Duncan, ¿me oís?

Tras un momento el hombre asintió. Incluso aquel mínimo esfuerzo pareció agotarlo.

—El señor Selway y yo estamos aquí para llevaros en libertad bajo palabra a Quarle, la casa del fallecido lord Thomson, marqués de Quarle. ¿Sabéis que era vuestro padre?

Otra larga pausa hasta que sus palabras penetraron en su cabeza y luego otro asentimiento.

—Lo sé —murmuró. Tenía que inclinarse sobre él para oírlo—. Pero me estoy muriendo. Mejor dejadme solo para eso.

—¡No podéis morir! —exclamó ella, y los prisioneros de alrededor se rieron.

—Me gustaría veros impedirlo —le dijo un yanqui—. Es el único derecho que nos queda, y por Dios que se nos da bien ejercerlo.

—Pero hemos venido a ponerlo en libertad. ¡Señor Selway, haced algo!

Pero el señor Selway dio un paso hacia atrás, como si no tuviera estómago para tanta desesperación. Claro que él era un caballero y no como ella, que había dejado de ser una dama para convertirse en la ayudante de un panadero, acostumbrada a matar cucarachas a escobazos.

—No sé qué puedo hacer —respondió.

Ella se estremeció pero se decidió a arrodillarse sobre la paja.

—Quizás podamos ayudaros.

Duncan movió la cabeza.

—Demasiado tarde, señorita —musitó y volvió la cara—. Escoged a otro.

—Pero…

Una conmoción cercana detuvo sus palabras. Provenía de la entrada a la prisión. Los prisioneros comenzaron a aullar al unísono y ella dio un respingo de terror. Miró hacia la entrada y vio a un guardián que portaba una tranca. El guardia se digirió al abogado y después este a Gracie.

—Tengo que acompañarle a firmar otro maldito papel.

—¡No me dejéis aquí! —exclamó ella, llevándose la mano al cuello.

—Volveré enseguida, Gracie. Estaréis a salvo con los soldados —y se apresuró a echar a andar tras el guardia—. Traeré una camilla —añadió por encima del hombro.

—La señorita está a salvo con nosotros —dijo el primer prisionero que le había hablado—. No vamos a hacerle daño —se rio—. Además, ella tiene soldados y nosotros no.

Dio otro respingo al sentir la mano de Daniel Duncan en su brazo. Uno de los soldados se acercó, pero ella le detuvo con un gesto.

—Por favor, señorita —susurró Duncan—. Tengo una idea—. La miró a los ojos y luego miró a los soldados. Lo hizo dos veces, hasta que ella entendió. Grace se levantó.

—Este hombre está agonizando. Hacedle un poco de sitio, por Dios. Yo me sentiría mejor si protegierais la entrada de este cubil. No me fío de los que deambulan por el pasillo.

—Yo tampoco —contestó el soldado y mirando a los demás prisioneros de dentro del cubil, añadió—: ¡No me causéis problemas, o de una patada os mando al cachot para que os pudráis allí!

¿Podía haber un sitio aún peor que aquel?

—Capitán Duncan —le preguntó—, ¿qué puedo hacer por vos?

Se arrodilló de nuevo junto a él y tomó su mano. Sus huesos parecían huecos, casi como los de un pajarillo.

—Llevaos a otro en mi lugar —dijo. Tosió, y Grace sintió el impulso de cubrirse los oídos con las manos para no escuchar aquel desgarrador sonido—. ¡Vamos, elegid! ¡Ahora!

Cerró los ojos agotado, tosió de nuevo, tomó una bocanada de aire que no parecía terminar nunca, y murió. Su mano quedó sin vida entre las de ella.

Horrorizada Grace se apoyó en los talones y miró a su alrededor. Todos los hombres miraban a su capitán, el hombre que debía haberlos gobernado bien porque tenían lágrimas en los ojos. Dos hombres, meros chiquillos, se deshacían en sollozos.

Miró a los soldados, que permanecían de espaldas a ella, centrados en los prisioneros que deambulaban por el pasillo.

«Lord Thomson habría querido que honrase el deseo póstumo de su hijo», pensó.

—Rápido. ¿A quién? —murmuró y uno de los hombres colocó el cuerpo de su capitán en un rincón del cubículo y lo cubrió con un pedazo de sarga. Nadie se acercó a ella para ser el elegido. Todos eran fieles y leales a su capitán, y eso lo sabía sin dudar. «Elige, Grace», se ordenó. «¡Vamos, elige!»

Supo entonces quién iba a ser. Estaba sentado en aquel suelo inmundo, la cabeza apoyada en la madera basta del cubículo, los ojos entornados. Parecía tan desnutrido como el resto, ni más sano ni más enfermo. No podría decir qué veía en él, pero era el hombre que iba a llevarse en lugar de su capitán.

Grace le tocó el brazo y él abrió los ojos de par en par. Eran tan azules como el océano.

—¿Quién sois?

—Rob Inman —dijo. Sus compañeros se acercaron y lo colocaron en el lugar que ocupaba su capitán.

—Te escojo a ti, Rob Inman.