Once
En Quimby nadie tenía en mucha estima a Adeliza Tutt… más bien todo lo contrario. En más de una ocasión había impuesto su presencia durante más tiempo del debido en casa de sus vecinos, pero era la viuda de Barnabas Tutt, un carnicero local que había ascendido prodigiosamente en la escala social gracias a su habilidad para ganar dinero, lo que le había valido incluso para ser nombrado caballero por el Regente, a quien había prestado grandes cantidades de dinero y que había utilizado el nombramiento como medio de pagar sus deudas. Hasta aquel momento los Tutt habían sido tan de pueblo como las amapolas, y de hecho seguían siéndolo, pero lady Tutt nunca pasaba por alto la oportunidad de hacer valer su ascenso.
Rob había preguntado por lady Tutt cuando sus relaciones con algunas personas de la comunidad habían empezado a distenderse tras su rescate de Bobby Gentry, ya que, según él, la dama en cuestión se empeñaba en marcar las distancias.
Lady Tutt había declarado con rotundidad y para que todos los presentes en la panadería pudieran oírla que no podía comprender por qué ingleses leales como los Wilson toleraban la presencia de un americano en su casa. Además, pirata.
—Corsario, lady Tutt —dijo Grace—. Hay una diferencia.
Ella la miró glacial.
—Grace Curtis, todos sabemos que has cometido algunos errores, pero vas demasiado lejos al defender a alguien a quien tu padre ni siquiera habría mirado dos veces.
—No es por usted, Rob —le explicó a él más tarde, cuando ambos volvían caminando a casa. Esperaba que no hubiera oído o entendido el comentario que le había dirigido a ella—. Es una pretenciosa. Supongo que es algo que le ocurre a las personas cuando se les concede un título en lugar de nacer con él. Es usted un buen hombre.
—Desde luego que lo soy —replicó él alegremente.
Quizás Rob considerase el rechazo constante de lady Tutt como un desafío, pero Grace no podía dejar de sonreír por sus continuos intentos de complacer a aquella vieja arpía. Sin embargo, no había sido capaz ni de arrancarle una sonrisa a su dama de compañía, una criatura ratonil con un único propósito en la vida: no perder el empleo y evitar en la medida de lo posible los zarpazos de una mujer exigente que se consideraba tremendamente superior a quienes la rodeaban.
—¿Debería decirle a lady Tutt lo divinamente que le sienta ese… ese color… ¿cómo se llama ese horrible color que suele llevar? —le preguntó Rob una mañana.
—Berenjena—susurró Grace.
—Qué nombre más feo para un color. Sería mucho mejor llamarlo marrón sin más.
—Estoy de acuerdo —contestó ella mientras colocaba en la bandeja del horno las tiras de masa que él había cortado—. Lady Tutt siempre preferiría la palabra francesa.
Se acercó a ella para que nadie más pudiera oírle.
—A lo mejor lo que debería es resaltar el hecho de que, para estar tan gorda, apenas suda.
Grace se dio la vuelta y se tapó la boca con el delantal.
—Si sigue aguantándose la risa de ese modo, le van a salir unas arrugas horribles.
—A ver si termina pronto esta guerra y se vuelve a su país —le riñó cuando pudo hablar—. Es usted un hombre vulgar e incorregible.
Con una sonrisa, Rob se volvió a la masa que estaba trabajando, de la que alzó una larga lengua que golpeó con tanta fuerza sobre la mesa de amasar que la dama de compañía de lady Tutt dio un respingo.
Pero lady Tutt, no. Ella lo miró fijamente antes de murmurar:
—Maleducado. Americano…
Grace engrasó tres bandejas más mientras observaba cómo lady Tutt ponía en marcha su acostumbrado ritual de ir pellizcando los panes para probarlos sin tener que pagarlos, y entraba en la trastienda a por más harina cuando oyó una tos y un fuerte carraspeo. Al volverse se encontró con el espectáculo de lady Tutt agarrándose el cuello y poniéndose de un grana que contrastaba horriblemente con el berenjena de su vestido.
Grace se quedó petrificada, pero no Rob.
—¡Usted! —le gritó a la dama de compañía—. ¡Dele un golpe en la espalda!
—¡No me atrevo! —gimió, mirando horrorizada a lady Tutt, que había caído de rodillas—. ¡Me despediría de inmediato!
—¡No si está muerta, estúpida! —le oyó mascullar.
El resto de clientes de la panadería estaban igualmente paralizados, bien por temor a la ira de lady Tutt, bien por la sorpresa. Nadie hacía nada y Grace dio unos pasos hacia el mostrador.
—Los ingleses nunca ganaréis esta guerra —murmuró Rob al tiempo que saltaba por encima del mostrador y apartaba a la dama de compañía para agarrar a lady Tutt por su dilatada cintura y darle un golpe en la espalda, al tiempo que la apretaba por debajo de las costillas.
No ocurrió nada, excepto que la acompañante de la atragantada cayó al suelo en un gracioso desmayo, incapaz de soportar la imagen de su ama maltratada de ese modo. Volvió a golpearla en la espalda. Con un audible pop, una bola de pan salió de su boca y aterrizó cerca del gato que dormitaba en el escaparate. El animal arqueó la espalda, y saltó sobre el cuerpo de la desmayada. Grace lo espantó y colocó un frasco de sales bajo la nariz de la mujer, que empezó a recuperarse.
Rob seguía sujetando a la viuda.
—Respirad hondo ahora.
—Soy… perfectamente capaz… soltadme… ¡soltadme, animal!
Sin decir una palabra, la soltó sin ceremonias.
—Lady Tutt, esto es lo que pasa cuando se pellizcan todos los panes sin haberlos pagado antes —le espetó. Y en un segundo, seguía amasando.
Los demás clientes salieron de la panadería a toda prisa. «En tres minutos, lo sabrá todo el pueblo», pensó Grace. Ayudó a la acompañante a ponerse en pie y luego miró a lady Tutt, que seguía sentada en mitad de la panadería.
Con una expresión desencajada, la viuda parecía querer taladrar la espalda de Rob mientras este seguía trabajando. «Admitidlo, lady Tutt», se dijo ocultando la sonrisa. «Tiene una espalda magnífica, ahora que vuelve a haber algo de carne sobre los huesos».
Lady Tutt extendió el brazo imperiosamente y Grace la ayudó a levantarse. El turbante se le había ladeado, dejando al descubierto solo una de sus orejas. Grace respiró hondo… la acompañante no despegaba los labios y ella tampoco lo hizo. Lo cierto es que lady Tutt siempre le había inspirado temor.
—Os sugiero que os vayáis a casa y descanséis un rato, lady Tutt —le dijo.
Fue un alivio ver que se volvía a su acompañante.
—Dadme mi parasol —ordenó, no con su fuerza habitual, pero la suficiente como para que se oyera a su ayudante deglutir.
—Y eso es todo —le dijo a Rob cuando echaron a andar aquella tarde hacia su casa—. Dudo que reciba alguna vez una palabra de agradecimiento.
Guardó silencio un momento, pero luego se echó a reír, lo que hizo que él se parara en seco y se volviera a mirarla con los brazos en jarras y ladeando un poco la cabeza.
—A ver, ¿dónde está la gracia?
—Que el cielo me perdone, pero mientras le daba golpes en la espalda pensé en cinco o seis personas a las que les habría encantado estar en su lugar.
—¡Grace, no tiene usted vergüenza!
Habían llegado al cruce de caminos y al banco rústico que servía para esperar al rompehuesos que hacía de transporte entre pueblos, y Rob la agarró de la mano para que se sentara a su lado.
—Llevo tiempo queriendo preguntárselo: hace poco, lady Tutt dijo algo sobre una equivocación suya —no parecía atreverse a mirarlo de frente—. ¿A qué se refería?
—No tengo por qué decírselo —espetó, molesta.
—Desde luego. No es asunto mío —dijo, y tomó su mano—. Pero es que una idea me ronda por la cabeza, y su inglés es tan bueno… —se rio—. No puede ser peor que mi historia.
Tiró nerviosa de la mano y él la soltó inmediatamente. «Qué valor tienes», se dijo, preguntándose por qué le importaba la opinión que él pudiera tener. «Ten cuidado con lo que dices, Grace», se dijo un largo minuto después. Lo cierto era que no le había contado su historia a nadie, ni siquiera a los Wilson… al menos no la historia completa.
El dilema se reducía a dos opciones: podía callar para siempre y su desgracia sería un incómodo secreto que solo ella conocería aun siendo él un hombre al que no volvería a ver dentro de unos meses, y la otra opción era hablar con valentía. Él lo había hecho. ¿Sería ella capaz de ser tan valiente?
—No es peor, pero sí humillante —dijo al fin—. Mi padre era barón, y tenía una encantadora propiedad hipotecada hasta las tejas. Hacer economías era impensable para él. Podría haber vendido las fincas y vivir tranquilamente en Bath, después de haber liquidado sus deudas.
Rob le pasó un brazo por los hombros y aquella vez no se apartó.
—Así que usted veía todas las banderas rojas y él, ninguna.
Ella asintió mientras se secaba las lágrimas con el delantal, dejándose consolar por su olor a levadura y canela.
—Cada vez que yo le sugería alguna medida para economizar él me miraba como si le hubiera dado una cuchillada.
Miró de soslayo a Rob, pero en su rostro solo encontró preocupación.
—Mi madre murió años antes, y no puedo evitar preguntarme si no experimentó cierto alivio…
—Adelante, Gracie, dígalo —la animó—. Seguramente tuvo momentos en lo que odió a su padre por ser tan poco cuidadoso con el futuro.
—¡Y es cierto! —explotó—. A veces le deseé la muerte para poder intentar yo salvar al menos el buen nombre de la familia. Si hubiéramos vendido algunas tierras y nos hubiéramos apretado el cinturón, aún seguiría teniendo un techo sobre mi cabeza —se frotó los ojos con rabia, como desafiándole a decir algo—. Puede que incluso hubiera podido casarme…
No terminó el pensamiento porque era demasiado íntimo para compartirlo con un hombre.
Él guardó silencio y siguió consolándola con el brazo por encima de los hombros, y por un momento Grace se preguntó cómo sería poder dejar sus cargas en la espalda de otra persona.
—¿No puede casarse? —preguntó él como sorprendido—. Pues me parece una pena que una mujer tan guapa se desperdicie de esta manera.
Ella lo miró complacida y tímida al mismo tiempo. Su madre le decía que era bonita, pero eso es lo que las madres siempre dicen.
—Rob, piense que nadie de mi esfera social se atrevería a casarse conmigo porque he… cometido un error, como dijo lady Tutt. Y nadie de la esfera en que vivo ahora cortejaría a alguien que proviniera de la nobleza. Simplemente no se hace.
—Entiendo —dijo él tras considerarlo un instante—. Le iría mucho mejor en América.
—¡Tengo veintiocho años, aquí y en América! —exclamó, riéndose.
Él se dio una palmada en la frente.
—¡Una antigualla! ¿En qué estaría yo pensando?
Jamás se habría podido imaginar lo que iba a hacer a continuación: sin decir una palabra, la besó tan fugazmente que casi no podía estar segura de que lo hubiera hecho.
—Los labios le funcionan perfectamente. Le iría bien en América.
—No vuelva a hacer eso —le reprendió con el rostro encendido.
—¿Soy demasiado atrevido para la hija de un barón? Me andaré con cuidado, no se preocupe.
Grace suspiró. Se sentía incómoda.
—Y yo soy una simple —dijo en voz baja—. ¿Qué tiene de especial América?
—Dígame en qué otro lugar del mundo un pobre desperdicio de los suburbios de Londres podría llegar a ser navegante con casa propia —su sonrisa estaba teñida de tristeza—. O dónde un sirviente ligado por un contrato como el mío, prácticamente un esclavo, podría esperar casarse con la hija de un próspero comerciante.
—¿Eso era Elaine?
—Sí —admitió, encorvándose—. Qué bendición fue para mí.
Unas palabras tan sencillas y lo mucho que revelaban de él.
Siguieron caminando en silencio, y sus hombros se iban rozando de vez en cuando.
El silencio duró durante la cena, una sencilla sopa y unos rollitos que se llevaron de la panadería. «He cometido un error, sí, lady Tutt», se dijo al sentar también a Emery a comer con ellos y pensó con satisfacción que al contratar al viejo jardinero le había evitado la casa de empleo.
Su satisfacción le habría durado toda la tarde si lord Thomson no hubiera aporreado la puerta con su bastón.
—¿Lord Thomson? —dijo al abrirle.
—El mismo.
No hubiera sido capaz de invitarlo a entrar, pero él solo se invitó.
—¿Dónde está el bastardo de mi tío? —preguntó sin preámbulo alguno.
—Aquí estoy —contestó Rob, colocándose junto a Grace.
Lord Thomson se irguió antes de hablar.
—La gente se dirige a mí como milord —miró a Grace apenas un segundo, pero bastó para que ella se sintiera de pronto sucia—. Incluso las criadas de panadería.
—Vais a tener que esperar sentado a que yo os llame milord —espetó Rob—. Y ella no es criada de nadie.
«No…», hubiera querido decirle, pero Rob permaneció en su sitio, mirando al marqués fijamente a los ojos hasta que este bajó la mirada.
Ninguno de los dos habló, ni se movió, hasta que lord Thomson se echó mano al bolsillo interior.
—Hace unos minutos me he encontrado en la puerta con una misiva de lady Tutt, la mujer más corta de entendederas de todo Quimby. Tiene la absurda idea de que mi casa alberga bastardos bajo su techo, la muy estúpida.
Rob frunció el ceño ante su vulgaridad.
—Hay señoras delante.
—No, no las hay —lord Thomson abrió la carta—. Al parecer quiere que os personéis en su casa mañana por la tarde, para daros las gracias por haberle salvado la vida —miró a Rob a través de su monóculo—. Mi mayordomo me ha hablado de esa charada que organizasteis en la panadería. ¿De verdad era necesario que le salvaseis la vida? Pensad en los años de descanso que nos habríamos ganado si la hubieseis dejado ahogarse.
—Yo seré un bastardo, pero no tengo por costumbre leer el correo de otras personas.
Se lo había dicho despreocupadamente, pero Grace oyó con claridad el acero que palpitaba tras aquellas palabras. Al parecer lord Thomson también, porque le arrojó la carta al americano y dio media vuelta para marcharse, pero el efecto que pretendía con su salida quedó estropeado porque la puerta se había ido cerrando despacio desde que él entró y la dejó abierta, con lo que se dio de bruces con ella y cayó al suelo.
Rob fue lo bastante juicioso para no reírse, sino que se limitó a recoger la nota y a decir:
—Quedaos cuanto gustéis. Estáis en vuestra casa.
Y salió silbando una cancioncilla.
Lord Thomson se levantó de un salto y se bajó de un tirón el chaleco, que se le había subido y arrugado, antes de echarse mano a la nariz, que le empezaba a sangrar. De un tirón volvió a abrir la puerta.
—Algún día desearéis que esto no hubiera ocurrido —masculló y cerró de un portazo.
—Voy por delante de vos, lord Thomson —musitó Grace mientras oía sus pasos alejarse sobre la gravilla—. Ya lo deseo.