Veinticuatro
Le resultaba curioso que nadie pareciera darse cuenta de que había pasado de ser una solterona a amante de un marino en menos de doce horas. Cuando se vistió en la intimidad de su alcoba apenas se atrevió a echarse un vistazo en el espejito de la cómoda, convencida como estaba de que encontraría alguna prueba bien visible en la frente de la tumultuosa noche que habían pasado.
Cuando por fin se atrevió a hacerlo, la misma Grace Curtis de siempre la miró desde el espejo, y cuando sonrió le devolvió la sonrisa: la Grace con unas cuantas pecas, una boca de labios bien perfilados, ojos marrones y una nariz que por los pelos escapaba, gracias a Dios, a la definición de nariz con carácter. Se veía igual que siempre: una cintura pequeña y unos hombros fuertes, rasgo que parecía divertir a Rob, o puede que excitarle. La única persona que podía tener idea de lo que había ocurrido en su interior era el hombre que había provocado la conmoción: el amante al que adoraba, el hombre con el que se casaría, Dios mediante, ahora que la guerra había terminado. Su vida había cambiado radicalmente y nadie lo sabía.
La primera prueba de fuego fue Emery, quien la saludó cariñosamente cuando entró en la cocina y le pidió opinión sobre los huevos que estaba cocinando. Grace estuvo un instante mirándolos con la esperanza de que el mayordomo atribuyera el carmesí de sus mejillas al calor de la cocina. ¿Cómo podía ser tan boba? Se dispuso a preparar tostadas y cuando terminó Rob aún no había bajado. Emery miró el reloj.
—El año nuevo lo está volviendo perezoso. ¡Demasiadas celebraciones en esta casa por la firma de la paz! —se rio—. Gracie, ¿cree que el capitán lo habrá celebrado contando las flores del papel de su habitación?
«Pues precisamente así, no», pensó, «aunque te aseguro que celebrarlo, lo ha celebrado».
—Eso debe ser.
El desayuno estaba en la mesa y Rob seguía sin aparecer. Grace y Emery desayunaron, pero el mayordomo siguió mirando el reloj.
«Ay, Emery, eres demasiado mayor para andar siguiendo al gañán así haga frío o calor», se dijo mientras servía el té para los dos.
—Emery, la guerra ya ha terminado y ha sido usted un verdadero amigo dedicando tanto tiempo a vigilar a Smathers y a cuidar del capitán Duncan. Yo creo que ahora ya podría descansar. Todo ha terminado.
Emery asintió.
—Puede que tampoco sea necesario que siga usted vigilando tan de cerca al capitán. Ha debido ser tedioso para usted.
«Ni te lo imaginas».
—Ya veremos.
Grace salió al salón y fue allí donde oyó los pasos de Rob en la escalera, pero de pronto se sintió tímida y no se atrevía a mirarlo después de una noche de tanta pasión, en aquella pequeña casa, de modo que se levantó para acercarse al ventanal y contemplar los primeros copos de nieve de la mañana. Algo llamó su atención y al volverse hacia la chimenea se quedó sin aliento. Una carta con su nombre escrito estaba apoyada contra uno de los espantosos jarrones que lord Thomson les había devuelto de mala gana.
Incluso desde aquella distancia, reconoció la letra del señor Selway. «¿Cómo se las arreglará para colar sus mensajes en la casa? ¿Tendrá llave de la puerta?»
Fue a por la nota sintiendo un escalofrío.
Era un mensaje corto. El señor Selway era parco en palabras y el contenido del mensaje no sirvió precisamente para calmarle los nervios.
«No confíen en nadie», leyó para sí. «Cuando una guerra termina, nadie se hace cargo de nada».
El mensaje estaba firmado con la S de costumbre y Grace, con el ceño fruncido, volvió a leerlo esperando irracionalmente que le dijera qué debía hacer.
El camino a Quimby se hizo en silencio, los dos sin atreverse a mirarse, pero al final fue Rob quien se detuvo y se volvió para mirarla.
Grace, tras asegurarse de que no había nadie, rozó su mejilla. Estaba desacostumbradamente serio.
—Rob, ¿qué ocurre?
Él le besó la palma de la mano.
—Grace, ¿y si… te he dejado encinta?
Ella también lo había pensado durante un buen rato después de hacer el amor.
—La guerra ha terminado —le recordó—. ¿Cuánto se tarda en… en llegar a Nantucket desde aquí?
—De nueve a doce semanas.
Él seguía muy serio.
—¿Es que Elaine…
—Tuvo varios abortos. Era nuestra cruz.
—No deberías preocuparte por algo que se escapa a tu control.
—¡Pero es que esto podemos controlarlo! —replicó—. Cierra con llave tu puerta —vio su expresión y sonrió aunque no quisiera hacerlo—. O yo cerraré la mía.
«Hombres» pensó. «¿Son todos tan tontos?»
—¿Me estás diciendo que pretendes que ponga una escalera bajo tu ventana y que trepe por ella?
—¿Te gusta vivir peligrosamente?
—Creo que a ninguna mujer le gusta —respondió con sinceridad—. Pero no tengo miedo siempre y cuando tú estés cerca. Y la guerra ya ha terminado.
Él guardó silencio y esbozó una sonrisa.
—Y yo que creía entender a las mujeres…
Mientras se acercaban al pueblo, Grace le habló de la nota del señor Selway.
—No sé si me preocupa más que el señor Selway, que es un hombre que me cae bien, tenga acceso ilimitado a la casa, o que alguien se esté haciendo pasar por él.
—¿Con qué fin? El capitán Duncan no era más que un hombre ordinario, créeme.
—Su padre era marqués.
—Eso es algo que en ningún momento comentó, ni en tierra ni embarcado —contestó y, tras mirar a su alrededor, le tomó las dos manos—. Escribe al señor Selway.
Aquella misma tarde lo hizo: escribió al señor Selway con los pies puestos en el guardafuego de la chimenea, ya que el día era muy frío. Desde la trastienda podía ver a Rob charlando con los clientes. Se había llevado una buena sorpresa aquella mañana con la riada de buenos deseos que los habitantes de Quimby le habían manifestado ahora que la guerra había terminado ya.
—¿Y por qué te sorprende? —le preguntó ella, admirando la robustez de sus hombros bajo la camisa de cuadros que llevaba y recordando lo maravillosamente suave que era su piel—. Has hecho amigos en este pueblo que te echarán de menos.
De vuelta a casa, una vez hubo dejado la carta en manos del cartero, que le aseguró que sabía perfectamente bien lo que debía hacer con una carta, Grace sintió que su incomodidad crecía.
—Ahora sería un buen momento para que apareciera el señor Selway.
—Cuánto te gusta preocuparte por todo. Cálmate, anda.
Rob encontró el modo de serenarla cuando la casa quedó en calma. Fue él quien acudió a su cama en aquella ocasión y la camisa de dormir apenas le duró unos segundos puesta. Grace había dejado abiertas las cortinas deliberadamente, lo justo para satisfacer su curiosidad pero no tanto como para sentir timidez. Quería poder ver su cuerpo, y el suyo propio, unidos. Los escasos copos de nieve que seguían cayendo prestaban a la alcoba una luz plateada que hacía brillar su piel como si tuviese magia propia. No había estrés ni nerviosismo, solo una anticipación que rayaba casi en la frustración, un deseo que a ambos los llevó a la cumbre y los dejó aletargados después, al tiempo que Grace se convencía de que hacer el amor con el hombre que había elegido en Dartmoor solo podía ir ganando en placer a medida que fuese familiarizándose más con sus manos, con sus labios, con el espacio húmedo entre sus piernas.
—Bueno… —dijo él cuando consiguió recuperar el raciocinio, teniéndola a ella apoyada en el pecho—. No tienes nada que temer, Gracie.
Le estaba acariciando suavemente la cabeza y se echó a reír cuando se la apartó del pelo para ponérsela sobre un pecho.
—Puedes que hayamos hecho un descubrimiento, amor mío —se le ocurrió mientras le acariciaba el pecho con los mismos movimientos que usaba para amasar—. A lo mejor los panaderos somos los mejores amantes del mundo.
Y dado que su única experiencia se reducía al hombre que tenía al lado, Grace le dio encantada la razón.
A final de la semana, Grace se sentía ya lo suficientemente segura como para dejar una luz encendida mientras hacían el amor.
Siempre antes del alba, Rob volvía a su propia cama, o ella a la suya. Solo entonces afloraban de nuevo las preocupaciones y Grace deseaba que el señor Selway volviera a presentarse en la panadería para tranquilizarla. Sabía que Rob también necesitaba esa tranquilidad aunque no se lo dijera. En más de una ocasión, durante aquella primera semana del mes de enero, lo había encontrado frente a la ventana al despertar, la mirada perdida en la distancia.
Siempre se acercaba a él, lo rodeaba con los brazos y apoyaba la cabeza en su espalda.
—Quieres volver a casa —susurró.
Él no contestó, pero se dio la vuelta y la abrazó, y ella a él con brazos y piernas. En un minuto volvían a estar en la cama, olvidándose de todo lo que no fueran los dos. Aquella noche se quedó con ella hasta el amanecer.
En la mayoría de ocasiones permanecían en silencio después de hacer el amor, pero en otras a él le gustaba hablar de su futuro, algo que ella había llegado a desear casi tanto como su cuerpo.
—Ya me conoces, amor mío, y cuanto más pienso en abrir la panadería en casa, más me gusta la idea —le dijo, estando ambos entrelazados—. No te lo había dicho aún, pero cuando vuelva a Boston habrá una cantidad de dinero esperándome.
—¿Dinero?
—Sí —sonrió—. El Orontes era famoso por su trabajo de corso contra los barcos ingleses. Desde el Báltico a Malta, llevábamos los barcos que apresábamos a puertos neutrales —le explicó, acariciándole la cadera—. Es una buena suma, con la que podremos comprar una panadería —suspiró—. No sé qué has hecho conmigo, pero ya no siento deseos de volver a embarcarme.
Cada mañana Grace bajaba antes que él preguntándose si se encontraría con alguna carta más en el salón. Pensó en la posibilidad de pedirle a Emery que estuviera alerta, pero decidió que la responsabilidad era solo suya. Las misivas del señor Selway solo iban dirigidas a ella, y el compromiso de cuidar del capitán Duncan lo había adquirido solo ella.
La carta apareció un buen día, ya avanzado el mes de enero, de nuevo apoyada contra aquel espantoso jarrón. El corazón se le aceleró al verla. Con ella en la mano se acercó a la ventana, donde la grisácea y débil luz del día intentaba abrirse paso entre las nubes, y la abrió.
Se llevó una desilusión al comprobar que no era larga, teniendo en cuenta sobre todo lo mucho que deseaba saber al detalle lo que les aguardaba y por qué había pasado casi un mes desde que le escribiera a un apartado postal en Exeter que aparentemente no tenía dueño.
«No cometa ninguna imprudencia y mantenga al capitán Duncan bajo vigilancia», leyó.
—Pues llega tarde, señor Selway —susurró.
«No olvide que el tratado de paz aún ha de llegar a Washington, donde debe ser ratificado por el Congreso y devuelto a la Casa Blanca. Dígale al capitán que tenga paciencia. La libertad aún puede tardar meses en llegar. Los británicos no se someten con facilidad a directrices impuestas por otros. S».
—Es cierto. No lo toleran bien.
Y de pronto cayó en la cuenta de lo que había dicho: no lo toleran bien. Y no toleramos. Con la carta pegada al pecho se preguntó si habría empezado a sentirse americana.
«¡Pero si ni siquiera conoces el país! ¿Cómo ibas a sentirte americana?»
Recordó que Rob le había preguntado el verano anterior si Inglaterra había hecho algo por ella alguna vez. La pregunta le había sorprendido entonces, pero ya no, porque conocía la respuesta. Puede que entonces ya la conociera.
Rob maldijo enérgicamente cuando Grace le entregó la carta de vuelta a Quimby.
—¡Meses! —rabió, estrujando el papel—. ¡Ojalá pudiera hablar con algún otro americano!
«Habla conmigo», pensó ella, pero no se lo dijo.
—¿Es que no hay nadie aquí que apoye la causa americana? —le preguntó con suavidad. Parecía tremendamente enfadado.
—Sí, un tipo llamado Reuben Beasley, que no vale un pimiento. Es nuestro agente. Lo envió el mismo presidente Madison —su voz estaba cargada de desprecio—. Se supone que ha de vigilar que seamos bien tratados en Dartmoor. Que Dios le confunda.
—¿Alguna vez fue a ver la prisión?
—Una o dos veces. Supongo que debe estarse gastando el dinero de los contribuyentes en los mejores restaurantes de Londres.
—¿Puedo escribirle?
—Yo no gastaría dinero en la tinta o el papel.
No parecía estar de humor para seguir conversando. Incluso los Wilson no tardaron en empezar a andar de puntillas junto a él, mirándolo con preocupación.
—Es que es muy duro para él tener que seguir esperando —les dijo antes de cerrar aquella tarde.
Grace intentó distraerlo charlando de camino a casa, pero no había modo de sacarle dos palabras seguidas. Iba serio, con las manos hundidas en los bolsillos y sin prestarle atención, y decidió mantenerse en silencio para no empeorar las cosas, pero llegó un momento en que fue demasiado difícil seguir callando y la indignación le salió a la superficie.
La nieve casi había desaparecido, excepto a la sombra de la arboleda. Grace se detuvo mientras él seguía caminado, hizo una bola de nieve y se la lanzó a la cabeza.
No era buena tiradora, pero para su sorpresa acertó limpiamente en su nuca.
—¡Eres un diablo! —aulló él, y se agachó para preparar una bola con la que contestar al ataque.
Grace se agachó y la bola le dio en la cadera. Rápidamente hizo otra y se la lanzó, pero cayó bastante lejos de su objetivo. Rob se echó a reír y corrió hasta ella para ahuecarle el cuello del vestido y meterle la nieve por dentro. Con un grito, Grace le lanzó un puñetazo al brazo y él respondió echándosela a la espalda como si fuera un saco de patatas.
Iba a protestar, pero Rob se reía tanto que no se molestó y al pasar junto a un arbusto sobre cuyas ramas aún quedaba nieve, atrapó un puñado, le alzó la chaqueta y se la metió por los pantalones.
Rápidamente la dejó en el suelo e intentó sacársela dando saltos.
—¡Menuda dama estás tu hecha! —protestó.
—Ya te he dicho que me he descarriado —replicó, quitándose la nieve que se le había pegado a la cara.
—Lo siento, amor mío —dijo él, abrazándola—. Es difícil esperar cuando lo único que quiero es que nos vayamos a casa —luego la soltó, tomó sus manos y las besó—. Eres una mujer paciente —añadió y echaron a andar. Las luces de la casa se veían desde allí. Seguramente Emery estaba acabando de preparar la cena—. Enséñame a serlo.
Antes de que pudiera contestar él se detuvo con la mirada puesta en la casa principal.
—Mira. ¿Hay otro carruaje? Puede que lord Thomson haya organizado una convención de gañanes.
Ella miró a la ventana asustada.
—No me gusta esto. Vámonos, deprisa.
—Eres una cobardica, Gracie —bromeó, pero no puso objeción a que dejasen atrás la casa principal cuanto antes. Una vez en su casa, colgó la chaqueta en un horroroso busto y subió las escaleras silbando.
—¡Hoy no hay quien te aguante! —le dijo ella.
Rob se detuvo en mitad del primer tramo para asomarse por encima de la barandilla e iba a decir algo pero se detuvo y miró hacia arriba.
—Grace, sal de la casa. Ahora.
Un hombre empezó a bajar desde el primer piso y Rob retrocedió un peldaño o dos, mirándola a ella, alarmado.
Grace iba hacia él cuando la puerta de la casa se abrió hasta golpear con la pared. Lanzó un grito e intentó echar a correr hacia Rob, pero lord Thomson y Smathers la sujetaron por los brazos.
—¡Grace! —gritó Rob, al tiempo que el otro hombre le agarraba los brazos y se los sujetaba a la espalda.
—Señorita Curtis, ha hecho un trabajo estupendo pegándose al capitán Duncan —se burló el marqués, que parecía encontrar aquel escenario enteramente a su gusto—. Tal y como dictaba el testamento de mi tío.
Soltó su brazo y retrocedió hacia Nahum Smathers simplemente porque la mirada de triunfo de lord Thomson la asustaba más que el gañán. Aun así dio un respingo cuando le puso la mano en el hombro.
El hombre de las escaleras hizo bajar a Rob quien, pálido como la cera, miraba a Grace. En aquel instante se oyeron pasos en la cocina.
—¡Emery! —gritó Grace—. ¡Ayúdenos!
Era absurdo pedirle ayuda a un hombre mayor que ellos dos. Con la cara tan blanca como la de Rob, Emery los miró a todos y movió despacio la cabeza antes de dejarse caer en una silla del recibidor con la mano en el pecho.
Lord Thomson dio un paso hacia delante y los miró con la boca fruncida como siempre pero la mirada alerta, casi depredadora. Grace se acercó todavía más a Nahum Smathers a pesar de que lo que de verdad quería era correr junto a Rob, pero su lado práctico le hizo rechazar la idea. No era necesario que supieran hasta qué punto era íntima su relación.
«No voy a llorar», se dijo.
Lord Thomson carraspeó.
—Tenemos un dilema. Mi mayordomo estaba revisando antiguos papeles de lord Thomson y encontró algo muy curioso. Le afecta a usted, Grace. Me temo que no voy a poder darle esas treinta libras anuales, ni ahora ni nunca.
—No contaba con ellas —espetó con la cabeza bien alta.
—Chica lista —replicó, y sacando una miniatura del bolsillo, se la mostró.
Un hombre joven, probablemente un adolescente la miraba desde la pintura. Tenía el pelo castaño oscuro y un hoyuelo en la mejilla. Se acercó un poco más. Sus ojos también eran castaños.
—¿Se supone que debo conocerle?
—Es difícil de decir —replicó, dándole la vuelta—. Aquí dice, por si no podéis leer la inscripción, que este joven es Daniel Duncan. Así que al parecer nos enfrentamos a una pequeña complicación, señorita Curtis —miró a Rob—. ¿Puede saberse quién es usted, señor?