Diecisiete
El cartel quedó colgado a mediodía del día siguiente. El señor Wilson llevó dos docenas de donuts a la taberna y cuando volvió lo hizo con un pedido bajo el brazo de dos docenas al día excepto los domingos.
—Y ahí estaba yo, enseñándoles cómo se moja un donut en café —les contaba—. Por un momento me temí que Squire Redd se echase a llorar.
—¿Por qué?
—Porque estaba sirviendo en Nueva York cuando vuestro país se declaró independiente —explicó el señor Wilson—. Me contó que todo su regimiento dejó la ciudad apesadumbrado porque su cocinero holandés no se iba con ellos.
Rob se echó a reír y Grace sintió que el corazón le daba un brinco. «Está disfrutando de verdad con esto».
¿Era por el cartel? ¿Por los chiquillos del día anterior? ¿Por lady Tutt? La cosa es que la panadería se vio llena de clientes dispuestos a probar el dulce nuevo. Desde luego era sorprendente la celeridad con que las noticias podían viajar de casa en casa.
—Ocurre lo mismo en Nantucket —le indicó Rob mientras envolvía en papel aceitado media docena de donuts con sabor a nuez para la esposa del vicario, que había tenido la deferencia de visitar en persona la panadería—. Gracias, señora. Cuénteselo a sus amistades… si es que las tiene —añadió en voz baja después de que la esposa del vicario le hubiera dedicado una mirada por encima del hombro al salir—. Sí, en mi pueblo las noticias viajan con la misma velocidad. Cuando pasa algo en un extremo de Orange Street, en un santiamén se enteran los mineros de las montañas.
Los donuts pasaron a ser solo un recuerdo antes de mediodía. Rob preparó otra hornada y cubrió la masa para que creciera mientras Grace y él se acercaban a la herrería a encargar dos cortadores de donuts. Rob se sentó en el borde del banco de trabajo del herrero y le dibujó el cortador en un pedazo de madera y con un trozo de carbón. Le había llevado al herrero el único donut que les había quedado, quien tras comérselo en un par de bocados les prometió que tendría listos los dos cortadores para el día siguiente.
El herrero estudió el sencillo dibujo que le había hecho en su banco de trabajo.
—¿Y qué hace con el redondel que sobra?
Rob se pasó la lengua por los labios y Grace se sonrió al ver la expresión del herrero.
—El agujero del donut es seguramente lo mejor. Un puñado de redondeles en un vaso de leche y le aseguro que todo irá bien el resto del día.
El herrero y el navegante rieron juntos y Grace siguió sonriendo mirándolos a ambos, pero la alegría le duró lo que tardaron en salir de la herrería y ver a Smathers al otro lado de la calle observándolos con los brazos cruzados.
—Ahora vamos a buscar a Emery —le dijo en voz baja—. Ah, ahí está, intentando esconderse detrás de ese roble. Le iría mejor si se pareciera más al árbol y menos a sí mismo.
Con un alegre gesto de la mano saludó al gañán, que lo miró hosco.
—Hay que reconocer que es un tipo perseverante —comentó. Reconozco que me gustaría saber por qué mi presencia en Quarle molesta tanto a lord Thomson, si es que es esa la razón de que esté aquí —añadió, y echó a andar hacia la otra acera—. Vamos a preguntárselo.
Grace intentó sujetarlo por un brazo.
—Rob… ¡capitán Duncan, compórtese!
—Es usted una aguafiestas —protestó, pero con una sonrisa y un guiño añadió—: no me deja hacer lo que quiero con usted aunque se lo pida por favor, y ahora tampoco me permite charlar un rato con el gañán. ¿Por qué tiene que ganarse con tanta saña sus treinta libras anuales?
Aunque no quería, enrojeció.
—Rob, dígame cómo podía soportarle la pobre Elaine.
Su expresión se tornó un poco soñadora y poniéndole una mano en el hombro, contestó:
—Simplemente porque me quería, Gracie.
«Yo también», pensó, notando el calor de su mano.
—Sea como fuere, no voy a permitir que vaya a meterle el dedo en el ojo al gañán.
Él suspiró, pero se despidió de Smathers y al pasar junto a Emery y su roble alzó los pulgares de las dos manos. Grace contó hasta diez.
Todos los presentes en la panadería de los Wilson contaron más que hasta diez una vez que el señor Wilson hubo cerrado las contraventanas y la puerta y se dirigió, frotándose las manos, a la caja que la señora Wilson estaba vaciando sobre el mostrador.
—¡Esposa mía, somos ricos! —anunció cuando Grace terminó de sumar los peniques, los céntimos y algún que otro chelín.
Canturreando bajito, su expresión el vivo retrato del contento, el señor Wilson metió la parte de Grace en una pequeña bolsa de loneta. Luego metió otra parte en otra pequeña bolsa que plantó delante de Rob Inman.
—Eso es para usted, muchacho —dijo—, aunque seguramente la suya debería ser la bolsa más gorda.
Rob negó con la cabeza.
—Le agradezco que me lo diga, pero yo solo he sido el empresario. Usted ha puesto la harina y la levadura— y enviándole un beso a la señora Wilson, añadió—: ustedes son la mejor mitad.
Para sorpresa de Grace, la intachable señora Wilson sonrió e incluso se sonrojó, algo que nunca hacía, y Grace se lo contó a Rob de camino a casa.
—La primera vez que me sonrió así, supe que todo me iba a ir bien —dijo, y le dio un pequeño empujón—. ¡Pero yo tardé más de un año en ganarme semejante premio! Ha debido usar algún truco yanqui con ella.
—¿Celosa, Grace?
—No; solo agradecida. Rob, pienso que necesita usted todos los aliados que pueda encontrar, sobre todo si Smathers sigue acechándole como la peste.
La cena se servía con toda naturalidad en la cocina y Grace se reía mientas cocinaba con lo que Emery le contaba sobre su vigilancia del gañán.
—Me digo que tengo que vigilar a esa sabandija de cerca —decía Emery—. Él cree que puede darme esquinazo, pero de eso nada.
—Es como el juego del gato y el ratón —contestó Grace—. Hoy, la señora Wilson me ha dicho que no sabía si era usted quien vigilaba a Smathers, o él quien le vigilaba a usted.
Él se rio moviendo la cabeza.
—¡Es que no he oído decir a nadie que la señora Wilson sea precisamente un genio!
—Está feo que diga eso, Emery —replicó Rob—. Me sorprende.
—Es lamentable… me refiero a mi tendencia a hacer de menos a esa mujer. He sido injusto —de pronto se alegró—. ¿Acaso no le pareció buena idea lo de los Yankee Doodle Donuts?
—Exactamente —respondió—. ¡Confiese que le gustaría que se le hubiera ocurrido a usted!
—Soy culpable —reconoció—. ¡A este paso, nos va a volver a todos americanos!
Por primera vez desde que podía recordar, ya había cola esperando a que la panadería abriera sus puertas quince minutos antes de la hora. Acababa de echar al correo una carta para el señor Selway preguntándose si no sería inútil y tuvo que meterse en la tienda casi de medio lado para no provocar una estampida.
—Mirad cómo consultan sus relojes —comentó el señor Wilson cuando levantó la vista del horno—. Como la señora Wilson se retrase, aunque sea un minuto en abrir, nos van a tomar al asalto como a la Bastilla.
—No me extrañaría —respondió Rob—. Ah, ahí llega el herrero con los cortadores. Déjenlo pasar.
—Está logrando un verdadero milagro —comentó Grace mientras Rob y ella, horas después, estaban sentados un momento, en calcetines ambos y con los pies en alto, descansando de los rigores de todo un día haciendo donuts—. Los Wilson pasaron unos meses muy amargos después de la muerte de su yerno en la batalla que tuvo lugar a orillas de un lago que se llama Erie. ¿Lo he pronunciado bien?
Él asintió.
—Fue una batalla muy cruenta según tengo entendido, con montones de muertos de ambos bandos —le ofreció un donut pero ella lo rechazó—. Ya sabía yo que a los Wilson no les entusiasmaba tenerme aquí —echó hacia atrás la silla. Estaba cansado, pero sonreía—. Debe ser por mi ingenio, mi carácter embriagador y mi buen hacer de yanqui.
Sabía que estaba de broma, pero era verdad lo que decía.
—Desde luego no es usted como nosotros y eso es bueno —le dijo por impulso—. Es decir, que… —se sonrojó—, bueno, que no sé lo que quiero decir.
—Inténtelo, Gracie —la animó él—. Su gobierno insiste en que se es inglés hasta la muerte. ¿Está usted de acuerdo?
—Lo estaba, pero antes de conocer a un americano —respondió, acercándose—. Aunque haya nacido inglés. Es más, puede que precisamente por eso —estaba tan cerca. Cómo le gustaría poder tocar su mano—. Son ustedes una especie totalmente nueva: francos, sinceros, desenfadados y…
—¿Y? —insistió con aquella sonrisa que siempre le hacía desear abrazarlo.
—… llenos de orgullo y suprema confianza.
Él la miró despacio y de medio lado.
—¿Así le parece que soy?
Ella asintió, aunque ya no estaba segura. Había tantas cosas que quería decirle… preguntarle cómo podía ser tan positivo siendo un prisionero de guerra en libertad bajo palabra, alguien cuyos orígenes estaban muy por debajo de los suyos, alguien a quien ella habría ignorado en sus buenos tiempos. Se levantó y buscó los zapatos.
—Creo que la democracia debe ser un buen nivelador —fue lo que le dijo tras un momento de reflexión.
—Y lo es, Gracie. Una vez que se conoce, ya no se puede dar marcha atrás.
Para alegría de Gracie, los residentes de Quimby le tomaron el gusto rápidamente a los donuts de Rob Inman.
—Fíjese —le comentó ella viendo cómo el señor Wilson empaquetaba una docena completa.
—Podría ser modesto…
—No. ¡Usted sabía que iban a ser todo un éxito!
Entonces Rob se limitó a sonreír y a volver su atención a los clientes, con los que bromeaba con esa facilidad tan suya que a Grace tanto le llamaba la atención. Tenía tiempo para todo el mundo.
«Estás perdiendo el tiempo en un barco», pensó. «Con tanto encanto, podrías ser dueño de medio Nantucket». Y admirando la anchura de sus hombros, añadió: «Porque dueño mío ya eres».
Cuando la brisa se volvió más fresca marcando el comienzo del otoño, le ayudó a descolgar el improvisado cartel de Yankee Doodle Donuts que tanto revuelo había causado en Quimby.
Temiendo que la retirada del cartel significase el fin de los donuts, el alcalde en persona se abrió paso entre las personas que esperaba su turno para preguntar qué pasaba.
—No temáis, señor —respondió Rob—. Es que Quimby es un pueblo con clase y mi cartel era un poco feo. Pero los donuts están aquí para quedarse.
Grace tuvo que darse la vuelta para que no la vieran sonreír al escuchar el suspiro colectivo de alivio. Satisfechos, los ciudadanos de Quimby pagaron sus donuts y se marcharon.
Todos excepto uno, que le hizo dar un paso atrás involuntariamente, aun estando detrás del mostrador como estaba. Nahum Smathers nunca había entrado en la panadería, y jamás había estado tan cerca de él.
Quizás apodarle el gañán no había sido del todo justo. Estaba completamente calvo, eso sí, y tenía la cara llena de marcas de viruela, pero era sólido como un muro de piedra y con unos hombros cuadrados y fuertes que le impresionaron a pesar de todo. Quizá fue su mirada lo que le hizo retroceder. Tenía unos ojos tan faltos de expresión como los de un enorme pez que en una ocasión se quedó enganchado en las redes de un pescador.
—¿En qué… puedo ayudarle? —le preguntó. Ojalá fuese capaz de aparentar más calma.
Él contestó que no con la cabeza mirando fijamente a Rob, que estaba cortando donuts en la mesa.
—No son solo los donuts los que no se van a ir a ninguna parte —murmuró, y con un golpe dejó sobre el mostrador un periódico.
El gato que se había sentado al lado de sus pies bufó y se metió en la trastienda.
Smathers abrió el periódico y señaló un artículo que encabezaba la página.
—Hemos quemado su precioso capitolio, Duncan. ¿Es usted americano? Pues ahora resulta que es ciudadano de ninguna parte.
Y salió de la tienda antes de que Rob, pálido como la cera, se acercara a por el periódico. En silencio y con los dientes apretados empezó a leer, y Grace vio cómo su expresión pasaba primero por el escepticismo, luego la sorpresa, a continuación la desesperación y por último el dolor.
—Han quemado Washington —dijo por fin—. Los malditos británicos han quemado nuestra capital —añadió sin apartar la mirada de las letras, como si por pura fuerza de voluntad pudieran desaparecer como le ocurrió a ella ante el testamento de su padre.
Le puso una mano en el brazo, pero él se apartó. Jamás había visto semejante expresión en el rostro de nadie, ni siquiera en sí misma cuando aquella fatídica noche se miró al espejo y le dijo a la mujer que su imagen le devolvía que Rob Inman, el hombre al que había elegido, se marcharía en cuanto pudiera pero que nunca la elegiría a ella.
Rob se irguió cuando el gañán, ya cruzando la calle, llegó a la otra acera, y soltó una risotada.
—Maldito sea —murmuró, la voz rezumando ira—. Malditos seáis, británicos.
Su rabia le hizo encogerse pero al mismo tiempo generó en ella una hostilidad a la que no quiso dejar salir ante un hombre que acababa de recibir una noticia tan mala de una fuente tan horrible. No dijo nada, pero miró a Smathers, que ocupaba en aquel momento su puesto habitual delante de la tienda de velas desde donde les observaba.
Ojalá fuera capaz de interpretar su expresión, porque su mirada la había desconcertado.