Veintisiete

 

Era una buena idea. Incluso a lady Tutt se lo pareció cuando llegaron a su casa después de oscurecer, casi sin aliento de tanto correr.

Salir sin ser vistos había sido casi demasiado sencillo.

Rob había tomado de la mano a Grace, y tras besar a la señora Gentry y a Bobby bajaron a la puerta de la calle. Grace fue a salir, pero él se lo impidió.

—No, Gracie.

—Pero si no se ve a nadie.

Rob señaló hacia el centro: Emery seguía estando allí.

—Pero si es Emery.

—¿Qué decía esa nota del señor Selway, la que encontraste en la chimenea?

—Que no me fiase de nadie —repitió, y volviéndose al cerero, le preguntó—: ¿Tiene usted puerta en la parte de atrás?

—Tengo algo mejor. Vengan conmigo.

Resultó que tenía un túnel.

El hombre apartó una cortina que había en la trastienda en la que se alineaban filas y filas de moldes para velas y la boca del túnel quedó a la vista.

—Les llevará a la orilla del río —les dijo al tiempo que le entregaba a Grace una vela.

Rob le dio las gracias y ella miró hacia las profundidades oscuras del túnel.

—¡Y yo que creía que su negocio era aburrido!

El cerero le contestó con una sonrisa.

—Le sorprendería conocer las cosas que ocurrían en Quimby hace doscientos años, cuando los precios de la cera eran vergonzosos —y guiñándole un ojo, añadió—: Por cierto, que si ven algunas botellas de coñac francés por ahí dentro, me guardarán el secreto, ¿verdad?

Grace le entregó a Rob la vela y ambos se adentraron en el túnel. Bajaron unas escaleras y al llegar al último peldaño Rob la abrazó y la besó y ella se pegó a él con cuidado de no hacerle daño en el hombro, pero deseando sentir su contacto.

—¿A casa de lady Tutt? ¿Estás segura? —fue lo que preguntó cuando volvieron a avanzar, agachados y rodeados de frías y húmedas paredes de piedra.

—Todo el mundo debe haber oído la opinión que le merecen los Estados Unidos, capaces de atacar a la pobre y desvalida Armada Real Británica. ¿Qué mejor sitio?

—Cierto —dijo riendo.

—Y lo que es más importante aún: sigue convencida de que le salvaste la vida.

 

 

Lady Tutt se mostró dispuesta a colaborar en cuanto su mayordomo abrió la puerta, palideció y echó a correr para ir en su busca. La mujer llegó también al trote, o al menos tan rápido como le permitían las piernas.

—Lady Tutt —dijo Rob, tendiéndole las manos en señal de rendición—. Me pongo a vuestra merced.

—Ya era hora —replicó—. Chimesby, cierre esa puerta.

 

 

Durante la cena, que resultó ser un ágape en toda regla al que ni siquiera Rob, que era un pozo sin fondo desde Dartmoor, pudo dar fin, lady Tutt resultó ser una gran fuente de información.

—Tengo mis fuentes —fue todo lo que dijo tras confirmarles que, en efecto, la policía iba a efectuar un registro de todo el pueblo y sus alrededores—. Empezará al amanecer.

—Entonces no estoy aquí más a salvo que en Devon —declaró Rob, y Grace le dio la mano.

Lady Tutt se sirvió otra taza de té.

—En realidad, Rob, usted está aquí… ejem… más seguro que en la tumba.

Lady Tutt hizo una pausa para dar efecto a sus palabras.

—Debemos esta edificación a mi difunto marido, sir Barnabas Tutt. Os lo mostraré. Chimesby, denos una luz.

Las plumas de color púrpura que llevaba en el turbante se movían al andar y lady Tutt los condujo a ambos al primer piso, precedidos del mayordomo.

—Grace, seguramente recordará cuando se construyó esta casa.

—Creo que tenía unos doce años.

Rob se detuvo.

—Me estás tomando el pelo, Gracie. ¡Esta casa debe tener no menos de doscientos años!

Grace y lady Tutt se echaron a reír y ella sintió brillar un débil resplandor de esperanza.

—Rob, el esposo de lady Tutt fue hecho caballero y construyó esta casa…

—Mansión —corrigió la dueña.

—Esta mansión estilo Tudor.

—Para que no pudiera decirse que sir Barnabas tenía título sin estar sustentado en una mansión acorde con él.

—Pues hizo un buen trabajo —respondió Rob—. A mí, al menos, me había engañado.

Chimesby se detuvo en el segundo dormitorio a la derecha del rellano y con una inclinación abrió la puerta y los invitó a entrar. Con los ojos abiertos de par en par, Grace contempló la cama con baldaquino digna de la reina Isabel, el ropero de intrincado diseño y las sillas a juego.

—Es magnífico —dijo Rob, pero no consiguió dejar de fruncir el ceño—. Lady Tutt, no veo cómo unas cortinas de brocado, a pesar de que tengan un inmejorable aspecto como estas, pueden salvarme de la persecución.

—Hombre de poca fe —lo reprendió lady Tutt—. ¡Chimesby, guíanos!

—¿Adónde? —preguntó Grace.

—Aquí —contestó el mayordomo, deteniéndose ante el tirador del timbre que colgaba junto a la chimenea. Tras este había otro mucho más delgado y casi invisible, y Grace dio un paso atrás cuando un panel de la pared se hizo a un lado.

—¡Que me aspen! —murmuró Rob, y tras asomar la cabeza, invitó a Grace a hacer lo mismo—. Grace, hay una habitación al otro lado. Mira: tiene una cama y una librería.

Grace entró, dejó la lámpara sobre la librería y miró a su alrededor.

—Rob, con suficiente comida, podrías ocultarte aquí hasta que se firmase el tratado de paz.

Él asintió y salió. Luego lo hizo Grace.

—¿Qué es esa habitación? —le preguntó a lady Tutt.

—Un escondite secreto, por supuesto— anunció, satisfecha—. Sir Barnabas no reparó en gastos para que todo fuese auténtico —miró dentro y luego a Rob—. Usted residirá aquí. Más tarde le traeremos comida. Hay una rejilla de ventilación pegada a la chimenea. Espero que no sufra usted de claustrofobia.

—Madam, soy navegante en un barco corsario. Este escondite me parece casi demasiado lujoso.

La mujer se sonrojó como una doncella.

—¡Ojalá Barnabas estuviera vivo para ver en uso su escondite!

—Ojalá —contestó Grace, poniendo una mano en su brazo— Lady Tutt, es usted una mujer increíble.

—Rob Inman me salvó la vida —respondió muy seria, y mirándole a él a los ojos, añadió—: Y es posible, e insisto, solo posible, que estuviera algo equivocada sobre su armada.

—Sí, lady Tutt; al fin y al cabo fuimos nosotros los agraviados…

No había una sola frase para la que la dama no tuviese réplica.

—Estoy segura de que los Estados Unidos de América no pretendían causar tanto daño a las líneas comerciales. A eso me refiero.

Bendito fuera el corazón de Rob, que se inclinó ante ella con una sonrisa.

—Estoy convencido de que tiene razón y sí, la próxima vez que vea al presidente Madison, le diré que no debería enfrentarse a una isla como esta, por pequeña que sea.

Lady Tutt no supo qué decir en aquella ocasión, pero tampoco tuvo tiempo de hacerlo. Grace, que era la que estaba más cerca de la puerta, oyó a alguien que subía a toda prisa las escaleras. Resultó ser la dama de compañía de lady Tutt quien, con camisón y gorro de dormir, entró como un torbellino en la alcoba.

—¡Lady Tutt! ¡La policía está aquí, y tiene la desfachatez de creer que está en su derecho de registrar la mansión!

La indignación de su dama de compañía le puso brillo en los ojos, igual que a lady Tutt. «Esta es la experiencia más excitante que habéis tenido en siglos», pensó Grace, conmovida ante su buena disposición para cortejar el peligro por un enemigo.

—Han llegado antes de lo que esperaba —murmuró Rob—. Quizás hayan empezado por las viviendas más alejadas —entró en el escondite y le tendió la mano a Grace—. Sería mejor que también tú desaparecieras. Aquí estás tan fuera de lugar como yo. ¿Cómo ibas a explicar tu presencia en esta casa en plena noche?

La acompañante de lady Tutt asintió enérgicamente.

—¡Serían capaces de clavarle agujas bajo las uñas para que confesara!

—No creo que la policía de Quimby fuese capaz de hacer algo así —contestó Rob, y con una sonrisa les dio las gracias a ambas—. Son ustedes únicas —dijo, y les lanzó un beso mientras cerraba la puerta—. Se lo diré también al presidente Madison.

Aplicando el oído a la pared, Grace oyó cómo se cerraba la puerta de la alcoba.

Rob se sentó sobre la cama y dio unas palmaditas en el colchón.

—Dudo que algún confinado del mundo entero haya tenido una compañera tan encantadora como tú para compartirlo.

Grace se sentó a su lado y Rob, con un suspiro, se tumbó sobre la cama llevándola a ella por la cintura. Grace apoyó la cabeza en su pecho.

—Menudo día —suspiró él con el ruido de pasos en la escaleras como telón de fondo—. Grace, estás temblando.

—Es que tengo miedo.

—¿Tú? ¿La chica más dura de Quimby? ¿La mujer que ha soportado todas sus cargas sola durante un montón de años?

—Pues sí, la misma. La vida era más sencilla antes de que te escogiera.

Rob la abrazó.

—Pero no tan divertida, ¿eh?

Ella se llevó una mano a la boca para ahogar las lágrimas.

—Tengo miedo —repitió al oír que se abría la puerta de la alcoba.

—Yo también —le susurró él al oído—. Daría cualquier cosa por estar en una de esas aburridas guardias que se hacen en los barcos cuando se está cruzando el Atlántico.

El registro del dormitorio terminó casi al instante de comenzar, y Grace sintió que se tranquilizaba al oír los pasos alejarse por el pasillo y escaleras abajo. Intentó escuchar algo más, pero sir Barnabas había construido una casa de sólidos muros.

 

 

Al menos una hora debía haber pasado desde que el último policía se marchó cuando oyeron a lady Tutt junto al panel móvil.

—¡Yuju! ¡Yuju!

Rob se levantó para hablar con ella a través de la pared.

—Lady Tutt, aunque esté todo despejado, vamos a quedarnos aquí dentro hasta que amanezca. No quiero que Grace tenga que andar sola por ahí con los secuaces de lord Thomson sueltos.

—Opino exactamente lo mismo —contestó ella, la voz ahogada por el panel—. Buenas noches, queridos.

Rob volvió a tumbarse.

—Creía que iba a insistir en que salieras —le dijo a Grace mientras le desabrochaba el vestido—. A lo mejor también es una picarona como tú —añadió, deslizando la mano bajo el corpiño.

Grace no dijo nada mientras se quitaba el vestido y las enaguas.

—Quién sabe. Puede que esté de acuerdo contigo —respondió mientras comenzaba a desabrocharle a él la camisa—. Creo… no, estoy segura de que lady Tutt es una mujer muy perspicaz. Y práctica también —añadió con un suspiro, mientras le quitaba los pantalones para que no se hiciera daño en el hombro—. Si te hago daño, dímelo.

Al parecer era un hombre duro de pelar, pero eso ya debería haberlo sabido. Tras dos meses de celebrar la firma del tratado de Gante casi cada noche, sabía ya muy bien cómo le gustaba dedicarse a las ocasiones especiales, y también sin razón alguna. Ya sabía lo que le gustaba, lo que le complacía que le lamiera la oreja, escuchar sus gemidos con creciente urgencia hasta alcanzar el clímax, cómo lo envolvía con brazos y piernas, apretándose a él, exorcizando sus demonios al mismo tiempo que los propios.

—Grace, te he echado mucho de menos estas últimas noches —le susurró tumbado sobre ella, incapaz de moverse—. Ojalá pudiera casarme contigo mañana mismo. Esta noche, incluso.

—Lo sé —respondió ella, rodeándole la cintura con los brazos.

Se durmió cas inmediatamente, reteniéndola junto a sí casi con tanta fuerza como mientras hacían el amor y Grace estuvo contemplando el rostro de su amado, iluminado débilmente por la única vela, relajado ya, sin aquella arruga que le marcaba el entrecejo. Sabía que volvería a desearlo antes de que amaneciese, y también sabía que él se entregaría con que tan solo le acariciase el pecho o que deslizara el pie a lo largo de su pierna. Puede que la próxima vez fuera ella quien se subiera sobre él. Rob se lo había propuesto, pero a ella le había dado vergüenza y quizás allí, en un zulo en la mansión de lady Tutt, fuese el lugar perfecto para hacerlo.

«Te conozco bien», pensó ya con los ojos cerrados. «Nadie me culpará si finjo que ya estamos casados y en Nantucket, con el graznido de las gaviotas por toda compañía. En mis sueños estaremos allí».