Diez
Quizás se debiera al encuentro en la ladera con lord Thomson, pero la cuestión es que no volvió a intentar escabullirse. Grace era lo bastante desconfiada como para no esperar demasiado, pero poco a poco fue acostumbrándose a la alegría con que su encomendado le daba los buenos días cada mañana en el comedor.
Grace se sabía buena cocinera, pero no habría podido tener a su cargo a un hombre más encantado con sus guisos. Su salud mejoraba de día en día. Lo demostró la visita que les hizo el médico del pueblo, quien tras una exhaustivo examen en el que le examinó el pecho, los ojos, la carne adicional que cubría sus costillas, aún visibles según Emery, le proclamó sano como un roble.
—Grace, su recuperación es todo un triunfo —le dijo el doctor mientras bajaba las escaleras con Rob detrás abotonándose la camisa—. Todos los síntomas de escorbuto han desaparecido. Me dice que duerme toda la noche de un tirón y ya no tiene las piernas tan flacas como las de un gorrión.
—Estoy seguro que de Gracie no necesitaba saberlo con tanto detalle —protestó Rob de buen humor.
—Entonces no mencionaré que vuestra orina vuelve a ser tan amarilla como siempre debería haberlo sido —replicó el doctor—. ¡A ver si eso os intimida, bribón!
—No hay nada sagrado para un hombre en libertad bajo palabra —intervino Grace, más divertida que incómoda. Su encomendado era un hombre que parecía moverse con facilidad en todos los campos.
—Eso es cierto, Gracie —respondió—. Mi vida ya no me pertenece.
Ya no sonreía, y con un suspiro se volvió a mirar por la ventana, como si buscase algo que no podía ver, y luego volvió al presente, como decidido a pensar solo en lo bueno. Grace no supo qué decir.
Estuvo pensando en aquello durante la comida, que Rob hizo desaparecer con su buen apetito habitual, aunque se limitó a responder con monosílabos cada vez que ella intentó trabar conversación.
Exasperada dio unos golpecitos con la cuchara en el vaso para llamar su atención y él sonrió.
—Sí, Gracie. Estoy prestando atención.
—No, no es cierto. Está a millas de distancia de aquí y estoy empezando a cansarme. Es usted peor que un chiquillo aburrido.
De repente él estrelló la palma de la mano en la mesa con tanta fuerza que los vasos saltaron. Ella también.
—¿Cómo se sentiría usted si un hombre al que admirabais hubiera tenido que morir para que usted pudiera estar en un sitio caliente y con comida? —espetó, rojo como la grana y con los labios apretados.
Grace se puso en pie de inmediato sintiendo cómo la sangre le abandonaba el rostro. Su primera intención fue replicarle que tampoco su vida eran unas vacaciones al borde del mar, pero la parte más dulce de su naturaleza la empujó a no hacerlo, de modo que guardó silencio.
—Lo siento —dijo ella al final, cuando consiguió calmarse—. Debería haber pensado ante de hablar. Le dejaré solo un rato.
Puede que también en él se despertara entonces la parte más amable de su naturaleza, porque suspiró.
—No, Gracie, siéntese —miró en la distancia a un lugar que ella no tenía ningún deseo de visitar porque apenas había pasado una hora en Dartmoor y le había bastado—. ¿Por qué me eligió?
«Porque no tengo una pizca de cerebro», pensó, irritada de nuevo.
Volvió a sentarse, pero no tan cerca como antes.
—No puedo contestarle a eso.
—Tampoco debería habérselo preguntado —volvió a ese paisaje lejano antes de despertar de nuevo—. Deme algo que hacer. Lo que sea.
Analizó su petición con cuidado. Aquel hombre la estaba poniendo constantemente a prueba y tenía que hacerlo lo mejor posible.
—Muy bien, señor. Dado que está usted en mis manos hasta que acabe la guerra, nos vamos a ir a la panadería.
Quimby quedaba a apenas dos kilómetros de distancia, pero aun así se dio cuenta de lo agotado que parecía al encontrarse las primeras casas.
—Puede que no haya sido buena idea —dijo, aminorando la marcha.
—Ha sido una idea excelente, Gracie, mi carcelera —le aseguró—. ¿Cómo voy a volver a ponerme fuerte si no hago ejercicio? Esto… ¿la panadería está al otro lado del pueblo?
—Está aquí mismo —le dijo—. Donde está toda esa gente.
Él miró la aglomeración con cierta desconfianza.
—¿Es buena gente? —le preguntó, medio en broma medio en serio—. Fuimos capturados cerca de la bahía de Plymouth y la armada real nos hizo desfilar por las calles de la ciudad. ¿Alguna vez te han vaciado un orinal en la cabeza? Imagino que no.
Ella lo miró boquiabierto.
—¡No puede ser!
—Sí que puede ser, y en más de una calle.
—¡Eso es horrible!
Él se sonrió.
—Eso mismo pensamos nosotros.
—Supongo que les permitirían lavarse al llegar a Dartmoor.
—Desde luego tiene una opinión excelente de esa prisión, pero no se deje engañar: no son tan gentiles.
No pretendía quedarse con cara de desaliento, pero debió ser así.
—Anímese —dijo contemplando a la gente—. No veo a nadie con una horca.
Horcas no, pero sí gestos desconfiados al acercarse a la panadería.
«Es inofensivo», hubiera querido decirles. «No es tan distinto de nosotros: solo un hombre corriente atrapado en una situación extraordinaria».
La tarde era cálida y la puerta de la panadería estaba abierta. Grace inhaló aquellos olores, a harina y especias, que siempre la animaban, y sonrió a sus vecinos.
—Este es el hombre que está a mi cuidado, el capitán Duncan. Es un buen hombre y está lejos de su casa.
¿Pero qué tonterías estaba diciendo?
—Y vuestras mercedes me conocen a mí —añadió sin necesidad, porque todos sabían bien hasta qué punto había caído. Quienes pertenecían a su esfera social no se preocupaban lo más mínimo por ella o por aquellos de su nivel social actual. Allí de pie, de pronto se dio cuenta de que lo prefería así.
—¡Sí, claro que la conocemos! —gritó alguien alegremente. Otros se echaron a reír y se hicieron a un lado para dejarlos pasar.
El capitán respiró hondo al entrar. La señora Wilson estaba tras el mostrador, metiendo dos hogazas de pan de patata en una bolsa de cuerda para la criada del vicario. Los ojos se le iluminaron al ver a Grace.
—¡Vaya, vaya! —exclamó con su voz ronca—. Mira a quién nos trae esta vez.
Grace sonrió.
—No comerá mucho, y os prometo cuidar de él. ¿Puede quedarse?
Todos los presentes se echaron a reír y Rob se relajó ostensiblemente.
—Solo hasta que termine la guerra, Gracie —respondió la señora Wilson—. ¿Sois el capitán Duncan? Me preguntaba cuándo iba a traeros por aquí.
—Sí, soy Daniel, y me aburro mucho, señora Wilson —se sinceró.
—¡Señor Wilson! —llamó por encima del hombro—. ¡Salga aquí! ¡Grace nos ha traído otro extraviado!
—¿Otro? ¿Ya ha dado antes cobijo a algún otro descreído y malhechor de la variedad americana?
—De la variedad felina, lo cual le agradezco enormemente porque ya no tenemos ratones.
—Yo no puedo seros tan útil.
La señora Wilson se encogió de hombros.
—Sois un hombre. No espero gran cosa.
Grace tuvo que volverse para esconder su sonrisa y su alivio. La señora Wilson le estaba tratando como a cualquier cliente que entrase en su tienda.
—Está bien: ya basta de discusiones —les reprendió con severidad fingida.
—Eso mismo digo yo —respondió la señora Wilson—. Ya es hora de que os hagáis útil, jovencito.
Iba a darle órdenes cuando el señor Wilson salió de la trastienda con un saco de harina al hombro, y como su esposa estrechó la mano de Rob Inman mientras lo miraba con viva curiosidad. Se quedó allí cargado con aquel pesado saco como si no pesara nada escuchando la explicación que Grace les daba sobre la presencia de su encomendado en la tienda.
—Está cansado de quedarse en casa, pero he de acompañarlo donde quiera que vaya, señor Wilson., Si no lo hago, lord Thomson le disparará en cuanto lo vea, y puesto que es mi responsabilidad, me gustaría que trabajase para la señora Wilson.
—¿Qué mejor sitio que una panadería para recuperar las fuerzas, eh capitán? ¡Ponedlo a vuestras órdenes, señora Wilson!
La señora Wilson lo puso a trabajar en la artesa del pan, removiendo la masa de harina mientras Grace iba añadiendo más, y luego amasando y revolviendo con la base de la mano hasta transformarlo en masa lista para hornear.
La señora Wilson lo iba supervisando todo, vigilando la masa y al capitán. Grace ya se había puesto a trabajar en una artesa pequeña para preparar sus Quimby Crèmes, atenta a la campanita de la puerta para poder atender a los clientes.
Apenas tenía que prestar atención a sus tareas, ya que después de tanto tiempo las hacía de un modo natural, y la actitud de la señora Wilson, una mujer enérgica y a la que no le gustaban las tonterías, la estaba enterneciendo.
Cuando las fuerzas de Rob empezaron a flaquear, le ordenó que se sentara a partir nueces mientras el señor Wilson ocupaba su lugar. Todo funcionó tan bien que Rob no tuvo un momento para avergonzarse de su debilidad.
Qué alivio. «Bien», pensó mientras seguía trabajando su masa. «Te enviaremos de vuelta a Nantucket sano y salvo. Treinta libras al año, Gracie», se recordó. «Puedes tolerar incluso a un americano por treinta libras al año».
Aquella semana y la siguiente fueron a diario a la panadería, y Rob fue notando cómo volvían sus fuerzas. Su trabajo quedó definido en ir añadiendo harina a las grandes artesas en las que la señora Wilson y Grace amasaban el pan. La señora Wilson no ponía reparos para abrir al menos una hogaza de pan caliente cada día y entregarle un buen trozo de la parte de la corteza untado de mantequilla, que era lo que más le gustaba.
En un principio le desafiaba con la mirada a hacer todo lo que ella hacía, pero cuando vio que efectivamente se ganaba esa rebanada de pan y que su marido estaba mucho más aliviado de la severa artritis que sufría en silencio gracias a que tenía esa ayuda, Rob Inman pasó a formar parte de la tripulación.
Grace deseaba que los habitantes de su pequeño pueblo comprendieran que el capitán Duncan —se obligaba a pensar en él como capitán Duncan— no era un hombre al que temer aunque tuviese el corazón americano, a pesar de no serlo de nacimiento. Los Wilson ya habían presenciado su buen corazón día a día y quería que los demás también pudieran verlo, pero quizá fuera mucho pedir de un pueblo que había vivido toda una generación en guerra.
Después de los Wilson, los niños de Quimby fueron los siguientes en sucumbir al encanto misterioso del prisionero. No fue algo que ocurriera de repente, sino que cuando iban andando desde la casa de guardeses hasta Quimby, les encantaba gritarle:
—¡Yanqui! ¡Yanqui!
Rob lo asimilaba con su media sonrisa, pero a Grace le hubiera gustado darle un azote a cada uno de aquellos pillastres. En una ocasión Rob llegó a ponerle la mano en el hombro para que se calmara.
—Gracie, Gracie… no tiene importancia —le dijo al oído—. ¿Recuerdas lo de los orinales?
El cambio llegó cuando le hizo un favor a Bobby Gentry, un niño cuyo padre no había vuelto de Trafalgar y que ni siquiera llegó a saber que tenía un hijo. Fue un pequeño favor que Grace contempló desde el escaparate de la panadería.
La semana había sido tormentosa, con lluvia a mansalva que había empañado la belleza de Devon en el mes de junio. La lluvia había apagado las hogueras que se habían encendido por toda la orilla para celebrar el inminente final de la guerra y la llegada de las tropas aliadas a Londres, y el abrupto fin de las celebraciones no le había hecho gracia a nadie y menos a los niños, que decidieron ventilar su frustración lanzándole bolas de barro a Rob mientras iban camino de Quimby. Cuando Grace intentó detenerlos, Rob se limitó a decir que no con la cabeza y a pedirle que se apartara, no fueran a hacer blanco también en ella.
Barrió todo el barro seco de la tienda mientras Grace colocaba el pan duro de la semana en un bidón, que al día siguiente vendrían a buscar los pobres del pueblo. Al alzar la vista se encontró con que llegaba Bobby Gentry a por el pan semanal de su madre, esquivando charcos a saltos de ese modo desenfadado de los niños. Pero en uno de aquellos saltos calculó mal y acabó metido en el agua hasta las rodillas.
—¡Bobby! —exclamó Grace, y a través del cristal le vio palparse y rebuscarse los bolsillos alarmado, y después revolver en el barro—. Creo que ha perdido el penique.
Rob apoyó la escoba contra el mostrador mirando al chiquillo tan angustiado.
—Entonces, ¿no tendrán pan en su casa durante una semana?
—Ni pan ni nada más.
—Dame un penique, Grace —le dijo tendiendo la mano sin apartar la mirada del niño.
Sin decir palabra sacó la moneda de la caja y se la entregó, y Rob salió por la puerta con la moneda en el puño.
Le vio sortear los charcos más grandes y dirigirse directamente donde el chiquillo estaba metido. Sin decir una palabra, lo tomó en brazos y lo dejó en un pedazo de tierra relativamente más seco y luego se metió él en el lodazal, hundiendo las manos en el barro, concentrado, hasta que le mostró al niño el penique que le había pedido a Grace de la caja.
Bobby aplaudió entusiasmado, olvidados el barro y la miseria a la vista de la moneda. Rob se la entregó y sujetándolo por la cintura sacó un pañuelo para adecentarle un poco los pantalones y los zapatos. Grace sintió una punzada en el corazón al ver que el capitán estaba descalzo: sus zapatos habían quedado aprisionados en el barro.
Bobby debió darse cuenta de lo mismo porque el labio comenzó a temblarle pero Rob, con un gesto cómico, se lanzó de nuevo al barro en busca de los condenados zapatos y, cuando los encontró, los arrancó del lodo con un grito de júbilo que hizo reír al pequeño. Cuando el niño entró en la panadería a por el pan duro, Grace aceptó el penique con una reverencia y lo metió de nuevo en la caja, mientras la señora Wilson insistía en añadir media docena de Quimby Crèmes, un lujo desconocido para la familia Gentry.
Los inservibles zapatos del capitán se quedaron en la puerta de la panadería aquella tarde, cuando se volvieron a casa.
—Escribiré al señor Selway en Exeter y le daré vuestro número de pie para que os envíe zapatos nuevos —dijo Grace—. Ya debería haberlo hecho hace semanas.
—No pasa nada. Estamos en verano.
Por la mañana, sus zapatos cubiertos de barro habían desaparecido y se fue descalzo.
Dos días después, donde estaban los viejos aparecieron unos nuevos: no eran precisamente a la última moda pero sí respetables, la clase de zapatos que llevaría un trabajador, con una nota en su interior: Nos gustaba el papá de Bobby, decía. Y eso era todo. El americano se quedó con los zapatos en la mano, pensativo, y siguió así un rato más en la trastienda.
—Este hombre tiene un corazón de oro —murmuró la señora Wilson con los ojos brillantes.
Los niños de Quimby nunca volvieron a atormentarlo mientras caminaba con Grace, sobre todo a raíz de que Bobby Gentry, uno de los atormentadores iniciales, caminase a su lado dándole la mano.
Lo que terminó por ganarse el corazón de todo el pueblo fue el día que lady Adeliza Tutt estuvo a punto de rendir cuentas a nuestro Señor en la panadería.