Diecinueve

 

Grace durmió a su lado toda la semana, y se fue acostumbrando a su calor y a la sensación de tenerle relajado junto a ella. Se preguntó qué habría dicho su madre de semejante acomodo, pero no llegó a ninguna conclusión.

En un principio se preguntó si su amor por Rob Inman y la delicia de dormir a su lado respondería a su desesperación por encontrar a un hombre, cuando nunca había recibido una oferta siquiera de amistad, pero decidió que la respuesta era no, principalmente porque siempre había sabido con inquebrantable seguridad que ningún hombre llegaría a pedirla en matrimonio jamás. Para algunos estaba demasiado arriba y para el resto demasiado abajo.

Y luego había aparecido Rob Inman, un prisionero de guerra en libertad bajo palabra, proveniente de un país tan desconocido para ella como Persia, pero con el que se podía identificar con facilidad cuando le hablaba de su casa en Massachussets, en una isla mucho más pequeña que la suya. A pesar de las cualidades que sabía que alguien fuera de su casa le añadía al suelo patrio, estaba convencida de que América le gustaría.

A medida que avanzaba la semana, permanecía despierta en sus brazos hasta bien entrada la noche, comparando la mala fortuna que había tenido él con su nacimiento pero que no había servido para detener su ambición, y la mala suerte de ella con unos padres que deberían haberse ocupado de que nunca pudiera llegarle a pasar lo que le había ocurrido, algo de lo que ella no era responsable. Resultaba irónico que el padre de Rob, ladrón de profesión, hubiera hecho más por el futuro de su hijo que sir Henry Curtis por el de su privilegiada descendencia.

Una de las noches acabaron hablando de ello.

—Estás despierta, ¿verdad? —susurró él.

La dulzura de su voz le dio permiso para hablarle sin tapujos de sus desilusiones, y acabó secándose las lágrimas con sus sábanas y pidiéndole perdón por ser tan llorona.

—Tú has hecho tanto con tan poco —se lamentó una vez tuvo secos los ojos.

—Tú también —respondió él—. Un día, no hace mucho, cuando tú estabas atendiendo en la panadería, la señora Wilson y yo nos tomamos un descanso en la parte de atrás, ambos descalzos y con los pies sobre la mesa. Me contó cómo llegaste a la panadería, tan tranquila como una mañana de mayo… ¡Nunca he visto ese lado tuyo, y por Dios que me gustaría!

Ella le pellizcó en un brazo.

—Puedo ser tan tranquila como una mañana de mayo y mucho más —espetó, sonriendo—. ¡Te juro que eres tú el que saca lo peor de mí, so… condenado!

—¿Eso es lo peor que sabes llamarme? —bromeó—. La señora Wilson me dijo que fuiste muy valiente, y que nunca te había oído quejarte.

—¿De qué me habría servido?

—Así habla una dama —la alabó—, aunque tampoco soy yo juez para eso, ya que los dos estamos de acuerdo en que no soy un caballero.

Sus palabras le hicieron torcer el gesto y agradeció estar a oscuras. No eran ciertas las palabras que le había lanzado como dardos. Si hacerle compañía de aquel modo tan extraño conseguía devolverle la paz a su corazón, lo haría encantada el resto de su vida. Cerró los ojos convencida de que era mucho más caballero de lo que él se imaginaba. «Ojalá yo no fuese tan señora a sus ojos», se lamentó. Y se quedó dormida.

 

 

Lady Adeliza Tutt resultó no ser tan señora para alivio y deleite de Grace. Dos semanas después de las inquietantes noticias de América, la viuda se presentó en la panadería y llamó a la puerta con su parasol. Grace alzó la vista de la mesa de amasar en la que estaba trabajando la masa del pan. Rob había sugerido que probasen a hacer pan de ciruelas, canela y nueces, y el resultado había sido más que satisfactorio.

Miró el reloj. La panadería no abriría hasta media hora más tarde, pero se trataba de lady Tutt, y seguro que no dejaría de llamar. Como tenía las manos manchadas de harina llamó a Rob, que estaba en la trastienda charlando con los Wilson mientras terminaban de desayunar.

—No sé lo que quiere, pero no puedo abrir —le dijo cuando salió—. A lo mejor se le ha estropeado el reloj.

Él sonrió y tras saludar a lady Tutt le abrió la puerta, retrocediendo para dejarla entrar, ya que al parecer tenía una prisa incontenible, de tal guisa que hasta las plumas de su sombrero se agitaban como una bandera al viento.

—¿Lady Tutt? —se sorprendió al ver que ella le tendía un periódico.

—¡Léalo! ¡Ya! —ordenó—. Se supone que la señoras no debemos leer los periódicos, capitán Duncan, pero llevo dos semanas siguiendo de cerca todas las noticias… —hizo una pausa dramática—, para usted.

—¿Y no podía esperar? —preguntó y apretó los labios.

Grace se limpió las manos en el delantal y le observó mientras leía. Lady Tutt casi bailaba de excitación como una chiquilla. Una sonrisa fue dibujándose en sus labios y con un aullido de alegría que hizo que los Wilson salieran a todo correr de la trastienda, soltó el periódico y tomó en brazos a lady Tutt, alzándola y dando unas vueltas con ella en el aire, mientras la mujer protestaba y le amenazaba con cuanto se le ocurría. Y la respuesta de Rob fue darle un sonoro beso en los labios.

Grace se agachó a por el periódico y leyó por encima la noticia.

—¿Dónde está Baltimore? —preguntó con un suspiro cuando Lady Tutt ya estaba en el suelo.

—En Maryland, no lejos de la ciudad de Washington. ¡Mire, señor Wilson! ¡Su ejército no ha podido tomar Baltimore y han abandonado Chesapeake Bay!

—No es mi ejército ya, muchacho. Sus Yankee Doodle Donuts nos han vuelto a todos radicales.

—Pensé que eran buenas noticias y que tenía que saberlo —se explicó lady Tutt, con las mejillas aún arreboladas—. Capitán, sepa usted que nadie me había vuelto a besar desde que mi esposo… —hizo una pausa y miró a su alrededor, como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo que había pasado—. ¡Capitán, es usted un libertino!

Rob la agarró por la cintura, la levantó en el aire y volvió a besarla, pero aquella vez en la mejilla y con menos vehemencia.

—Y otro más para que os quede un buen recuerdo, lady Tutt. Me habéis hecho muy feliz.

Grace suspiró al ver la alegría en el rostro de Rob y leyó entero el artículo. La noche anterior habían discutido por un asunto absurdo, que ni siquiera podía recordar por la mañana y todo porque él tenía los nervios de punta por la quema de Washington y el asedio constante de Nahum Smathers.

Tras la discusión, ella se había ido a dormir a su propia habitación. La noche le había resultado muy solitaria y no había dejado de dar vueltas y más vueltas, tan pronto deseándole a Rob Inman un pasaje al hades lo más pronto posible como preocupándose por su país, por los hombres que seguían en Dartmoor, por cómo andarían las cosas en Nantucket y por el mal humor de Emery por culpa de Smathers… cualquier cosa que se le ocurriera y por la que poder preocuparse. Cuando amaneció tenía un buen dolor de cabeza y la arruga del entrecejo marcada a cincel. A punto había estado de arrancarle la cabeza cuando en el desayuno se atrevió a pasarle suavemente un dedo entre las cejas.

—Se te va a quedar así para siempre —le advirtió él, lo cual la hizo echarse a llorar y salir a todo correr de la cocina, una reacción tan pusilánime que la avergonzó un instante después.

Ambos se disculparon por su comportamiento de camino al pueblo, pero aun así habían recorrido la distancia en silencio.

—Sabremos algo pronto, sea bueno o malo —le había dicho él al llegar a la panadería aún cerrada.

Ahora lo sabían gracias a lady Tutt.

—¿Qué más dice? —preguntó Grace, asomándose por encima de su brazo al mostrador, donde estaba leyendo.

Rob fue a abrazarla, pero se dio cuenta de que no debía hacerlo y bajó el brazo.

—Dice que la flota ha abandonado la bahía de Chesapeake y que ha puesto rumbo al sur.

Ella lo miró a los ojos queriendo saber más.

—Creo que se dirigirán al puerto de Nueva Orleans. Es un puerto grande, si a uno no le importa la plaga anual de fiebre amarilla que lo asalta cada año, o un aire tan pesado que parece para beberse en lugar de para respirarse. La comida es fantástica.

Movió la cabeza despacio.

—¿Qué? —inquirió, dispuesta a preocuparse por otra cosa.

Miró a lady Tutt, cuyo interés estaba ahora en el pan de ciruelas que el señor Wilson había dejado sobre el mostrador para que se enfriase. Rob tocó la mano de Grace.

—El ejército que controle Nueva Orleans controlará el río Mississippi. Quedaríamos encajonados como langostas en un cubo.

—¿Tiene América ejército tan al sur?

Rob se encogió de hombros.

—Son en su mayoría criollos, esclavos y piratas. Espero que haya un ejército cuando lleguen los británicos —miró al señor Wilson—. ¿A cuántos estamos hoy?

—A catorce de diciembre, muchacho —envolvió un pedazo del pan de ciruelas y se lo entregó a Lady Tutt—. Aquí tenéis, querida. Las buenas noticias se merecen una recompensa.

—Para usted soy lady Tutt, Adam Wilson —espetó, pero el aludido se limitó a sonreír.

—¡Yo ya os conocía cuando aún erais Adeliza Jenkyns!

Ella lo miró fijamente.

—¡Adam Wilson, es usted un impertinente!

Él asintió.

—Lo sé.

 

 

Cuando iban caminando de vuelta a casa aquella tarde, Rob la tomó de la mano.

—Según parece, la guerra continúa. ¿Quién sabe qué más penderá de un hilo en este momento?

Emery había oído también las noticias.

—Capitán Duncan, ¿ha olvidado que me dedico a vigilar a Smathers por usted?

—¿Cómo iba a olvidarlo? —preguntó Rob—. ¿Y ha notado algo de particular en él?

Emery asintió muy serio.

—Lo seguí hasta Quarle…

—Yendo de playa en playa —intervino Grace.

—Ah, sí. Me estoy convirtiendo en una especie de experto en bosques —respondió, disfrutando de la broma tanto como ellos.

—Emery, ¿no hay en esta casa un poco de vino de contrabando? Podríamos brindar por Baltimore —sonrió Rob mirando a Grace—. Por cierto, que allí hacen un pastel de cangrejo para chuparse los dedos.

—Capitán Duncan, ¿es que os habéis dedicado a comer sin parar por toda la costa de América? —le preguntó, satisfecha de verlo tan relajado—. Judías en Boston, algo que no puedo siquiera pronunciar en Nueva Orleans…

Étouffée.

—…pastel de cangrejo en Baltimore y…

—Estofado estilo Brunkswick en Georgia —concluyó—. Después de casarme con Elaine, renuncié a ir en busca de daifas en los puertos a los que arribábamos y me concentré en comer.

—Eres un desvergonzado.

—Soy marinero, y eso es lo que hacemos —sonrió.

Mientras Grace intentaba no reírse, Emery les reveló la triste noticia de que no había licor alguno en la casa de guardeses.

—Ya lo había mirado, capitán —hizo una pausa—. Además, esto es solo una victoria. Mejor no celebrarlo tan pronto.

Rob frunció el ceño.

—Emery, si quisiera la compañía un aguafiestas, llamaría a la puerta del gañán.

 

 

Sin duda Emery había empañado la alegría con su afirmación. Grace seguía en la cocina mucho después de que Emery hubiera dado las buenas noches y que Rob hubiera subido a su habitación, con la excusa de que tenía que iniciar los preparativos de la comida del día siguiente y fregar. La estancia estaba sumida en las sombras, ya que el dinero del elusivo señor Selway tenía que durar un poco más y no solo tenía encendida una vela.

«Me preocupo demasiado», se dijo, apoyando la cabeza en los brazos.

 

 

Debía haberse quedado dormida porque cuando se despertó la única vela que estaba encendida se había agotado y Rob estaba sentado frente a ella, al otro lado de la mesa. Llevaba puesta la camisa de dormir que Emery le había encontrado y estaba mirándola.

—Me has asustado —dijo con voz temblorosa.

—¿Piensas quedarte aquí toda la noche para seguir preocupándote un poco más? —le preguntó, tocándole un brazo.

—Si me apetece…

Él se levantó y tiró de su mano.

—Muy bonito —murmuró él.

Soltó su mano y la rodeó por la cintura para ir a la escalera.

—Es demasiado para mí —dijo bajando la voz—. Todos los días me pregunto si será el último que pasaremos en guerra. ¿Y mañana? ¿Y si esta guerra no termina nunca y me quedo aquí bloqueado? ¿Y si lord Thomson revoca mi libertad y me envían de vuelta a Dartmoor?

Ella se estremeció y se detuvieron a llegar a lo alto de la escalera.

—Tú me elegiste, Grace. Aquí estoy.

Ella asintió y soltándose de su abrazo se dirigió a su habitación enfadada consigo misma por no haber aceptado su invitación, pero aún más angustiada por lo sola que se iba a sentir cuando él se marchara siendo ya un hombre libre.

—Buenas noches, Rob. Ahora ya te sientes mejor, ¿no? Ya no necesitas que me quede en tu habitación.

Rob la miró pensativo y ella sintió que su determinación se evaporaba como agua sobre ascuas.

«Vete… pero no te vayas», pensó.

—Buenas noches, Rob —repitió.

Sin decir nada más entró en su alcoba y cerró la puerta, y a Grace le costó horas conciliar el sueño aquella noche.