Siete

 

—¿Os hicieron eso en Dartmoor? —le preguntó. No podía seguir trabajando con las tijeras. Le temblaba demasiado la mano.

—¿Y quién podría culparlos por ello? Me escapé y tuve la desgracia de que me atrapasen de nuevo y me devolvieran allí. Cuando el capitán Shortland se cansó de que su látigo me azotara la espalda sacó el hierro de marcar. Grace, ocurrió hace siete u ocho meses. Ahora solo es un recuerdo.

—No porque haya pasado ese tiempo estuvo bien.

¿Por qué querría discutir esa clase de lógica con un prisionero de guerra que había hecho mal a su país?

Él intentó sonreír, pero estaba muy cansado.

—Grace, la guerra es algo diferente. Es un negocio espantoso que cuando te atrapa en su rueda te das cuenta de que no eres más que un grano de arena. Almirante o paje de pólvora, da igual. Seguid con la tijera, por favor —le pidió, agotado—. Yo mismo me afeitaré si confiáis lo bastante en mí para darme una navaja de barbero.

—Por supuesto. Y mientras lo hacéis, os traeré el desayuno.

—Música para mis oídos.

Se apresuró cuanto pudo porque tenía la sensación de que se estaba desvaneciendo ante sus ojos. Ojalá le hubiera servido el desayuno antes del baño. Parecía incapaz de seguir manteniéndose erguido.

—Os enviaré a Emery con una navaja, jabón y agua caliente.

Rob negó con la cabeza.

—Primero comida —casi no podía mantener los ojos abiertos—. Cualquier cosa.

—Vuelvo en un instante —respondió, enfadada consigo misma por no haberse dado cuenta de lo débil que estaba.

 

 

Cuando volvió con un cuenco de gachas de avena bien azucaradas y dos rollitos de mantequilla y mermelada, su encomendado estaba dormido en el suelo, la cabeza apoyada en los brazos y respirando tranquilo.

—Vaya por Dios… —protestó, sintiéndose culpable por no haberle ofrecido la comida antes. Dejó la bandeja junto a él sobre la hierba y se sentó con las piernas cruzadas bajo una acacia que empezaba a abrir sus blancos pétalos.

Quizá fuera que le llegó el aroma de la comida; la cuestión es que Rob abrió los ojos y tomó un rollito casi al mismo tiempo, y tumbándose boca arriba lo devoró con la misma determinación que el día de antes se comiera los berros. El otro rollito desapareció aún más deprisa que el primero.

—¿Podéis ayudarme a incorporarme? Es un fastidio estar tan inútil.

Hizo lo que le pedía, y en cuestión de minutos el cuenco de gachas de avena no fue más que un recuerdo.

—Emery tiene miedo de que vomitéis si coméis algo más contundente ahora —le explicó al verle mirar a su alrededor.

—Emery puede irse al infierno. Sois ayudante de panadero, ¿no? En algún momento de vuestra vida puede que hayáis sabido lo que es pasar hambre.

—He tenido suerte —dijo, demasiado tímida como para hablarle de la posición que ocupaba antes y cómo había sido rescatada por los Wilson de un destino incierto.

Cuando terminó de afeitarse, lo cual le tomó su tiempo, ya que tenía que descansar a menudo, Grace tuvo que darle la razón a la doncella que les había llevado la comida de la casa principal. El hombre era guapo teniendo en cuenta lo huesuda que era en aquel momento su cara, un defecto que el tiempo y la comida corregirían.

—Creo que ya no asustaréis a los caballos —dijo Grace al entregarle una toalla caliente con la que él se envolvió la cara con un suspiro de alivio.

—Eso espero —respondió él, limpiándose bien las mejillas y el cuello, donde la E de la prisión se veía con gran claridad.

Afeitado y con el pelo recién cortado, tenía un aspecto completamente distinto. Ojalá no le hubiera cortado tanto el pelo porque era de un precioso rubio rojizo. Había algo en él… algo que ya había notado la noche anterior bajo las estrellas: un aire de capacidad que no esperaba encontrar en un hombre hecho prisionero y debilitado por el hambre y el maltrato, y se preguntó si ese sería un rasgo americano. Aun con la marca del cuello y su delgadez, su encomendado parecía un hombre que conocía su lugar en el mundo.

«¿Cómo consiguen eso los americanos, me pregunto? ¿Podré retenerlo aquí si decide marcharse? Lord Thomson, ¿qué clase de encomienda me habéis hecho?»

—¿Qué piensas tú?

Se había dirigido a la pequeña doncella que seguía allí. La niña asintió, y Grace pensó que seguramente nadie le habría pedido nunca su opinión, y menos aún con una sonrisa.

Grace le tocó el hombro.

—Está bromeando contigo.

—Creo que no asustaréis a nadie —respondió la niña, y se escondió detrás de Grace.

—Yo también lo creo así, y si cumplimos con nuestro deber como lord Nelson nos ha pedido a todos los ingleses encargándonos de cumplir el deseo de lord Thomson, lo enviaremos de vuelta a… a…

—Nantucket.

—A Nantucket plenamente recuperado.

—Tu país cuenta contigo —le dijo con suavidad.

La llamada a su patriotismo la empujó a salir de detrás de Grace y sin decir palabra hizo una rápida reverencia y salió corriendo hacia la casa principal.

—Os habréis dado cuenta de que podré obtener lo que quiera de la casa grande si esa niña es mi correo —dijo un momento después—. Y ahora, si me ayudáis a levantarme, creo que mi cama me está llamando.

Grace hizo lo que le pedía, incómoda al ver cómo el agotamiento le obligaba prácticamente a arrastrarse escaleras arriba.

Iba a entrar en su alcoba, pero Grace le puso la mano en la espalda para que avanzara hasta la siguiente.

—Emery está fumigando la habitación en la que dormisteis ayer —le dijo cuando abrió la puerta—. Aquí es donde os vais a quedar.

Él se detuvo un instante en la puerta a observar aquella pequeña pero agradable habitación.

—Creedme si os digo que resulta humillante estar comido de pulgas y piojos. No había estado tan incómodo desde que era un niño.

La curiosidad le empujó a preguntar:

—¿Pulgas y piojos en Nantucket? —bromeó.

Él parecía divertido a pesar de que se dejó caer pesadamente en la cama.

—¿Nantucket? Allí también las hay, pero anoche os dije que nací en Inglaterra. Soy uno de esos americanos que Inglaterra insiste en que solo pueden ser ingleses porque nací aquí. Eso os pasa por haber elegido a Rob Inman, un buscapleitos. Quizás os gustaría pasarle el encargo a otra persona.

—¿Y perder mis treinta libras anuales?

—¿Solo treinta por vigilarme? —los ojos se le cerraban—. Me temo que no os pagan lo suficiente por la lata que os voy a dar.

Sus palabras despertaron cierta inquietud en Grace y mientras le veía quedarse dormido se preguntó cuántos problemas iba a causarle.

 

 

Lo dejó profundamente dormido. Le preocupaba que pudiera perder la energía tan rápidamente y se lo comentó a Emery, que estaba en la planta baja ocupándose de los trastos viejos con que lord Thomson pretendía amueblar la casa, ahora que un prisionero de guerra vivía en ella, junto con la ayudante de un panadero a la que se le había asignado la pingüe suma de treinta libras anuales.

—¿Por qué estará tan decidido lord Thomson a castigarme por solo treinta libras?

El viejo mayordomo se encogió de hombros y guardó otro paño de cocina remendado en un cajón.

Jugó con la idea de contarle lo del cambio en la prisión pero al final decidió no hacerlo. No serviría para nada decirle a alguien quién era de verdad el capitán Duncan. Tampoco se lo diría a los Wilson, pensó mientras se ponía en camino hacia Quimby, segura de que Rob dormiría toda la tarde.

 

 

—Está flaco y muy débil —les contó mientras los tres estaban junto a la mesa de amasar.

—Tendrá lombrices, seguro —contestó la señora Wilson—. Tengo una buena cantidad de cebada negra que lo reanimará.

Grace sonrió pensando en la receta que conocía bien.

—¡A lord Thomson sí que se la daría yo! Se llevó cuanto había en la casa de los guardeses antes de que el señor Selway y yo volviéramos de Dartmoor y cuando se vio obligado lo reemplazó por toda la porquería que tenía en el desván.

—¡Una dosis doble le daba yo a lord Thomson! —replicó el señor Wilson riendo—. Lo suficiente para mantenerlo pegado al excusado y dejándote en paz a ti!

Nada mejor que charlar con los Wilson para animarse, pensó mientras se apresuraba a pasar por la tienda de ultramarinos y comprar algo con lo que tentar el apetito del americano. El señor Selway le había facilitado enormemente las cosas con los tenderos. Encargó la comida y tímidamente le pidió al dueño que enviase la factura a «Philip Selway, abogado, Exeter, apartado de correos quince». El hombre ni siquiera pestañeó.

—¡Ah, sí, Gracie! Ese hombre tan formal nos dio instrucciones muy estrictas sobre tus facturas.

Y lo mismo ocurrió con las demás tiendas. Todo el mundo sentía curiosidad por saber del capitán Duncan y tuvo que resignarse a ser la comidilla más interesante de Quimby desde Quentin Maxwell, el salteador de caminos más famoso que había pasado por Exeter y que había tenido la osadía de robarle al vicario la ropa interior que tenía colgada a secar.

 

 

Volvió a Quarle de buen humor, al menos hasta que vio a lord Thomson observándola desde una ventana del primer piso, con un desdén tan evidente que se percibía incluso en la distancia.

—Será solo cuestión de meses que este pobre hombre se recupere —murmuró para sí misma—. ¡Sed un poco menos odioso, por Dios… si es que podéis!

Su irritación no mejoró al entrar en la casa. Emery la estaba esperando sentado en una de las inestables sillas del recibidor con un aire apesadumbrado poco habitual en él.

—Ya le hemos perdido, Gracie —dijo.

—¡Imposible! Lo dejé dormido en su habitación. Estaba demasiado débil para moverse.

—Pues se ha movido, os lo aseguro.