Veintiséis

 

En el primer piso de la panadería, Grace lloró en brazos de la señora Wilson. Cuando por fin pudo hablar, se lo contó todo.

—¡No tengo ni idea de dónde está! —se lamentó—. ¿Hasta dónde podrá llegar? Lord Thomson le pegó muchas veces —dijo, golpeando con el puño el chaquetón que tenía en el regazo—. ¡Se helará con esta nevada!

—Vamos, Gracie —dijo el señor Wilson—, yo creo que lord Thomson estará encantado de saber que el capitán Duncan murió ya hace tiempo. ¿Qué más le dará que Rob Inman sea capturado o no? El capitán está muerto y la guerra se ha acabado, así que los americanos se marcharán pronto.

«¿Por qué?», se preguntaba ella mientras bajaba a la panadería ya a oscuras con el chaquetón de Rob en el brazo y la bolsa con sus cosas. Sacó el testamento de Rob y, tras mirar a su alrededor, levantó el bidón que contenía el pan del día anterior y metió debajo el documento.

—Me dijo que no confiase en nadie, señor Selway —musitó—. Os creo, pero eso es todo lo que creo de vos, porque no me habéis sido de ninguna ayuda.

Aquel documento era un lazo de unión entre Rob y ella, el billete para una vida mejor y volvió a sacarlo para tenerlo en las manos un momento más, pero volvió luego a dejarlo donde lo había escondido y sin poder contenerse más lloró cuantas lágrimas tenía, recordando la mañana del día de Navidad en que Rob le ofreció un hogar en caso de que algo le sucediera a él. Y ahora le había sucedido.

 

 

Por fin se quedó dormida, pero se despertó al oír ruido de golpes en la puerta y voces airadas. Con el corazón en la garganta, oyó bajar las escaleras al señor Wilson y abrir la puerta.

Grace gritó cuando fue la puerta de su habitación la que se abrió hasta pegar con la pared. Era Reilly, el hombre de la chaqueta negra, seguido por Smathers.

—¡Sal de aquí! —gritó—. Vamos a registrarlo todo. ¡Fuera!

Y usó el garrote para levantar la ropa de la cama. Grace se tiró frenética del camisón para cubrirse pero él de un tirón la hizo levantarse.

—¡Un momento! —rugió el señor Wilson y Reilly, volviéndose, se plantó ante él blandiendo el garrote. Fue Grace quien se interpuso entre los dos.

—¡Voy tan rápido como puedo! —imploró—. ¡No le hagáis daño a esta buena gente!

Bajó el arma mientras ella se ponía el vestido, se lo abrochaba, se colocaba el delantal y se metía los zapatos. Iba a recoger también el chaquetón de Rob pero él se lo impidió.

—Déjalo ahí. Y también la bolsa. Vamos a revisar todo lo que te has llevado de la casa —le dedicó una mirada libidinosa—. Y a lo mejor también te registraremos a ti.

Y metió una mano bajo su vestido. Grace retrocedió, pero tropezó con Smathers, que bloqueaba la puerta.

—¡Se ha vestido delante de ti! —rugió él—. ¡Es suficiente! Grace, ¿por qué te mezclaste con un impostor?

No tenía sentido intentar apelar a sus buenos sentimientos porque carecía de ellos.

—Fui yo quien lo elegí —espetó—, pero dudo que lo entienda.

Smathers se encogió de hombros y miró a su compañero.

—Reilly está muy cabreado.

Grace salió de la habitación y se encogió al oír cómo un cuchillo rasgaba la tela del colchón. Se dio la vuelta y resultó que el gañán estaba justo a su espalda. Furiosa, le dio un empujón con las dos manos.

—¿Por qué tienen que destrozar mi habitación? —le gritó—. ¡No tengo a Rob metido dentro del colchón!

Apretando los labios esperó a que Smathers la golpeara, pero lo que hizo fue agarrarla por las muñecas y hacerla retroceder hasta el patio, donde los Wilson esperaban.

—Compórtate, Grace Curtis, si es que puedes —le advirtió, empujándola hasta donde estaba la señora Wilson, que la envolvió en su capa.

—Es un hombre despreciable —dijo Grace cuando Smathers volvió a entrar en la panadería—. Nos ha espiado desde el primer momento. Espero que no le haya hecho daño a Emery.

En silencio aguardaron bajo la nevada, escuchando cómo Smathers y el policía, que no se mostraba entusiasmado ni mucho menos con la situación, registraban la panadería. Fueron apareciendo luces por el camino y otros vecinos, con sus ropas de dormir, se acercaron a ellos.

—Yo creía que la casa de un inglés era su castillo —dijo el herrero en voz bien alta para que Reilly y Smathers pudieran oírlo cuando salieron de la tienda, ya casi amaneciendo.

—Al parecer en Quimby no es así —remachó lady Tutt. Iba también con la ropa de dormir, pero se había tomado el tiempo necesario de envolverse la cabeza en un turbante.

—El espectáculo se ha terminado —dijo Reilly, moviendo su garrote—. Cualquiera que sepa algo del fugitivo será mejor que me lo diga. Es un peligro para la comunidad.

—Tan peligroso como mi conejo —gritó alguien y todos se echaron a reír.

—¿Señorita?

Grace se volvió. Era Bobby Gentry, el niño cuya moneda y cuya dignidad rescató Rob del barro el verano anterior. Iba envuelto en una vieja manta.

—¡Bobby, hace mucho frío!

—Por favor, señorita… ¿estará pronto el pan de ayer?

—En cuanto recojamos la panadería, te lo prometo. ¿Tienes hambre?

El niño asintió.

—Es que hay algo más, señorita.

—Tú dirás —contestó, haciéndole avanzar

Bobby se acercó para decirle al oído:

—Está con nosotros.

Esperaba que Smathers no hubiera visto su expresión de asombro. Tomó al niño de la mano y entraron. Fue un alivio cerrar la puerta y dejar a todos los demás fuera.

Grace se agachó frente a Bobby.

—¿Está bien? Lo habían herido.

Bobby asintió.

—Mamá lo ha curado. Lo cura todo con vinagre.

Grace se rio, más por alivio que por ninguna otra cosa. Entró en la trastienda y sacó todos los rollitos de canela que habían quedado del día anterior. A Bobby se le abrieron los ojos de par en par.

—¡Pero señorita, yo no tengo…

—No importa —le dijo mientras se los ponía en una bolsa—. Son de ayer. Y ni una palabra más, jovencito—. Grace volvió a agacharse junto a él—. Dile a Rob Inman que encontraré el modo de ir a vuestra casa.

Bobby negó con la cabeza.

—Él me dijo que diría usted eso y que le dijera que no corriera riesgos —miró a los dos hombres de la calle, solos ya. Los vecinos de Quimby habían vuelto a sus casas. Incluso el policía se había marchado—. Ese hombre calvo ha estado meses delante de la cerería. ¿Cómo va a subir la escalera?

—Ya se me ocurrirá algo —contestó ella, aunque en realidad no tenía ni idea. Abrió la puerta y le dio una palmadita en el trasero—. Anda, vete a casa. Ahora prepararé el pan duro. Ven a buscarlo a la hora de siempre.

Cuando el niño se marchó, Grace se quedó en el centro de la habitación y exhaló un profundo suspiro con los ojos cerrados. Era un alivio saber dónde estaba Rob. Había oído que le pedía al policía que organizasen una búsqueda casa por casa para encontrar a un prisionero de guerra cuando la contienda ya había terminado y que ni siquiera era el hombre que creían. No tenía sentido.

Cuando abrió los ojos, Nahum Smathers estaba de pie delante de ella, y no pudo evitar retroceder un paso.

—Entre tú y yo te diré que a Rob Inman le iría mejor en Dartmoor que por aquí —dijo, y levantó una mano en alto cuando ella fue a hablar—. ¡Paciencia, Grace! Escúchame antes de hablar. Lo mejor sería que lo encontrase yo en lugar de lord Thomson o Reilly. Te garantizo que ellos no tendrán compasión.

—No he visto gran diferencia entre usted y Reilly. ¿Acaso no dijo lord Thomson, mirándole a usted, que había sido su mayordomo el que había encontrado la miniatura?

Smathers la agarró por los hombros pero no parecía querer intimidarla, sino solo ganar su atención.

—¿Estás segura de que me miraba a mí al decirlo?

Y dicho esto, dio media vuelta y salió.

 

 

Smathers estuvo todo el día vigilando desde su puesto habitual delante de la cerería, y Grace tuvo la certeza de que aquella vez la vigilaba a ella, de modo que continuó con sus quehaceres intentando no mirar hacia la tienda y mucho menos al sucio ventanal de la primera planta donde vivía la señora Gentry con su hijo. En una ocasión, durante aquella tarde que le pareció eterna, creyó ver a Rob tras los cristales.

—Como vuelvas a hacer eso, te juro que te llevas una bofetada —murmuró entre dientes.

—¿Perdón? —se sobresaltó lady Tutt, y apartó de inmediato la mano del pan que estaba pellizcando.

—No me dirigía a vos, milady —le aclaró, intentando que no se le notase el cansancio en la voz. Estaba agotada de tanto preocuparse, de preguntarse si la amenaza de lord Thomson de poner patas arriba el pueblo llegaría a materializarse. Miró a Smathers. ¿Es que aquel tipo ni siquiera pestañeaba? ¿De verdad se creía que iba a conducirlo hasta Rob? ¿Por qué estaba tan decidido lord Thomson a atrapar al capitán Duncan, ahora Rob Inman? ¿Valía la pena tanto escándalo por treinta libras al año?

No tenía respuesta para tantas preguntas y los Wilson tampoco, y para empeorar aún más las cosas Reilly decidió tomar posiciones dentro de la panadería. Se sentó junto a la puerta, dedicándose a observar a todo aquel que entraba y salía. «¡Largo! ¡Fuera de aquí!», hubiera querido poder gritarle, pero no lo hizo, pensando en la advertencia de Smathers.

El único alivio de toda la tarde fue ver llegar a Emery. El hombre dejó de intentar ocultarse de Smathers y, tras guiñarle un ojo a ella, ocupó su lugar de siempre bajo el olmo, ahora completamente desnudo.

 

 

Incluso un día interminable como aquel toca a su fin. Cuando las sombras empezaban a alargarse, la señora Wilson salió de la trastienda con una bandeja de galletas. Grace la observaba sorprendida. ¿Por qué habría decidido hornear aquellas galletas a última hora de la tarde?

La señora Wilson sostenía la bandeja de pie, en el centro de la tienda, y desde donde estaba vio a Reilly olfatear el aire y tragar saliva.

—Grace, ¿en qué estaré yo pensando? ¡He esperado demasiado para hacer estas galletas y ahora no queda nadie en la tienda! Mañana ya estarán pasadas. ¡Qué tonta! —concluyó, echándose mano al pecho.

—Vaya… —fue todo lo que atinó a decir, preguntándose qué clase de criatura habría invadido el cuerpo de la señora Wilson.

—Es demasiado tarde —añadió la señora Wilson, con los ojos llenos de pena, y se acercó a Reilly, que no había apartado los suyos de las galletas de chocolate—. Téngalas. Mañana no me servirán para nada.

Él no discutió: tomó un puñado y volvió a su taburete a comérselas. Con otro suspiro, la señora Wilson echó las que quedaban en el bidón de la basura y volvió a la trastienda, no sin antes guiñarle un ojo a Grace.

Intrigada, la siguió.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó en voz baja, mirando a Reilly.

—¿Te acuerdas de la levadura negra que tenía? ¿Tienes idea de lo que esa levadura con una pizca de jalapa puede hacer con mis galletas?

Grace tuvo que taparse la boca para no echarse a reír.

—¿Jalapa y levadura negra? Se irá…

—Desde luego —respondió la señora Wilson mirando a Reilly, que se estaba acabando el resto de aquellas galletas cargadas de laxante—. Le doy veinte minutos.

—Señora Wilson, es usted mejor actriz que la Siddons —le susurró—. De verdad me he creído que había sido un descuido.

—No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Espero que el señor Smathers lo siga.

 

 

Quince minutos después, Grace salió de la tienda sin hacer caso de Reilly. Acababa de tapar los dulces que habían sobrado de aquel día cuando oyó un sonido ahogado y se volvió: Reilly se agarraba el estómago con los dos brazos.

—¡Abre la puerta! —ordenó.

Primero intentó andar, pero apenas había dado un par de pasos cuando echó a correr.

Grace lo vio salir dando traspiés mientras se peleaba con los botones del pantalón. Smathers corrió a él y lo condujo a un callejón que había al final de la calle.

Grace soltó la escoba y cruzó a toda prisa, mirando en la dirección en que ambos habían desaparecido, hasta llegar a la cerería. El dueño estaba en la puerta y rápidamente se hizo a un lado para dejarla pasar e indicarle las escaleras, que Grace subió de dos en dos. Fue Rob quien le abrió la puerta y quien la abrazó con fuerza tras cerrarla sin hacer ruido.

Grace lo examinó angustiada, desde el ojo amoratado al corte que el bastón de lord Thomson le había hecho sobre la oreja. Allí olía raro. Ah, el vinagre que la señora Gentry le había aplicado en el hombro, tal y como Bobby había dicho. La viuda y su hijo estaban muy juntos en un rincón, mirándolos.

—Gracias, señora Gentry —le dijo Grace, abrazando de nuevo a Rob, quien hundió la cara en su cuello, apretándola con tanta fuerza que los pies se le levantaron del suelo—. Rob, te vas a hacer daño.

—No, mi niña. Eso ya lo ha hecho lord Thomson por mí —contestó, pero la soltó y miró sonriendo a los Gentry—. Iba corriendo por la calle, buscando desesperadamente un sitio en el que esconderme, y de pronto vi a la señora Gentry, que barría la entrada de la tienda de su tío.

Rob hablaba como si no pudiera creer la buena suerte que había tenido.

—Tan tranquila como un día de verano, Gracie, tiró de mí y me metió dentro —volvió a abrazarla—. Y yo que creía que no tenía amigos a este lado del Atlántico.

La señora Gentry se sonrojó.

—No creería que me iba a olvidar de cómo salvó a mi Bobby y cómo buscó el penique en el barro, ¿verdad?

—Cualquiera habría hecho lo mismo.

—Pero fue usted quien lo hizo, y yo soy una mujer agradecida —dijo con toda la dignidad de una dama siendo la viuda de un marino que dependía del pan duro y de la bondad de los habitantes de Quimby. Hizo un gesto hacia la mesa—. Siéntense a tomar un té y hablaremos.

Pero Rob estaba demasiado inquieto.

—No me atrevo a quedarme aquí —dijo, dejando la taza—. No me atrevo a poner a los Gentry en peligro, estando el gañán tan cerca —se frotó el hombro dolorido—. No creo que pueda llegar a Plymouth y necesito un lugar seguro en el que ocultarme. No tardarán mucho en devolvernos la libertad, ¡aunque llevo semanas diciendo lo mismo! —añadió, descorazonado.

Grace le puso los dedos en los labios.

—Rob, por favor.

Él le besó la mano y miró a la señora Gentry azorado.

—Le ruego que no se crea que soy un embaucador. He pedido a Grace en matrimonio y ella me ha aceptado.

La señora Gentry asintió como si todos los días ocurriera algo parecido en aquella pequeña habitación que era su hogar.

—Grace siempre ha sido muy juiciosa —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Dios mío! —exclamó.

Rob se levantó, pero Grace lo obligó a sentarse.

—¡No puedes acercarte a la ventana!

La señora Gentry volvió a la mesa.

—Algo debe pasarle en las tripas a ese horrible hombre que estaba en la panadería. Está en la boca del callejón con los pantalones bajados hasta los tobillos—se rio—. El señor Smathers está con él, pero mirando para otro lado.

—Gracie, ¿qué has hecho? —preguntó Rob.

—Nada —respondió ella, mordiéndose un labio para no reírse—. La señora Wilson ha aderezado unas cuantas galletas con jalapa y esa levadura negra que tenía.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó Rob—. Procuraré no hacerla enfadar nunca.

Bobby corrió a la ventana a mirar y al instante volvió junto a su madre.

—¡Menuda azotaina me darías si yo hiciera eso en público!

—No te quepa duda. Esperemos que alguien se lo diga a la policía. ¡Cuánto me gustaría que lo detuvieran por escándalo público!

Todo era cuestión de tiempo. No tenían otro remedio. Unos minutos después oyeron un silbato y la señora Gentry se acercó con cuidado al cristal para que no la vieran.

—Es la policía —les informó—. Y se lleva a ese… ese hombre…

—Reilly —dijeron Grace y Rob a la vez.

—Lo han agarrado por un brazo, sin duda para llevarlo ante el juez. ¡Ni siquiera le ha dado tiempo de subirse los pantalones! ¡Se va a caer! Y el señor Smathers va detrás —se tapó los ojos—. ¡Dios del cielo, no deberían dejarle andar así por la calle! —y volviéndose a Rob, añadió—: Ahora podría irse, aprovechando este jaleo, si tuviera adónde ir, Rob —miró a Grace—. Me ha contado toda la historia. Sé quién es.

Rob se levantó y tiró de la mano de Grace.

—¿Se te ocurre algo? No puedo seguir poniendo en peligro a los Gentry ni un minuto más.

—Cierto. Y sí que tengo una idea. Enseguida sabremos si es buena o mala.