Capítulo 9

KELL aprovechó las últimas gotas de Johnnie Walker, cogió el teléfono de la mesita de noche y marcó el cero para llamar a recepción. El joven respondió al segundo toque.

—Oui, bonsoir, monsieur Uniacke.

A partir de ahí, era cuestión de inventarse una buena historia. La conexión wifi no funcionaba en la habitación, explicó, y le pidió que comprobase el sistema. El recepcionista se disculpó por las molestias, le dictó los datos de otra red y le deseó al señor Uniacke mejor suerte con ésa.

Pero no pudo ser. Diez minutos más tarde, Kell cogió el portátil y bajó a la planta baja en ascensor. El vestíbulo estaba desierto. Los dos clientes que antes bebían coñac en el bar se habían acostado, y la mesa estaba recogida y limpia. Habían atenuado las luces y no se veía ni rastro de la camarera.

Kell se acercó a la recepción y estuvo allí varios segundos antes de que el chico del turno de noche, enfrascado en el libro que leía en el despacho, alzase la mirada, se levantase de un brinco y se disculpase por no haberle hecho caso.

—Pas de problème —contestó Kell.

Siempre era aconsejable dirigirse a los franceses en su idioma nativo: te ganabas su confianza y respeto con mayor celeridad. Levantó la tapa del portátil, señaló la pantalla y explicó que todavía tenía problemas para conectarse.

—¿Hay alguien en el hotel que pueda ayudarme?

—Lo siento, pero no, caballero. Hasta las cinco estoy solo. Aunque, como podrá comprobar, aquí abajo la señal es más fuerte. Si me lo permite, le sugiero que se siente en el bar e intente conectarse desde allí.

Kell miró la sala a oscuras, y pareció que el recepcionista le había leído el pensamiento.

—No me cuesta nada encender las luces. ¿Le apetece tomar algo?

—Sería muy amable por su parte.

Momentos después, el recepcionista había abierto una puerta baja para salir al vestíbulo y desapareció detrás de la barra. Kell cogió el portátil, se apresuró a mover el cuenco de popurrí quince centímetros hacia la izquierda y después lo siguió.

—¿Qué lees? —le preguntó en voz alta.

Escogió una mesa desde donde veía parte del vestíbulo. El joven estaba accionando interruptores en un panel situado junto a la señal de salida de emergencia. Kell continuaba sin encontrar ningún indicio de que hubiera cámaras de seguridad.

—Es para la universidad —contestó en voz alta para que Kell lo oyese—. Estoy haciendo un curso de teoría cuántica.

Kell apenas sabía nada del tema: había leído un puñado de críticas de libros que ya casi había olvidado y escuchado alguna charla en el programa de radio «Start the Week». No obstante, fue capaz de mantener una conversación breve sobre agujeros negros y sobre Stephen Hawking con el recepcionista mientras éste le servía un vaso de agua. El joven se presentó diciendo que se llamaba Pierre. En cuestión de minutos, ambos habían desarrollado una relación específica, característica de los desconocidos que se encuentran en mitad de la noche mientras el resto del mundo duerme a su alrededor. Kell notó que Pierre lo veía como un tipo de trato fácil que no ofrecía amenaza alguna. Era probable que le conviniese tener un cliente con el que hablar para que el tiempo pasara más deprisa.

—Parece que aquí sí tengo señal —anunció.

Pierre se remetió la camisa en el pantalón y sonrió aliviado. Kell abrió una cuenta moribunda de correo electrónico del SSI y se puso a leer mensajes.

—En cuanto pueda, me vuelvo a mi habitación.

—Tómese su tiempo, monsieur Uniacke. No tenga prisa. Si necesita cualquier otra cosa, avíseme.

Al cabo de un instante, sonó el timbre de la entrada. Pierre atravesó el vestíbulo, bajó los escalones dando brincos y desapareció de su vista durante un momento. Kell oyó a una mujer hablando en inglés con tono atropellado y contrito sobre el «asco de tiempo» y sobre lo mucho que sentía estar molestando a esas horas.

Barbara.

—Por aquí, madame.

Pierre le cogió la bolsa de mano, se la echó al hombro y acompañó a la mujer hacia recepción con una galantería muy ensayada. Se colocó tras el mostrador y le tomó los datos.

Ella hizo el registro como una auténtica profesional.

—Ay, ay, ay, el vuelo ha sido horroroso. Creo que el comandante no tenía ni idea de lo que hacía. Estábamos en el aire y, de repente, hemos empezado a dar botes por la pista como un tractor. Discúlpame por no hablar francés. De joven viví en el Loira y me las apañaba bastante bien, pero parece que a mi edad estas cosas se te van de la cabeza, ¿no?

—Madame, ¿viene usted sola?

—Sí, sólo yo. Mi marido, el pobrecillo, falleció hace tres años.

Kell estuvo a punto de escupir el agua con gas.

—Al final se lo llevó el cáncer. Eres muy amable por haberme conseguido una habitación con tan poca antelación. Ay, si es que no hago más que molestar. En el aeropuerto había varias personas que no tenían ni idea de dónde iban a quedarse. Debería haber compartido el taxi con ellos, pero me he confundido con todo el alboroto. Y tengo que admitir que este hotel ¡es precioso! ¿El pasaporte? Por supuesto. Imagino que también necesitarás una tarjeta de crédito. Hoy en día siempre hace falta la tarjeta. Con todos esos números PIN. ¿Cómo esperan que nos acordemos de todos?

Kell sonrió de oreja a oreja, oculto tras la pantalla del portátil. Una pared en la que la dirección del establecimiento había colgado un retrato monocromático de Nina Simone impedía que Barbara lo viese. De vez en cuando, Kell pulsaba teclas al azar para dar la impresión de estar trabajando de verdad. Llegado el momento, Pierre entregó a Barbara la llave de la habitación 232, le explicó cuál era el horario del desayuno y se despidió de ella.

—Pulse el botón de la segunda planta, por favor, madame —le pidió cuando ella se dirigía hacia los ascensores—. Le deseo que pase muy buena noche.

Kell miró la hora. Era la una y treinta y cinco de la madrugada. Le concedió a Barbara otros diez minutos para instalarse y familiarizarse con el hotel y entonces le envió un mensaje de texto para poner en marcha la parte final del plan.

Hora actual: 1.45. Luz verde en el vestíbulo. ¿Y tú?

Barbara respondió de inmediato.

Sí. Estaré en posición a partir de las 2. Buena suerte.

Kell estaba guardando el teléfono en el bolsillo cuando Pierre salió de recepción y le preguntó si necesitaba algo más del bar.

—No, muchas gracias —respondió—. No me hace falta nada.

—¿Qué tal la conexión? ¿Funciona de forma satisfactoria?

—Muy satisfactoria.

Esperó a que regresase al despacho antes de escribir un mensaje de texto para Bill Knight.

¿Despejado?

No recibió respuesta. Miró el reloj del portátil avanzar hasta la una y cincuenta y siete, sabiendo que Barbara ya estaría en posición. Insistió.

¿Hay alguien fuera?

Seguía sin recibir contestación. No podía hacer otra cosa que proceder según lo planeado y confiar en que Knight tuviera la situación controlada. Kell desenchufó el portátil, se lo metió bajo el brazo, cogió el vaso de agua vacío, lo llevó a recepción y lo dejó en el extremo derecho del mostrador, junto a una caja de plástico llena de folletos turísticos. Pierre estaba sentado en el despacho, bebiendo Coca-Cola y deleitándose con la astrofísica.

—¿Te importaría mirarme una cosa? —le preguntó Kell.

—Por supuesto, caballero.

—¿Qué tarifa voy a pagar por la habitación? Tengo un correo de confirmación de la oficina y el precio me parece más barato de lo que recordaba.

Pierre frunció el ceño, se acercó al mostrador, inició sesión en Opera y abrió la cuenta de Uniacke. Mientras tanto, Kell posó el portátil en el mostrador, a unos cinco centímetros del cuenco de popurrí.

—Vamos a ver —musitó Pierre con la vista fija en la pantalla—. Aquí dice que…

Kell apoyó el codo en el ordenador, dejó que se deslizase por el mostrador y mandó el popurrí al suelo de golpe.

—¡Mierda! —exclamó en inglés justo cuando el cuenco estallaba en una explosión de pétalos y cristal.

Pierre se levantó del mostrador con un «Merde!» equivalente, y Kell contempló el maravilloso caos que había creado.

—Lo siento muchísimo —se disculpó, primero en inglés y después lo repitió en francés.

—No pasa nada, caballero, no importa. Estas cosas pasan. No me cuesta nada limpiarlo.

Kell se agachó a recoger los trozos de cristal más grandes e intentó recordar cómo decir «cepillo y recogedor», pero se dio cuenta de que sólo le salía:

—¿Tenéis una aspiradora?

Pierre había salido de la recepción y estaba a su lado con los brazos en jarras, tratando de decidir cuál sería la mejor estrategia.

—Sí, es una buena idea. Hay una. Enseguida lo limpiaré todo. No se preocupe por nada, señor Uniacke, por favor.

—Pero tienes que dejar que te ayude.

Pierre se agachó a su lado. Para su sorpresa, hasta lo consoló poniéndole la mano en el hombro.

—No, no, por favor. Usted es un cliente. Relájese. Ya me ocupo yo.

—Creo que al subir a la habitación he visto una aspiradora en la escalera. ¿Es ahí donde las guardan? Puedo ir a por ella. Me gustaría ayudar.

Ése era el único riesgo que corría: que al chico del turno de noche le preocupase tanto la seguridad de recepción que aceptase la ayuda de un cliente. Sin embargo, Kell había hecho una buena lectura de su personalidad.

—No, no —contestó el joven—. Ya voy yo. Sé a qué armario se refiere. Será un momento. Si espera aquí…

A Kell le vibró el móvil en el bolsillo y lo sacó en cuanto Pierre se alejó. Por fin Knight se dignaba a contestar.

No hay moros en la costa, comandante. Corto y cambio.

—Gilipollas… —murmuró Kell.

Comprobó que Pierre hubiera subido la escalera y entró en recepción.